—Pronto —dijo la voz de Giuliana.
—Bueno, no tan pronto —bromeó, muy nervioso, Ricardo—. Han pasado casi veinte años…
—Ma, chi parla?, chi sei?
—Sono Ricardo… Ricardo Santies…
—¡Ricardo! Ma sei tu…! ¡Eres tú, Ricardo! ¡Dónde estás! ¡De dónde llamas!
—Te llamo de Roma, Giuliana.
—¡Roma! ¡Qué maravilla!
—La verdad es que acabo de llegar y todavía no he visto nada.
—Pero ¿de dónde sales? ¿De dónde vienes?
—De mi lejano país.
—¿Desde el otro lado del Atlántico? ¡Qué maravilla! ¡Y estás en Roma! ¡Tenemos que vernos! ¡Tenemos que vernos, Ricardo!
—De eso, precisamente, te quería hablar, Giuliana.
—Sí. Dime. Dime, Ricardo.
—Mira; llegué esta mañana y no tengo que trabajar hasta el lunes.
—¿Entonces es un viaje de negocios?
—Llámalo como quieras, Giuliana. A nosotros eso qué nos importa. Lo importante ahora es que mañana es domingo y puedo tomar el tren esta noche.
—¡Claro! ¡Claro! ¡Maravilloso! ¡Tenía que ver a unos amigos, pero qué importa! ¡Qué importa, Ricardo! Io…! ¡Los puedo ver cualquier otro día!
—Gracias, Giuliana. Mil gracias. Me encantará verte…
—¡A mí me encantará verte, Ricardo!
—Entonces, óyeme bien. Esta noche tomo el tren y…
—Iré a esperarte a la estación y tomaremos desayuno juntos. ¡Qué maravilla, Ricardo!
—Bueno, pero para esperarme en la estación, primero tienes que saber a qué hora llega mi tren…
—¡A qué hora! ¡A qué hora!
—Acabo de averiguarlo. A las siete de la mañana estoy en Milán.
—¡Estaré en la estación, Ricardo!
—¿No te parece demasiado temprano para un domingo por la mañana?
—Escúchame. Será maravilloso tomar desayuno juntos en la estación. Hace tantos años…
—Prácticamente veinte, Giuliana.
—Pero tendremos todo el día para nosotros.
—Hasta las once de la noche. A esa hora sale el tren en que tengo que regresar a Roma.
—¿Y los billetes? ¿Tienes los billetes?
—Ya averigüé aquí en el hotel. Sobra sitio. Pero quería llamarte antes para saber si estabas en Milán. Nunca se sabe, un fin de semana… Y casi veinte años después…
—¡Ricardo! ¡Ricardo! ¡No sabes el gusto que me dará verte!
—«El gusto será todo mío», Giuliana, como dice la gente.
—E anche todo mío —se rió alegre, realmente muy contenta, Giuliana.
Ricardo se despidió, bajó un momento a comprar los billetes, y regresó a su habitación. Ni siquiera había abierto la maleta, todavía. Se rió al pensar que había estado a punto de abrirla, pero que había decidido llamar antes a Giuliana. Giuliana… Casi veinte años sin verla y diez, por lo menos, sin saber gran cosa de ella. La recordaba, por supuesto que la recordaba a veces. Incluso debía haber soñado con ella más de una vez. Era natural que hubiera soñado con Giuliana alguna noche, aunque era también natural que por la mañana no se hubiese acordado de nada. ¿Qué importancia podía tener acordarse o no, además? Era lo normal, lo más lógico. El Atlántico, el tiempo, el ritmo de vida, el hogar, su país… La vida, finalmente. La vida, como se suele decir.
Pero ahora acababa de llegar a Roma, de subir a la habitación de un hotel, y la vida había hecho que no abriera su maleta. Y que recordara la frase de Henry James que, más que olvidado, creía haber sepultado para siempre. James era la persona que mejor había descrito a Giuliana en este mundo. Lo cual no estaba nada mal, aunque había algo más. «Algo más que s», pensó Ricardo, maldiciendo un poco haber llegado recién a Roma y encontrarse ya en ese estado de fragilidad. Pero si Giuliana… No, nada de Giuliana. Esa mujer no había hecho absolutamente nada. No lo había hecho todavía, en todo caso, y sólo podría hacer algo si él la llamaba por teléfono y le contaba que acababa de llegar a Roma y que tenía un día disponible para ir a verla a Milán. Giuliana… Henry James la había descrito como nadie en el mundo.
