No podía creerlo. No podía creerlo y me preguntaba si en el fondo no había esperado siempre que algo así me ocurriera con, Florence. El recuerdo que había guardado de ella era el de horas de ésas felices, pero felices a mi modo, como a mí me gustan. Y tal vez el trozo de soñador que aún queda en mí había creído firmemente, intermitentemente, puede ser, qué importa, que de todos modos algún día la volvería a encontrar. Reconozco haber pasado largas temporadas sin recordarla conscientemente, sin pensar en aquello como algo realmente necesario, pero también recuerdo decenas de caminatas por aquella calle, deteniéndome largo rato ante su casa, ante aquel palacio que fuera residencia de madame de Sevigné, y que por los años del destartalado colegito en que conocí a Florence, era ya el museo Carnavelet, pero también, en un sector, la residencia de Florence y de su familia. En 1967, cuando mi madre vino a verme a París, la llevé a visitar ese museo, y juntos nos detuvimos ante una escalera que llevaba al sector habitado, mientras yo le hablaba un poco de Florence, de los años en que fui su profesor, de cómo jugábamos en la nieve, y como mi madre iba entendiendo, le hablé también de todas esas cosas que en el fondo no eran nada más que cosas mías.
Pero de ahí no pasó el asunto, principalmente porque yo ya estaba bastante grandecito para subir a tocarle la puerta a una muchacha que se había quedado detenida casi como una niña, en mis recuerdos de adulto. Y sin embargo… Y sin embargo no sé qué, no sé qué pero yo seguí creyendo muchos años más en un nuevo encuentro con Florence. Y ahora que lo pienso, tal vez por eso escribí sobre ella guardando muchos datos, el lugar, mi nacionalidad, nuestros juegos preferidos, y hasta nombres de personas que ella podría reconocer muy fácilmente. Sí, a lo mejor escribí aquel cuento llevado por la vaga esperanza de que algún día lo leyera y me buscara por todo lo que sobre ella decía en él, a lo mejor lo escribí, en efecto, como una manera vaga, improbable, pero sutil, de llamarla, de buscarla, en el caso de que siguiera siendo la misma Florence de entonces, la bromista, la alegre, la pianista, la hipersensible. No puedo afirmarlo categóricamente pero la idea me encanta: Un hombre no se atreve a buscar a una persona que recuerda con pasión. Han pasado demasiados años desde que dejaron de verse y teme que haya cambiado. En realidad le teme más a eso que a las diferencias de edad, fortuna, etc. Escribe un cuento, lo publica en un libro, lo lanza al mar con una botella que contiene otra botella que contiene otra botella que… Si Florence ve el libro y se detiene ante él, es porque reconoce el nombre de su autor. Si Florence compra el libro es porque recuerda al autor y le da curiosidad. Si Florence lee el cuento y me llama es porque se ha dado el trabajo de buscar mi nombre y mi dirección, porque me recuerda mucho, y porque el cuento puede seguir, pero aquí en mi casa, esta vez. La idea es genial, posee su gota de maquiavelismo, ma contenutíssimo, pos d’ofense, Florence, aunque tiene también su lado andante ma non troppo, ten paciencia, Hortensia. La idea es, en todo caso, literaria, y está profundamente de acuerdo con el trozo de soñador que queda en mí, me encanta. Salud, James Bond. Pero a James Bond no le habría conmovido, chaleco antibalas, tecnócrata, etc. Cambio de intención, y brindo por el inspector Philip Marlowe. Y como él, me siento a morirme de aburrimiento en el destartalado chesterfield de mi oficina, pensando en los años que llevo sin ver a Florence, porque ello me ayuda a llevar la cuenta de los años que llevo sin ver alegría mayor alguna entrar por mi puerta. No más James Bond, no más Philip Marlowe, El viejo y el mar es el hombre.
Un día sucedió todo. Y de todo. Qué sé yo. No podía creerlo y tardé un instante en comprender, en captar, en reconocer la fingida voz ronca con que me estaba resondrando por ser yo tan estúpido, por no haberla reconocido desde el primer instante. Finalmente Florence me gritó que su casa estaba llena de botellas. Le grité ¡Escritora!, ¡premio Nobel!, y terminamos convertidos, telefónicamente, en los personajes de esta historia.
