Cuántas cosas para que el niño se entretenga había en la casa. Y después, más allá, la casa se extendía libremente hacia un montón de cosas más para que él las mirara algún día preguntando y le llegaron las primeras historias de los picapedreros desde ese espacio sin más límites que las montañas siempre al fondo por donde las miraras, cerrando oscuras el mundo donde se acababa la dicha de los días eternamente soleados, de los días que siempre regresaban porque tía Tati, antes de apagarle la luz, le pedía por favor que le prestara su sol a otros continentes, a niños de otros continentes, sólo así, con tanta generosidad, no tardaba en quedarse dormido. Y a amanecer con el peso del sol sobre las manos que aún no habían tocado nada de este mundo sintiendo el calor saludable al proteger sus ojos dormilones porque tía Tati acababa de abrir las cortinas llenándolo una vez más de confianza en alguna sensación aún no puesta al borde de una palabra como la palabra felicidad con sus cuatro sílabas (sobre todo o por ejemplo) añadidas unas a otras en una suerte de carrera en la que al mismo tiempo hay que guardar el equilibrio y correr y saltar, demasiado que aprender en una distancia que tiene tan sólo cuatro sonidos.
Como todo lo demás, como todos los demás, era bellísimo. Y de aquella época le han quedado al joven que de tiempo en tiempo, con cierta regularidad últimamente (ahora que sabe que tanto ha fallado definitivamente) visita aquel lugar, le han quedado con insistencia palabras, adjetivos, momentos de una falsa encantadora manera de ser bueno, ingenuo cuando de pronto tropieza con algún conocido. Y cuando la gente se engaña él sabe que miente, y cuando la gente no se engaña él sabe que no ha mentido porque le han quedado con insistencia palabras, adjetivos, momentos de nostálgicas mentiras y antiguas perdidas verdades que tía Tati simplemente se olvidó de llevarse consigo en la premura con que desapareció de la gran casa de Chosica para irse al cielo, y que un día, al abrirse la primera hondonada digna de ser momentáneamente cubierta con las palabras duda, desconcierto (entre otras con sonidos que se acaban), cuando se abrió la hondonada que con certeza iba dirigida hacia el peligroso silabeo de otra palabra que él entonces aún no conocía por estarla recién viviendo, el joven se dio cuenta de que lo habían traído al malecón invernal de la adolescencia con los vestidos veraniegos de su niñez en Chosica.
Cuántas cosas para que el niño se entretenga había en la casa. Y es invierno en la ciudad cuando el joven estudiante universitario le pide a su amigo que lo lleve a Chosica. Sol todo el año, le recuerda, y con buenos amigos. Al llegar, uno de ellos, el que conduce, no sabe bien qué hacer. Sí, sol todo el año pero y ahora qué, la cerveza dónde. Pero el otro ha empezado a contarle de esos primeros años en Chosica, los cinco primeros de su vida. Fueron por la salud de mi hermana, los bronquios primero, los pulmones después. Habla con naturalidad, no hay ya ni un tono de voz especial ni un vocabulario escogido para hablar de una hermana muerta hace siglos de niñez, mil años de adolescencia. En cambio sí le interesa indicarle bien el camino, algún día se hartará de traerlo pero así será mejor porque entonces habrá llegado el momento de venir solo y de enfrentarse tal vez por fin a un viejo, ansiado y olvidado descubrimiento. Habrá llegado el momento en que hay que venir solo para ver mucho más que aquella primera vez cuando al llegar sacó el brazo señalando el pedregal y llegaron con la soleada y generosa gratuidad de esas primeras sensaciones los secos y agudos golpes de los picapedreros de siempre. Poco a poco se fueron perdiendo mientras daban la curva para pasar frente a la casa, mientras él se incorporaba apoyándose en el asiento, mientras se inclinaba rápidamente para mirar por entre el timón y el perfil de su amigo que aprovechaba la pista en bajada y dejaba irse demasiado rápido el automóvil. Más abajo pasaron delante de la casa del pelo rubísimo de la niña. No, nada. Pero mientras le pedía otra vuelta, por favor, ya te iré contando, sintió que aquella reciente imagen lo alcanzaba alargándose, prolongándose hasta él, penetrándolo, fue una luz que se enciende y se apaga, algo que le permitió definir lo que a primera vista no había sabido llamar mutilación.
