«Saint Regis Hotel». Su buen bar. Un paso de la Quinta Avenida. Años que lo conocía y que alguien le dijo que ese bar había sido frecuentado por Fitzgerald. No estaba completamente seguro de ello, pero, pensándolo bien, el bar lo parecía… El bar parecía… El bar parecía haber sido… O es que yo… Se pasó la mano por la cara inclinada, como quien intenta borrar una triste y desagradable comprobación, volvió a pasarse la mano por la cara inclinada. Eso lo hizo reaccionar y poner la cabeza bien en alto porque Daughter no tardaba en llegar para uno de esos encuentros de copas y cena en lugares elegantes a los que él la invitaba cuando el dinero…
En el fondo —lo había leído mil años atrás en Playboy—, lo que hacía con Daughter era aplicar la barata y estúpida filosofía del unexpected moment, o más sencillamente la filosofía de una revista que siempre le resultó desagradable. ¿Quieres mantener tu fama de playboy inagotable? ¿Quieres mantener tu stock como repuestos que nunca se agotan? ¿Fama de que la máquina está siempre cargada? Entonces, acude al unexpected moment. Es decir, en el momento más inesperado te le apareces y mandas tu silbidito. Señales de humo. Se avecina la guerra. Ella se está duchando y pensando en su mamá. Tiene que visitarla en seguida, por lo de papá, pero apareces tú con tu silbidito y corres la cortina de la ducha y adivina adivinanza… And that’s the unexpected moment. O sea que cuando tenía dinero…
Como ahora en que, una vez más, había llamado por teléfono a Lima. Daughter estaba en casa y una vez más partía inesperadamente a una gran ciudad o al lago Maggiore, sí, la vez pasada fue en el lago Maggiore y su padre sólo bebió «Nebbiolo d’Alba». Ahora era Nueva York, tan inesperadamente como siempre y Daughter estaba haciendo sus maletas y su madre muy fastidiada porque una vez más iba a faltar a la Universidad. Porque su padre había llamado. Porque su padre era así. Porque la hacían feliz las llamadas de su padre. Porque le llamaba Daughter, menos una vez que llamó muy borracho y preguntó por Pureza y se mató explicando que Pureza era Daughter y que Daughter era Pureza, pero ella no quiso oír más tonterías y fue a llamar a la chica. Siempre partía feliz. ¿Hasta cuándo duraría eso? Siempre sería lo mismo. Cada vez que él tenga dinero…
Se pasó nuevamente la mano por la cara y luego cerró fuerte el puño, el codo sobre la mesa, y el mentón sobre el puño para que Daughter le encontrara con la cabeza en alto. Diez minutos. Le costaba trabajo. The unexpected moment. Pero en su caso tenía el encanto de unos medios empleados para un fin completamente distinto. Sublimación de una vulgar filosofía… já. ¿Y por qué no? Gracias a esas llamadas tan inesperadas hacía feliz a Daughter, le mostraba lo mejor de sí mismo a Daughter, y de paso jodía a la madre de Daughter. Cuánto seguía amando a esa mujer que carecía por completo de sentido del humor y que había carecido siempre de objetividad para juzgarlo. Y que lo había juzgado. Pero que lo había juzgado. Sólo que él logró convertir ese amor en pensamiento con el único fin de evitar esos duros pensamientos. No pensaba pues en ese amor. Pensaba sólo en Daughter y ésos eran los medios que utilizaba inesperadamente para acercarse a la pureza. Porque Daughter era Pureza. ¿La poca que le quedaba en la vida? ¿La única? ¿Por qué ahora estos pensamientos? No tarda en llegar Daughter. Cuando tengo dinero…
Se descubrió otra vez cabizbajo. El codo había permanecido en su sitio, fuerte sobre el mostrador, y también el puño cerrado y alto. Pero el mentón se le había resbalado y más bien reposaba sobre la muñeca, se resbalaba incómodo a la altura de la muñeca torcida y cediendo, más bien. Ni siquiera se había dado cuenta de esa incomodidad. Pidió otro bourbon y apoyó nuevamente el mentón sobre el puño que temblaba cerrado con fuerza, haciendo fuerza, esforzándose. Daughter hacía su entrada. Pureza, fue lo único que dijo y sonrió desde el puño. Cuando tengo dinero… The unexpected father. La inesperada pureza. Y lo más rápido que pudo se las agenció para ya estarle hablando de algo que a Daughter le encantaba: Tiberias, el beodo que se comunicaba con los dioses en la majestuosa civilización griega. En la gran antigüedad. Donde el vino era el más viejo signo de civilización. En la gran tragedia. En la grandeza que fue Grecia. En el esplendor que fue Grecia. Roma sólo fue gloria al lado de Grecia, Daughter…
Daughter era feliz. ¿Cómo estás, Daughter? Porque linda sí que estás, Daughter. Como nunca. Cada vez más. Soy un hombre lleno de orgullo. Inflado, hinchado de orgullo. Me envidian de las mesas. Las cosas que dices, papá. ¿O sea que ya comiste y te alojas donde una amiga? ¿Y se puede saber el teléfono? ¿O sea que cancelo la reserva en el «Waldorf»? Puso el brazo sobre el hombro de Daughter. De paso le acarició la nuca. Descolgó la mano por el hombro derecho de Daughter. La tenía a su derecha. Like a lady. Suerte, sé una dama conmigo esta noche. Una verdadera dama. Supo que Daughter quería a los dioses y la miraba orgulloso y sonriente. Lo bien que se estaba portando su cabeza siempre en alto. La perfección de su pulso imperfecto. Porque si fuera perfecto, qué gracia tendría entonces pedir otro bourbon para tratar de corregirlo. «Martini» seco para Daughter. Eso era algo que detestaba su madre. Que bebieran juntos. Como si eso fuera beber. Esto es esto y sólo Daughter y yo somos capaces de esto, El amor por la madre de Daughter era sólo pensamientos que él podía y solía evitar. Por eso hablaba de la madre de Daughter. Por eso pensaba madre de Daughter y solía y podía evitar el pensamiento esposa al hablar de su ex esposa. Hablaba, simplemente, de la madre de Daughter. Un amor convertido en pensamientos. Y de haber estado ahí, después de todo, la madre de Daughter les habría arruinado todo eso… Ex esposa simplemente no lo habría permitido… Se dio cuenta, de pronto, de que se había distraído, de que se había como… como ausentado un poquito. Brindó:
—Estaba comunicando con los dioses. ¿Qué mejor manera de decirlo, Daughter?
—Te entiendo perfectamente, papá.
—Allá en Victoria Falls… Cual Tiresias siglo veinte… Comunicando… Comunicando con el apartheid hijo de puta. Prueba tú también, Daughter… Ráscate por todas partes y verás cómo no sientes racismo por ningún lado.
—Me encanta, papá.
