PAÍS RELATO

Autores

alfredo bryce echenique

extraña diversión

Venía lejos. Debía venir desde muy lejos, porque su aspecto era el de un hombre fatigado; un hombre que ha caminado demasiado. Venía tal vez de otro distrito, aunque sus ojeras como cardenales indicaban un extremo cansancio, y uno pensaba que estaba muy lejano el día, o el lugar, en que esas ojeras habían empezado a concentrarse sobre su piel. ¿De dónde venía con sus zapatos cubiertos de barro, y con esa camisa mojada por las lluvias de julio? Ningún otro abrigo. Parado allí, en esa esquina, indefenso bajo las nubes pesadas. Las nubes pesadas, casi al alcance de sus manos, como un cielo raso. Sin abrigo, y ese día también llovía en el invierno de Magdalena, y estaba parado en una esquina cerca a la Pera del Amor, no muy lejos del Paraíso de los Suicidas, cerca al Puericultorio Pérez Araníbar, no muy lejos del Manicomio.
Parecía tomar muy en serio esa larga caminata, y era muy extraño todo lo que hacía. Cogía una piedra a este lado de la pista (estaba en la avenida del Ejército), y la cambiaba por otra que recogía al otro lado de la pista. De un bolsillo del pantalón, sacaba una libreta negra. Luego, sacaba también un pequeño lápiz amarillo, buscaba una página en blanco, y dibujaba ambas piedras. Abandonó esa esquina. Caminó unos metros, y se detuvo frente a una casa. Contó las puertas y las ventanas, y apuntó esos números en su libreta. Dibujó la casa. Cerró cuidadosamente la libreta, y la guardó en el mismo bolsillo de donde la había sacado. Apretó la punta del lápiz contra su pecho, y luego lo lanzó fuertemente hacia arriba, como si quisiera perforar las nubes. El lápiz cayó sobre la vereda, y lo estuvo mirando durante varios minutos. Luego, se puso en cuclillas para recogerlo, se incorporó con el lápiz en la mano, y lo miró nuevamente como si quisiera comprobar que la punta no se había roto. Lo limpió cuidadosamente y lo depositó en el mismo bolsillo de donde lo había sacado. Avanzaba. Se detenía. Nuevamente apuntaba y dibujaba cosas en la libreta. Lanzó el lápiz varias veces más contra las nubes, y lo limpiaba siempre antes de guardarlo. Tocó el timbre de una casa, y corrió a refugiarse detrás de un árbol. Alguien abrió la puerta, pero afuera no había nadie. Sacó una vez más su libreta, y estuvo largo rato dibujando esa casa. Luego, atravesó la pista, y avanzó por una calle hasta llegar al borde de un barranco, frente al mar. Se agachó para recoger un palo de escoba que encontró entre unas ramas. Contemplaba, alrededor suyo, la basura amontonada a través del tiempo. Montones y montones de basura alrededor suyo, y los estaba barriendo con su palo de escoba. Trataba de llevarlos hacia el borde del barranco, hacia el abismo, y hacia el mar, pero se detenía a mirar los nubarrones que avanzaban en sentido contrario, y que parecían venírsele encima. Alzó el brazo como si tratara de defenderse, pero giró violentamente como vencido por los nubarrones y dejó caer el palo de escoba. De espaldas al barranco, miraba hacia las casas, y allá, a lo lejos, vio que se abría una ventana y que alguien sacudía una alfombra en el aire. Sacó rápidamente su libreta, cuidadosamente su lápiz amarillo, y tomó nota de todo eso, hasta que la ventana se cerró. Guardó la libreta y el lápiz. Giró nuevamente, y se puso cara al barranco. Recogió el palo de escoba, y se dejó caer de rodillas, adoptando la posición de un tirador. Apuntó con el palo de escoba… Un hueco. Basta un hueco. Les voy a abrir un hueco. Uno. Todo se chorrea por un hueco. Un hueco. Nubarrones hijos de puta. Vengan vengan nubarrones. Desde aquí un hueco nubarrones. Nubarrones como todo. No volverán a hacer. No lo volverán a hacer. Bastante suficiente harto nubarrones. Montones. Basura. Montones de mierda basura. Montones. Cojones. Cojones míos. Délen délen délen cojones. Cajones. Mierda. Cagar mierdar mierdar merendar. Infinitivos. Amar sufrir aprender aguantar. No más no más no más no más. Morir no ver adulterar cojear tambalear matar morir amar bastar. No dar más no más no más no más aguantar. Infinitivos como vida. Mi vida. Hubiera querido mi vida y sólo sólo sólo sólo… Vengan nubarrones hijos de puta. «Ta ta ta ta ta ta tatatatatata», gritaba, disparando entre la lluvia contra los nubarrones.
Había regresado a la avenida del Ejército. Había quebrado la punta de su lápiz escribiendo en uno de los muros del Manicomio, y a través de las rejas, miraba ahora los jardines y los pabellones del hospital. Estuvo mirando durante un cuarto de hora, y luego siguió avanzando con dirección a la avenida Brasil, hasta detenerse en la esquina en que terminaba el muro del Manicomio. Prestaba mucha atención: «Un-dos-un-dos-un-dos» alguien marchaba. «28 de julio», pensó, y dobló a la derecha. Corría.
Había corrido unos cien metros, y ahora estaba bastante cerca y las veía muy bien. Marchaban. Cientos de muchachas marchaban. Marchaban alrededor de su colegio, y se preparaban para el desfile escolar. Entrenaban ahí, delante suyo. Y la parte posterior de ese colegio daba a esa calle. Y la pared lateral del Manicomio daba a esa misma calle. Y entre las dos paredes: «Un-dos-un-dos-un-dos-un-dos». Y él escuchaba cuando marcaban el paso, pero también escuchaba esas voces: «Un-dos-un-dos-un-dos-un-dos-un-dos», allí arriba sobre el muro, y los miraba, y eran unos hombres con caras muy graciosas y simpáticas. «Deberían peinarse mejor», pensó. Y esos hombres aplaudían y coreaban: «un-dos-un-dos-un-dos-un-dos», y no dejaban de aplaudir… Él había visto esa puerta. Esa puerta estaba abierta, y por allí entraban las visitas, o sabe Dios quién. Cualquiera podía entrar por esa puerta, y «un-dos-un-dos-un-dos-un-dos» de dónde había sacado fuerzas para treparse a ese muro, pero allí estaba él también, y su cara graciosa asomaba por arriba, mientras aplaudía feliz, y gritaba «un-dos-un-dos-un-dos». Y las chicas que desfilaban frente al Manicomio sonreían mirándolos de reojo, «un-dos-un-dos-un-dos-un-dos-un-dos-un-dos» gritaba Manolo, aplaudiendo al mismo tiempo, y en una de ésas logró ver la hora en su reloj, y pensó que en su casa estarían empezando a almorzar, y que tal vez debería volver, sería mejor si volviera, porque allá, en su casa, alguien podría preocuparse… «Un-dos-un-dos-un-dos-un-dos-un…».