¿Y qué culpa tenía Giuliana de eso? ¿Qué culpa de que él hubiera recordado esas palabras de novela y ahora estuviera desenterrándolas lenta y dolorosamente? Con anhelos de ansiedad, con creciente excitación. «Ah», se dijo Ricardo, «yo que siempre he odiado viajar. Ahora lo que parezco es un turista de película llegando a Roma. Y que lee a James, además. Una solterona norteamericana es lo que parezco, parado aquí delante de una maleta cerrada». Tampoco Giuliana había vuelto a saber gran cosa de él, durante muchos años, pero debía recordarlo con cariño de vez en cuando. E incluso debía soñar también con él y no acordarse de nada por la mañana, con cariño. Sí, con cariño, claro, aunque del sueño en sí no recordara absolutamente nada. En fin, igual que él, parado ahora delante de su maleta y pensando en Henry James. Pero ¿por qué igual que él, si Giuliana ignoraba por completo que había llegado a Roma…?
Ricardo sintió que se encontraba en una situación de ligera desventaja y decidió que lo mejor era llamar por teléfono a Giuliana, darle una sorpresa de casi veinte años de duración, y colocarla así en una situación de ligera desventaja, también a ella. Bueno, ya estaba pensado. Pero… ¿Y si Giuliana se había mudado nuevamente? ¿O simplemente había cambiado el último número de teléfono que le envió hace siglos? «Tengo que actuar», se dijo Ricardo. «Tengo que actuar y rápido. Cada instante que paso parado delante de esta maleta está jugando en mi contra. Giuliana empieza a llevarme ya casi veinte años de ventaja». Ricardo se sintió completamente perdido mientras marcaba el número en el teléfono.
—Pronto —dijo la voz de Giuliana.
—Bueno, no tan pronto… Ya son casi veinte años…
—Ma, chi parla?, chi sei?
—Sono Ricardo… Ricardo Santies…
—¡Ricardo! Ma sei tu…! ¡Eres tú, Ricardo! ¡Dónde estás! ¡De dónde llamas!
Ya estaban empatados y Ricardo suspiró aliviado. Ahora sí podía contarle todo lo demás. Que estaba en Roma, que hasta el lunes no tenía nada que hacer, y que por ser domingo, mañana, podía tomar un tren a Milán esta misma noche. El gusto, como suele decir la gente, sería todo suyo. Un nuevo empate se produjo minutos más tarde, cuando Ricardo pensó que había tenido que sacar algunas cosas de la maleta y meterlas a un maletín, para no cargar con todo su equipaje hasta Milán. Bueno, pero había sido justo lo necesario para un día, y de cualquier modo habría tenido que abrir la maleta para dejarlo todo en el armario de su habitación. No contaba, por consiguiente. Pero sí contaba, en cambio, el viaje en tren. Toda una noche de ida y toda una noche de vuelta. Enorme desventaja que sólo con un penal de último minuto había logrado igualar: «Para tomar desayuno conmigo, Giuliana tendrá que pegarse el madrugón de su vida. Con lo dormilona que fue siempre. Y un domingo, además».
Bien. El mundo se salva por las formas, y Ricardo de eso entendía mucho. El espejo, por lo pronto, acababa de devolverle una imagen ampliamente satisfactoria de su persona. Un informe completo sobre su persona, física y psíquicamente. Había logrado hacer consigo mismo una mezcla perfecta de dapper dandy sport y de gentleman farmer brasileño, a pesar de la crisis (o gracias a la crisis, tal vez, porque con Giuliana nunca se sabía). Y a pesar, también, de no ser brasileño. Esto le encantaba. Ese to be or not to be brazilian, le daba un aire de despiste divertido y casi fatal, al mismo tiempo. Un toque un poquito más allá de lo estrictamente romántico y conmovedor. Ricardo mismo no lograba explicarse en qué, exactamente, consistía la elegancia de su aturdimiento nacional, justo ahora que acababa de bajar de un vuelo internacional. ¿Cosmopolitismo habitual y distraído? Lo parecía. Sí, el espejo tenía toda la razón. Lo parecía y mucho.
