Don Eduardo siempre tuvo sus rarezas, contaba mi abuelo; las tuvo como todos los Rosell de Albornoz. En cambio los Rosell y López Aldana, que son nuestros parientes por Goyeneche, porque Rosalía, la mayor de las hermanas López Aldana y Rosell, que eran primas hermanas dobles de los Rosell y López Aldana, se casó con mi tío Juan Pedro de Goyeneche y no de Goyoneche, como le ha dado por pronunciar ahora a la gente, de la misma manera en que ahora se dice voy a Lima, estando en Lima, porque Lima es todo pero la gente cree que es sólo el centro y dice voy a Lima en vez de decir voy al centro de Lima… Eso es algo que no se ve ni en Buenos Aires, a pesar de los inmigrantes italianos y de lo inútil que resulta todo esfuerzo por hacerles decir plátano, en vez de banana, a los argentinos… No sé, tal vez si fuera en Panamá, o en una ciudad como Barquisimeto, no chocaría tanto que la gente pidiera bananas y no plátanos, pero en una ciudad como Buenos Aires… En vano me pasé los siete años que estuve allá a la cabeza del Banco de Londres y del Río de la Plata, diciéndoles a los mozos de los restaurantes que por favor me trajeran un plátano, una de esas frutas que ustedes llaman bananas… Fue inútil…
Los Rosell y López Aldana son gente tan sencilla que ni siquiera parecen Rosell y López Aldana, y eso que Lima entera cree todavía que su fortuna sigue estando entre las primeras del país. Es una fortuna importante, por supuesto, pero desde chico recuerdo haberle escuchado decir a mi padre que era una fortuna ya muy dividida… Los raros han sido siempre los Rosell de Albornoz, aunque esto nada tiene que ver con su importante fortuna. Ahora bien, traten de quitarles lo de intachables: imposible. Será la gente más rara del mundo pero lo de intachables no se lo quita nadie. Y como buen Rosell de Albornoz, don Eduardo era tan intachable como raro y no cejó. No, no cejó. Y nunca mejor empleada la expresión: A don Eduardo Rosell de Albornoz se le había metido entre ceja y ceja lo de irse para siempre a Francia y realmente no cejó. Nunca mejor empleada la expresión, en efecto…
… Creo que soy su mejor amigo y no sé por qué siempre he pensado que ni doña Paquita, su esposa, ni sus hijas Carmela y Elenita, que eran aún menores de edad, supieron por qué a don Eduardo se le había antojado abandonar una ciudad en la que, a pesar de sus rarezas, era querido y respetado por todos… Porque don Eduardo podía ser a veces tan, pero tan raro que me lo imagino muy capaz de haberles anunciado la partida a Francia a último momento. Me parece verlo diciéndoles que prepararan todas sus cosas. Todas, pero todas sus cosas. Y no se vayan a olvidar de un solo alfiler porque mañana nos vamos a Francia y la casa queda cerrada para siempre… Sí, aunque me duela decirlo, don Eduardo fue siempre el más raro de todos los Rosell de Albornoz. A quién sino a él se le podía ocurrir dejar para siempre Lima y no despedirse de nadie. A mí mismo me lo avisó unas horas antes. Me avisó cuando ya era muy tarde para intentar detenerlo. Y sus últimas palabras, al subir al barco, fueron tan raras como dignas de él:
—Rafael, ¿qué edad le calculas tú a Felipe Alzamora?
—La verdad, Eduardo, es que Felipe Alzamora es un hombre muy honorable, pero…
—Por favor, Rafael, ¿qué edad le calculas tú a Felipe Alzamora?
—Pues a eso iba, Eduardo; lo que quería decirte es precisamente que Felipe Alzamora, con ser un hombre muy honorable, es una de esas personas que no tienen edad. ¿No te has fijado? Como que no tiene edad… Hay gente así, Eduardo… Como sin edad… Gente que realmente no tiene edad por más que uno se la busque. Pero ¿por qué…?
—¡País de mierda!
—¡Eduardo, por favor, cómo puedes hablar así del Perú! ¡Del suelo qué te ha visto nacer!
—¡Me voy! ¡Paquita, Carmela, Elenita, suban inmediatamente al barco! ¡A Francia! ¡A París! ¡Para siempre! ¡Maldita sea mi suerte!