—Prueba, prueba y verás…
… Victoria Falls, South Africa 1978… Apartheid de mierda, pensaba, con mil bourbons adentro mientras contemplaba la enorme cascada, un montón de cascadas enormes y mantenía el control total de la situación en espera de Cornelius. Se rascaba racismo por todas partes, por joder a la clientela, y cuando vio entrar la altísima y perfecta silueta de su amigo poeta, espigado como un massai, como son los negros en Kenya, aunque en todo Kenya no había un poeta ni un hombre tan grande y bueno y noble como Cornelius. Los líos en que se ha metido este caballero, se dijo, recordando que lo tenía que convencer. Que, desafiando a la inmortalidad, lo iba a sacar de ese país que iban a llegar a Mozambique y que literalmente se tenían que cagar de risa ante la presencia de cada patrulla de la Policía disparando contra su indomable motocicleta, enorme, roja como el fuego que le latía en las sienes y en cada vena de su organismo. Su emoción era brutal y cuando Cornelius se le acercó se puso de pie para besarlo y decirle que tenían la bendición de los dioses y que si no le creía era porque no había tomado suficiente bourbon. Como Tiresias. Cornelius…
—Estoy listo.
—Ayer terminé con la traducción de tu segundo libro.
—Te he dicho que estoy listo.
—Caballero, acabo de darme cuenta de que, en efecto, lo está usted.
Salieron rugiendo de Victoria Falls con ese optimismo que les daba saber que ya habían arrancado y que por más que la Policía les saliera al encuentro mil veces, ya habían arrancado. El bólido rojo tragaba kilómetros y ensordecía la jungla y desaparecía entre la polvareda seca de los caminos. Llamaban la atención por la importantísima cantidad de cortes de mangas —brazos de honor, prefería llamarlos él— y los primeros disparos ni los sorprendieron, aunque uno de ellos agujereó la cantimplora llena de bourbon en el preciso instante en que Cornelius se la estaba dejando en la mano derecha. Reían como locos y Cornelius recogía del equipaje colgado a la derecha del bólido otra cantimplora mientras él pensaba que resultaba injusto que Cornelius no supiera manejar. Le preocupaba. Turnarse habría resultado más justo: Cornelius allá atrás sería un blanco perfecto para los disparos locos que vendrían de la sorprendida vanguardia, convertida rápidamente en retaguardia por la sorpresa de su paso y de sus brazos de honor. Entonces era cuando realmente reaccionaban y cuando disparaban con un fuego intenso de ametralladoras. Ellos no llevaban ningún arma. Las reglas del juego. Los dioses bastaban. Y las carcajadas y los brazos de honor y la seguridad total de que la meta estaba cada vez más cerca…
Se había calentado el bourbon de las cantimploras y se había enfriado la comida pero por Johannesburgo pasaron matándose de risa y decidieron no hacer ni una sola parada. Aunque el bourbon hirviera. La gasolina era cosa de Cornelius. Tenía su sistema para llenar el tanque. En realidad era una motocicleta-bomba. El sistema era peligrosísimo: latas de gasolina metidas entre las enormes bolsas de comida y bebida a ambos lados del inmenso bólido. Peor que el motociclista suicida del circo y era loca la alegría que les producía todo ese ruido infernal y otra vez la carga de metralletas y muy cerca una nueva carga, rifles esta vez, y apenas los habían dejado atrás, otra vez todas las ametralladoras del mundo, esta vez. Entonces él dejó de temer por la espalda de Cornelius y ya estaban con los dioses, entre los dioses…
Cruzaron Pretoria con la última cantimplora de bourbon y Cornelius le gritó ¡bestia!, ¡teníamos que tirar hacia el este! Y casi se mueren del ataque de risa que les dio el lujo increíble de haber tirado hacia el oeste con poca gasolina ya y días y noches detrás y, me imagino, le gritó él a Cornelius, que también a este apartheid de mierda se le están acabando las balas. ¡Los jodieron los dioses, Cornelius! ¡No te lo dije! ¡No me querías creer cuando nos conocimos! ¡Amigo! ¡Poeta! ¡Esto es vivir! ¡Tus libros los traduciré yo y Carlos Barral te los publicará en España! ¡Carlos también cree en los dioses! ¡Los frecuenta! ¡Varias veces he frecuentado a los dioses con Carlos e Ivonne! ¡Son parroquianos…! Literalmente se cagaban de risa. Gritaban. ¡Los dioses! ¡En todo instante han estado de nuestro lado! De pronto, él vio su mano bañada en sangre, sobre el timón del bólido. No quiso decirle nada a Cornelius, La alzó para acercarla a sus anteojos de gruesas lunas y duro caucho negro. Los había robado en un almacén de la aviación, en compañía de los dioses, mientras Cornelius, innecesariamente, le cubría la espalda. No era grave lo de la mano o era que tenía tal cantidad de tierra en los anteojos que no lograba prácticamente ver qué tenía…
—¡Tu mano! —exclamó Cornelius, millas más adelante.
—No es nada. Un descuido de un dios menor.
—Para. Te ruego.
—Mira adelante: ¡Cómo mierda se te ocurre decirme que pare ahora! Adelante un verdadero escuadrón les bloqueaba la pista. Debieron ser un millón de tiros y otros más por detrás. Él sólo recordaba haber gritado ¡Mozambique! y haberse bañado en lágrimas porque Cornelius allá atrás no gritaba y sí le dieron en la espalda. No habría venganza para ello. Ninguna venganza sería suficiente si a Cornelius… ¡Cornelius! ¿Me oyes? ¡Dime algo! ¡Cualquier cosa! ¡Habla! Lloraba porque en su cintura sentía cómo las manos enormes de Cornelius apretaban cada vez menos. ¡Corneliuuuuuuusssss!
—¡Mozambiqueeeeeee! —se cagó de risa Cornelius—. ¡Vivan todos los dioses!
—Negro de mierda. Hijo de la gran puta.
—¿Y el humor? ¿Y los dioses totales? —Cornelius se mataba de risa.
—Negro de mierda, hijo de la gran puta.
—Gracias, mi hermano.
—Lo hice por la poesía, negro de mierda, hijo de puta.
Se metieron a un bar, secaron una botella de bourbon, él derramó media botella más sobre su mano. Fue un dios pequeñísimo. Sin importancia. Cantaron horas en la ducha de un hotel y, con alguna que otra intermitencia bourbónica, como le llamaba él, durmieron tres días seguidos en compañía de las diosas.
—¿O sea que no te veré mañana, papá? Me puedo quedar un día más, si lo necesi… si quieres.
—Mañana tú eres una señorita que regresa a América del Sur y yo soy un caballero, tu padre, al fin y al ca… que parte rumbo a Ithaca.
Tres horas desde esas palabras que había tratado de meterse al bolsillo como quien busca guardar algo. La chica se había ido. Se arrepentía y trataba de engañarse y de imaginar que la chica seguía ahí. Tenía una particular dificultad para aceptar que Daughter se hubiese ido. Le estaba resultando muy difícil, esta vez. Pero después de todo, se decía, he sido yo mismo quien le dijo que no se quedara un día más. Entonces recordó lo mismo que recordaba siempre. Se acordó de aquella noche en la barra de un bar en que, de pronto, le había dicho a su novia: «Lo que me encantaría es tener un día una hija tan bella como tú, de tu misma estatura, y que tenga una visión más objetiva de mí. Fíjate que la sacaría conmigo de noche y le diría que me había casado solamente para tenerla a mi lado». Después se iba a reír y le iba a explicar que a su madre no le gustaban esas bromas. Y, en efecto, a su madre no le gustaban nada ese tipo de bromas.