A todo esto se añadía, además, justo la indispensable cantidad de canas que, con seguridad, Giuliana, si las tenía, las teñía. Llevaba, pues, un cómodo punto de ventaja que, con una buena cena en el tren y un jet lag bien dormido, lo haría despertarse a tiempo, o sea un poco antes de tiempo. Y nunca mejor dicho, porque realmente iba a necesitar un buen café, previo al desayuno con Giuliana, y una buena media hora para añadirle a su actual mezcolanza una ñizca de descuido dominical y de lejano país. Sí, porque viéndolo bien, estaba demasiado brasileño. Críticamente brasileño, ya casi magnate visto en Río por la Metro Goldwyn Mayer. Y le quedaba aún demasiado Atlántico debajo de los ojos.
Esto último, sobre todo esto último, tenía que sacárselo del cuerpo y del sistema nervioso a como diera lugar. Llegar atlánticamente ojeroso donde Giuliana era regalarle un millón de puntos de ventaja. Era cursi y melodramático. Una exageración completamente innecesaria, dada la exquisita e inolvidable sencillez de Giuliana. Y un chantaje, también. Prácticamente veinte años de chantaje bajando de un tren, o sea algo ruin y del peor gusto. No, de ninguna manera. Lo que tenía que hacer era bajar del tren sin ser visto, sorprender luego a Giuliana, y que fuera ella la que se llevaba veinte años de sorpresa de un solo golpe, de un solo abrazo, de un solo beso. Giuliana sabría hacerlo con la sobriedad y la sencillez, con la alegría y la enternecedora sensibilidad con que vino al mundo.
Ricardo contó la cantidad de moneda nacional que ya había invertido en ese viaje, teléfono incluido, y se quedó francamente anonadado. Más desayuno, almuerzo y comida, en Milán. Arrojó la calculadora de bolsillo a una papelera y maldijo el día que las inventaron. Maldijo también su falta de elegancia ante la adversidad nacional, y maldijo por último que Giuliana jamás se fuese a enterar del alto porcentaje de sacrificio que había en su rápida ida y vuelta a Milán. Su esfuerzo económico, que había empezado con una llamada interurbana y un billete de coche cama digno de ella, era indudablemente el aspecto más melancólico de su visita. Ricardo dudaba. «¿Debe o no reflejarse en algo?», se preguntó. «Debería pero no debe», fue la respuesta que se dio, con enorme coraje ante la adversidad y dominio absoluto de las formas que salvan a este mundo.
Pero ahora, ¿para quién era ese millón de puntos de ventaja que él acababa de gastar en moneda nacional? ¿Para Giuliana? Pues sí. ¿Para él? Pues sí, también. Y para Henry James, por supuesto. Él había descrito como nadie a Giuliana. ¡Qué sencillez para describir a esa mujer! (esa muchacha, entonces). Una sencillez tan grande que Ricardo se preguntaba a veces qué había sido antes y qué después. ¿Giuliana, o su lectura de Giuliana descrita, contada realmente por ese escritor extraordinario? Y en noches de desamparo, muchos años atrás, había llegado a preguntarse si Giuliana habría existido sin Henry James. Y se había consolado con la pregunta hecha al revés, y su respuesta: Henry James no habría existido, al menos para él, sin Giuliana.
Ah, aquellos años, aquellos verdes años, como se suele decir. Habían empezado en una carretera, en las afueras de Milán. Una adolescente sin gasolina y una Vespa. Él había detenido su automóvil inmediatamente y se había ofrecido a ayudarla. Terminaron comiendo juntos y empezó lo que parecía ser una buena amistad de estudiantes. A él le quedaba un buen año en la universidad, antes de regresar a su país y empezar una carrera de asegurador. Ella acababa de ingresar a la Facultad de Arquitectura y tenía un novio simpático pero demasiado celoso. No de Ricardo, claro, porque él la había ayudado desinteresadamente la noche aquella de la carretera. Pero bueno, tampoco era como para que Ricardo la llamara con tanta frecuencia y hasta le llegara a contar que se sentía un poquito solo en Milán.
