PAÍS RELATO

Autores

alfredo bryce echenique

un amigo de cuarenta y cuatro años

Aún recuerda los días pasados en aquel colegio. Los amigos. Las fotografías de las enamoradas de los amigos. Las lavanderas tan feas. Los jardines y sus jardineros. Los profesores. Un profesor. Las pocas muchachas que pasaban por allí. El pescado de los viernes. La salida de los sábados. ¿Los libros? Aún recuerda… Pero ¿por qué dice que «aún recuerda»?, cuando jamás olvidará que allí vivió intensamente, y vivir intensamente es lo único que le interesa.
Los Ángeles. Todo alrededor del colegio de San E. empezaba a perder importancia. Se habían llevado a Huampaní el antiguo puente sobre el Rímac, que traía el tráfico hasta la puerta del colegio. No recuerda qué trenes se detenían, y cuáles no se detenían en la garita, frente al San E. Sólo recuerda que siempre bajaban aquellos postes sobre la pista, y que rara vez veían un automóvil esperar el paso del tren. Las casas que rodeaban el colegio, entre los cerros, y entre los árboles, parecían estar siempre cerradas. Decían que un famoso diputado tenía una querida francesa, y que venían siempre a una de esas casas, pero él, que se interesaba en la historia del San E., nunca los llegó a ver. Los jardineros hablaban de jardines muy bellos, pero eran otros jardines. Hotel de lujo en sus buenos tiempos, el local del San E., colegio inglés, parecía una de esas británicas chaquetas de tweed con varios años de uso, pero que aún durarán muchos años más (sobre todo si se les pone unos parches de cuero en los codos). Paredes blancas, tejas, y ventanas verdes. Era el color de esas ventanas el que los alentaba a escaparse, de vez en cuando. Rodeaban el local pequeñas casas, muchas de las cuales habían pertenecido al hotel, y habían sido destinadas, en sus buenos tiempos, a las parejas que venían en luna de miel. En algunas vivían los profesores internos, y en otras, viejos. Ruidos: el río Rímac, y los trenes que pasaban. Pero se acostumbraban, y los ruidos desaparecían. Silencio. Una solitaria mujer, demasiado hermosa, demasiado grande, y demasiado mujer para ellos. La llamaban «la Viuda», mientras esperaban que su hija, demasiado pequeña aún, creciera para ellos. Sobre todos estos seres, y sobre todas estas cosas, brillaba el sol de Los Ángeles. Por las noches, era un frío casi serrano el que se filtraba entre sus frazadas.
Míster Davenhock era el director y el profesor de inglés. En esos días, la suerte de los alumnos dependía enteramente del lechero: si llegaba a tiempo, Mr. Davenhock tenía algo que arrojarle a su esposa en el diario pleito matinal. Estaban salvados: se desahogaba. Pero cuando no venía a tiempo… Un día su esposa partió de viaje, y Mr. Davenhock empezó a ser un hombre muy interesante. Manolo lo observaba: tendría unos cuarenta y cuatro años. Alto, británicamente distinguido, y narigón, las madres de algunos alumnos lo encontraban buen mozo. La única vez que entró en su casa, lo encontró escuchando unos discos de Marlene Dietrich. «Tú no sabes lo que es eso», le dijo. «Ustedes los jóvenes…». Pero Manolo no entendió muy bien lo que quería decir. Leía Time, la revista norteamericana, y uno que otro periódico inglés. Jamás lo olvidaría con su invariable saco de tweed color café, con su pantalón siempre plomo, y con sus llamativas corbatas escocesas. Venía muy bien peinado desde que se había marchado su esposa. Sus zapatos nunca brillaron, pero nunca estuvieron sucios. Después del almuerzo, sacaba una silla al jardín exterior de su casa. Se sentaba, fumaba una pipa, y leía Time, bajo el sol. En esas ocasiones, llevaba siempre un pañuelo de seda al cuello. Manolo lo observaba desde la ventana de su dormitorio, y le daba la impresión de un hombre que ya se ha instalado en la vida. Amaba el sol, y se ponía el pañuelo de seda al cuello cuando visitaba a la Viuda.
Los veía regresar a sus casas aquel sábado, por la mañana. Los veía correr hacia el paradero del ómnibus (los que no tenían enamorada), y hacia los colectivos (más rápidos, pero más caros, los que tenían enamorada). Se iban a Lima, y no podía negarse la tortura de mirarlos, pues esa tortura lo haría odiar aún más a aquel imbécil de profesor que lo había castigado. Quería odiarlo de tal manera, que le fuera posible quemar su casa, con su mujer, con sus hijos, y con todo adentro. Se había puesto el saco del uniforme. Se había limpiado los zapatos. Se había peinado. Estaba listo para salir, y se había sentado a verlos partir: sus amigos, sus compañeros que no estaban castigados.
