PAÍS RELATO

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alfredo bryce echenique

el papa guido sin número

—Vengo del pestilente entierro del Papa —dijo mi hermano, por toda excusa. Como siempre, había llegado tarde al almuerzo familiar.
—¿El entierro de quién? —preguntó mi padre, que era siempre el último en escuchar. Y a mi hermano le reventaba tanto que lo interrumpieran cuando se arrancaba con una de sus historias, que un día me dijo—: Definitivamente, Manolo, no hay peor sordo que el que sí quiere oír.
—Esta mañana enterraron al Papa Guido, papá.
—¿Al Papa qué?
—Al Papa Guido Sin Número.
—¿Guido sin qué?
—Carlos, por favor —intervino, por fin, y como siempre, mi madre—, habla más fuerte para que se entere tu padre.
—Lo que estaba diciendo, papá, es que esta mañana enterraron al Papa Guido Sin Número.
—Uno de tus amigotes, sin duda alguna —volvió a interrumpir mi padre, esta vez para desesperación de mi hermano, primero, y de todos, después.
—Déjalo hablar —volvió a intervenir mi madre, eterna protectora de la eterna mala fama de mi hermano Carlos, el mejor de todos nosotros, sin lugar a dudas, y el único que sabía vivir, en casa, precisamente porque casi nunca paraba en casa. Por ello conocía historias de gente como el Papa Guido Sin Número, mientras yo me pasaba la vida con el dedo en la boca y los textos escolares en mi vida.
Por fin, mi padre empezó a convertirse en un sordo que por fin logra oír, y aunque interrumpió varias veces más, por eso de la autoridad paterna, Carlos pudo contarnos la verídica y trágica historia del Papa Guido Sin Número, un cura peruano que colgó los hábitos, como quien arroja la esponja, tras haberle requeteprobado, íntegro al Vaticano, méritos más que suficientes para ser Papa Urbi et orbi, y que siendo descendiente de italianos, para colmo de males se apellidaba Sangiorgio, por lo cual, como le explicó enésimas veces al Santo Padre de Roma, en Roma, ya desde el apellido tengo algo de santo, Santo Padre.
—No entiendo nada —dijo mi padre.
—Lo vi muerto la primera vez que lo vi —continuó mi hermano.
—¿Lo viste qué?
—Quiero decir, papá, que la primera vez que lo vi, Pichón de Pato…
—¿Y tú tienes amigos llamados Pichón de Pato? —interrumpió mi padre nuevamente.
—Deja hablar a tu hijo, Fernando.
Mi hermano miró como diciendo es la última interrupción o se quedan sin historia, y prosiguió. Estaba en el «Bar Zela» (mi padre no se atrevió a condenar a muerte al «Bar Zela»), y dos golpes seguidos sonaron a mi espalda. El primero, sin duda alguna, había sido un perfecto uppercut al mentón, y el otro un tremendo costalazo. Volteé a mirar y, en efecto, Pichón de Pato acababa de entrar en busca de Guido Sangiorgio a quien había estado buscando siete días y sus noches, como a Juan Charrasqueado…
—¿Como a quién? —interrumpió mi padre.
—Mira, papá, tómalo con calma, y créeme que llenaré cada frase de explicaciones innecesarias para que nada se te escape. ¿De acuerdo?
—¿Qué?
—Te contaré, por ejemplo, que Juan Charrasqueado es una ranchera que toda América latina se sabe de paporreta y en la que Juan Charrasqueado que es Juan Charrasqueado como en la ranchera que lleva su nombre, precisamente, se encuentra bebiendo solo en una cantina y pistola en mano le cayeron de a montón. Esto fue en México, papá, o sea que nada tiene que ver con la reputación, excelente por cierto, según el cristal con que se mire, del «Bar Zela». A Juan Zela le cayeron pistola en mano y de a montón y no tuvo tiempo de montar en su caballo, papá, cuando una bala atravesó su corazón. Así, igualito que en la ranchera, papá. Pichón de Pato, rey de la Lima by night, a bajo costo, apareció por el «Zela» y Guido no tuvo tiempo de decir esta boca es mía. Lo dejaron tendido sobre el acerrín de los que mueren en el «Zela».