Pero Ricardo terminó sus estudios y se quedó casi tres años más en Milán. Era obvio que se había quedado por Giuliana y era obvio que Federico, el novio celoso, llegara a considerar que Ricardo ya se estaba pasando de amigo. Un día, Federico empezó a salir con otra muchacha y Giuliana empezó a salir de la mano con Ricardo. La alegría, en los meses que siguieron, fue absoluta, aunque ella decía siempre que a eso no se le podía llamar felicidad porque la felicidad, siempre, sin excepción alguna, Ricardo, es algo que sólo existe después. Él insistía en lo contrario, y a menudo peleaban a muerte a la salida de una excelente película, de la Scala, o de un restaurante en que los vecinos de mesa empezaban a mirarlos indiscretamente. Pero luego hacían las paces, a muerte también, en el departamento cada vez más abandonado y deteriorado de Ricardo. Dos veces, Ricardo tuvo dificultades para pagar la renta y, como en la carretera, la noche en que se conocieron, Giuliana vino en su auxilio con total desinterés.
Era la época en que Giuliana tenía ya un automóvil formidable y Ricardo la vieja Vespa que Giuliana le vendió cuando él tuvo que rematar su automóvil. Lo reclamaban de su lejano país y su familia le había cortado el gas. Ricardo empezó a dar clases particulares de castellano pero, la verdad, no abundaba la gente que se interesaba por ese idioma en Milán. Giuliana, por su parte, estudiaba cada día con mayor interés y entusiasmo y la vida empezó a ser ligeramente cruel con Ricardo. Las batallas por la existencia o no de la felicidad adquirieron, de pronto, una nueva dimensión. Se reconciliaban siempre, con palabras de amor, pero algo quedaba y hería. Además, se había vuelto realmente dramático que pelearan por un disparate semejante en un restaurante. Antes, los restaurantes abundaban y noche tras noche Ricardo se los había ido enseñando uno por uno a Giuliana. Ella escogió el que más le gustaba, lo bautizó El Favorito, y Ricardo estuvo profundamente de acuerdo con el nombre y con todo.
Pero, a medida que el departamento de Ricardo se deterioraba y adquiría ese aspecto de abandono, El Favorito, que seguía siendo un lugar más bien barato pero muy acogedor, empezó a ser el único restaurante que Giuliana y Ricardo podían frecuentar en toda la semana. Y de acogedor, pasó a ser sobrecogedor el día en que Giuliana pagó la cuenta sin la menor dificultad. Ricardo aceptó, pero con una condición: media botella más de vino tinto, pero pagada por él, ahora. Giuliana aceptó encantada y Ricardo se juró que esa misma noche la haría reconocer que la felicidad sí existía. Y desde antes. Desde la noche aquella de la carretera, ahora y siempre. Entre ellos dos, eso existía. Tenía que existir. Giuliana le sonrió, le cogió fuertemente las manos, y le preguntó que cómo.
—Tal como lo describe Henry James, Giuliana.
—Lees y lees y lees —le dijo ella.
—Y tú estudias arquitectura, Giuliana. ¿Qué hay de malo, pues, en que yo lea todo el día? También doy clases de castellano, ¿no?
—Yo te adoro, Ricardo. Te adoro. Realmente te adoro, ¿me entiendes?
—Entonces, Giuliana, explícame cómo diablos te atreves a negar la existencia de la felicidad.
—No la niego del todo, Ricardo.
—Bueno, ¿ya ves? Vamos progresando, ¿no?
—Ricardo…
—Mírate, obsérvate a ti misma descrita por Henry James. Es la mejor descripción que nadie jamás ha hecho de tu persona. Mejor, todavía: Es la mejor descripción que nadie me ha hecho ni me hará jamás de tu persona. Debería estar celoso de James, Giuliana. Y te confieso que no lo estoy sólo porque James está muerto y ya no te puede volver a mirar.
—Tú estás loco, Ricardo.
—Completamente loco por ti, Giuliana.
—¿Puedes prometerme una cosa?
—Dala por prometida.
—Esta noche, te ruego, por favor te ruego que no peleemos por la felicidad.
—Para qué, Giuliana, si está aquí con nosotros. ¿O sigues insistiendo en que la felicidad es algo que sólo existe después, cuando ya ha pasado, cuando ya ha existido…?