Se habían marchado. Caminó hacia la casa del profesor que lo había castigado, pero al llegar se dio cuenta de que no estaba loco, y no estar loco le dio más cólera aún. No iba a quemar la casa. Además, también ese profesor se había marchado a Lima. Quedaban Mr. Davenhock, que estaba de turno, algunos provincianos que no tenían adónde ir, siete castigados, y él sin ella.
Era como creer que hemos ganado la lotería, correr a cobrarla, y descubrir que hemos leído mal nuestro número: lo habían castigado por festejar el sábado; por celebrar la partida. Se había parado sobre la silla y había gritado: «¡Viva el sábado! ¡Viva ella!». Y ese imbécil lo había castigado porque faltaban cinco minutos para que terminase la clase. «Voy a matarlo. Se ha ido a Lima». No tenía nada que hacer. Aceptó la realidad, y casi se muere de pena. Se dio cuenta de que el tiempo se había detenido, y de que se quedaría así, detenido, hasta el lunes. Luego, avanzaría nuevamente, lentamente, hacia el próximo sábado. «No llegará nunca». Era demasiado orgulloso para escaparse, pero no toleraba ver la puerta por donde se salía para ir a Lima. Decidió encerrarse en su dormitorio.
«Jamás creí que me castigarían». Estaba echado sobre su cama, y desde allí escuchaba el timbre que llamaba a los demás castigados a filas: iban a almorzar. No iría. No podría soportarlos. Era un colegio inglés: ¿por qué entonces no le habían pegado con el palo de hockey o con la zapatilla? Pero pensar en todas esas cosas lo apartaba más y más de ella. Ella estaba allá, en Lima. Él, aquí, castigado, y su pena, su desesperación, en medio, entre los dos, como un muro. No podía verla. «¿Comprenderá? ¿Me perdonará? ¿Se quedará encerrada como yo?». Movía la cabeza hacia uno y otro lado: «¡Bah! ¡Colegio inglés! Nada más criollo que saber que uno tiene enamorada y castigarlo para que no la vea».
El tiempo se había detenido en las ramas inmóviles de una palmera, y a través de la ventana, Manolo la contemplaba como si de ella viniera todo su sufrimiento. Más allá, estaban los cipreses verdes, y al fondo, los cerros como inmensas murallas. A un lado de su cama, en el suelo, una fotografía de ella, que había dejado caer casi sin darse cuenta, como si se hubiera resignado, como si ya no le quedara más que su dolor. Había olvidado al profesor que lo había castigado. Había olvidado el castigo. Pensaba en ella con cierto fastidio, pues era de ella de quien venía todo ese sufrimiento. «¿Sufre, también? ¿Tanto como yo?». Le hubiera gustado saber que sufría tanto como él. Sólo así lograría mantener un triste equilibrio. Pero ni aquella inmóvil palmera, ni los cipreses verdes, ni los cerros como inmensas murallas, lograban darle una respuesta. Los contemplaba, cuando una voz lo sorprendió: Mr. Davenhock. Volteó a mirarlo, pero no se incorporó al verlo.
—¿Puedes explicar tu conducta?
Miraba a Mr. Davenhock como si quisiera averiguar de qué se trataba todo eso. Se sentía lejano a toda disciplina, y le parecía imposible que alguien pudiera venir a darle una orden. No temía nada. Ya estaba castigado, y sólo quería que lo dejaran en paz con su castigo.
—¿Puedes explicarme tu conducta? —repitió, asombrado al ver que Manolo parecía no entenderle.
—No puedo hablar. No quiero hablar con nadie.
—¿Te has vuelto loco?
Manolo permaneció mudo. Había volteado nuevamente la cara hacia la ventana, y miraba a la palmera.
—¿Por qué no has ido a almorzar como todos los demás castigados? —preguntó, a punto de perder la paciencia—. ¿Quieres que te expulsen del colegio? ¿Quieres que llame a tus padres?
—Todos saben lo que quiero —respondió Manolo, sin voltear. Continuaba con la mirada fija en la palmera, como si tratara de evitar toda esa escena. Quería que lo dejaran en paz.
—¿Estás loco? —gritó Mr. Davenhock—. ¿Tú crees que porque tienes una… una enamo… una ridícula novia, tienes el derecho de hacer lo que te dé la gana? Crees que puedes prescindir de la disciplina.
No pudo continuar: Manolo había volteado la cara al escuchar lo de «ridícula novia». Le había clavado los ojos, y ahora Mr. Davenhock no sabía hacia dónde mirar. Había algo intolerable en el rostro de Manolo: una extraña palidez, una mueca de dolor, de dolor y de furia. Le era imposible mirarlo cara a cara. Avanzó hacia el otro lado de la habitación, y se detuvo frente a la ventana. Manolo lo seguía con la mirada. Estaba de espaldas, y le impedía ver la palmera.
