PAÍS RELATO

Autores

alfredo bryce echenique

dijo que se cagaba en la mar serena

Ya en el tren, con una perseguidora terrible, me puse a pensar en todo eso. Las imágenes se me venían incontenibles, volvía al África que era la sala de su casa, al oscuro cabaret que era el vestíbulo, una tras otra me golpeaban las escenas de esa noche y, cuando hacía un esfuerzo por respirar, por descansar, por esquivar las imágenes, no me quedaba más remedio que enfrentarme con la idea fija de que ando por el mundo haciéndoles creer a todos que es verdad lo que iban a hacer un día (que sí, querido amigo, que si no hubiera sido porque te rompiste la pierna antes de ese baile, tú te la habrías conquistado, tú te habrías casado con la que tres meses más tarde fue Miss Universo), haciéndoles creer a todos que es verdad lo que van a hacer un día. Sí, porque cuando la gente te miente un deseo y tú la abrazas en nombre de la fórmula «querer es poder», cuando en vez de «pero», le sueltas un «y qué más», cuando un segundo antes de que te miren con cara de desconcierto, abriendo los ojos enormemente tristes, tú empiezas a llenarle de agua tibia, calentita, agradable, el pozo seco del futuro perfecto, entonces, querido amigo japonés (¿cuál es tu problema más grande que tú?), ya sabes que te has convertido en una especie de misionero contemporáneo, o que has inventado algo así como la caridad moderna. Mentira, nada de esto, jugueteaba con una broma… Lo único que sé es que yo nunca le voy a mentir un deseo a nadie, se ahondaría el problema con la adición de pozos, se me está complicando un poco la cosa para triste.
Como lo de Zaragoza nunca me había ocurrido. Por eso lo cuento. Debió de llenarme de alegría lo de la caridad contemporánea, pero me llenó de angustia, de miedo. Fue demasiado el cumplimiento. Muy total, muy grandazo, se subió a la montaña, lo hizo todo. Yo recién venía con el primer baldecito de agua tibia, calentita, agradable, ni siquiera había llegado al borde del pozo cuando él se me abalanzó, me arrancó el balde, lo vació violentamente y fue por más. Tal vez porque esa montaña quedaba en mi país… No lo sé. Pero inútil seguir pensándolo todo como esa mañana en el tren; ya no arrastro una perseguidora terrible y tal vez con un poco de orden llegue a saber lo que sentí. De lo que él sintió no me cabe la menor duda… Si hasta le quedó viada para llevarme al África, pasando por el cabaret…
No soy de Zaragoza, nunca había estado allí, y si bajé del tren en esa ciudad fue precisamente porque no conocía a nadie y porque andaba medio tristón al cabo de un largo viaje, pueblos, trenes, ciudades, durante el cual noté que la gente andaba soñando a plazos excesivamente breves, cinco amigos, sobre todo. Fue bastante difícil para mí.
Algo que tal vez deba contar es que en Huelva conocí a un gordo feliz e inteligente. Estaba sentado en un café y me metió letra con una facilidad envidiable. Esa noche el gordo deseaba más cerveza de esa misma marca y en el café había un gran stock y él tenía dinero para bebérselo íntegro. Tres horas después de las primeras palabras, ¿de cuál de las excolonias le viene a usted ese acento, amigo?, ja-ja-ja…, se lo conté todo.
—¿Y tú por qué les llenas el pozo?
—La verdad es que lo hago por temor…
—Temor mezclado con algo de bondad, de cobardía y con una gran capacidad para perder el tiempo.
—Todo puede ser.
El gordo era inteligente y se quedó tan feliz.
En Zaragoza me metí en una pensión, me pegué el duchazo de reglamento y salí en busca del carácter aragonés. Alguien soltó una palabrota impresionante y yo casi grito ¡ya!, y aplaudo, pero me desconcertó un letrero rojo inmenso luminoso de Coca-Cola, se encendía y se apagaba. El tipo de la pensión resultó afeminado y yo estaba a punto de abandonar Zaragoza-Aragón, sin más que la recomendación literaria de un mecánico. En un bar, tuve un instante del gordo de Huelva y le metí letra, acababa de comprarse unos libros de Sender. «Parece que es muy bueno», me dijo, y pagó su cuenta. Fui a la estación y compré billete a Barcelona, para la mañana siguiente. Regresé pensando que era extraordinario el carácter aragonés, fuerte, recio, lleno de empujones, con ese calorazo a cualquier hora del día y esa escasez de agua entre las tres y las seis de la tarde. Tal vez por eso me dejé arrastrar cuando me tomaron del brazo y me metieron al mismo bar en que había estado antes.