A la legua se notaba que Carlos se había tomado más de una mulita de pisco en aquella mítica chingana frente al Cementerio del Presbítero Maestro, cuyo nombre, «Aquí se está mejor que al frente», despertaba en mí ansias de vivir sin el dedo en la boca y sin la eterna condena de los textos escolares ad vitam aeternam. Nunca envidié a mi hermano Carlos. Ése era mi lado noble. Pero en cambio lo admiré como a un Dios. Ése era mi dedo en la boca.
Mi padre ya no se atrevía a interrumpir, y fue así como mi hermano Carlos descubrió a ese increíble personaje que fue el Papa Guido Sin Número. Lo conoció muerto sobre el acerrín del «Zela» y, años más tarde, o sea esa misma mañana, antes de entrar a tomarse una mulita de pisco, luego dos y cinco o seis, lo acompañaría hecho una gangrena humana hasta el eterno descanso de su alma terriblemente insatisfecha.
Increíblemente, yo logré ver al Papa Guido una mañana por las calles de París, ciudad en la que continuaba mi vida pero ahora con textos universitarios. Era exacto a Caruso y vestía de Caruso y sus ojos sonreían locura y sus escarpines blancos perfeccionaban a Caruso caminando por las calles de París, hacia el año 67. Eran ya los tiempos de la decadencia y caída del Papado, pero el Papa Guido Sin Número, convertido ahora en Caruso, hacía pasar inadvertida cualquier preocupación de ese tipo. Del aeropuerto de París habían llamado a la Embajada del Perú y habían explicado que no se trataba de delito alguno pero que qué hacían, ¿lo detenían o no? Mientras tanto, el extravagante peruano se dirigía ya a París y que allá en París se encargaran de él. La Policía había cumplido con avisar a la Embajada. Y el extravagante peruano pudo seguir avanzando rumbo a París, a ratos a pie, a ratos en taxi, sonriente y con el maletín que contenía decenas de miles de dólares que iba lanzando cual pluma al viento mientras cantaba La dona é mobile qual piuma al… E increíblemente apareció todavía con dólares al viento por la rué des Écoles y yo me pasé a la acera de enfrente de puro dedo en la boca, lo reconozco, aunque también, es cierto, para observar mejor un espectáculo que ahora, escuchando a mi hermano hablar, empezaba a revelarme su trágico y fantástico contenido.
Cotejé datos con Carlos, y me explicó que en efecto ese dinero se lo había ganado el Papa Guido Sin Número, en su fabulosa época de publicista. Si bien era cierto que de una revista muy prestigiosa lo largaron porque su director, al ver que le llovían anuncios como nunca, investigó las andanzas de Guido, descubriendo que trabajaba pistola en mano y con la amenaza de volver pistola en mano por más avisos o disparo, también era cierto que obtuvo el récord mundial de avisaje para esa revista. O casi. Bueno, papá, es una manera de contar las cosas. Pero no me negarás que quien llenó la avenida Arequipa de tubos encendidos de Kolynos fue el Papa Guido Sin Número. De Miraflores a Lima colgó tubos en ambas pistas de la avenida, un tubo iluminado de Kolynos en cada poste de luz.
—¿Con que fue él? Malogró por completo la avenida Arequipa.
—Pero no negarás, papá, que hasta hoy nos tiene a todos los peruanos lavándonos los dientes con Kolynos, a pesar de que la televisión se mata anunciando otros dentífricos.
—Yo me sigo lavando con pasta inglesa —jodió el asunto, una vez más, mi padre. Y agregó que llevaba cincuenta años de lavanda y talco «Yardley» y pasta de dientes inglesa y que para algo había trabajado como una bestia toda la…
La vida del Papa Guido Sin Número, lo interrumpió mi hermano, esta vez, fue la de una muy temprana vocación sacerdotal. Empezó por una infancia de sacristán precoz, de acólito permanente, y de niño cantor de Viena, o algo por el estilo, en cuanto coro sagrado necesitara coro cualquiera de cualquier iglesia de Lima. Nunca se limpiaba los zapatos porque, según decía él, ya a los cinco años, la limpieza se la debo a Dios y por ello sólo me ocupo de limpiar altares. Y en esto llegó hasta al fetichismo porque prefirió siempre los altares en los que se acababa de celebrar la santa misa. Huelen a Dios, explicó, y a los 11 años cumpliditos partió a su primer convento, cosa que a sus padres en un primer momento y convento no les preocupó, porque estaban seguros de que regresaría a casa al cumplir los 11 años y una semana, pues ya a los diez había intentado violarse a la lavandera y a la cocinera. Y a las dos al mismo tiempo, papá.