Muy a menudo, durante los veinte años que vivieron en París, doña Paquita Taboada y Lemos de Rosell de Albornoz y sus hijas Carmela y Elenita, le escucharon decir a don Eduardo:
—Pensar que la culpa de todo la tiene nuestro mejor amigo.
—Eduardo —le decía su esposa—, no hables así de don Rafael de Goyoneche.
—¡De Goyeneche! ¡Cómo te atreves a deformar el buen nombre de nuestro mejor amigo!
Y, muy a menudo también, durante los quince años que Carmela y Elenita de Rosell y Albornoz vivieron en Madrid, porque las rentas peruanas de su padre no daban ya para una vida en París, le escucharon decir a don Eduardo, viudo ya y viejo y por momentos realmente desconsolado:
—Pensar que la culpa de todo la tiene nuestro mejor amigo.
—Pero papá —le decían, casi turnándose, Carmela y Elenita, solteronas bellas y finísimas, y profesoras de francés, la primera, y de piano, la segunda—: Pero, papá, si don Rafael de Goyoneche…
—¡De Goyeneche! ¡Cómo se atreven a deformar el buen nombre de nuestro mejor amigo!
Y un día, por fin, don Eduardo siguió hablando. Don Rafael de Goyeneche, y no de Goyoneche, les contó, fue siempre un hombre muy raro. Reconozco que a él le debemos el haber podido vivir todos estos años en París y en Madrid. Reconozco que nadie en Lima habría sido capaz de administrar nuestras menguantes rentas con tanto desprendimiento. Y reconozco que no me ha aceptado ni siquiera un regalo. Pero eso no quita que don Rafael de Goyeneche haya sido siempre un hombre rarísimo. Me presentó a los hermanos Barreda, por ejemplo, y al jorobado Caso…
—Pero, papá —dijo Carmela—, los señores Barreda han sido casi tan buenos amigos tuyos como don Rafael.
—Y tú mismo reconoces que nadie te ha escrito tantas y tan hermosas cartas como el jorobado Caso —añadió Elenita.
—Eso no tiene nada que ver en el asunto. Yo a los Barreda no los conocía y no sé para qué tuvo que presentármelos don Rafael. Le dije que no lo hiciera. Estábamos en la laguna de Huacachina, sentados en una banca y conversando tranquilamente, cuando vi venir a los Barreda y le pedi que no me los presentara. Recuerdo bien que hasta grité: ¡No me los vayas a presentar! ¡No me los vayas a presentar, por favor, Rafael! Pero a él le daba de lo fuerte por ponerse de pie y saludar a la gente y, lo que es peor, siempre terminaba presentándosela a uno. Ya les digo, don Rafael de Goyeneche, y no de Goyoneche, fue una de las personas más raras de toda la familia Goyeneche.
—Pero, papá —intervino Carmela—: ¿acaso no ha sido una gran satisfacción en tu vida haber tenido amigos como los señores Barreda?
—¡Y eso qué tiene que ver! ¡Tampoco quise que me presentara al jorobado Caso y me lo presentó!
—Pero, papá —intervino Elenita—: el señor Caso…
—¡Qué tiene que ver eso con que don Rafael de Goyeneche me lo presentara! ¡Don Rafael de Goyeneche me presentó a los Barreda y al jorobado Caso porque era el hombre más raro del mundo y basta! ¡Que no se hable más del asunto, por favor!
Pasaron treinta y cinco años antes de que don Eduardo regresara muy venido a menos al Perú. Había convertido su gran casona de Barranco en una especie de quinta, reservándose el jardín del fondo y habilitando con el exquisito gusto de sus hijas el sector que antaño había pertenecido a la servidumbre. El resto lo alquila todo, Carmela da clases de francés y Elenita de piano. La verdad, Carmela y Elenita son también bastante raritas, pero yo las quiero muchísimo porque soy un Goyeneche, no un Goyoneche, por Dios santo, y porque ellas son purito Rosell de Albornoz y siempre se ponen rojas como un tomate cuando llego y soy de sexo masculino y como que les da un ataque de nervios cada vez que les entrego el sobre con el dinero porque soy nieto de don Rafael y me dan clases de piano y francés y me cobran aunque sea nieto de don Rafael porque de otra manera don Rafael no permitiría que me dieran clases de nada por nada de este mundo y resulta terrible decirlo pero lo cierto es que hasta hoy no sé de cuál de las dos estoy más profundamente enamorado, por no serle infiel a la otra, y porque las dos son de sexo femenino y juntas me llevan como sesenta años de solteronas y fin de raza, aunque a veces todos pegamos un saltito como unísono porque todos ahí dejamos de ser todo y porque ninguna de las dos sabe cuál de las dos está más profundamente enamorada de mí, por no serle infiel a la otra, y porque no está nada mal tampoco que entre los tres seamos el colmo, pero le que se dice el colmo, de la delicadeza.