—¿Tú quién eres?
—Un turista.
—¿Tú quién eres?… ¿Cómo te llamas?… ¿Cuál de los dos?…
—Me llamo Juan.
—¿Cuál de los dos eres?
Allí todo el mundo lo conocía y a nadie le parecía loco ni nada. Le servían cuando pedía y lo llamaban don Antonio. Entonces se me ocurrió pensar que éramos muchos los que pasábamos por la puerta del bar cuando me cogió, me escogió, mejor dicho, a mí y me arrastró prácticamente. La segunda vez que me preguntó cuál de los dos era, descubrí que la ternura existe en Aragón.
Matizada, porque inmediatamente dijo que se cagaba en la leche.
—¿Me vas a decir quién eres?
—Juan Saldívar… Soy peruano y…
—Eso lo sé. Desde antes que te escuché sé que eres peruano.
—Ah…
—Dos cervezas más… O prefieres otra cosa. ¿Qué bebes? ¿Cerveza? Cerveza. Dos cervezas más.
—Quisiera invitar esta vez.
—Tú aquí no pagas nada… ¿De qué parte del Perú?
—Lima.
—¿Pero conoces Trujillo?
—Sí…
—Entonces sabes que si vienes volando de la selva hay tres cerros antes del aeropuerto. Acabas de atravesar la cordillera y esos tres cerros son los últimos.
—No, no lo sabía. ¿Eres piloto?
—¿Cuál de los dos eres?
Agachó la cabeza al repetir esta pregunta y yo ya sabía que no me tocaba responder, lo sabía, me di cuenta por la ternura con que la hizo, ahí se le iba la extraversión, la reciedumbre, y su cabeza, cuadrada, cuarentona se ladeaba infantilmente, perdía edad al encajarse en algo que sí que le daba pena. Se estaba ladeando más todavía, estaba a punto de repetir su pregunta, cuando de pronto dijo que se cagaba en diez y pidió más cerveza. Me estaba haciendo polvo con una mirada fija, de loco nada, pero algo quería y muy hondo porque dijo que se cagaba en cien y me cogió fuertemente del brazo, sus dedos me pedían algo de tanto que se me clavaban. Me tuvo un rato así, me dolía, y cuatro tipos al lado nuestro, en la barra, estaban siguiendo el asunto desde el comienzo. Más allá, el mozo, y cuando volteé porque me dolía mucho y porque además vi cómo se le inflaba una lágrima, noté que una mujer también seguía la escena desde el fondo del bar, sola como una puta en esa mesa porque era un bar barato. Esta vez gritó que se cagaba en los presentes, y cuando miré porque el asunto podía tener consecuencias, comprendí que ahí todos lo conocían muy bien. Me llenó el vaso y esperó a que me lo bebiera. Me lo volvió a llenar y me dijo bebe y yo bebí porque acababa de captar que no quería emborracharme, lo que quería era invitarme y lo otro. La verdad, ya no me costó trabajo beber. Traté de recordar el instante en que ya no me estaba agarrando y sentí sus dedos donde ya no estaban. La realidad se me iba empañando.
—¿Cuál de los dos eres? —me dijo, examinándome los ojos.
—Que no te vea mi madre porque se echa a llorar.
—Mañana me voy —dije, entrando en mi terreno—. Mañana me voy temprano.
La cerveza me ayudaba a cabalgar sobre lo lógico, y había una pregunta que me parecía importante repetirle.
—¿Eres piloto? —Me bebí íntegro mi vaso y pedí más. Más para los dos.
—Él era el piloto. Mi hermano.
Se ladeó como si fuera a preguntarme tiernamente cuál de los dos era, pero en ese instante nos acercaron la cerveza y decirle gracias al mozo como que nos enfrentó con lo que se venía: yo retrocedí un paso y él enderezó su cabeza de palo.