—Sigue, sigue…
—Pero no volvió más y a Roma llegó a la temprana edad de 17 años, con los ojos abiertos inmensos y dulzones debido a la maravilla divina y la proximidad vaticana. Nunca se descubrió que se había metido de polizonte en tres cónclaves seguidos…
—¿Se había metido de qué?
—Se zampó a tres cónclaves, papá, y vio de cerquísima cada secreto de la elección de tres presidentes…
—Querrás decir de tres papas —lo interrumpió nuevamente mi padre, aunque feliz esta vez porque tenía todita la razón.
Y mi hermano, que sin duda alguna se había metido como mil mulitas de pisco, en «Aquí se está mejor que al frente», dijo que con las causas perdidas era imposible, pero inmediatamente agregó que se estaba refiriendo a nuestro Papa, para evitar que lo botaran de la mesa. Y contó que, en efecto, aunque nunca se le logró probar nada, a Guido se le atribuían horas y horas de atentísimas lecturas, subrayando frases claves, de la vida de los Borgia, los Médicis, y El Príncipe de Maquiavelo, añadiendo, por todo comentario, que eso nuestro futuro Papa lo llevaba en la sangre, para que cada uno de nosotros juzgara a su manera. Lo cierto es que, al cumplir los cuarenta, Guido, nuestro futuro Guido Sin Número se hartó de forzar entrevistas con importantísimos cardenales influyentísimos, representantes de tres congregaciones representantes de tres multinacionales y la Banca suiza, se aburrió de aprobar exámenes que no existían (pero que él logró que le impusieran), de sabiduría divina, humana, e informática, y así poquito a poco y con paciencia de santo logró probar que había nacido para ser Papa, ni un poquito menos, ante todita la curia romana, íntegro el Vaticano, y ante el mismísimo Papa en ejercicio, perdón, pero para la historia de las fechas y nombres nunca fui bueno, para eso tienen a Manolo que se sabe los catorce incas y cuenta papas cada noche para dormirse. En fin, un Pío de esos en ejercicio fue quien organizó la secreta patraña de nombrarlo Papa honorario con el nombre de Guido Sin Número, y nada menos que en la Basílica de San Pedro, aunque en un rinconcito y de noche, eso sí, y todo esto, según le explicó el Papa al Papa Guido, papá, tutto questo, collega Guido Sema Numero, caríssimo figlio mio (Guido ya estaba pensando figlio di putaña, perdón papá), en fin, todo esto porque siempre fue, era, es y será demasiado pronto para que un peruano pueda aspirar a Papa, por más vocación y curriculum vitae que tenga, Guido, y ahora no te me vayas a volver cura obrero, por favor, pero pasarán más de mil años, muchos más, yo no sé si tenga amor, la eternidad…
—¡Santo Padre! —exclamó Guido—, ¡no me venga usted ahora con letras de bolero! ¡Qué estafa! ¡Qué escándalo! ¡Ay…! ¡Hay…! ¡Hay golpes en la vida… yo no sé!
—¡Y tú no me vengas con versos de Vallejo!
—Está bien —dijo Guido, realmente anonadado—. Está bien. La Iglesia, y no el diablo, me aleja para siempre de Dios. El Santo Padre de Roma, y no Satanás, me acerca para siempre al infierno. Ho capito… Tutto… Bem… Benissimo… No me dejaron ser el mejor entre los mejores… Pues seré el peor entre los peores…
—Sujétenlo —ordenó el Santo Padre—: éste es capaz de armar la de Dios es Cristo.