Después, claro, a la vida le dio por joder otra vez, aunque yo le anduve haciendo quite tras quite. Ella también, es la verdad. Por eso seguirá siendo siempre Florence W. y Florence. En voz baja, y con tono desencantado, debo decir ahora que Florence se había casado. Y debo añadir, aunque ya no sé en qué tono, que la boda fue hace un mes, tras un brevísimo romance a primera vista, o sea que hace unos tres meses, digamos… No, no digamos nada. La boda fue hace un mes y punto. El afortunado esposo (podría llamarlo simplemente «el suertudo», pero la cursilería esa de afortunado esposo es la que mejor le cae a esta raza de energúmenos cuya única justificación es la de saber llegar a tiempo) es un hombre mucho más joven que yo, médico, deportista y sumamente inteligente. La verdad, le tomé cariño y respeto, y con más tiempo pudimos llegar a ser amigos, pero no hubo mucho más tiempo porque yo me fui antes de que la historia empezara a perder ángel o duende o como sea que se le llame a eso que le quita todo encanto a las historias. En el amor como en la guerra… En fin, me fui como quien se desangra. No había sido nunca mi intención ese cariño que sentí brotar por Florence, aquella noche en su casa; ni siquiera cuando me llamó por teléfono, creo. Si deseé tantos años un nuevo encuentro fue porque me gusta apostar que hay gente que no cambia nunca. Gané, claro, pero acabé yéndome así, como dijo el gaucho.
Bueno, pero démosle marcha atrás a la historia, que eso sí se puede hacer en los cuentos. Aquí estoy todavía, dando de saltos en el departamento, y sin importarme un pepino que Florence se acaba de casar hace un mes. Su ronquera me hacía reír a carcajadas. ¡Ah!, Florence no cambiaría nunca. Como no entendía de parte de qué Florence era, fingió esa ronquera para darme de gritos por teléfono y acusarme de todo, de falta de optimismo, de falta de fantasía, de todo. ¡Florence no había cambiado! Me esperaba mañana, no, mañana no, ¡esta misma noche te espero porque estoy temblando de ganas de verte! ¡Hasta mañana no aguanto! ¡No puede ser verdad! ¡Pero es verdad y yo también he soñado con volver a verte! ¿Te acuerdas del colegio? ¿Te acuerdas cuando se suicidó mi hermana? ¡Creo que gracias a ti se nos fue quitando la pena en casa! ¡Diario llegaba yo y les contaba todo lo que tú contabas! ¡En casa empezaron a reír de nuevo…! ¡Otro día…, mañana, mañana mismo, así nos vemos hoy y mañana te llevo a ver a mis padres! ¡Siempre quisieron conocerte! ¡Van a estar felices cuando sepan que todavía andas por acá! ¡Ya vas a ver! ¡Te van a invitar mil veces! ¡Pero más todavía te vamos a invitar Pierre y yo! ¡He tratado de traducirle el cuento a Pierre! ¡Lo inquieta, no logra entender, es imposible que logre entender! ¡Es como si fuera algo sólo nuestro! ¡Me has hecho vivir de nuevo esos años y estoy feliz! ¡Es muy explicable que Pierre no entienda! ¡Fueron cosa nostra esos años! ¡Pero no te preocupes por lo de Pierre! ¡Yo lo adoro y tú vas a quererlo también! ¡Le voy a decir a Pierre que no me reconociste en el teléfono! ¡Sí, pero tardaste! ¡Te mato la próxima vez! ¡Bueno, yo siempre soy tan debilucha pero Pierre te mata la próxima vez!
Yo seguía saltando horas después. Claro, lo de Pierre no era como para tanto salto, pero al mismo tiempo qué me hacía con Pierre si paraba de saltar. Además, Florence era la misma, sólo a ella se le hubiese ocurrido fingir esa ronquera para darme de gritos por no haberla reconocido en el acto. Y ahora que recuerdo mejor, fue por eso que dejé de dar brincos como un imbécil. ¿Y yo? ¿Seguía siendo el mismo? Eran diez años sin verla. Diez años también sin que ella me viera a mí. Y en el cuento me había descrito visto por ella, como ella me vio entonces. Un tipo destartalado, con un abrigo destartalado, que vivía en un mundo destartalado. ¿Y cómo la vi yo a ella? A pesar de los contactos, que fueron tan breves como tiernos, Florence era una adolescente inaccesible, casi una niña aún, un ser inaccesible que regresaba cada día al palacio de madame de Sevigné. Había llegado, pues, el momento para una gran fantasía. Yo deseaba ser feliz, y ya por entonces había aprendido a conformarme con que esas cosas no duran mucho. Me vestí para un palacio.