—Eres exacto a él. Que no te vea mi madre porque se echa a llorar. ¡En tu país! ¡En tu país, peruano! En tu país, Juan. En el último de los tres cerros antes del aeropuerto. Si hubiera bajado uno después todavía estaríamos recibiendo sus cartas cada jueves. Pero no. ¡Me cago en tu estampa! Se quedó mi hermano hecho pedazos allá arriba… No pudieron subir por los restos… No llegaron… Mucho hielo… No sé qué cono pasó… Nadie hasta ahora ha podido bajarlo.
Aquí tengo que jurar que la vida es así y que yo sólo he hecho lo posible porque la gente cumpla con su deseo o con lo que no cumplió, mintiéndomelo con la alegría de haberlo cumplido. Tengo que jurar también que aquella noche yo andaba particularmente borracho cuando él colocó la primera mesa. Ni cuenta me había dado de que lo había hecho. Se me acercaba demasiado y yo andaba con el universo reducido a su cara, una especie de caja achinada, y a una aislada pero constante lucha contra una corriente de humo que me estaba haciendo mierda el rabillo del ojo. Fue justamente entonces que empecé a notar que de rato en rato su cara me dejaba un hueco al frente. Me había dejado varios huecos al frente cuando se me ocurrió mirar al fondo y me di con que ya había tres mesas. Ahí fue que vi también al mozo acercando una cuarta mesa y algunas sillas. El tiempo se me había mezclado con el humo que volvía puntiagudo en esa maldita corriente de humo. Un rabillo del ojo me lloraba como loco y yo me lo frotaba con la mano pura nicotina, cerrando el otro ojo, acabando con la realidad y cuando nuevamente miraba al frente, a veces seguía el hueco, a veces no, pero yo ya debía andar muy mal porque no todas las veces que había hueco había otra mesa encima de otra mesa. A esas alturas, si mal no recuerdo, lo de las sillas y las mesas quedó momentáneamente abandonado para discutir las perspectivas de mi instalación definitiva en Zaragoza. El tallercito donde fabricaba los banderines acababa de convertirse en la fábrica de banderines más grande de España, gracias a la necesidad que sentía Antonio y al tono decidido que adquirí yo cuando expuse las condiciones de vida a las que estaba acostumbrado y que requerían un alto sueldo y fuerte participación en las utilidades. Para obtener el efecto deseado me anulé el rabillo del ojo de un aplasten.
Antonio ya no paraba de explicarme. Dijo que se cagaba en la tapa del órgano y, del presupuesto de Banderines de España, S. A., sacó una partida para la expedición. No muy grande porque aquélla iba a ser una empresa tan arriesgada y solitaria como la conquista del Perú. ¿Te imaginas al dueño de Banderines de España escalando el cerro imposible y rescatando el cadáver de su hermano? ¿Te imaginas eso, peruano? ¿Eh, Juan? Yo ya lo estoy viendo. Y mira la bandera que vamos a poner allá arriba. La bandera de España hecha en mi propia fábrica. ¿Qué me dices de esa fábrica? Banderines y Banderas del Perú y España… Banderas y Banderines de España y del Perú, Sociedad Anónima. ¿Eh, peruano?
Parece que yo llevaba mucho rato sin hablar porque dijo que se cagaba en la puta de oros y perdió el equilibrio como empujado por algo muy fuerte. Yo reaccioné en el acto y le puse todo lo contado al alcance de su mano, recurriendo a cierta experiencia y a otro aplasten que me dejó nuevamente sin rabillo del ojo. Mi lucha contra el humo continuaba y tuve que ir al baño para apagarme definitivamente el rabillo del ojo. Cuando regresé me di con más mesas sobre más mesas, un montón de sillas arriba, otro montón chorreando por los costados, y, en un rincón, diciéndole al mozo quítate o te mato, a Antonio en la actitud de un gladiador que acaba de matar a un león y espera al siguiente. Me miraba jadeante y yo pedí cerveza para todos. Ahí me di cuenta de que los cuatro hombres y la mujer que podía ser una puta se habían marchado ya. Miré hacia afuera y empezaba a amanecer. Estaba mirando hacia el suelo para ver si había aserrín, cuando sentí que me abrazaban por la cintura y que era bien fácil volar. Me hacían cosas rarísimas. Ya estaba en el segundo piso de mesas pero por detrás me seguían empujando para que alcanzara las sillas. De pronto noté que ya no me empujaban. «¡Coño!», gritaron detrás de mí. «Hasta ahí llegaste tú solo».