Pero Guido no armó nada y más bien el resto de su vida fue un exhaustivo e intenso andar desarmándose. A Lima llegó ya sin sotana y explotando al máximo su gran parecido a Caruso. Bastón, zapatos de charol, chaleco de fantasía, corbata de lazo y seda azul, enorme y gruesa leontina de oro, clavel en el ojal, sombrero exacto al de Caruso y ladeado como Caruso. Un año más tarde era el hombre más conocido por las muchachas en flor que salían del colegio Belén, a las doce del día y a las cinco de la tarde. Sus bombones llegaron a ser el pan nuestro de cada día de cinco adolescentes y Guido visitó la cárcel por primera vez en su vida. Durante los meses que duró su reclusión, leyó incesantemente El diablo de Giovanni Papini, un poco por no olvidar nada y otro poco por recordarlo todo, según explicaba en el perfecto latín que desde entonces usó siempre para dirigirse a la Policía peruana. No le entendían ni papa.
—Pero la cárcel lo marcó —explicó mi hermano, haciendo exacto el gesto del que se toma una mulita de pisco seco y voltea’o.
—Borracho, además de todo —sentenció mi padre.
—Y de los buenos —continuó mi hermano—. Borracho de esos que logran sobrevivir a noventa grados bajo corcho. Cada borrachera del pobre Guido era un verdadero descenso del trono vaticano hasta el mismo infierno. Podía empezar en el «Ritz», en París, y seguro que ésa fue la vez en que lo viste arrojando oro y más oro por París, Manolo; podía empezar en los casinos de Las Vegas, jugándose íntegra una de esas fortunas que hacía de la noche a la mañana y deshacía en los seis meses que tardaba en llegar al infierno de los muladares, pasando de un país a otro, decayendo de bar en bar, esperando que el diablo se le metiera en el cuerpo y lo fuera llenando de esas llagas asquerosas que día a día apestaban más, a medida que se iban extendiendo por todo su cuerpo, obligándolo a rascarse, a desangrarse sin sentirlo, anestesiado por meses de alcohol que empezaba siendo champán en «Maxim’s» y terminaba siendo mezcal o tequila en alguna taberna de Tijuana, de donde otros borrachos lo largaban a patadas porque nadie soportaba la pestilencia de esas llagas sangrantes entre la ropa hecha jirones por la manera feroz en que se rascaba. Lo rescataban en los muladares, a veces cuando los gallinazos ya habían empezado a picoteárselo. Lo rescataba la Policía sin entender ni papa de lo que andaba diciendo en latín, pero las monjas de la Caridad, que tantas veces lo recibieron en sus hospicios, afirmaban que no parecía mentir cuando narraba delirantes historias en las que había sido Papa, nada menos que Papa, y en las que ahora era el diablo, nada menos que el diablo, y todo por culpa del Papa de Roma. Se conocía hasta el más mínimo detalle de la vida cotidiana en el Vaticano, agregaban a menudo las monjitas espantadas y algunas hasta tuvieron problemas porque una vez en Quito sorprendieron a tres besándole las llagas. Las tres se desmayaron ipso facto y otra que vino y las encontró tiradas al pie de la cama gritó ¡Milagro! y se desmayó también y después vino otra y lo mismo y una medio histérica que entró a ver qué pasaba chilló que era el Señor de los Desmayos antes de ahogarse en su propio alarido y de ahí al milagro, comprenderán ustedes…
—¿Pero no dijiste que apestaba horrores? —intervino mi padre.