—Manolo —le dijo, con voz temblorosa—. Es preciso que sepas, Manolo, que no debes ponerte en ese estado. Cuando un hombre quiere a una persona, debe estar preparado… Preparado. Aprende a sufrir sin que los demás se den cuenta. ¿Por qué esa actitud de desprecio hacia los que no sufren? No se es feliz a tu edad. No se es feliz nunca —estaba mintiendo—, pero sobre todo no se es feliz a tu edad. La adolescencia es algo terrible, y yo creo que tú serás un adolescente durante largo tiempo aún.
Lo escuchaba en silencio, y ya no buscaba la palmera. Ahora, sus ojos se habían detenido tranquilamente en Mr. Davenhock, que continuaba de espaldas, y mirando hacia afuera. Lo escuchaba.
—Y esa chica, Manolo. La verás tantas veces aún. Tantos sábados. Tantos domingos.
—¡No pienso sufrir ni el próximo sábado, ni el próximo domingo, ni nunca más! Se trata de hoy, y de mañana, domingo. Nadie volverá a castigarme, Mr. Davenhock. Tendrá usted su disciplina, y yo la tendré a ella. ¡Pero hoy! ¡Hoy y mañana! ¡Déjeme en paz!
Mr. Davenhock había apoyado ambos brazos, uno a cada lado de la ventana. Sabía que ya no podría hablarle como profesor. Como profesor había aceptado que lo castigaran, pero como hombre, no toleraba verlo castigado.
—Escucha, Manolo: durante la guerra, yo era piloto de la Real Fuerza Aérea Inglesa. Tenía una novia alemana, y estaba en su ciudad cuando me llamaron. Regresé a Inglaterra para enrolarme. Nos escribíamos cuando era posible. Pero un día nos ordenaron bombardear esa ciudad. La guerra terminó, y yo corrí a buscarla. Había muerto.
Un silencio total se apoderó de la habitación. Mr. Davenhock había introducido ambas manos en los bolsillos de su saco, y miraba hacia la palmera. Manolo lo observaba pensativo. Veía el pañuelo de seda que aparecía sobre el cuello de su camisa, y recordaba la única vez que había entrado a su casa: «Las canciones de Marlene Dietrich». «Tú no sabes lo que es eso», le había dicho. ¿Lo sabía? Nunca había visto una película de Marlene Dietrich, pero había oído hablar mucho de ella. «El ángel azul», se decía. «Una corista y un profesor». Le gustaría ver esa película. «Canta. En alemán. En inglés». Continuaba mirando a su profesor. «Las mejores piernas». Mr. Davenhock continuaba inmóvil. «Cantaba para los soldados. En la guerra. Era muy hermosa». No quería verle la cara. «Marlene Dietrich», se dijo, y apartó la mirada de la ventana.
Estaban en un aprieto. No querían mirarse, y Mr. Davenhock tenía que salir. Dio media vuelta, y al ver que Manolo tenía la vista fija en el techo, aprovechó para escaparse. Manolo escuchaba sus pasos mientras se perdían en el corredor que llevaba a las aulas.
Había permanecido el resto de la tarde echado en su cama, y con la mirada fija en el techo. Hacia las ocho de la noche, escuchó el timbre que llamaba a los alumnos a filas para comer. Se incorporó lentamente, y caminó hasta el baño. Allí se lavó la cara, se peinó, y se puso la corbata. Luego, regresó nuevamente a su dormitorio, se puso el saco, y se dirigió al comedor. Entró cuando sus compañeros ya estaban comiendo. Era una gran sala rectangular, y a ambos lados estaban las mesas de los alumnos. Sólo una estaba ocupada. Al fondo, dominando todo el comedor, estaba la mesa de los profesores. Sólo el asiento de Mr. Davenhock estaba ocupado. Escuchó la voz de algunos compañeros mientras avanzaba hacia aquella mesa: «Te está sacando la vuelta», dijo uno. Y Arroyo, que sólo tenía trece años: «Te debe estar poniendo los cuernos». No les hacía caso. Continuaba avanzando.
—Mr. Davenhock…
—¿Manolo?
—¿Podría sentarme a comer con usted?
—Ramírez —ordenó Mr. Davenhock al mayordomo—: Ponga otro asiento aquí, a mi derecha.
En el inmenso comedor, casi vacío, los castigados y los provincianos que no tenían adónde salir comían bulliciosamente. Al fondo, en la mesa de profesores, Mr. Davenhock y Manolo comían sin hablar.