—Ricardo, tú me has prometido que esta noche…
Pelearon a muerte, pero después, en el departamento de Ricardo, volvieron a reconciliarse como siempre y Giuliana llegó a aceptar por primera y última vez, que bueno, que sí, que la felicidad sí existía pero con puntos suspensivos. Tomaron un café largo y negro, en el desayuno, y quedaron en verse por la tarde, después de la facultad. Se veían siempre por la tarde, después de la facultad. Nunca se veían después de que él hubiera terminado con sus clases particulares de castellano ni con nada. Y ya eran los meses en que Ricardo buscaba trabajo y visitaba, una por una, todas las compañías de seguros que había en Milán. No tenía suerte, pero buscaba también en los periódicos. De un viernes a otro, El Favorito se iba convirtiendo en un lugar cada vez más cruel y sobrecogedor.
Y así hasta el día en que se hicieron humo los puntos de ventaja que Ricardo le llevaba a Giuliana en esta vida. La noche de la Vespa en la carretera se convirtió en un recuerdo que para qué mencionar. Los días en que Federico había empezado a tener celos también de él, mejor ni nombrarlos. El día en que Giuliana le quiso regalar su Vespa porque su padre acababa de regalarle un automóvil formidable, mejor olvidarlo para siempre. Para qué recordar que él la había obligado a venderle la Vespa. ¿No era acaso recordar que él acababa de vender su automóvil, cómo y por qué? Los restaurantes muy caros a los que él la había llevado antes de descubrir que una simple trattoria sería, ya para siempre, su restaurante favorito, qué mal gusto mencionarlos ahora.
Pocas cosas quedaban en la vida con tantos puntos en contra de Ricardo: Giuliana mirándolo llegar cada tarde a buscarla a la facultad. Giuliana se alborotaba, ni siquiera se despedía de los compañeros que la rodeaban por ser tan increíblemente bella, sencilla y alegre. Quedaba también El Favorito, que a veces era un campo de batalla muy cruel, pero que otras veces era la única posibilidad que Ricardo tenía de ver a Giuliana descrita, contada por Henry James. Y el tiempo. Quedaba tanto tiempo por delante. A esto último se aferró Ricardo hasta convencerse de que, lo más prudente, era optar por una retirada estratégica. Desaparecer cruelmente. Cruzar el Atlántico. Regresar a su lejano país por un buen tiempo.
¿Qué sabía Giuliana de su lejano país? Nada. Y esto era un punto a su favor. El primero, al cabo de tanto tiempo. Lo desconocido produce inquietud, celos. La distancia acrecienta la inquietud y los celos. «Tiempo, tiempo, bendito y maldito tiempo», se repetía Ricardo, la noche en que le anunció a Giuliana que le había llegado el momento de desaparecer. Giuliana sonreía y le acariciaba fuertemente las manos. Y lloró por primera vez en la vida de Ricardo, la noche del aeropuerto. Él la tranquilizó con caricias y sonrisas, con su versión de un tiempo que jugaba a favor de los dos, y con la promesa de un retorno en circunstancias absolutamente favorables.
—Sólo una cosa te pido, Giuliana. Que creas en nuestro restaurante y que lo cuides mucho.
De regreso a su lejano país, Ricardo descubrió lo lejos que quedaba Milán y lo cerca que había estado siempre de él su ciudad natal. En pocos meses, recuperó desde el primero hasta el último amigo olvidado, y terminó metido en seguros, con una buena cartera, y más tarde en reaseguros. Giuliana, por su parte, se graduó, atravesó el Atlántico, y se casó en Boston. Dos años después se casó Ricardo y en su despedida de soltero, con algunas copas de más, cansó a todos sus amigos con la historia totalmente incoherente de un empate.
Giuliana se divorció cuatro años después y regresó a Milán. Ricardo tuvo el pésimo gusto de escribirle insistiendo, estúpidamente además, en que el tiempo continuaba jugando a favor de los dos. Sin embargo, ésa era la carta que a Giuliana más le gustaba leer en la clínica, cuando le amputaron la pierna derecha a raíz de un accidente en la carretera. De todas las interminables cartas que le había escrito Ricardo, ésa era la única que la hacía llorar, reír, y pensar. El accidente había ocurrido en el lugar exacto en el que, años atrás, él detuvo su automóvil porque la Vespa se había quedado sin gasolina. La Vespa. Giuliana pensaba en esa motoneta como si fuera la única Vespa del mundo. Y eso la hacía llorar, reír, y pensar. Después, las cartas de Ricardo empezaron a ser cada vez menos frecuentes, América volvió a su lugar, para Giuliana, e Italia se quedó inmóvil para Ricardo. Sólo la infalible felicitación de año nuevo traía breves noticias del país lejano en el tiempo.