Lo que sí, últimamente he notado que don Eduardo como que quisiera hablarme a pesar de ser tan raro. Pobre don Eduardo. Cultiva su jardín viejo y tristón y con cuánto amor cuida las rosas de su pequeño mundo antiguo. Se nota, a la legua se nota que fue un mundo muy grande y el único que había a principios de siglo y es lógico, perfectamente lógico, que el pelo se le haya puesto así de blanco y de largo y que se descuide el bigote y ande con una barba de tres días cuando Carmela y Elenita lo logran pescar para afeitarlo. Ahora, que entre eso y echarle la culpa de todo a mi abuelo, francamente, no sé. Y lo más triste es que ni siquiera se hablan. Murieron los hermanos Barreda, el jorobado Caso, todos los amigos de juventud y principios de siglo, sólo quedan ellos dos, y es una verdadera lástima saber que de un día a otro se van a morir conversando cada uno con el aroma de sus rosas.
Porque mi abuelo también cultiva su jardín aunque todavía hace gimnasia sueca, para estar menos impresentable que don Eduardo, lo cual, según mi pobre abuela, nada tiene de bueno porque la otra mañana, figúrate tú, tu abuelito se olvidó de hacer sus ejercicios y se tomó íntegro el desayuno y después se olvidó de que acababa de tomar un desayuno y casi le da un colapso por hacer su gimnasia sueca. Pobre Rafael. Debió sentirse a la muerte porque hasta empezó a decir sus últimas palabras. Soñando las empieza a decir a cada rato, pero hasta ahora nunca las había empezado porque se iba a morir.
—Mujer —me dijo el pobrecito—, qué culpa tengo yo de que Felipe Alzamora…
Pero, igualito que cuando sueña, no pudo acabar del colerón que le entró en medio de todo al pobrecito. Imagínate lo desgraciado que hubiera sido. Morirse sin poder ni siquiera terminar de decir sus últimas palabras. No, no hay derecho para que don Eduardo Rosell de Albornoz sea un hombre tan raro. Ya casi resulta perverso de lo raro que es. Dios no quiera que se nos vaya al infierno de puro raro, pero la verdad es que hay que ser un hombre rarísimo para echarle la culpa de todo a tu abuelito. Y con lo mucho que lo quiere siempre el pobrecito, a pesar de lo de Madrid. Sí, es verdad que en cada viaje que hicimos a París, primero, y a Madrid, después, para ver a don Eduardo y su familia, él le preguntaba qué edad tenía Felipe Alzamora y tu abuelito le respondía siempre lo mismo.
—La verdad, Eduardo, es que Felipe Alzamora es un hombre muy honorable pero…
Y también es verdad que don Eduardo se impacienta mucho.
—Por favor, Rafael, qué edad le calculas tú a Felipe Alzamora.
Pero es innegable asimismo que tu abuelito le respondió siempre lo mejor que pudo.
—Pues a eso iba, Eduardo; lo que quería decirte es precisamente que Felipe Alzamora, con ser un hombre muy honorable, es una de esas personas que no tienen edad. ¿No recuerdas? Como que no tenía edad cuando tú te viniste a Europa y la verdad es que sigue igual. Hay gente así, Eduardo… Como sin edad… Gente que realmente no tiene edad, por más que uno se la busque. Pero ¿por qué…?
—¡Vida de mierda!