Conociéndome, debí haber sido yo, fui yo el que se desparramó sobre las últimas dos sillas, volteando luego a mirar cuánto trabajo le costaba a Antonio llegar hasta allá arriba. No era fácil escalar esa montaña. El mozo tenía que saber que nadie hasta entonces había llegado hasta allá arriba. Tenía que saber, el hijo de puta, que nunca nadie había podido vencer esas cumbres heladas. ¡Nadie! El mozo tenía que dar vivas por la solitaria expedición española. Que no llegaba. Que sí llegaba. El mozo tenía que estar sentado en este bar escuchando la radio, escuchando a la radio española narrar la proeza del héroe solitario, del hermano hasta la muerte, del que nunca olvidó, del propietario de Banderas… Y llegó hasta donde yo lo esperaba incómodo, cuando el mozo se sentó a contemplar en la televisión del bar cómo había llegado a la cumbre el único hombre que había ido junto al cielo para traer a su hermano. Desde un helicóptero se había filmado la bandera del héroe español flameando sobre los Andes.
Permanecí en silencio cuando me puso nuevamente junto a la barra. Jadeaba sonriente y no me hacía el menor caso mientras llenaba su vaso mirándolo con los ojos idos. Después empezó a decir algo en voz muy baja. El mozo no debía tocar para nada la bandera. Alguien que acababa de bajar de allá arriba lo iba a matar si tocaba la bandera española. Antonio avanzó bruscamente y culminó su puñetazo mortal en una caricia que frotó suavemente la mejilla del mozo que hacía rato seguía la escena cargado de respeto. Yo aproveché para acercarme a ver qué decía en el banderín y Antonio se me abalanzó, arrastrándome prácticamente hacia la puerta. El banderín anunciaba unas regatas en el Ebro, pronto.
Pero ahora lo sé todo. Sé, por ejemplo, que yo ya me había convertido en el más generoso de los públicos, todo lo iba creyendo, cada grandeza de Antonio la aumentaba hasta convertirla en una verdad definitiva. Aún no me esperaba lo que se venía pero como que iba preparado para cualquier cosa. Cualquier cosa podía ocurrir desde el momento en que caí sentado en su automóvil, hasta el cual me había arrastrado. Antonio estaba feliz conmigo. Feliz con el mundo, había que verlo correr por las calles de Zaragoza. Éramos los reyes del volante, manejaba como un loco y yo respondía afirmativamente con la cabeza cuando me decía que esa carrera la teníamos ganada de punta a punta. Continué sonriendo afirmativamente cuando un carro blanco, enorme, nos pasó mucho más moderno y más caro, la verdad que el de Antonio era un autito viejísimo, ya casi sin marca, quién diablos sabría de qué modelo era la camionetita ésa, una mierdecita sonora, rechingona, llenecita de crujidos que ni mis gritos ¡dale!, ¡dale!, ¡los últimos serán los primeros!, lograban apagar, pobre Antonio.
Pero yo no se lo demostré. Inventé la mejor de mis sonrisas cuando entramos a la calle de tierra en que resultó que vivía; un edificio entre otros edificios cubiertos de polvo, un acequión desbordado, la vaca al amanecer allá al frente y nosotros dos bajando de la camionetita, yo dándole de empujones al entusiasmo heroico de Antonio porque la verdad es que nos pasaron todos los carros que quisieron pasarnos y ahora estábamos en las sucias afueras de la ciudad, un barrio bastante pobre, para qué. Confieso que ahí tuve que hacer un esfuerzo con lo del entusiasmo. Eran como las cinco de la mañana y ya brillaba el sol y seguro que él también tenía sed y se tambaleaba igual que yo. Qué hacer para mantener vivo el asunto. El entusiasmo era como una pelota que había que mantener en el aire y cada uno se deshacía de ella con el sentimiento de que era la última vez que se pasaba al otro. Bien difícil se puso la cosa, mucho más cuando yo entré primero y abrí una puerta que no era la del ascensor y Antonio me señaló una escalera que yo miré como pensando tiene que haber otra mejor. ¡De puro mármol!, me dije y avanti. Segundo piso, y empecé a subir como quien siempre vivió allí. Antonio, atrás. Era bestial correr por la escalera, devolvía el ánimo y todo. Nuevamente era verdad que todo era verdad. Jadear delante de la puerta, mientras Antonio sacaba su llave, también era bestial, como que presagiábamos otra aventura. Yo, al menos, estaba dispuesto para todas las aventuras que le pueden a uno ocurrir en un departamento pobretón. Por eso me lancé adelante en cuanto abrió la puerta y por eso o porque soy yo me puse a buscar a las copetineras con los ojos ansiosos no bien me vi en el oscuro cabaret. Antonio me miraba radiante, me desafiaba a no creerle y yo cuánta verdad le estaba regalando ahí parado, creyéndole al pie de la letra que aquel vestibulín cerrado por cortinas de terciopelo negro, de paredes negras, con dos enormes copas de champán, la del marinero borracho y la otra, la de la rubia semidesnuda que quisieron que se pareciera a Marilyn Monroe, los dos bailaban bebiendo dentro de sus enormes copas pintadas con trazos brillantes sobre las paredes del cabaret de verdad. Felizmente que Antonio, es decir, felizmente que el barman me sirvió una copa rápido. De algo me sirvió.