Total que el que aterrizó esa noche ante el departamento de Florence era una especie de todo esto, encorbatado al máximo, y oculto el rostro tras un sorprendente ramo de flores, a ver qué pasaba cuando le abrieran y sacara la carota de ahí atrás. Estaba viviendo una situación exagerada, pero yo ya sé que de eso moriré algún día. Lúcido, eso sí, como esa noche ante el departamento de Florence y notando ciertos desperfectos. El barrio no tenía nada que ver con el barrio en que vivía antes. La calle tampoco, el edificio mucho menos, y ni qué decir de la escalera… Por esa escalera jamás había subido un tipo tan elegante como yo, y yo no era más que una visión corregida, al máximo eso sí, pero corregida, del individuo de mi cuento anterior. ¿Qué demonios estaba ocurriendo? ¿Qué había fallado? No podía saberlo sin tocar antes. Pero en todo caso yo seguía temblando oculto tras las flores como si no pasara nada. Es lo que se llama tener fe.
Y así hasta que ya fue demasiado tarde para todo. Si las flores que traía eran precisamente las que Florence detestaba, ya las tenía en una mano y la otra en el timbre. Si el nudo de la corbata se me había caído al suelo, ya tenía una mano ocupada con las flores y la otra en el timbre. Si Florence me iba a encontrar absolutamente ridículo, ya tenía las flores en la derecha y la izquierda en el timbre. Lo mismo si Florence se había casado con Pierre: la derecha en las flores, la izquierda en el timbre. Abrió. Estuvo no sé cuánto rato no pasando nada cuando me abrió. Yo había puesto la cara a un lado de las flores para que me viera de una vez por todas, y al verla me pregunté qué habría sido del elegantísimo mayordomo árabe de mi cuento anterior. Increíble, seguía notando desperfectos y seguía también lleno de fe, aunque Florence no se sacaba el cigarrillo barato de la comisura de los labios por nada de este mundo y ni por asombro era Florence. Hasta que me equivoqué. Y todo, realmente todo empezó a funcionar cuando apareció su sonrisa y me preguntó si había hecho un pacto con el diablo o qué. Soltamos la risa al comprender juntos que ella ya no era la chica de quince años sino una mujer de veinticinco y que yo ya no era el viejo profesor de veinticinco años sino un hombre metido hasta el enredo en una situación exagerada. Por ahí, por el fondo, por donde tenía que aparecer, empezó a aparecer Pierre. No sé si Florence, pero yo sí comprendí que nos quedaban sólo segundos.
—Carga esto que pesa mucho —le dije, entregándole el ramo.
Y ahora era Florence la que estaba oculta tras las flores.
—Entra —me dijo—, no te vas a quedar ahí parado el resto de la vida.
Quise abrazar a Pierre, pero claro, todavía no lo conocía, y los franceses son más bien parcos en estas situaciones. No quise pues pecar de sentimental, y me limité a darle la mano, mostrando eso sí un enorme interés por todas las ramas de la medicina que practicaba. Aún no practicaba ninguna, se acababa de graduar de médico y ni siquiera tenía consultorio todavía. Pero practicarás, le dije, practicarás, y ya verás cómo todo en adelante, cómo todo en adelante… Cambié a deportes. Florence me había dicho que Pierre era muy deportista, o sea que cambié a deportes y me interesé profundamente por todas las ramas del deporte que practicaba. Me dijo que sólo tenis, y últimamente muy de vez en cuando, era muy difícil en París, no había tiempo para nada, y además con la tesis de medicina. Practicarás, le dije, practicarás, y ya verás cómo todo en adelante, cómo todo en adelante…
—¡Tiene una raqueta de tenis y una tesis de medicina! —gritó Florence, en un esfuerzo desesperado por aliviarme tanto sufrimiento.