Pero todo podía volver a empezar ahora. Aferrado a esa esperanza, Ricardo subió al tren esa noche. Durmió profundamente, gracias a un cóctel de rohipnol y fenergán, y gracias al desajuste del vuelo trasatlántico se despertó a tiempo para asearse, vestirse, tomar un café, y luego mirarse detenida y calculadamente en el espejo de su compartimento. Esas horas de sueño profundo lo habían dejado calculadamente nuevo, tal y como había deseado verse a sí mismo la noche anterior, en Roma. Por supuesto, Giuliana no sabía en qué vagón viajaba, y la sorpresa de casi veinte años que le iba a dar quedaba descontada. La realidad del momento esperado, largos años anhelado, imposible ya, desbordó sin embargo la inmensa fuerza de voluntad con que Ricardo había emprendido aquel viaje de reencuentro con la mujer descrita por Henry James en un pasado con puntos suspensivos.
Las muletas de Giuliana impidieron, o evitaron, que Ricardo la sorprendiera tantos años después. No fue a buscarla allá donde estaba sino que esperó que ella, tranquilamente, terminara por encontrarlo parado en el andén, mirando de un lado a otro, como si no la hubiera visto todavía. Giuliana terminaría por encontrarlo antes de que Ricardo la hubiese visto. Luego, se le acercaría sonriente, ayudada por dos muletas y la pierna ortopédica. Y así fue. Ricardo se dejó sorprender y realmente fue maravilloso que se quisieran tanto todavía. Giuliana no había cambiado. No había pasado un solo día por ella, no tenía canas, no se teñía el pelo, era siempre tan alegre y tan vital. Hasta manejaba un automóvil formidable, especialmente acondicionado para ella, y con un permiso de conducir que, gracias a la intervención de su padre, alguien muy arriba le había otorgado muy especialmente. Giuliana lo contaba todo con la misma alegría de siempre. Trabajaba en un taller de arquitectura que, lógicamente, era el mejor de Milán. No, El Favorito no existía ya. Lo traspasaron mientras ella vivía en Estados Unidos. No, jamás en su vida habría permitido que eso sucediera, de haberlo sabido a tiempo.
Milán no importaba nada, por consiguiente, y Giuliana y Ricardo desayunaron en la estación y luego fueron a encerrarse todo el día en el maravilloso departamento que ella misma se había decorado. Ahí almorzaron y ahí comieron bastante temprano, por lo del tren. Y entre el almuerzo y la comida se quedaron horas sentados en la mesa del comedor, conversa y conversa contra el tiempo. Ricardo no podía, no lograba sobreponerse al efecto que le producía ver a Giuliana sentada así. Sentada así, como antes en las mesas de mil restaurantes, primero, y sólo del Favorito, después. Giuliana no necesitaba muletas. Las muletas que estaban apoyadas en el sofá eran de otra persona. Alguien se había olvidado de un par de muletas en el departamento de Giuliana.
Y los brazos de Giuliana, con la camisa sport recogida como siempre, justo encima de los codos. Ricardo se sintió totalmente perturbado por la sensualidad brutal y morena de la parte inferior de esos antebrazos. Su fuerza de voluntad estaba realmente hecha pedazos y la pelota en su tejado. Nunca tanto como ahora había estado la pelota en su tejado. Y no pudo hacerlo poco a poco, sino que lo hizo como antes: de golpe, atraído por algo irresistible, exactamente de la misma manera en que por fin se había atrevido a hacerlo la primera vez, casi veinte años atrás. Giuliana sonrió y se dejó acariciar los brazos, dejó que las manos de Ricardo subieran bajo las mangas y que sus caricias le llegaran hasta los hombros. Se dejó también abrir la blusa y por último dejó que Ricardo se pusiera de pie y empezara a besarla como siempre la había besado.
—La felicidad existe —le dijo, por fin, Ricardo—. Existe, Giuliana. Y déjate de puntos suspensivos.