—¡Eduardo, por favor, cómo puedes hablar así! Estoy haciendo milagros para que tus ya menguantes rentas…
E incluso durante el viaje de 1950, en que tuvimos que pasar dos veces por Madrid porque El Comercio se equivocó y publicó en sus notas sociales que don Rafael de Goyeneche (felizmente que lo escribieron bien porque si no a tu abuelito le arruinan el viaje) y su señora esposa, doña Herminia Taboada y Lemos de Goyeneche, habían partido con rumbo a Madrid, París, Roma y Londres, cuando en realidad esa vez nosotros pensábamos volver directamente de Roma a Lima y ni se nos había ocurrido ir a Londres, pero tuvimos que ir porque El Comercio lo decía y después la gente, ya tú sabes. Lo cierto es que eso nos obligó a pasar de nuevo por Madrid, donde acababan de inaugurar un restaurant peruano, y a don Eduardo se le antojó invitarnos y la comida, sería la falta de costumbre o qué sé yo, le cayó pesadísima…
Ésta es la parte en que mi abuelita exclama: ¡Y el pedo, y el pedo de don Eduardo!, y aparece siempre mi abuelo y le da de alaridos porque está terminantemente prohibido mencionar el nombre de ese señor en su casa mientras él viva y ella lo sobreviva, o sea, que no hay manera de averiguar qué tuvo que ver esa ventosidad con la amistad de toda una vida, ni hay manera tampoco de enterarse cuáles son las últimas palabras completas de mi abuelo porque el colerón lo interrumpe cuando las sueña y lo mismo le pasó medio muerto cuando lo de la gimnasia sueca y el desayuno y no, no queda más remedio que esperar a que a alguno de los viejos le dé un colapso completo y entren en una larga agonía con la suficiente dosis de inconsciencia como para que se les rompa la barrera del orgullo y de lo raro y de una vez por todas cuenten lo que pasó.
Pero como he seguido notando que don Eduardo como que quisiera hablarme, he cambiado el horario de mis clases y ya no vengo un día sí y un día no para mis horas de piano y francés. No, ahora vengo a diario y los días pares tengo además doble francés y los impares doble piano porque así hay cuádruples probabilidades de estar presente cuando pase lo que pase, pase lo que pase, o mejor dicho cuando pase lo que Dios quiera, porque cada día está peor el pobre don Eduardo y, para empezar, ya el jueves perdió por lo menos el reconocimiento porque en vez de cortar una rosa cortó un rosal y cómo lloró el viejito y en medio de todo y del jardín, en mi vida me he sentido tan profundamente enamorado o de Carmela o de Elenita.
—¡Dios mío! —exclamé—: ¡Cuándo nos moriremos aquí todos para que cesemos por fin de no entender!
Nadie me entendió, por supuesto, aunque de pronto, mientras tratábamos de calmarle la llantina del rosal a don Eduardo y yo dudaba entre Carmela y Elenita, por no serle infiel a la otra, noté que al viejito se le encendía una lucecita en el fondo del alma, porque clarito se le veía en el fondo de ojo de ambos ojos que son el espejo del alma, como todos sabemos, porque aunque eran las once de la mañana y brillaba un sol de verano increíble, don Eduardo como que necesitaba más luz y pidió que le encendieran todos los focos del jardín y sus hijas se aterraron a punta de no entender nada, pero como Carmela y Elenita están profundamente enamoradas de mí, las dos lo encendieron todo no bien les dije enciendan todo aunque no entiendan nada y por fin se hizo la luz y los tres entramos en ese largo y merecido trance que da el haber alcanzado el súmmum de la delicadeza por no ser infiel a la otra multidireccionalmente.
Y en ésas andábamos cuando nos dimos cuenta de que también don Eduardo, por su cuenta y riesgo, había entrado en trance, en un trance muy personal, paralelo al nuestro, y que se había dejado más derramar que caer sobre el césped, se había puesto boca abajo, y con las manos se traía del culo a la nariz un olor que parecía estarlo colmando de satisfacciones y al que, muerto de una risita como muy íntima, muy suya, muy para él solito, y muy como ji-ji-jí-qué-rico, calificó, según nos pareció escuchar, aunque aquello fue más bien oler, de magdalena peruana, palabras éstas que nada querían decir en medio de semejante olor, salvo que don Eduardo anduviese ya totalmente inconsciente, lo cual resultaba bastante incompatible con la manera en que se nos estaba desternillando ahí de risa con la felicidad que le producían sus pedos, y luego, para obtener un rendimiento máximo en el regodeo y, a pesar de que Carmela y Elenita ya no sabían hacia dónde oler de vergüenza, don Eduardo se nos contorsionó cual gimnasta de país comunista, logrando colocar la nariz en el culo con tal precisión de ojete que yo en otras circunstancias realmente habría aplaudido.