—Y heme aquí —se dijo, con esa voz alta de los borrachos cabizbajos de las barras.
Y Daughter había salido alta y a sus expectativas, porque tenía todo el encanto del mundo y además vivía como ausente de ese encanto, doblemente encantadora, maravillosa, y además se parecía a su madre pero tenía algo que su madre nunca tuvo y era esa manera en que tres horas antes, por ejemplo, le había dicho: «Si quieres me quedo un día más, papá».
—Su madre, en cambio, se quedó toda la vida menos.
Pero ésas eran palabras de cabizbajo de barra y entonces pensó que, como los dioses, su hija nunca lo había juzgado y volvió a pensar que era delgada y muy alta y que tenía las manos muy finas y que siempre se querría quedar un día más. Después recordó a la madre de Daughter y, aunque se pasó rápidamente la mano por la cara, ahí se dijo: «La verdad es que los dioses no están conmigo desde hace tiempo».
Seguía sentado en el bar del «Saint Regis», en la barra del bar del «Saint Regis», y de rato en rato volteaba a mirar el taburete en que había estado sentada Daughter, el sitio en que Daughter podría haber estado… seguido conversando a esa misma hora. Tres de la mañana… ¡Bah…! Ella le había ofrecido quedarse pero él había pensado que estaba ya lo convenientemente borracho como para lanzarse a su nueva aventura. Le había dicho que no se quedara un día más y le había dado mucho dinero y en la oreja le había dicho que la quería muchísimo. Ella se había aturdido un poco, como siempre que él le decía que la quería muchísimo, acompañando todo ese asunto de importantes sumas de dinero. Después se besaron, buenas noches y nada más, porque los hombres no lloran y sus hijas tampoco, Daughter, y él ignoraba dónde vivía su hija, sólo tenía su teléfono en Nueva York, y su hija hubiera preferido que él no saliera de viaje al día siguiente. De eso estaba seguro y cabizbajo. Entonces, mirando siempre el taburete en que estuvo Daughter, dijo: «Ya sé que lo que tú más temes es la ausencia de los dioses». Y se sintió un poco viejo y con algo de derrota metida en el cuerpo y volvió a mirar a su hija y volvió a mirar a su esposa y pidió un trago más porque quería brindar por la ausencia de su hija y de los dioses. Ya nunca brindaba por la ausencia peruana de su esposa. Después se emborrachó perdidamente.
Tenía ese maldito control que le permitía saber cuándo se había emborrachado malditamente. Era como una manera de saber hasta qué punto se había alejado de Daughter, a quien en estos casos llamaba siempre Pureza. En el fondo de sus más grandes borracheras, Daughter era Pureza y Pureza era Daughter y eso era todo lo que él sabía sobre sí mismo. Le gustaba ser negligente en este punto y le gustaba, sobre todo, que su hija siempre se hubiese ido cuando él llegaba a ese punto. «Daughter —dijo—, yo te soñé». Y ése fue el momento en que decidió subir a acostarse porque tenía ese maldito control sobre sus borracheras. Antes… Antes, cuando no lo tenía, era mucho mejor porque inmediatamente los dioses se ocupaban del asunto. Igualito que ese gran beodo que fue Tiresias en la grandeza que fue Grecia. En cambio, últimamente…
… La odisea… Su odisea… Montescos y Capuletos… Un mundo ya histórico en el que vio la cara blanca y pecosa y la nariz respingada de Cecilia que, como él, tenía trece años, y juntos vieron luna llena para siempre y primavera eterna y fue adoración a primera vista. Pero qué familias las suyas pero eso qué importa pero nosotros nos adoramos aquí en la piscina del «Country Club» y nadie nunca nos separará y algún día tendremos tres hijos y dos hijas. Daughter, dice él, y no sabe por qué, jamás sabrá por qué a los trece años se podía sentir toda la ternura del mundo con sólo pronunciar la palabra daughter… Y piensa que la palabra daughter no la ha pronunciado sino que le ha surgido a borbotones desde el fondo hondo del pozo sin peligro alguno de la ternura infinita. Ama eternamente a Cecilia y ella le cuenta que la han abofeteado en su casa de Montescos y él le cuenta que su padre lo ha golpeado brutalmente en su casa de Capuletos y él dice la historia del Perú es una mierda porque, como en Shakespeare, se hizo íntegra para que nuestras familias se odiaran. Y ése es el momento en que él decide cambiar la historia del Perú y esta noche contándole esas cosas a Jaime, su primer, su mejor amigo del «Country Club», beben los primeros whiskies de su vida y él ya está listo y se mete descaradamente protegido por los dioses y metiendo toda la bulla y desafío que quieran, se mete crapulosamente a casa de Cecilia y salta balcones y salta terrazas y golpea ventanas semiabiertas de verano y busca y llega a los brazos de Cecilia en su cama y escribiéndole una carta furtiva de Montescos y Capuletos y ella se pone una bata apenas y escapan en el carro que Jaime se ha robado de sus padres y mil gracias Jaime y se preguntan si los dejarán entrar… Todo está permitido para los nocturnos amantes imposibles, les dice Pepe, el barman, y en el «Ed’s Bar» transcurrió su amor maravilloso y nocturno y al alba regresaban a casa Montesco y descaradamente trepaban y descaradamente bajaba él cada noche y Jaime en la barra diciéndole a Pepe uno de estos días los pescan y los matan y Pepe fue quien por primera vez en la vida empleó eso de los dioses: «No te preocupes, Jaimito, los dioses están con ellos…».
O sea que… Al fin y al cabo el bar del «Saint Regis» resultaba no ser un buen bar, porque nunca más había logrado regresar ahí desde el bar de Tom. Nunca más había logrado repetir la hazaña de encontrar el bar de Tom completamente borracho y de pasarse una noche entera maldiciendo a Tom, a su bar y a los alrededores de su bar que para él eran ahora, perdido, el resto entero de Manhattan, porque Tom no tenía el maldito acento inglés. Recordaba la noche en que había jodido la paciencia lo suficiente como para que lo botaran del bar con el asunto aquel de que aquí nunca podré venir con Daughter, banda de canallas sin acento. Ésa había sido una noche con los dioses, todo el mundo había festejado la hilaridad del acento británico de aquel latino y todo el mundo había festejado su amor por Daughter, que entonces tenía solamente trece años, como él tenía trece años cuando conoció a la mamá de Daughter. La conoció en efecto, a esa edad que calificaba de tierna, aduciendo en su defensa inútil que se estaba refiriendo a un lugar común acerca de la edad de los trece años. Ése fue un buen bar, donde acudieron los dioses, y donde también recordó la historia del África del Sur. Les explicaba a los blancos y a los negros de Nueva York, en el bar de Tom, bar de mierda que ahora no podía encontrar, cómo era la vida cuando uno recibe la visita de los dioses y entonces se puso de pie, se puso encima de una motocicleta en seguida, y una vez más en su vida atravesó todas las barreras culturales, raciales, estúpidas, imbéciles, hijas de puta, y la maravilla que eran esos policías disparándoles a Cornelius porque era negro y poeta y a él porque no tenía nada que ver en el asunto. A Daughter le encantaba la historia de su padre, tú padre, Daughter, absolutamente borracho, te lo confieso, con Cornelius, simple y llanamente con Cornelius atravesando South Africa en una motocicleta y las balas y las balas. Daughter siempre le decía: «Te pudieron haber matado, papá». Y él le respondía: «A mí me gustaría más, Daughter, puesto que de tu educación se trata, que me preguntaras qué fue del pobre Cornelius». Daughter lo había admirado y querido por esa historia y a él le gustaba muchísimo la idea de que esa historia fuera una historia que él le había contado a Daughter y que ella había retenido para siempre entre esas manos tan largas y tan finas que parecían hechas a propósito para retener una historia tan bella como la de Cornelius y él.