Quedó agotada, y el cigarrillo barato empezó a notársele más que nunca en la comisura de los labios. Además, la ronquera que fingió en el teléfono resultó ser su voz a los veinticinco años. El grito me convenció, era algo que yo no había querido aceptar. Y sin embargo, ahora… ¡Ah!, si tuviera que seguir escribiendo toda la vida sobre Florence… Ya no podría ser más que con la voz con que te quedaste agotada tras el grito, Florence. Bueno, le tocaba a Pierre.
—¿Por qué no se sientan? —nos dijo—, descansen un poco mientras les traigo algo de beber.
Casi lo abrazo, pero preferí obedecerlo como a un médico, y sentarme como en un consultorio. Florence cayó en el mismo sofá, fumando como una loca. Pierre se fue a buscar vasos, hielo, y una jarra de sangría a la cocina, porque todo esto ya no tenía nada que ver con el palacio de madame de Sevigné. No sé si Florence, pero yo sí comprendí que nos quedaban sólo segundos.
—¡Grita de nuevo! —le grité.
—¡Cállate! —me gritó.
—Niños, estense quietos —dijo Pierre, desde la cocina.
—¡Cállate! —le gritó Florence.
—¿No pueden estarse quietos un momento?
Eso fue el hijo de puta de Pierre, otra vez. Florence se agarró toda la cabellera larga, rubia, rizada, y se la trajo a la cara, para desaparecer. Me preocupaba mucho pensar que el cigarrillo seguía ardiendo ahí abajo, y empecé a obrar en ese sentido, acercándome bomberamente, y alejándome no bien me di cuenta de que me estaba acercando a Florence. Opté por la palabra.
—Regresa —le dije, con voz que no se oyera hasta la cocina—. Tengo miedo de que te quemes el pelo.
—Aquí se ha apagado todo con mis lágrimas —dijo Florence, riéndose con una risa nerviosa que no se oyera hasta la cocina.
—¿Emocionada?, ¿emocionada, Florence? —pregunté, puesto que había optado por la palabra.
Confieso que ésta es la frase más estúpida que he pronunciado en mi vida. No supe qué hacer con ella, hasta ahora no sé qué hacer con ella, pero la incluyo porque me la tengo merecida. Optar por la palabra. Mira a lo que lleva. ¿Emocionada?, ¿emocionada, Florence? Me la tengo merecida. Tremendo manganzón. ¿Emocionada?, ¿emocionada, Florence? Pensar que sólo con tres palabras, de las cuales una, Florence, se puede decir una estupidez semejante. Pues eso hice yo, y cuando nos quedaban sólo segundos.
Lo que sigue se lo dejo al psicoanálisis. ¿De dónde se me ocurrió una cosa así? ¿A quién se le ocurre? Hasta me había olvidado del asunto cuando Pierre nos dijo que nos sentáramos, que nos iba a traer un trago, pero no bien empecé a sentir algo frío en la nalga izquierda, recordé con horror que me había traído la petaca llena, mi petaquita finísima de Gucci, que hace juego con mi portadocumentos y mi billetera, la botellita forrada en cuero y que contiene trago sólo para dos. Para la interpretación de los sueños, el asunto. Sólo a mí se me ocurre. Y sólo a mí me ocurre que se empiece a vaciar en el bolsillo. La tapé mal, me dije, moviendo ligeramente el culo, lo cual sólo sirvió para que me mojara un poquito más. Total que cuando Pierre regresó de la cocina ya no debía quedar más que un trago en la petaquita.
—Mira, Pierre —le dije—: tenía en casa un poco de whisky sensacional. Esto sólo se consigue en Escocia. —Y saqué como pude la petaca chorreada del bolsillo.
—¡A beberlo! —gritó Florence.
—Es que sólo me quedaba para uno —dije—. Y lo he traído con la intención de que lo pruebe Pierre.
—¿Y no se te ocurrió que a mi también me podría interesar? —gruñó Florence, resentidísima.
Me hubiera gustado que nos quedaran sólo segundos, para explicarle lo inexplicable, pero ahí estaba Pierre, y ya se había apropiado de la petaca. Me lo agradeció mucho, el muy imbécil, y empezó a servirse.