Pero más importante en ese momento era tratar de enterarse de lo que iba diciendo, pues aunque todo era rarísimo, se trataba sin duda de sus últimas palabras y de su muerte, debido precisamente a lo raro que había sido en vida, y con toda seguridad no tardaba en enviarle un postrer mensaje de afecto a mi abuelo o de explicar por qué diablos dejaron de hablarse para siempre, a raíz de aquel famoso pedo madrileño. Carmela y Elenita no habían asistido a la comida aquella del restaurant peruano, o sea que me acompañaron en la difícil empresa de abandonar nuestra delicadeza súmmum para intentar penetrar en el secreto profundo de aquel olor. Inútil: don Eduardo se regodeaba con un hilito de voz que se ahogaba en su incesante pedorreo y ninguno de los tres logró pegar la oreja por culpa de la nariz.
O sea que sólo Dios lograba escucharlo y sólo Él sabe que a don Eduardo le había caído muy pesada la comida de aquel restaurant peruano de Madrid, en el que pidió anticuchos, ceviche, y ají de gallina, y de postre picarones y suspiros a la limeña. Demasiado para un hombre de su edad, pero era la silenciosa y orgullosa nostalgia de la patria lejana y querida, que luego, al materializarse en una ventosidad cuyo olor a juventud y principios de siglo en Lima era lógico resultado de los ingredientes peruanos de la comida, muy en especial del ají y las otras especias, se convirtió en la flor de la canela y aroma de mixtura que en el pelo llevaba y lo transportaron del puente a la Alameda y en esta última se cruzó nada menos que con Felipe Alzamora, quien, según acababa de contarle mi abuelo, a su regreso de un viaje a Londres que hizo debido a un error de las notas sociales del diario El Comercio de Lima, aunque lo importante es que escribieron bien Goyeneche, Eduardo, acababa de fallecer justo cuando don Eduardo descubría que se había equivocado por completo con don Felipe Alzamora porque de golpe, como esos monstruos de maldad que esconden riquezas mil de ternura por un gatito, don Felipe Alzamora pudo y debió haber sido su mejor amigo y él probablemente hubiese descubierto esa maravillosa verdad si es que el cretino de Rafael de Goyeneche no le hubiera dicho siempre que don Felipe Alzamora, su entrañable y difunto amigo, era un hombre sin edad, motivo por el cual él había exclamado ¡País de mierda!, al abandonar el Perú, y ¡Vida de mierda!, cada vez que el perverso Rafael de Goyeneche, sin duda alguna su peor enemigo, sí, sí, todo en ese pedo se lo decía: el enemigo malo, el diablo en patinete, Rafael de Goyeneche le había hecho creer que don Felipe Alzamora, su llorado y aromático amigo, era un hombre sin edad, por lo cual él, equivocado hasta ese momento, había postergado treinta y cinco años de su regreso al Perú y se había ido arruinando en una Europa demasiado cara ya para sus viejas rentas, y todo, sí, todo por temor a cruzarse en la calle con Felipe Alzamora, su maravilloso, su difunto, su ventoso, su mejor amigo, aroma de mixtura y afecto que el viento trae y se lleva para siempre, al mismo tiempo, su entrañable compañero de esta noche de pedo peruano y trágico despertar.
Y sólo Dios sabe que don Eduardo Rosell de Albornoz le envió la más insultante e hiriente carta al señor Rafael de GoYOneche. Y que ni siquiera le dio una explicación cabal del olor y la significación del olor de tan sorprendente descubrimiento, el que le abriría, el que ahora le abría las puertas del amargo retorno al dulce país sin más principios de siglos ni, ya para siempre, don Felipe Alzamora tampoco. Culpable: el cretino de Rafael GoYOneche y su mentira canalla. Don Felipe Alzamora sí tenía edad y ha muerto tan viejo como me estoy muriendo yo.