Entonces, mientras terminaban de dar la vuelta a la manzana y volvían, él empezó a tener grandes dificultades para seguir contándole a su amigo la simple historia en la cual ésa había sido la gran casa en que vivió de niño, de muy niño. Y no era que se confundiese, pero se demoraba al hablar y no lograba entretener, mucho menos interesar y hasta hubo aquel instante en que ya no quiso ni entretener ni interesar aunque todavía le quedaban con fuerza palabras del momento anterior que le permitieron insistir convincente y volvieron a pasar y a pasar y a pasar, vueltas nada más, él nunca le pidió a su amigo que se detuviera frente a la casa. Como que no se les ocurrió hacerlo a ninguno de los dos, la calle en bajada se llevaba el automóvil sin necesidad de acelerarlo, uno no quería detenerse y el otro aún no quería detenerse y en una de ésas la pista inclinada volvió a llevarse el automóvil. Esta vez regresaron a Lima, bastante callados al principio, pero luego, cuando el invierno chato de la ciudad empezó a anunciarse entre los cerros, él le contó que hasta ese día nunca había regresado a aquella casa, le fue contando que en el jardín habían construido un colegio, en el pedregal un jardín, un garaje en el amplio corredor por donde una tarde asomó una niña muy rubia que vivía casas más abajo, que se habían llevado el inmenso olmo… Poco a poco se fue callando para poder llamarle mi pedregal al pedregal, para tratar de ubicar el lugar exacto del colegio en el cual tía Tati se fue de bruces al suelo junto al olmo el día mismo en que se fue al cielo, para poder acoger con una sonrisa cada vez más confiada a la niña, es probable que ya hoy no exista tampoco el estanque con los sapos, la palabra croar no le dice absolutamente nada, ni existe ya el muro que separaba su pedregal del corralón del jardinero cuando su hijo pasó volando, tú lo viste volar, se estaba fugando de su casa, y de repente sales a jugar al jardín por la puerta lateral pero eso tiene que ser antes de qué, antes de qué palabras…
El colegio ha terminado, el verano ha terminado, hoy empiezas tu vida de universitario. Ha sido triste levantarte temprano esta mañana y desayunar con tu madre y verla salir por primera vez tan temprano y saber que ha conseguido un trabajo, que va a trabajar. Los dos han caminado juntos hasta el paradero del ómnibus, ella muy nerviosa, tú bastante preocupado. Pues bien, te dices, ya descendiste hasta la categoría en que mamá trabaja para que el hijo estudie. Ya estás en eso. Un escalón más hacia abajo exacto a tantos otros desde que abandonaron Chosica, fue casi innecesario que tu madre te hablara la otra tarde haciendo un último esfuerzo para que tú los perdones si tú nunca los has culpado de nada. Hoy simplemente un escalón más hacia abajo, el último tal vez y piensas inmediatamente en la casa de Chosica. Nunca la has vuelto a ver. Para ellos todo empezó cuando murió tu hermana pero la muerte de tu hermana qué fue para ti más que la prolongación durante largo tiempo de su estadía feliz en Estados Unidos. Ella vivía feliz en Boston y lo único malo es que a ti te faltaba alguien con quien jugar en el estanque, alguien con quien hacerle la vida imposible a los pobres sapos. Por eso fue macanudo que apareciera una tarde la niña ésa tan rubia, igualita a tu hermana, se asomó apenas por el amplio corredor que daba al patio del fondo…
—Tienes que comprender lo que eso fue para tu padre… Ya sabíamos que lo de Rafaela no tenía remedio…
… Apareció el ama preocupada porque la niñita se había metido a una casa ajena pero teníamos un nombre muy importante y sus padres encantados de que me conociera, empezamos a jugar todos los días, a hacerle la vida insoportable a los sapos, a romper los juguetes, a aventurarnos por el pedregal. Teníamos cinco años y semanas después de conocernos éramos inseparables…
—Rafaelita muerta en Boston y la niña ésa con la trenza exacta… A tu pobre papá simplemente le daban ataques de nervios de verla metida mañana y tarde en casa. Fue lo primero que me contó cuando regresé de los Estados Unidos. No podía soportarlo…
… Su ama nos llevaba por el camino que iba a los cerros y nos dejaba ver cómo trabajaban los picapedreros, sin dejar que nos acercáramos mucho por temor a que nos fuera a saltar un trozo de piedra a la cara. Pero nos dejaba hablar con esos hombres, nos dejaba hacerles preguntas, hablaban distinto a nosotros, hablaban parecido al ama…
—Una tarde los vio alejarse con el ama, recuerdo que se iban los tres hacia Chosica vieja. Fue la primera vez… Tu padre se lanzó literalmente sobre la botella de whisky…
… Yo tenía seis años cuando nos mudamos a Lima. Creí que volvíamos al caserón de la avenida Arequipa pero era otra casa mucho más chica, me di perfectamente bien cuenta de que era una casa mucho más chica y menos bonita. Estoy seguro de que pregunté qué era de la otra casa, qué había sido de la casa donde vivíamos antes de mudarnos a Chosica porque Rafaela estaba mal de los bronquios y allá hace sol todo el año…