Ya estaba en su dormitorio e hizo todo lo que hubiese hecho la mañana siguiente, precisamente para poderse imaginar cómo iba a ser la mañana siguiente. Iba a ser el teléfono sonando y todas las ganas que tenía Daughter de que él no partiera a esa expedición. La palabra expedición fue la que él usó cuando le dijo: «No te preocupes, Daughter, yo sólo voy en busca de los dioses. Y esa uruguaya tan mala sólo me va a enseñar algo más sobre el género humano, que es ese género que nos interesa a nosotros los escritores, salvo en el caso de que nos ocupemos de animalitos, de perros y gatos y elefantes y leones y tigres, que es cuando queremos enseñarle la moraleja a los seres humanos». Daughter se había reído, y le había dicho por primera vez en la noche, papá, si quieres me quedo un día más. Sintió cierto alivio al recordar el coraje que tuvo al decirle todo eso porque de lo de Cornelius y él en el África del Sur y de lo de Tom y el mal acento inglés de Manhattan, hacía tiempo, y los dioses como que no lo visitaban ahora, por no decir hace tiempo ya, y en cambio esa mujer tan mala lo iba a venir a buscar a la mañana siguiente.
Por eso hizo todo lo que iba a hacer a la mañana siguiente, lo hizo de una vez esa noche para que ella lo encontrara descansado y lleno de fuerzas. Eso, lleno de fuerzas. Le hizo gracia comprobar la situación de ligera superioridad en la cual se hallaba, pues al salir de la ducha comprobó que tenía el bar metido en la habitación y un teléfono en el cual sólo tenía que apretar un botón para que la uruguaya se matara llamándolo desde abajo y el timbre no sonara, sólo una lucecita roja intermitente para avisarle que la uruguaya estaba abajo y esperando y él arriba tendido en su cama y autor de la travesura. La travesura consistía, además, en vestirse tan elegante como si fuera a salir con Daughter, en servirse una copa y varias más, en apoyar el botón que suprime el teléfono y a la uruguaya, y en pasarse la noche entera esperando que esa hija de puta lo llamara desde la recepción. Se moría de risa tumbado sobre su cama, elegantemente vestido, con la corbata ligeramente desabrochada, justo como para poderle decir dos horas después de que ella hubiese intentado comunicarse desde la recepción: «No me di cuenta de que el teléfono estaba desconectado». Entonces ya tendría el nudo de la corbata en su sitio y las cartas en la mano.
Cuando todo eso sucedió, la uruguaya volvió a tener ese apellido tan horroroso que tenía y él sintió la enorme curiosidad que le había prometido a Daughter por emprender ese viaje. Recordó que a esa mujer la había conocido en Montpellier bajo un cielo azul. Él estaba sentado en un bar de la Comédie con unos amigos, mirando pasar a la gente. Entonces apareció la uruguaya y se detuvo y resultó que conocía a los amigos. Resultó también que venía con su esposo y resultó también que él, al ser presentado al esposo, le dijo: «Mucho gusto, Gary». Eso produjo una hilaridad total porque el marido se llamaba Dick y porque si había algo que detestaba en este mundo era que lo llamaran Gary. Él trató de aducir un parecido con Gary Cooper, pero Dick se mostró sólidamente partidario de llamarse Dick. Fue la última vez que vio a Dick en una posición de solidez. Después, la uruguaya empezó a decirle que era un gran escritor y a festejar que hubiera confundido a su esposo con Gary Cooper. Y de pronto a él le entró ese sentimiento muy fuerte de haber cometido un grave error al llamarle Gary a Dick. Montpellier es probablemente la ciudad más bella del mundo y esa mujer allí definitivamente no era la mujer más bella del mundo y además puso una nota de pésimo gusto al apellidarse Nipsky. El cielo azul de la ciudad, ese cielo que él había visitado con Daughter, le hizo comprender que esa mujer tenía un poder ridículo, un poder que consistía en creer que era una mujer guapa metida en una Universidad norteamericana. Probablemente, seguía metida en una Universidad norteamericana, puesto que Dick era un profesor de la Universidad de Cornell, en Ithaca, y ella era una alumna posgraduada que, entre gallos y media noche, empezaba a tener un estatus que debía inclinarse definitivamente a ser esposa de Dick y profesora en los Estados Unidos y apellidarse Nipsky per vitam eternam y su pasado era breve como tener un apellido horroroso. Como haber nacido en Montevideo, haber tenido dieciocho años con el mismo apellido en Montevideo, no haber tenido nada más y haber conocido a un gringo llamado Harry que era profesor en Cornell. Tenía también hermanas, pero eso lo incorporaría a los Estados Unidos cuando ella lograra incorporarse a los Estados Unidos. Cuando Dick y su esposa se fueron, sus amigos le preguntaron que si no encontraba que la uruguaya era guapa y él sintió una fuerte inclinación a decir que no importaba su opinión acerca de esa mujer. Al día siguiente tomó el tren y regresó a París.