—Yo qué sé, papá. A lo mejor en eso estaba precisamente lo milagroso: en que las monjitas le besaron las llagas porque no sentían el olor y…
—Anda hombre…
—Bueno, lo cierto es que lo curaban hasta dejarlo fresco como una rosa, lozano e italiano como Caruso porque él mismo les diseñaba, entre amables sonrisas de convaleciente de mártir, porque lo suyo había sido un verdadero martirologio, según afirmaban y confirmaban las monjitas, él mismo les diseñaba su nueva ropa de Caruso a la medida y volvía a salir al mundo en busca de una nueva vida, que era siempre la misma, dicho sea de paso. Negocios geniales, intensas jornadas con mil llamadas a la Bolsa de Nueva York, por ejemplo, presencia obligada, con deliciosas cajas de bombones, en todos los colegios de chicas, cambiando siempre de colegio para despistar a la Policía, y un día la cumbre: una nueva fortuna, fruto del negocio más genial o de estafas como las que le pegó a Pichón de Pato siete días antes de que lo conociera yo noqueado sobre el acerrín del «Bar Zela». De la cumbre a la primera gran borrachera, derrochando, rodeado de gloria y muchachitas en los cabarets más famosos. Eso podía durar días y hasta semanas. Duraba hasta que le salía la primera llaguita. Alguien detectaba el hedor en un fino cabaret. Cuatro, cinco meses después, patadas de asco como a un leproso el pobre Guido con las justas lograba comprarse las últimas botellas de cualquier aguardiente, aquellas que se llevaba entre pedradas cuando la ciudad lo expulsaba hasta obligarlo a confundirse con sus propios muladares, ya convertidos en escoria humana.
—No son historias para contar en la mesa, asqueroso —intervino mi padre, por eso de la autoridad paterna.
—Bueno —dijo mi hermano que, a pesar de las copas, veía a través del alquitrán y además conocía perfectamente bien a mi padre—. Bueno —repitió—, entonces no cuento más. Y perdona, por favor, papá.
—No, no, termina; ya que empezaste termina —dijo, casi suplicante, mi padre. Y esforzándose, como quien intenta salir de su propia trampa, agregó secamente—: Termina pero sin olor.
—Imposible, papá.
—Cómo que imposible.
—Sin pestilencia no puedo terminar, papá.
—¡Me puedes decir qué estás esperando para terminar, muchacho del diablo!
—Que me des permiso para que apeste —le respondió mi hermano, tragándose una buena carcajada, al ver que mi padre caía una y otra vez en las trampas de la autoridad paterna.
—Termina, por favor —intervino mi madre, al ver los apuros en que se había metido la autoridad paterna.
—Bueno —empezó mi hermano, con voz pausada, deleitándose—, imagínense ustedes el muladar más asqueroso de Calculta, pero aquí en Lima, lo cual, la verdad, no es nada difícil. Ubicación exacta: barriada del Agustino o, mejor dicho, muladares de las barriadas del Agustino. Allí donde no entran ni los perros sarnosos. Y sin embargo, desde hace algunos días hay algo que apesta más de lo que apesta el muladar. No, no son los gallinazos los que anuncian tanta pestilencia porque ahí hay gallinazos night and day. El muladar apesta como nunca. Apesta tanto a sabe Dios qué tipo de mierda reconcentrada, perdón, papá, a sabe Dios qué tipo de mierda reconcentrada, que los mendigos, los leprosos, los orates, los calatos de hoy y de ayer y demás tipos de locos y excrementos humanos empiezan a salir disparados, a quejarse, y hasta hay uno que se convierte como la gente que se convierte de golpe al catolicismo o algo así, sí, uno que era orate y calato y leproso y sólo le pedía ya a los chanchos para comer y hacer el amor. Pues nada menos que ése fue el que se convirtió, llevado por tremebunda pestilencia. Tal como oyen. Tocó la puerta donde unos Testigos de Jehová y contó, como nadie más que él habría podido hacerlo, exactamente lo que había olido, agregando que quería confesarse con agua caliente y jabón. Testigos fueron nada menos que los Testigos de Jehová, quienes a su vez sentaron olorosa denuncia en la Comisaría más cercana. Un teniente llamó a los bomberos y éstos acudieron como siempre con sus sirenas, pero a medida que se iban acercando entre perros sarnosos que huían, leprosos sarnosos que los seguían, despavoridos orates y demás tipos de calatos, aunque no faltaba algún loco que aún conservaba sus harapos, cual recuerdo de mejores tiempos y olores, a medida que se iban acercando los bomberos con sus máscaras y sus sirenas, éstas iban enmudeciendo debido sin duda a la pestilencia, ya ni sonaban las pobres sirenas entre tamaña pestilencia y los pobres bomberos daban abnegados alaridos de asco en el cumplimiento de sus abnegadas labores de acercamiento al cráter y por fin uno gritó que era el de siempre, sólo que peor que nunca esta vez, y que ahí estaba y hablando como siempre en latín.