—Hubo que vender la casa de Chosica y la de Lima. Tu papá las vendió muy mal; necesitaba invertir más dinero en la hacienda y las vendió a cualquier precio…
… Me matricularon en Inmaculado Corazón y me costó mucho trabajo tener amigos. Algo sucedía. Estaba a punto de cumplir ocho años y me acuerdo de que vivía como alguien que quiere ocultarle algo a todo el mundo. Recuerdo claramente que iba al colegio porque no quería estar en la casa y no veía las horas de que sonara la campana porque no quería estar en el colegio…
—Los niños cometen maldades sin darse cuenta; eso que te sucedió en el colegio, por ejemplo. Cuando nos lo contaste, más que el temor a quedarnos en la calle sentí que lo que te había ocurrido era muy similar a lo que debió sentir tu pobre papá cuando te veía jugar con una niña exacta a Rafaelita… como si nada hubiera sucedido…
… A partir de ese día detesté el colegio. Por fin había logrado tener algunos amigos, por fin había logrado integrarme en un equipo de fútbol… Sí, recuerdo que por esa época prefería el colegio a la casa porque en la casa siempre estaba papá gritando y apestando a licor. En cambio en el colegio el fútbol cada día me gustaba más. Hasta que le metí ese faul a Torero, fue sin querer, pero se cayó al suelo y le dolió…
—Sí, hijito; lo que te dijo ese chico era verdad: No sólo estaban a punto de quitarle la hacienda a tu padre, acababan de quitársela…
… Nos mudamos a una casa muy vieja en Barranco. Todo eso lo recuerdo ya como si fuera ayer. Papá dejó de apestar a whisky y empezó a apestar a pisco. Se acostaba tardísimo, llegaba Dios sabe de dónde, y se despertaba en la madrugada dando de alaridos y mamá corría a buscar una farmacia de turno para comprarle calmantes. Luego los líos terribles para despertarlo a las siete porque tenía que ir a trabajar. Uno de sus antiguos amigos le había conseguido un puestecito en su oficina…
—No, no le decían nada si llegaba tarde o si faltaba, pero la verdad es que con ese puesto de favor más que ayudarlo terminaron por matarlo de humillación…
… Ahora sé que pude continuar en el Inmaculado Corazón y luego en el Santa María porque mi tío Carlos se encargó de eso. De otra forma hubiera sido imposible porque lo que siguió hasta la muerte de papá fueron escenas y escenas. Nunca olvidaré la noche en que me persiguió por toda la casa, gritándome que me iba a matar porque mientras Rafaela se estaba muriendo en Estados Unidos yo jugaba feliz con otra niña, ¡la reemplazaste como si fuera un estropajo!, me gritaba, hasta que por fin me agarró y en vez de pegarme me dijo que me adoraba y me juró que nunca más iba a beber una gota de alcohol, volverás a tener una cuna de oro, me lloró tambaleándose. Pero al día siguiente estaba más borracho aún y las escenas continuaron. Mamá resistió todo menos los celos. Yo acababa de entrar a primero de media y regresaba un poco más tarde a la casa. Por esa época papá iba cada vez menos a su trabajo y raro era el día en que no regresara a casa y desde la calle escuchara sus gritos. Pero a mamá nunca la había oído gritar y esa tarde sus gritos se confundían con los de él. Me vieron demasiado tarde, ella salió disparada, pero ya yo había visto que tenía la boca rota y el traje manchado de sangre…
—El último en abandonarnos fue Rogelio; fue el último sirviente que tuvimos y nos acompañó casi hasta el fin pero el pobre hombre tenía razón en irse, no podía seguir trabajando sin ganar un centavo…
—Yo iba a entrar a cuarto de media cuando papá murió. No ha sido el primer miembro de la familia en morir alcohólico después de despilfarrar una fortuna. Por eso mamá tiene tanta fe en mis estudios universitarios y en que vuelva a levantar a la familia. La familia somos ahora ella y yo. Tío Carlos murió hace poco y mamá ha tenido que ponerse a trabajar para que yo pueda ser ingeniero. Comprendo, pues, que haya sentido esta repentina necesidad de contármelo todo, de hacer un dramático recuento de lo que ha sido nuestra desgracia. El problema es que yo me he vuelto algo escéptico y no tengo mayores ambiciones. A menudo me he dicho frases como: «No me importa vivir en la mediocridad porque no me siento mediocre». Esto es grave porque para mamá (y pienso que también para mí), la mediocridad es ausencia de fortuna y yo simplemente no me siento pobre. Algo me sucede… ¿Por qué, por ejemplo, detesto a los ricos que fueron mis antiguos compañeros de colegio y me burlo hasta más no poder de los pobres (bueno, la verdad es que no lo son tanto) que son mis nuevos compañeros de universidad? A veces pienso que no he sufrido lo suficiente y, sin embargo, resulta que hemos sufrido demasiado. Pobre mamá…
—Es preciso que sepas, hijito, que fue la fatalidad la que destrozó la vida de tu padre. No es un secreto para ti que fue el licor lo que lo mató, pero quiero que sepas que fue un caballero hasta el fin: Nunca me puso un dedo encima.
