PAÍS RELATO

Autores

alfredo bryce echenique

feliz viaje, hermano antonio

Mucho faltaba para que cerraran el zoológico y, en sus jaulas, los animales se portaban como si les quedaran todavía varias horas de oficina. Comían, a ratos, daban una que otra vuelta por ahí adentro, se sentaban, se incorporaban, rezongaban, se portaban bien con un niño y con su ama, comían lo que les daban, bebían agua con mucha gracia y metían un ruido atronador y hasta peligroso o amenazante cuando eran feroces. Pero, en fin, se dejaban ver por todo el mundo y actuaban de acuerdo al manual de zoología (aquél de segundo de media). Ya Susana y Pablo habían visto al león y al elefante y ahora estaban parados frente a la jirafa y la muchacha se había enternecido, se había cogido del brazo de Pablo y le estaba diciendo, entre besos en el cuello, «qué linda, con su cuello tan largo, qué linda y qué…».
… El hermano Antonio tenía pescuezo de jirafa y colmillos de elefante. Y andaba por los dos metros largos y nadie ahí en el colegio lograba precisar si, además de gigantesco y como mal empaquetado, era o no un hombre muy flaco también. La cabeza la tenía muy chica, eso sí, y el pescuezo larguísimo empeoraba las cosas porque visto en su conjunto, con esos hombros enclenques y tan caídos, hacía que allá encima de todo ahora sí que la cabeza le resultara ya francamente enana. Después como que iba engordando desde los hombros muy angostos hasta convertirse en caderón y como adiposo, y por ambos lados del cuerpo los brazos más largos y flacos del mundo continuaban su rumbo mucho más abajo de la cintura, en franca competencia con unas piernas que eran todo lo contrario del torso porque arrancaban gordas por los muslos y a los pies llegaban ya listas para albergar unos zapatitos de vergüenza.
La verdad, el hermano Antonio parecía un jirafón con colmillos de elefante, aunque en todo este asunto maxilofacial ni el profesor de anatomía pudo aclarar qué le protuberaba más al pobre hermano: tal vez todo, tal vez juntos los maxilares y la mandíbula y los nervios desesperados con que apretaba los dientes cuando estaba loco. Porque se volvía loco el hermano Antonio y el cuello se le alargaba más y entonces le enseñaba a la clase sus colmillos de elefante tenso, muy muy tenso. Ramírez, de la sección B, contó. Dijo que Flores estaba metiendo vicio y que le había roto la boca de un puñetazo. Primero lo ahorcó durante un rato. Era una bestia. Estaba loco el hermano Antonio. Todos decían que sí y Ramírez contaba. Todos decían que a López una vez le sacó la mugre. Otra vez hizo llorar de cincuenta bofetadas al matón, a ése. Y en abril a Rodríguez, recién empezadas las clases, alargó el cuello, todos vimos por primera vez sus colmillos, apretó las manos, siempre las apretaba y se moría de nervios, se abrochó el saco, siempre se lo abotonaba antes, muy cuidadosamente, a Rodríguez. Y Rodríguez lloraba, hizo llorar a Rodríguez. Ramírez contó.
Dijo que ése no tenía vocación religiosa. Su madre se había fugado con otro hombre. Debió ponerse muy mal, escuchó Pablo, porque su madre era una puta. Por eso había enloquecido y se había hecho religioso sin vocación, antes seguro no tenía así el cuello ni los colmillos. Pero Rodríguez contradijo. Contó que su padre también era loco, que por eso él era así y lo de las leyes de la herencia que ellos no entendieron muy bien porque tenían diez, once años y porque sonó el timbre llamándolos como siempre a clase. Sólo que ahora fueron con más miedo que nunca y le miraban constantemente las manos mientras escribía en la pizarra…
Siempre en el zoológico, Susana y Pablo continuaban parados frente a la jaula de la jirafa. Ella le besaba el cuello una y otra vez y él no apartaba la mirada del animal.
… Un día, o ese día, el hermano Antonio rompió la tiza entre los dedos mientras escribía en la pizarra.
Era un lío eso de quedarse en el colegio hasta que su hermano mayor viniera a recogerlo. Su hermano venía cada día más tarde; venía al oscurecer y si no hubiera sido por la pelota esa de básquet que le prestaban los de tercero, Pablo, completamente solo, se hubiera aburrido a morir. En cambio ahora podía matar el tiempo tratando de encestar miles de veces, desde todos los ángulos, al mismo aro, en el mismo tablero. Y así pasaba las tardes, hasta casi las siete, ya a oscuras, cuando por fin llegaba su hermano, siempre de la manita de la misma muchacha.
Y mientras él se entretenía lanzando, encestando o no, recogiendo la pelota, los curas tomaban té y luego iban a la capilla a rezar. Pablo escuchaba sus oraciones y sus cantos. Terminaban a eso de las seis y entonces, tal vez, se iban a sus dormitorios a rezar más o a estudiar. Lo cierto es que desaparecían. Parece que a esa hora no podían salir.