Su trabajo en el libro estaba bastante avanzado y no tenía ganas de responder cartas, cuando llegó la primera carta de esa Nipsky. Volvió a pensar que tenía el apellido más feo de la tierra, siendo el Uruguay tan linda tierra, además, pero recordó también a Dick y que le había llamado Gary en vez de Dick. Probablemente por eso respondió a la carta. Sí, fue por eso que respondió la carta, porque en vez de Dick le había llamado Gary a ese norteamericano en el cual detectó un cierto desequilibrio, ese típico desequilibrio de un hombre que los dioses han dejado de visitar. Los dioses de mala calidad que probablemente lo habían visitado cuando conoció a la joven esposa de un profesor subalterno en el campus de Cornell…
… Bességes, 1982. Porque los míos son unos dioses de primera clase, Jean François. Verás, Sylvie, mis dioses viajan en primera por el cielo infinito… Dile a los mexicanos que vengan a ver cómo desafío a la inmortalidad… Diablos, Dulce, Dante, cómo mierda se puede ser mexicano y llamarse Dante y Dulce… Miren, mira, Jean François, mira cómo mis dioses me permiten desafiar la inmortalidad… No seas loco… ¿Loco yo? Pero es que ustedes no saben nada de los dioses… El peruano lleva media hora echado y bebiendo en una curva cerrada de la carretera y se niega a levantarse… Tres días seguidos apostó a que se echaba tres horas seguidas en la misma curva y no habría carro que pudiese con él… Le mentaron la madre como cincuenta mil veces pero no hubo auto para él y por la noche se pasó todas las noches, los tres días… Seguía contándole Jean François a su hermana, aterrada, que el tipo realmente había desafiado a la inmortalidad porque en Bességes nunca nadie se había metido jamás con el videur, la bestia esa que la discoteca ha contratado para casos de pelea o de algún borracho metiéndose con alguna chica o algo así y el monstruo ese dicta la ley, aplica brutalmente su ley, para eso lo han contratado, para eso le pagan y el peruano tuvo a toda la discoteca entre risas y terror porque no cesó de desafiar al videur a ver quién toma más y el matón como que no se atrevía con tanta popularidad y andaba completamente intimidado y él dale con ofrecerle tomar en su amable compañía, señor, y el matón apenas si logró alzar la cabeza de pura vergüenza y ningún sentido del humor… No, no se trata de eso, Jean François, lo que pasa es que éste es un diosote de pésima calidad, un Anteíto… Dulce, Dante, Jean François y Sylvie se matan de risa y también han venido a ver a los padres de Jean François, ellos los habían invitado a su pueblo y en el camino de Montpellier a Bességes se detuvieron en casa de la abuela española de la guerra civil de Jean François y él la hizo llorar de felicidad con canciones de la España de siempre y a la abuela la que más le gusta es Cuando en la playa la bella Lola, su linda cola luciendo va, los marineros le gritan Lola, y hasta el piloto pierde el timón… Ay qué placer sentía yo, canta la abuela… Ah!, ce peruvien…!
El teléfono llamaba y llamaba con su lucecita roja intermitente, pero a él le encantaba la idea de que la uruguaya se estuviese pagando el desayuno. Después tocaron la puerta. Después pensó en Daughter y se dijo, Daughter, en la que me he metido. Después habló en la intimidad con Daughter y le dijo: «Es probable que de esta aventura salga algo profundamente ridículo. Mira, Daughter, agregó, en esta aventura no hay policías en Sudáfrica disparando contra la motocicleta en que íbamos Cornelius y yo. Mira, Daughter, añadió otra vez, ya no logro alcanzar ese vuelo que me permitía encontrar a Tom en un bar de Manhattan y probarle que todo Manhattan habla con un acento que no me gusta porque no es inglés». Entonces, vestido para salir esa noche, comprobó que eran las diez de la mañana y que había estado despierto toda la noche. Le dijo Pureza a Daughter, repitió esa palabra, Pureza, y apretó el botón para que el teléfono empezara a interrumpirlo.
—Ricardo, llevo horas llamándote.
—Creí que no venías. Sé por el parte meteorológico que todo el Estado de Nueva York está helado.
—Sí —le dijo ella—, pero mañana tienes que dar tu conferencia en Cornell y…
—¿Y tú cómo has llegado desde Ithaca?
—Me trajo Bob.
—¿Hope? —dijo él, porque ella era capaz de haber llegado con Bob Hope. O de haber llegado hasta con Bob Hope. Y desde Montevideo.
La Nipsky hija de la gran puta pretendió no saber quién era Bob Hope y dijo: «Bob Davidson. Es un profesor muy importante». Entonces él le preguntó: «¿Cómo está Gary?». Y ella le dijo que su ex esposo se llamaba Dick, y que si no lo recordaba, porque siempre cometía el mismo error. Entonces él le preguntó: «¿Y cómo se llamaba tu primer esposo, el que te sacó de Montevideo?». Después pensó en ese pobre primer esposo que no sabía lo que era un apellido tan feo. Después pensó en todo lo que había bebido durante la noche. Después pensó en Daughter, y dijo Pureza y decidió que había llegado el momento de emprender el viaje a Ithaca. Dantesco, fue lo último que dijo.
Apareció en el hall del hotel con un mínimo de equipaje y por supuesto pagó el taxi que los llevó hasta el aeropuerto. Y, por supuesto, también, que de ese aeropuerto no salía nadie porque se había helado el Estado de Nueva York. Le hizo gracia pensar que el hielo lo iba a ayudar, que no llegaría a dar su conferencia. Pero hacía como siglos que esa mujer de apellido Nipsky había hecho un arreglo personal con el hielo, y de ese arreglo dependía el que él llegara a tiempo para la conferencia. En el aeropuerto los norteamericanos de la ciudad cosmopolita empezaron a volverse gente provinciana con gran capacidad para conducir sobre pistas heladas, pistas sobre las cuales todo el mundo declaraba ser un gran piloto, pistas congeladas. Él ya se había metido al bar y había tratado de que lo acompañara también Jeff, el candidato a chófer elegido por Nipsky, pero Jeff parecía estar dispuesto a ocuparse del irresoluble problema de encontrar un automóvil, alquilarlo, dividir los gastos entre los futuros ocupantes, a fin de seguir al pie de la letra las instrucciones de esa uruguaya que, bajo el cielo gris y sobre la nieve total de la ciudad enorme, de pronto él, desde el bar, empezó a encontrar ridícula, arribista y algo más. Recordó cuando la había conocido, en esa avenida preciosa de Montpellier, entre excelentes amigos, y le pareció que no solamente no era una mujer bella sino que, además, era una mujer absolutamente negada para el amor.