—Aquí hay más de una dosis. Aquí hay dosis y media.
—Bébetela toda —dijo Florence—. Nosotros tomaremos la sangría. Tenemos lo suficiente para emborrachamos mientras el muy egoísta de Pierre se toma tu whisky.
Esto último lo dijo mirándome fijamente, y agarrándose de nuevo la cabellera, ya bastante desgreñada, para traérsela a la cara. Pero sólo un poco, esta vez, para desaparecer un poco solamente. Pierre le dio un beso donde pudo, Florence dio un beso donde pudo, porque Pierre ya se estaba sentando en el sillón de enfrente, y yo alcé mi copa y dije ¡Salud!, pensando palomos, tórtolas de mierda.
—¡Salud! —dijo Florence, alzando demasiado su copa.
—Salud —repetí yo, alzando demasiado mi copa.
—Salud —dijo Pierre, alzando mi whisky, y añadiendo—: Paren ya de temblar, relájense, se les va a derramar todo.
—En mi caso —dije, dejando establecido—, se trata de la enfermedad de Parkingson. Nací con la enfermedad de Parkingson.
Florence emitió un gemido y salió disparada a la cocina. Yo dije que se le estaba quemando algo, Pierre me sonrió afirmativamente, y yo repetí que a Florence se le estaba quemando algo, a ver si me volvía a sonreír afirmativamente. Me dijo que mi whisky estaba excelente.
Pierre tenía, por lo menos, diez años menos que yo. Eso lo capté de pronto, y de pronto también empecé a sentir la necesidad de confesarle algo, necesitaba decirle que en la petaca había habido whisky para dos, whisky para los dos, no para ti, Pierre. Me sentí indefenso, no encontraba odio por ninguna parte, y lo peor de todo era que Florence me estaba llamando desde la cocina. Opté por no escucharla, puse cara de no estar escuchando nada, empecé a beber más y más sangría, le serví sangría a Pierre para cuando acabara su whisky, seguí poniendo cara de no estar escuchando nada, y casi digo que si me estaba llamando era porque se le estaba quemando algo, a ver si Pierre me volvía a sonreír afirmativamente. Porque Florence realmente me estaba llamando a gritos desde la cocina.
—Llévale su vaso —me dijo, sonriendo afirmativamente.
Estuve a punto de decirle ¿y qué va a ser de ti, mientras tanto?, pero el aventurero que hay en mí optó por el silencio. Desgarrado, y con la petaca vacía nuevamente en el bolsillo mojado, me dirigía a la cocina con dos vasos llenos de sangría. Entré como soy, por eso no podré saber nunca qué cara tenía cuando entré a la cocina con dos tragos tembleques. Sólo sé que conmigo venían también el soñador y el observador que hay en mí, aunque recordaré siempre que este último le cedió definitivamente el paso a aquél, al llegar a la puerta y encontrar a Florence con un cucharón en la mano. Llevaba siglos esperándome, y esta vez sí es verdad que tenía lágrimas en los ojos.
—¿Qué es lo que se ha quemado? —le pregunté, con voz que se oyera hasta donde estaba Pierre.
—Nada, no se ha quemado nada, y todo está requetelisto.
—Hay que avisarle a Pierre que no se ha quemado nada.
Florence me pidió que le entregara los dos vasos, los puso sobre la mesa, y se acercó para abrazarme. No, no hubo besos ni nada de eso. Yo lo único que sentía eran sus brazos, con fuerza, y sus mejillas húmedas, y me imagino que ella también eso era lo único que sentía. Tampoco sé cuánto duró pero perdimos el equilibrio varias veces y sólo una vez logramos decir algo cuando tratamos de decir algo.
—Mira —me dijo—, quiero que sepas que pase lo que pase, que por más tonterías que diga, que por más que meta la pata, que por más que parezca que esta noche se derrumba…
Apreté fuertísimo.
—Aquí lo único que se derrumba soy yo, Florence. Pierre es un santo.
Florence apretó lo más fuerte que pudo al oírme hablar tan bien de Pierre.