Pablo estaba lanzando y recogiendo la pelota cuando apareció con otra igualita. La tenía agarrada con una sola mano, enorme. No estaba vestido de negro. Llevaba camisa blanca de manga corta y pantalón celeste, viejo y sucio. Sí tenía cuello de jirafa y además era realmente caderón y tenía los hombros en bajada, muy caídos y demasiado estrechos para ese cuerpo inmenso. Pablo estaba paralizado, esperaba una cólera feroz, pero el hermano Antonio lanzó un gemido, arrancó a correr, lanzó desde unos mil metros de distancia y encestó limpiecito. Recogió su pelota, volteó, ya con los colmillos enormes, y avanzó en dirección de Pablo, que ya no podía más de miedo. «Esto me hace bien», le dijo, «y voy a jugar todas las tardes». A Pablo le pareció extraño porque en la capilla los demás curas estaban cantando.
Poco a poco se fue acostumbrando. Corría demasiado rápido y él temía que lo matara de un empellón, pero hasta le fue perdiendo el miedo. Era cierto que, a medida que lanzaba más y más al cesto, los colmillos le crecían también más y más. Y emitía como siempre gemidos, unos soniditos como quejidos, pero tenía los dientes tan blancos, sonrisa de bebé, y cómo se mordía los labios y las uñas. Y cuando Pablo se iba, él también se iba, sin saludar a su hermano ni darse por enterado de la existencia de la chica que venía con él. Simplemente recogía su pelota y la de Pablo y las embocaba en la ventana de tercero de primaria, allá arriba, en el cuarto piso. Pablo temía que en una de ésas rompiera un vidrio y además estaba terminantemente prohibido lanzar y guardar las pelotas así.
Le enseñó a lanzar desde todas las distancias y en todas las posiciones. Le enseñó a coger la pelota como un profesional y le decía que lo estaba preparando para que formara parte del equipo del colegio cuando fuera más grande. A veces realmente se divertían porque Pablo ya le había perdido el miedo completamente, se había acostumbrado a sus sonidos, y lograban encestar desde ángulos dificilísimos. Y ni cuenta se daba Pablo de que temblaba íntegro cuando se reía o es que ya sabía que se reía con toda el alma y gozaba cuando él trataba de igualarlo en puntos, un lanzamiento cada uno, a veces casi lo alcanzaba. El hermano Antonio traía siempre una tiza en el bolsillo y anotaba cada punto nuevo en el suelo. Una tarde otro hermano salió de la capilla y cruzó la cancha delante de ellos. El hermano Antonio no lo saludó, ni siquiera lo miró, pero Pablo notó que ya ese día no se rió más. Y fue la única vez que logró superarlo en el puntaje…
Susana lo estaba jalando del brazo. Pablo debió darse cuenta al tercer tirón.
—¿Qué te pasa? —le dijo—, estás en las nubes. ¿Por qué no me contestas?
—Estaba distraído.
—Bueno, ¿quieres ir a ver a los tigres o no?
—Sí, amor, sí.
—Has estado horas con los ojos clavados en la jirafa y todavía sigues igualito. Pareces tonto.
—No, amor, no es eso.
—¿Pero qué te pasa, entonces?
—Estaba pensando en un cura del colegio, hace mil años. Parecía una jirafa con colmillos de elefante.
—Debe haber sido un tipo horrible, entonces.
—Todos decían que estaba loco y contaban miles de historias sobre él. Me gustaría saber si alguna era verdad. Lo único que me consta es que cuando se molestaba con alguien le pegaba como un loco.
—¿A ti te pegó alguna vez?
—En eso precisamente estaba pensando. Seguía una especie de ritual cada vez que iba a pegarle a alguien: se abrochaba muy cuidadosamente el saco, se mordía los labios, estiraba al máximo el pescuezo, mostraba los colmillos y se lanzaba como una tromba a romperte el alma. Una vez yo eructé en clase; te juro que fue queriendo y sin querer. Quería eructar por los demás alumnos pero no por él…
—¿Y qué te hizo?
—A eso iba… Porque no me hizo nada. En esos días el hermano Antonio se iba a no sé dónde y ya te puedes imaginar la cantidad de historias que se inventaron sobre su viaje: que se lo llevaban a un manicomio, que lo habían expulsado, en fin, ya ni me acuerdo porque es la edad en que se inventan millones de historias… Yo jugaba básquet con él, pero bueno, ésa es otra historia. Lo cierto es que sentí que me iba a matar: Abotonó su saco, rechinó los dientes, apretó las manos, se mordió bárbaramente los labios, estiró el pescuezo como esta jirafa, mostró como nunca los colmillos, en fin, todo el ritual, pero se quedó estático. Y sólo emitió un gemido, como cuando lanzó su pelota la primera vez que apareció en la cancha y me encontró jugando…
—¿Su pelota?
—Una que sacaba él cada tarde aunque yo tuviese otra… Pero bueno, no me tocó y ya después, no sé, como que nunca tuvimos oportunidad de hablar… Recuerdo clarito el día que se fue: Estaba parado en uno de los corredores, cerca de la dirección del colegio y nadie se acercó a despedirse. Yo quise que Ramírez, uno que siempre paraba conmigo, me acompañara para decirle algo. Pero Ramírez no quiso y tuve que vencer el miedo y me acerqué solo pero no me salió nada, sólo le dije alguna tontería sobre los viajes, lo que se dice siempre…
—Bueno, vamos ya, Pablo. Quiero ver los tigres y se hace tarde.
Por un instante Pablo se aferró a la reja, miró a la jirafa enjaulada y sabe Dios cómo lo asoció todo con un largo encierro, con un manicomio. «Feliz viaje, hermano Antonio», murmuró, y siguió a Susana que lo estaba llevando de la mano hacia donde estaban los tigres.