Consiguieron un automóvil para las ocho de la noche y Nipsky consiguió también una hermana para entretenerlo, y desde ese momento él empezó a verlo todo más claro que nunca. Esta mujer tan mala, se dijo, ya sacó a una hermana del Uruguay, y como ahora se va a comer al tercer gringo de su carrera universitaria, no puede desperdiciarlo por un pobre escritor de paso, motivo por el cual, siguió pensando, me coloca a la hermana. Encontró profundamente estúpido, cursi, huachafo y toda la cólera del mundo que esa escena tan visiblemente latinoamericana tuviese lugar, estuviese teniendo lugar en el aeropuerto de Nueva York, y sintió definitivamente la ausencia de los dioses. Después se dijo que Daughter ya se habría ido. Después pensó que a lo mejor todavía no se había ido y llamó a casa de la amiga donde había ido a dormir y le dijeron que había partido un par de horas atrás. Entonces él recordó que no había preguntado adónde iba y se interesó enormemente por saber adonde había ido Daughter. Le dijeron que no sabían. Entonces se dijo que en avión no podía haberse ido y que nunca sabía a dónde iba Daughter. Después se dijo que Daughter tampoco sabía nunca a dónde iba él. Después se dijo que Daughter, bien lo sabía, se iba a América del Sur. Y después se dijo que en ese plan y sin los dioses…
1978. En dirección a Sigüenza. Esteban Pepe le dice que el nuevo obispo se niega a cumplir con la tradición… Él se mata de risa y buscan por todo el camino una mula blanca… Se ve que el whisky ha entrado por fin a España, Esteban Pepe. Tío, es la mejor bebida del mundo… ¡Tío, la mula! Llegan a Sigüenza y avisan pero el obispo se niega definitivamente a cumplir con la tradición. ¿¡Definitivamente!?, exclama Esteban Pepe, mientras se tragan las migas de pan y esperan el cordero de Sigüenza y el vino en la bodega del tío Juanito que se quedó sin pelo de puro sifilítico y por mujeriego y ahora reparte copas entre mesas bellas de mármol de la España de Jovellanos, de Esteban Pepe, de Cervantes. Esteban Pepe goza cuando él le dice tú eres la España profunda, Esteban Pepe, y responde vale, tío, y sus ojos brillan de felicidad y lágrimas y su nariz de espolón, talmúdica, asombra al peruano que ha traído a Sigüenza, al amigo de Esteban Pepe y su nariz de espolón y los ojos más llenos de cariño del mundo y lo talmúdico hace que el peruano lo quiera más, tío, y entonces se van a contemplar la estatua más bella del mundo y ante el Doncel de mármol de la espléndida catedral, Esteban Pepe, con los ojos bañados de lágrimas, toca, acaricia a su Doncel y le pregunta a él: ¿a que no sabes qué está leyendo el Doncel, tío?, y él sin pensarlo dos veces, con verlo ahí apoyado, casi echado con el libro de mármol, responde: Esteban Pepe, a quién más va estar leyendo, sólo a don Jorge Manrique, y Esteban Pepe orgulloso y chino de felicidad porque el peruano se lo sabe todo y el peruano le dice mira la puerta, la puerta de la sacristía: esto, mi querido Esteban Pepe, tío cojonudo, esto fue regalo del Perú a tu catedral y para que lo colocaran nada menos que en el lugar en que descansa tu Doncel. ¡Qué puerta, tío!, exclama Esteban Pepe, comprobando que en efecto viene del Perú y que ya es hora de lo del obispo. A pedradas lo mandaron subirse a la mula blanca y el obispo ya era un verdadero obispo de Sigüenza, joder, tío, haberse negado a cumplir con la tradición… No quisieron dormir en Sigüenza y se equiparon de whisky para el regreso a El Escorial y qué mierda tuvo que hacer ese árbol, tremendo árbol en su camino. Esteban Pepe encerrado en el automóvil en llamas y lo bien que los trató la Guardia Civil cuando él les dijo señores, se quema vivo mi amigo Cervantes, se quema Jovellanos, señores, pero la España profunda y Esteban Pepe, nada: yo sólo bajo de aquí si me sirven otro whisky, la mejor bebida del mundo, tíos… Los cosieron y los enyesaron en El Escorial pero la fractura de Esteban Pepe era tan importante como su perseguidora, a la mañana siguiente, y tenían que llevarlos a Madrid, pero por favor, señorita, una cerveza, que resacón, tío, y la enfermera prohibido beber en la clínica, señor Pepe, y Esteban Pepe comprenda, señorita, por favor, que resacón, tío, y nada que hacer y la fractura de Esteban Pepe es tan importante como el resacón y los trasladan en ambulancia a Madrid, al Hospital Provincial, y Esteban Pepe yace en su camilla y él al lado y que resacón, peruano, tío, por favor, una cerveza, no hay nada que hacer, Esteban, pero tío… Y entre alarmas y sirenas pasan por delante del automóvil chamuscado, no servirá ni para chatarra, peruano, yo creo que tú sólo te compras esos cochazos para desafiar a la inmortalidad. Y sirenas alarmas y luces rojas que brillan en mil direcciones: es la ambulancia que cruza Madrid rumbo al Hospital Provincial y Esteban Pepe que resacón, tío, y él, bueno, Pepe, no hay peor gestión que la que no se hace y le pide, le explica al chófer que apaga sirenas y faros rojos que giran y brillan en mil direcciones y se baja el chófer, España Mágica, Sagrada, les llena la ambulancia de cerveza y otra vez alarmas y luces y sirenas y él les cuenta de ese turista del libro de Cocteau, La corrida del lº de Mayo, que al llegar a España cayó fulminado por lo pintoresco y saben por qué escribió Cocteau ese libro, para curarse del todo del infarto que le dio cuando llegó a España y se fue a toros y le brindaron el primero de la tarde… Se matan de risa… El chófer se mata de risa pero al llegar a la clínica se niega a aceptar la propina y por favor, señores, eso sí déjenme las botellas vacías porque me pueden echar del trabajo… Se matan de risa pero recuerdan al chófer… Por lo que se matan de risa es porque Esteban Pepe, señor de la democracia, que anduvo jodiendo la paciencia por el parlamento la noche del 23-F, había salido del «Oliver» diciendo que el whisky, tío, era la mejor bebida del mundo y por ahí se enteró de lo que ocurría, con el codo empinadísimo, y fue por la democracia, o sea que, por favor, doctor, no me opere, no, no me opere, doctor, ustedes no sólo matan a sanos, matan a enfermos, también, y el médico gran amigo del «Bar Oliver» se mata de risa porque Esteban Pepe se está quedando dormido en la misma cama en que estuvo Francisco Franco…
Vinieron a buscarlo al bar esa mujer, que ahora él llamaba esa mujer tan Nipsky y el chófer llamado Jeff, que él ahora llamaba el Holiday on Ice de esa mujer tan fea y tan mala. Pero no los dejó intervenir en ese asunto tan personal que era la manera en que se sentía. Sentirse de esa manera era problema suyo y no los dejó intervenir en el asunto y, pensando en Daughter, dijo Pureza y secó uno tras otro dos vasos de bourbon. Ellos se mantuvieron calculadamente respetuosos de sus pasos y de sus tragos. Mejor dicho, ella se mantuvo así y él se mantuvo así por culpa de ella. Entonces Nipsky habló de su hermana y él le juró que no se movería del bar si la iban a traer.
Dos horas más tarde, asegurado ya todo lo del automóvil para el camino a Ithaca, y habiendo pagado él, por supuesto, el viaje en automóvil hasta Ithaca, y habiendo pensado él, también por supuesto, que los billetes del avión se los haría rembolsar Nipsky y se los guardaría, puesto que ya estaban pagados por la Universidad, aparecieron con la famosa hermana. Otra Nipsky, pensó él, al verlos acercarse. Era como de clase muy media y algo menos Nipsky que su hermana, por lo cual encontró plenamente justificado el que hubiera salido de Montevideo en segundo lugar. La segunda de Montevideo se le acercó completamente yanqui y como pasando por alto que él fuera de un país hermano, llamado Perú, que fuera escritor y, lo que es peor, pensó él, que hubiese establecido desde el primer momento una relación absolutamente alcohólica con ella. Él se despidió para siempre de Daughter, de Cornelius, de Tom, de Cecilia y de Esteban Pepe, y luego se dijo también adiós a sí mismo. Pensó en la cantidad de latinoamericanos que, en una circunstancia igual, hubiesen tenido que ser seductores, y en la remota posibilidad de tener que convertirse en amante hasta eso de las siete de la tarde, porque a las ocho, eso sí, salían en automóvil rumbo a Ithaca. A las ocho de la noche, lo que en realidad estaba haciendo era pagar una importante cuenta de almuerzo y numerosas copas en el «Hotel Plaza». Nipsky I había dicho que estaba de moda almorzar en el «Hotel Plaza». Nipsky II lo había festejado, Holiday on Ice no había dicho nada y él había visto el cielo abierto en el bar del «Hotel Plaza».