Y, por supuesto, ahora le tocaba a Pierre. Nos llegó su voz desde el otro lado.
—A ver si comemos algo, Florence. Me muero de hambre.
—Florence, ¿por qué no le dices al Papa que pare ya de bendecir? Se pasa la vida bendiciéndonos el tipo.
Soltamos.
Durante la comida me fui enterando de que Florence me había preparado sus platos especiales, y de que a Pierre le gustaba tanto el vino como a mí. De otra manera no podría explicarse que comiéramos y bebiéramos tanto, esa noche. Me enteré también de que la ronquera de Florence se perdía en los años en que había empezado a fumar dos paquetes diarios de tabaco barato, negro, y sin filtro, y que lo del piano se había ido quedando relegado a muy de tarde en tarde. Florence ya no era una pianista como en el cuento que yo había escrito sobre ella. En realidad, no sé qué quedaba ya de Florence, ni ella misma hubiera podido decir qué quedaba ya de Florence. Y sin embargo seguí comiendo y bebiendo como un burro y con la absoluta seguridad de haberle ganado mi apuesta a la realidad. Y es que no hubo un sólo instante en que Florence hubiese cambiado, ni siquiera sentada en esa mesa y en ese departamento medio destartalados.
Pero ¿qué había sido del palacio?, ¿qué demonios hacía viviendo con Pierre en un departamento así? No sé en qué momento logré hacer esas preguntas que tanta risa le dieron a Florence, pero lo cierto es que Pierre, que era el encargado de la lógica esa noche, y que hasta permitió que ella y yo nos declaráramos la guerra a servilletazos, imitando nuestras peleas en el colegio de mi cuento, Pierre, que también permitió que Florence me tocara música de Erik Satie y de Fafa Lemos sobre el mantel, mientras que yo le corregía la posición de las manos, porque así no tocaba una buena pianista, y ella las volvía a poner mal para que yo se las volviera a corregir, Pierre, Pierre, no hay otra cosa que decir sobre Pierre, Pierre se encargó de aclararlo todo.
—No vamos a seguir viviendo a costa de sus padres, ¿no? Yo acabo de graduarme y no gano casi nada, por el momento. Hemos alquilado este departamento hasta que encuentre un trabajo estable. Mi idea es encontrar con el tiempo un departamento mucho más grande, donde pueda también abrir mi consultorio.
—Ya ves, no quiere perderme de vista un sólo instante.
—Hace bien, Florence.
Pierre bendijo ese par de idioteces, pero ya Florence y yo habíamos quedado en que la noche no se derrumbaba por nada de este mundo. Hasta habíamos comentado mi frase inmortal: ¿Emocionada?, ¿emocionada, Florence? Florence me dijo que sí, que en efecto se había muerto de vergüenza ajena al oírmela decir, y aprovechó la oportunidad para soltar la carcajada que se había tragado entonces. Peleamos a muerte, pero Pierre nos hizo amistar. Al pobre Pierre lo estábamos metiendo de cabeza en mi cuento anterior, lo estábamos metiendo en asuntos que no le concernían en lo más mínimo. Yo había llegado al punto de confesar lo de mi petaquita, tratando, eso sí, de aclarar que había sido sin segunda intención, que había sido psicoanalítico en todo caso, y narrando con lujo de detalles lo mal que la pasé mientras se me iba derramando en el bolsillo. ¡Felizmente!, gritó Florence, mirándome y soltando la carcajada, confesando que ella también las había pasado pésimo al ver la mancha en el sofá, había creído que se trataba de otra cosa. ¡Felizmente!, volvió a gritar, sin poder contener la risa. Por fin, hacia el postre, confesé que me había vestido para cenar con madame de Sevigné, y Pierre a su vez confesó que ellos se habían vestido para comer con el profesor de mi cuento, algo más destartalado sin duda ahora por diez años más de penurias en París.
—La idea fue de Florence —siguió confesando Pierre—. A mí me dijo que me pusiera la ropa que uso cuando arreglo mi motocicleta.
Se ganó un manotazo de Florence. Yo, en cambio, me gané las dos manos de Florence apretando fuertísimo el antebrazo de terciopelo negro de mi saco, mientras me clavaba los ojos de cuando nos quedaban sólo segundos.