—Yo sería partidario de terminar con el problema de las barriadas mediante un bombardeo —intervino mi padre, en un súbito aunque esperado y temido arrebato de justicia social. Esa gente arruina la ciudad, y cuando no enloquece, los agitadores comunistas los convierten en delincuentes y hasta en comunistas, en los peores casos. Un buen bombardeo…
—¿Puedo acabar, papá?
—Pero si ya todos sabemos que a ese pobre diablo lo volvieron a meter donde las monjas de la caridad y que éstas lo volvieron a curar con lo que uno da de limosna o paga de impuestos y que volvió a salir y terminar en la mugre. ¡Ah…! Lo que es yo, yo con unas cuantas bombas…
—El Papa Guido Sin Número murió anoche y fue enterrado esta mañana, papá, por si te interesa.
—Entonces ya qué interés puede tener.
—Asistió el cardenal Landázuri, por si te interesa, papá.
—O está chocho o ya se volvió comunista.
—Asistió el Presidente de la República, por si te interesa, papá.
—Un mentecato. Nos equivocamos votando por él. No ha sido capaz de bombardear una sola barriada en los dos años que lleva…
De golpe sentí una pena horrible al comprender que mi hermano no lograría terminar su historia, pero él estaba dispuesto a seguir luchando y por eso se tiró un pedo, dijo perdón papá, se tiró otro, y, ya sin decir perdón, dijo fue el tacú tacú que me tragué anoche con un apañado y siete huevos y que se iba a hacer del cuerpo, lo cual en buen cristiano ya sabes lo que quiere decir, papá, y desapareció antes que mi padre pudiera largarlo de la mesa por grosero. Al cabo de un rato me llamó y ése fue el día en que al mismo tiempo como que crecí y me hice hombre o me saqué el dedo de la boca o algo así. Mi hermano estaba sentado sobre su cama y dudó un momento antes de extenderme la copa de pisco con que nos hicimos amigos, al menos por unas horas, porque yo, claro… Pero en fin, eso vino después.
—¿Qué te pasa, Carlos?
—Me pasa que tuve que inventar todo lo del Cardenal y el Presidente pero ni así logré enterrar al Papa Guido como se lo merecía.
—Perdona… No… no te entiendo bien, Carlos.
—Que al entierro no fueron más que Pichón de Pato, un par de fotógrafos y cuatro curiosos. Yo, entre ellos…
—¿Y entonces por qué…?
—Porque por culpa de papá, de sus interrupciones y del desprecio que noté en sus ojos, le fui agarrando cariño a Guido y, al final, cuando lo de los bombardeos, hasta empecé a sentirme culpable de haber asistido a su entierro sólo por curiosidad… ¿Entiendes ahora? Entonces quise inventarle un entierro de Papa pero papá dale y dale con sus bombas yo no sé cómo diablos se entierra a los Papas y no supe qué más agregar para joder a papá, ¿entiendes ahora?
—Carlos, seamos amigos… ¿Por qué no me llevas a esa cantina que se llama «Aquí se está mejor que al frente»?
—Salud —me dijo mirándome fijo y sonriente.
—Salud —le dije, horas más tarde, cayéndome de aguardiente y cariño, allá en «Aquí se está mejor que al frente».
Entonces supe que el Papa Guido Sin Número, interrogado por el sacerdote que vino a darle la extremaunción, había confesado ser legionario de los ejércitos de Julio César y que se hallaba perdido y que todo lo había probado con lujo de detalles y en perfecto latín y que le había metido el dedo al mundo entero y que Carlos no iba a volver más a casa por culpa de papá y que después dicen que es por culpa del comunismo internacional y que yo con el tiempo lo entendería siempre y cuando no le creyera tanto a los libros y que ya era hora de que volviera a casa y al colegio donde me mandaba papá y donde mamá y donde mis mayordomos y mis cocineras y mis uniformes y mi brillante porvenir pero que no me preocupara por eso ni por él tampoco y que me agradecía porque lo importante es haber encontrado aunque sea un amigo en esa familia aunque sea sólo por unas horas. Manolo…