Pelearon a muerte, pero Giuliana se apoyó en el hombro de Ricardo para avanzar con él hasta un dormitorio de leyenda. Ahí lloraron y se reconciliaron a muerte. Él quería perder el tren, pero Giuliana se lo impidió. Los dos tenían que trabajar mañana lunes y en distintas ciudades. Giuliana… Giuliana… Giuliana siempre había sido más realista que él, y por eso ahora Ricardo se sentía totalmente incapaz de hablarle del tiempo pasado, presente, o futuro.
La estación estaba prácticamente vacía cuando llegaron a último minuto. Era mejor que Giuliana no bajara del automóvil. Ricardo tenía que correr. Siempre ha sido mejor despedirse corriendo, casi sin despedirse. Ricardo cogió su maletín y salió disparado rumbo al andén. Era una noche de invierno y la estación parecía estar abandonada, desierta. Bueno, pero ya estaba en su asiento y el cóctel de rohipnol y fenergán se lo había tomado en casa de Giuliana, antes de salir hacia la estación. No tardaba en hacerle efecto. Ricardo se desvistió rápidamente, no esperó a que nadie viniera a controlar su billete, se metió a la cama y apagó la luz. Despertó cuando el tren ya había llegado a Roma, y realmente le costó un trabajo atroz asumir que tenía que correr al hotel, pegarse un buen duchazo, ponerse terno y corbata, y dirigirse a la compañía de seguros y reaseguros con la que tenía que llegar a algunos acuerdos internacionales.
Algo lo sorprendió al bajar del tren. «Qué raro», se dijo, «nunca me había fijado que esta estación se pareciera tanto a la de Milán. Más que parecerse, son exactas». Y entonces fue cuando vio un letrero y se dio cuenta de que estaba en Milán, en una estación prácticamente desierta. Preguntó. Había huelga desde ayer por la mañana, justo después de su llegada. Era absurdo. Más absurdo no podía ser. Era ridículo, pero sobre todo, era demasiado triste. ¿Qué podía hacer ahora con semejante contratiempo? Tendría que llamar a Roma y explicarlo todo claramente. Bueno, eso no era ningún problema. Pero Giuliana, ¿qué podía hacer con Giuliana? Sin duda alguna, estaba durmiendo todavía, y se iba a despertar muerta de risa si la llamaba para contarle lo que le había pasado. Después, lo invitaría a desayunar o vendría a buscarlo. Y volverían a almorzar y a comer juntos y ella pondría nuevamente los codos sobre la mesa, entre plato y plato, con las mangas de la camisa sport recogidas… Giuliana… Giuliana… ¿Podía él, ahora, en ese estado, hablar de la felicidad con Giuliana? ¿Podía repetirle que quería perder el tren para quedarse con ella? ¿Podía hablarle del tiempo que seguía corriendo a favor de ellos, o ya sólo podía hablarle de tiempos pasados? Porque el futuro realmente acababa de empezar y Ricardo seguía sin saber qué hacerse con él. La huelga nadie sabía cuándo la iban a desconvocar. Ya era hora de que pensara en tomar el primer avión a Roma.
Casi veinte años atrás, Ricardo había tomado su primero y único vuelo en Milán, para regresar a su lejano país. No podía arriesgarse a tomar otro, ahora. La historia de Giuliana estaba cerrada. Pertenecía ya al libro en que Henry James había descrito a una mujer. ¿Cuántos años llevaba él sin leer una sola página de ese gran escritor? Ni siquiera The ambassadors: «Era una mujer que, entre dos platos, podía ser graciosa con los codos apoyados sobre la mesa». La mujer de la que hablaba James no se llamaba Giuliana, pero el escritor ya no existía y en cambio Giuliana sí.
Giuliana existía a pesar de ese imaginario contratiempo. Existía porque él ni siquiera se había atrevido a llamarla por teléfono y porque ella había tenido razón acerca de la felicidad. Fue muy generosa al ceder un día y hablarle de unos sorprendentes puntos suspensivos… Ricardo se levantó de la cama, recuperó la calculadora de bolsillo que había arrojado a la papelera, y sintió la pena inmensa de tener que aceptar que mañana domingo tendría todo el día para vagar por Roma y para no llamar jamás a Giuliana. «La verdad», se dijo, cobardemente, «tampoco a ella le habría gustado que yo la viera así».