Y cuando terminamos de comer, Florence decidió que había llegado el momento de que le leyera el cuento, quería escuchar el cuento leído por mí. Fue a traerlo, mientras yo volvía a sentarme sobre mi mancha en el sofá, y Pierre en el sillón de enfrente, cada uno con su copa de vino en la mano. Había algo extraño en el ambiente cuando Florence regresó apretando con ambas manos el libro contra su pecho. Yo, en todo caso, empecé a sentirme bastante mal y tuve la impresión de que la mirada siempre sonriente de Pierre no bastaba esta vez para que todo pareciera normal. Florence estaba temblando, pero de pronto como que decidió que ahí no pasaba nada y me entregó el cuento. Empieza a leer, me dijo, tirándose sobre la alfombra, de tal manera que su cabeza y sus brazos llegaban hasta mis rodillas, mientras que con los pies podía darle siempre pataditas a Pierre para que se quedara tranquilo. Pero ahí nadie se quedaba tranquilo.
Leer fue como si nos quedaran nuevamente sólo segundos. Pero por última vez, ahora. Sí, fue la última vez, y los dos estuvimos muy conscientes de eso. Leer fue escuchar a Florence y reír y juguetear como en ese cuento, como en éste, también, ahora que lo escribo. Fue escuchar sus aplausos y recibir las caricias que me hacía en las rodillas, cada vez que en mi lectura me refería a ella como a un ser inolvidable. Fue recibir sus golpes y castigos cada vez que me refería a ella como a un ser insoportable. A Pierre le seguían lloviendo pataditas, y eso me tranquilizaba, pero hacia el final, al acercarme al desenlace, Florence estuvo escuchando unos instantes inmóvil. Apoyó la cabeza sobre mis rodillas, cogió mi mano derecha entre las suyas, y permaneció inmóvil hasta que terminé de leer.
—Ahora dedícamelo —dijo. Seguía sin moverse—. Dedícamelo, por favor.
—Bueno, pero vas a tener que soltarle la mano porque no creo que sea zurdo —dijo Pierre.
Me soltó la mano, mirándome con demasiada tristeza, con algo de agotamiento, como si estuviera regresando, como si le costara trabajo regresar de algún lugar lejano y cómodo. Entonces yo le cogí las manos, pero solté, y ella también me las volvió a coger un instante y también soltó de nuevo. Todo pésimamente mal hecho, con la habitación dándome vueltas por todas partes, y de pronto con Pierre más que nunca en el sillón de enfrente. Florence sacudió la cabeza con toda el alma, y se fue gateando a buscarlo. Le tocaba a Pierre que, por supuesto, ya tenía listo el bolígrafo con que yo iba a dedicarle el cuento a Florence. Terminó emborrachándome el desgraciado con su sangre fría. Y cuando me arrojó suave, bombeadito, el bolígrafo, desde el sillón de enfrente, donde Florence le abrazaba las piernas, a mí llegó un bolígrafo que, eso sí, mi honor emparó perfecto, desde un sillón a mi derecha y otro sillón a mi izquierda y un montón de sillones más donde Florence también le abrazaba las piernas.
Seguía dedicándole el libro a Florence cuando me desperté el día siguiente, tardísimo, y recordando que estuve horas y horas dedicando y dedicando por todos los espacios en blanco que tenía el libro, hasta en la cubierta del libro dediqué algo. Creo, no, no creo, estoy seguro de que cada una de las mil frases que escribí estuvo a la altura de mi frase inmortal. ¿Emocionada?, ¿emocionada… Florence? Y tenía un dolor de cabeza exagerado hasta para quien le ha tocado vivir una situación exagerada, aunque aquello no impidió que me diera desesperados cabezazos contra la almohada. ¿Emocionada?, ¿emocionada, Florence? Pasé a la historia, sentía que había pasado a la historia, estaba sintiendo que había pasado a la historia, cuando sonó el teléfono. Florence, por supuesto, para decirme que no había pasado nada, y para quedarse callada luego un rato largo. Casi le aseguro que en todo caso yo no me acordaba de nada, pero ella no había cambiado y ahora era ya una mujer y también maravillosa.
—¿Quieres que cuelgue primero? —le dije, y colgué.