Ahora ya estaba camino de hielo a Ithaca en automóvil, tras haberse despedido de Nipsky II, al son de una canción que él le había cantado y cuya letra a ella le había encantado y la había hecho rememorar. Cien veces le había tenido que entonar la maldita canción, y cien veces ella la había vuelto a olvidar y le había pedido que la cantara de nuevo. Y lo peor de todo es que la había cantado de nuevo. Para hacerles saber que les había declarado la guerra, para hacerles saber a las hermanitas Nipsky y a ese pobre gringo cuánto podía llegar a despreciarlos, él entonaba la canción, pero también sentía, y eso era lo realmente malo, que ya no había nada que hacer con los dioses. Extrañó a Daughter, pero tampoco, se dijo, tengo derecho a extrañar a Pureza. Entonces encontró, como en el asilo de su propia borrachera, una excusa, y le dijo a Daughter: «Mira, Pureza, lo mejor de todo esto es que tú no me puedes ver así. Mira, Daughter, repitió, yo estoy obligado a venir a ver cómo salen mal las cosas, como esta mujer no solamente es Nipsky sino que es estúpida, y fea, y es inmoral. Yo estoy obligado a ver, y aquí está el secreto, Daughter, yo estoy obligado a saber y a ver qué fue de sus primeros esposos. Mira, Daughter, concluyó, yo estoy obligado a tener que contarle a la Humanidad acerca de esos pobres yanquis». Después se dijo que ya no sabía si eso era verdad, si la literatura era verdad, y que se había alejado mucho de su primera entrada a un bar con Daughter, el día que cumplió cuarenta años. Ese día le había contado cómo su madre se había molestado muchísimo cuando le dijo quiero tener una hija para que sea linda como tú cuando yo tenga cuarenta años y llevarla a un bar y tomar una copa con ella, que en principio tendrá dieciocho años. Su novia había reaccionado muy mal y esa noche abandonaron el bar como no entendiéndose mucho en muchas cosas.
Sabía que no le iban a dar una sola copa durante el viaje. Sabía que no se iban a detener hasta que no tuvieran hambre de un buen desayuno, o sea que se esperó hasta que llegara ese momento. Pagó el desayuno, por supuesto. Y un par de horas después ya estaban en casa de Ray, a quien él bautizó con el nombre de Ray Next Husband, traducción al inglés del próximo marido Nipsky. Un par de horas que le habían permitido enterarse, porque la Nipsky se lo dijo, de que entre esos pinos nevados estaban las casas de Harry y de Dick. Él sintió enormes deseos de visitar a Dick, de preguntarle cuánto dinero le pasaba al mes a esa mujer tan miserable, pero ella misma le contó que el alquiler de la casa se lo pagaba Harry, y que acababa de comprar un automóvil con el dinero que le pasaba Dick. Después fue particularmente cuidadosa con el hijo de Next Husband, que acababa de ser abandonado por su esposa. Y después él se imaginó que el tipo terminaría algún día en una casa pequeñita, llena de botellas, con un niño, y que ella habría escalado un puesto más en el escalafón de su cuarto esposo Nipsky. En fin, que en todo caso ella estaría muy cerca ya del corazón de Cornell University. Pidió una copa y Next Husband le hizo saber que ahí no había copas. Finalmente, preguntó que quién lo había invitado a esa maldita Universidad y el mismo Next le hizo saber, por toda respuesta, que ahí no había más copas.
Después, cuando cruzo el campus helado de la Universidad, resbalándose sobre la nieve mientras Nipsky no se resbalaba nunca y Next caminaba con el aplomo del optimismo, escuchó las explicaciones que se le brindaban como a huésped distinguido. Eso fue cuando Nipsky le contó que era una Universidad de gente muy rica, pero que desde ese puentecito sobre el riachuelo helado se batían récords de suicidios anuales.
—Me imagino que contigo aquí los suicidios van a aumentar —le dijo él, en venganza suprema, y se aplaudió como loco. Pero como ésa era una manera de calentarse las manos heladas, ahí nadie se dio cuenta de nada y su venganza se convirtió en hielo entre el hielo.
Después lo llevaron a pasear por la administración y él se iba riendo de oficina en oficina al darse cuenta de que no estaba programado. Su conferencia no estaba programada, y ahí lo único que había programado era que Nipsky dictase sus primeras clases de posgraduada. Había sido alumna de su primer esposo. Se había graduado con Dick, y sus primeras clases las estaba dictando gracias a la benevolencia de Next. En cuanto a su Nipsky II, también gracias a Next, había logrado sacarla de Uruguay y ahora trabajaba en un Banco de Nueva York. Lo malo en todo este asunto fue el encuentro con el profesor Harrison. Ahí nadie había calculado el encuentro con el profesor Harrison, y lo último que habría podido imaginar el pobre profesor pelirrojo era que ese escritor que él creía tan importante y sobre el cual estaba dictando un curso de posgrado, apareciera en ese estado de decadencia física por Ithaca. Pero él mismo se encargó de arreglar el asunto cuando le dijo: «Mire usted, profesor Harrison, yo estoy aquí gracias a una invitación personal de mi amiga, y si a usted no le molesta, puedo improvisar una conferencia. Ya estoy aquí, puedo improvisar una conferencia».
No pudo impedirse una pequeña broma y añadió: «Mire, profesor Harrison, la señorita Nipsky me ha invitado a su casa y yo estoy aprovechando la oportunidad para improvisar una conferencia. Piense usted que es muy importante para un escritor como yo haber improvisado una conferencia en una Universidad como ésta. Démosle gracias a los colegas aquí presentes y ahora déjeme, por favor, improvisar una conferencia. Lo que sí le agradecería, profesor Harrison, es que antes de improvisar mi conferencia, gracias a la amable invitación de la señorita Nipsky, que sin duda ha actuado bajo la supervisión del profesor Next Husband, es que usted me invitara una copa o dos o tres, porque la señorita Nipsky no tiene ninguna reserva alcohólica en su casa. Es más, se me ha declarado miembro de alguna secta religiosa que no bebe, cuando la religión en Uruguay es que uno bebe, sobre todo cuando festeja una llegada tan accidentada como la mía. Hemos triunfado sobre la nieve, hemos alquilado un automóvil, hemos pasado delante de las casas de los anteriores profesores Nipsky, y ellos sí deben tener algo que beber y seguro por eso, para que yo pueda improvisar mi conferencia, la señorita no ha querido que nos detengamos en los únicos lugares no accidentados de la carretera».
El profesor Harrison miró con indiferencia por una ventana y siguió pensando en los libros de aquel escritor que era mucho más divertido visto de lejos que de cerca. No tenía más poder que el profesor Next Husband, o sea que la conferencia tendría lugar. Sin embargo, no pudo reprimirse y le dijo a Miss Nipsky: «Tenga usted la amabilidad, por favor, la próxima vez, de no improvisar hasta tal punto las cosas».