Pero mucho más me sirvió el grito de Antonio. ¡Al África!, gritó, mientras abandonaba el mostrador y desaparecía entre una de las cortinas negras. Yo corrí detrás. Traté de emparejar el ritmo de mi carrera por ese corredor con un entusiasmo y credulidad y me salió algo así como juguemos a la ronda mientras que el lobo está. Y qué quieren que haga, desemboqué en el África. Cuando me vi parado cojudísimo frente a Antonio, en lo que era la sala de su casa, puse una cara que aseguraba que nunca nadie había desembocado tanto en el África. Me bebí íntegra mi copa. Felizmente que Antonio se había traído la botella. Me llenó la copa con violencia, derramando y rugiendo. Lo miré y continuaba rugiendo. ¡África!, grité yo. ¡África!, me contestó, y se sirvió más licor rugiendo y derramando sobre la alfombra que era la piel de un tigre, con su cabeza y todo. Metió el pie entre el hocico del tigre y me miró. Inmediatamente me puse a contar, llegué hasta veintinueve sin que el tigre le hubiera arrancado la pierna. Más allá había una cabeza de bisonte y Antonio volvió a rugir mientras se trababa en mortal lucha con unos cuernos enormes. Mientras tanto yo me conté hasta quince con la pata metida en el hocico del tigre pero no me atreví a más. Antonio puso cara triunfal y brindó por el África, brindó como un torero que ofrece su faena al público. También yo brindé. Giramos, él una vez, yo dos. En la segunda vuelta pude verlo todo: más pieles por el suelo, cortinas que imitaban la piel de una cebra, trofeos de mil cacerías, banderines de dos mil cacerías, sólo que cuando me acerqué no había nada marcado en las copas, ni fechas ni nombres ni nada, y los banderines anunciaban regatas ya pasadas en el Ebro o, por ejemplo, una procesión de la Virgen del Pilar de Zaragoza. Si no me vine abajo en este instante, fue un minuto después, cuando un rugido de Antonio hizo aparecer a una mujer somnolienta por la puerta de un dormitorio. Nos quedamos desconcertados, pero yo vi que Antonio continuaba sonriendo.
—Antonio, ¿dónde has estado? Me quedé dormida esperándote.
—¡Conoce a mi hermano!
—¿Bebiendo otra vez, Antonio?
—Pero mujer…
—Antonio: ya es casi la hora de levantarte para ir al taller. Tu jefe se va a enfadar contigo si no llegas a tiempo.
Dijo que se cagaba en la puta madre, y su esposa lo siguió mirando con el camisón caído y los senos aún más caídos. A mí me ignoraba por completo. Debió de haber sido porque estábamos en el África que no le hicimos más caso, lo cierto es que la mujer como que perdió la esperanza de hacernos entender cualquier cosa y se metió a un cuarto donde algunos niños comenzaban a hacer bulla. El sol caía con violencia sobre la ventana y las cortinas de piel de cebra eran de una tela bastante barata. Yo ya estaba listo para marcharme. Sí, eso: marcharme, pegarme un duchazo en mi pensión, desayuno en cualquier bar y luego el tren a Barcelona. Quise hablar pero me di cuenta de que no debía interrumpir para nada la sonrisa de Antonio. Todavía antes de irme lo vi acercarse sonriente a la ventana, «conoce a mi hermano», repitió, y segundos después, apoyado en la ventana, mirando hacia las torres de la catedral con un aire la mar de satisfecho, dijo que se cagaba en la mar serena.