Y sólo Dios sabe que, habiendo leído atentamente a Marcel Proust, el delicado escritor francés perfecto y olfativo que introdujo una magdalena en su infusión calentita, la sacó, la olió, y recuperó íntegro lo que el viento se llevó y demás trozos de olvidos imperdonables en la maravilla empapadita y aromática de su bizcochito íntimo, don Eduardo comía anticuchos y ceviche y ají de gallina y de postre picarones y suspiros a la limeña, cada jueves, a pesar de su edad, a pesar de sus hijas, y a pesar de todo, con la esperanza de un nuevo pedo, en busca del tiempo perdido o del viento perdido, más bien, en su caso, con el más tierno deseo de un tiempo recobrado como único medio de volver a encontrarse con su viejo amigo don Felipe Alzamora en el ventarrón aquel de aroma denso e intenso que ni las rosas de su jardín podrían darle jamás. Hasta que lo encontró y, en agradecimiento a Proust por la genial idea que le había dado, le llamó magdalena peruana a ese último pedorreo, ya que por su edad, por el atracón que se había pegado, y porque se estaba muriendo, Dios le pagó con creces y hasta con heces.
Carmela y Elenita habían salido disparadas a llamar un médico y yo llevaba varios minutos ahí, mirando los espasmos de don Eduardo. Se nos estaba muriendo, sin duda alguna, pero la verdad es que se le veía tan contento que a mi juicio realmente valía la pena dejarlo morir. Desde luego, nos había ocultado sus últimas palabras soltando un verdadero e interminable rosario de pedos y, de pronto, ahora, una verdadera e interminable andanada más, porque raro como era tuvo que ocultamos sus últimas palabras como un calamar que se esconde soltando su negra tinta. Y todo esto entre ji ji jís, hasta que por fin se puso boca arriba y siguió soltando sus últimas palabras que ya ni sonido tenían pero que eran muchísimas a juzgar por lo rápido que movía los labios, parecía estarse viviendo una vida entera, don Eduardo, con una expresión radiante que nunca le había visto, y así hasta que con una nueva y rotunda ventosidad inhaló muy hondo, se estiró del todo y también como quien se estira de una vez por todas.
O sea que ya estaba muerto de felicidad cuando llegó el médico y para consolar a Carmela y Elenita les dijo que bastaba con mirar la cara de su papacito para saber que había fallecido sin el menor sufrimiento. Estuve a punto de agregar que hasta había fallecido en olor a ventosidad, pero en ese instante Carmela y Elenita me preguntaron al mismo tiempo si por fin había logrado entender algo de lo que su papacito dijo mientras fueron a llamar al doctor, y yo también les contesté a las dos al mismo tiempo, para no serle infiel a la otra, que se había llevado una enorme cantidad de últimas palabras a la tumba, desgraciadamente, porque ahora cómo íbamos a hacer con mi abuelo que tanto había hecho por su amigo don Eduardo, a cuyo entierro finalmente no asistiría, pero no porque le siguiera guardando rencor más allá de la muerte sino porque él también tuvo que asistir a su entierro el mismo día, y como dijo mi abuelita: Tenía que suceder; era la tercera vez que se tomaba la gimnasia sueca después del desayuno y el pobrecito ni siquiera llegó a decir sus últimas palabras completas porque le dio un ataque de cólera fulminante en medio de todo.
Yo no procedí de otra manera, cuando mi abuelita, cumpliendo con la voluntad de mi abuelo más allá de la muerte, se negó a pronunciar el nombre de don Eduardo Rosell de Albornoz tal cantidad de veces cuando traté de seguir averiguando sobre el misterioso pedo en Madrid, que por fin un día, porque para algo soy un Goyeneche, no un Goyoneche, por Dios santo, me dio el ataque de rabia que la estrangulé. Y desde entonces vivo en esta, cárcel y Carmela y Elenita vienen a verme siempre, por lo cual jamás sabré de cuál de las dos estoy más profundamente enamorado ni ellas tampoco sabrán jamás cuál de las dos lo está de mí, por no serle nunca pero nunca jamás infiel a la otra multidireccionalmente y para alcanzar estados súmmum los días de visita en que Carmelo logra darme las clases de francés pero en cambio a Elenita no la han dejado traerme su piano, lo cual no impide que yo les siga dando el mismo sobre a las dos y que todos demos un saltito como unísono y que al mismo tiempo siga exigiendo que me permitan tener un piano en mi celda aunque lo único que saco es que me digan en qué siglo cree usted que vive, Goyoneche, pero yo jamás me cansaré de repetirles que soy un Goyeneche, por Dios santo.