Avanzaron por el corredor, llegaron hasta una sala y ahí él vio un papel escrito a mano que anunciaba el título de su conferencia. Entonces volteó a mirarla y dijo: «O sea que es de esto que tengo que hablar». Y de eso habló, pero no sin que antes el profesor Harrison le pusiera un vaso y una botella de bourbon sobre la mesa de conferenciante. La amena charla duró lo que duró la botella.
Los alumnos aplaudieron calurosamente y después lo llevaron nuevamente a la administración. El profesor Harrison había desaparecido y él seguía pensando que ésa era una situación realmente divertida y que estaba a punto de encontrarse con los dioses nuevamente. Se dijo que si se encontraba con los dioses nuevamente tendría una maravillosa historia para contarle a Daughter. Una de esas historias que justificaban que él hubiese deseado encontrarse con Daughter sólo de vez en cuando y en circunstancias muy especiales.
En una oficina le pagaron finalmente cien dólares y nadie sabía muy bien a título de qué le estaban pagando esa suma de dinero, pero Nipsky como que lo iba dulcificando todo por el camino, y en todo caso la presencia del profesor Next Husband, con quien ella anunciaba próxima boda, hacía que ahí nadie mirara el asunto con malos ojos. Lograron llegar a tiempo a un Banco, pues a Nipsky le entró un desesperado afán de que él cobrase su cheque lo más rápidamente posible. Él no lograba imaginar qué tanto interés tenía ella en que viera los cien dólares convertidos en billetes y preguntó. La respuesta fue que necesitaría dólares para gastarlos en un pequeño comercio que tenía montado la esposa del profesor Harrison, un pequeño taller donde vendía sus propios cuadros inspirados muchos de ellos en la flora peruana. Entraron amabilísimos y la señora Harrison les enseñó uno tras otro los dibujos de plantas exóticas que había acuareleado durante una intensa visita al Perú. Le contó a él lo intensa que había sido su visita al Perú, mientras le iba mostrando una tras otra las plantas que había pintado intensas, con sus nombres escritos debajo en latín, inglés y castellano. Y Nipsky lo iba alabando todo y preguntando el precio de cada flor. Cuando sumaron cien dólares de flores en latín, en inglés, y en castellano, él depositó sus billetes sobre el pequeño mostrador y le dijo a misses Harrison: «No es necesario que me las ponga usted en un tubo protector. Átelas con una cuerda, señora, y yo me las llevo así hasta el Perú». Después bromeó que así podría compararlas con la realidad de las flores peruanas, con sus originales. Y después se despidió sonriendo y pensando que si Daughter estuviese todavía en Nueva York, le habría contado el origen de las flores peruanas y que se hubiesen matado de risa juntos. Después pensó que Daughter ya no estaba en Nueva York y se aferró a sus flores, al rollo de sus flores, como al asilo de su malestar, y pidió un trago y supo que no se lo iban a dar porque sobrepasaba la suma de cien dólares que la Universidad le había pagado por esa conferencia. Entonces recordó que los aeropuertos estaban helados y que no podría regresar a Nueva York. Sabía que tenía que arreglárselas y los obligó, con violencia, a que lo acompañaran al aeropuerto para averiguar de qué lugar secundario podía intentar despegar. La gran noticia fue que el aeropuerto de Nueva York había sido abierto nuevamente al tráfico de aviones pero, en cambio, el pequeño aeropuerto del cual tenía que despegar seguía clausurado. Ajá, dijo, y sacó un importante fajo de billetes de un bolsillo y le ordenó a Nipsky: «Mira, guárdate esto porque no todos los escritores son como yo. Y a otros tendrás que comprarles unas botellas para invitarles. Y este dinero te va a servir a ti para eso y a mí me va a servir para largarme de aquí».
Así fue como logró subir a una avioneta en el aeropuerto de Syracuse. Trató de animarse un poco explicándole la situación a Daughter y contándole cómo había sido testigo de tanta monstruosidad y la avioneta de ocho plazas despegó del helado aeropuerto de Syracuse, llena de norteamericanos grandes de negocios que no cabían en sus asientos y que no se imaginaban qué hacía ese hombre que hablaba en voz alta, ni a qué se refería cuando decía constantemente Daughter, Nipsky me ha traído de contrabando para lucirse ante los alumnos, ante los profesores, ante el pobre Next Husband, sin darse cuenta de que yo vine hasta aquí solamente para visitar a Dick y ahora me estoy escapando porque es imposible visitar a Dick, porque todo es imposible, porque todo está helado, y porque lo único que le puede caer bien a una Nipsky tan frígida es esta cosa helada que se llama Cornell y este cálculo helado que me llamo yo y que ahora, Daughter, está metido en una avioneta con unos gringos enormes de negocios, en un mundo congelado donde una mujer frígida logrará ser el único sobreviviente de tres tragedias: la de su primer y segundo esposo, Daughter, y la de un pobre tonto, divorciado y con un niño, que ella ya empezó a cuidar demasiado. No sé más de Cornell, salvo que es una universidad con un índice muy alto de suicidios y que hasta aquí ha llegado esta mujer, con la esperanza de que algún día todos los profesores que están en rangos superiores se suiciden casándose con ella para poder llegar a invitarme de nuevo. Pero mira, no creo que me invite de nuevo. En esto me equivoqué, me equivoqué otra vez, Daughter. Pero fíjate, de algo sí que me he enterado. Me he enterado de que éste no es un buen viaje. Me he enterado de que tuve que hacerlo porque no quería prolongar tu estancia en ese bar. Porque no podía prolongarla, mi querida Daughter. Pureza… La obra se ha deteriorado y tal vez tu madre tuvo razón cuando me puso una cara de cuatro metros porque le dije que quería tener una hija muy bella y de dieciocho años para tomar una copa con ella en un bar y para que tuviera una visión más objetiva de mi persona.
Del aeropuerto pensó llamar a la casa en que había estado alojada Daughter, pero Pureza ya se había ido y se encontró con una moneda en la mano para llamar por teléfono. Entonces recordó que tenía el número de Nipsky II, del Banco en que trabajaba. Llamó y preguntó por ella y, al instante, reconoció la voz alegre y coqueta que le preguntaba cuál era la canción esa que ella nunca lograba recordar y que era tan divertida y que por favor se la entonara. Y una vez más él empezó a cantar:
No puedo tomar café
Porque el café me quita el sueño
Sólo puedo tomar té
Porque tomando té me duermo.
El doctor que a mí me ve
Exclama con mucha guasa
Que yo sólo sonaré
Cuando té tome en mi casa.
Y en efecto té tomé
Y tan dulce lo sentí
Que estaría todo el día
Que estaría todo el día
Tomando té, tomando té.
Que estaría…
Colgó pero siguió cantando, con la absoluta seguridad de que Nipsky II estaba esperando que la llamara de nuevo porque se había cortado la comunicación. Entonces supo que los dioses se habían ausentado para siempre y supo también que él los seguiría buscando en bares como los del «Saint Regis» pero que no todos los días tendría la suerte de que Daughter le ofreciera quedarse un día más. Y que le había costado caro saber qué era lo opuesto a la palabra Pureza.