… En momentos así adoro a mamá y me pongo a estudiar como loco para ser el mejor ingeniero del mundo. Pero esto dura apenas dos a tres semanas. Y últimamente se me ha metido una idea en la cabeza y me ha dado por visitar la casa de Chosica. Raúl tiene automóvil y me ha llevado varias veces pero ya se está hartando. Mejor así. Es preciso que vaya solo y que descubra qué ocurrió allá antes de que todo ocurriera. Yo mismo no me entiendo pero siempre he sentido que algo ocurrió allá, algo que nunca nadie ha sabido, algo que ha sido mi vida subterráneamente y que por eso, cuando llegó la tristeza, lo que ha sido nuestra vida después, me encontró ya profundamente tris te o marcado o, como diría el escéptico de hoy: «preparado».
Cuántas cosas para que el niño se entretenga había en la casa. Esta mañana el muchacho no fue a la facultad. Tomó en cambio un colectivo y, a eso de las diez, ya estaba merodeando por la casa mutilada, comprobando una vez más cuánto había envejecido, hasta qué punto se hallaba abandonada, cómo sus actuales propietarios habían vendido parte del enorme jardín en que él jugó para que edificaran un colegio. Hacia la una de la tarde abandonó esa calle y se dirigió a Chosica baja en busca de algo que comer. Su almuerzo se limitó a un sándwich y dos cervezas en una cantina de mala muerte. Luego fue a la estación de los colectivos, pero no regresó hasta Lima. Como había traído su ropa de baño, se bajó en Huampaní y se dirigió a la piscina. Justo en el momento en que se iba a meter al agua se dio cuenta de que una señora con sus dos hijitos se acercaban al borde de la piscina. El muchacho estaba pensando que no valía la pena continuar yendo a Chosica y, al mismo tiempo, miraba cómo la señora insistía para que los niños se decidieran a meterse. La vio retroceder y darle un empujón a cada uno, ella se lanzó inmediatamente después, gritando «¡al agua patos!». Cuando él cayó al agua, ya lo sabía todo.
Largo rato después continuaba flotando como un muerto. Había extendido brazos y piernas y el sol lo obligaba a cerrar los ojos igual que cuando amanecía con el peso del sol sobre las manos sintiendo el calor saludable al proteger sus ojos dormilones porque tía Tati acababa de abrir las cortinas llenándolo una vez más de confianza en alguna sensación aún no puesta al borde de una palabra como la palabra felicidad… Tati tenía la costumbre de asistir a mi baño de las seis de la tarde. Siempre llegaba en el momento en que Pancha estaba a punto de meterme a la tina, ¡al agua patos!, decía tarde tras tarde, ¡al agua patos! Cómo puede habérseme borrado esa frase si la pronunció siempre, aun el día en que me arroparon demasiado para que me quedara levantado hasta más tarde y pudiera despedirme de Rafaela que se iba de viaje a los Estados Unidos. Puedo ver el ambiente de lámparas arrinconadas que había en la sala y ahora puedo también imaginarme la tristeza que reinaba en esa habitación en la que seguro nadie quería mirarse a los ojos pero yo sólo recuerdo el calor que sentía y cuánto me molestaba, Rafaela y mamá se marchaban pero para volver cargadas de regalos o sea que yo no estuve en la tristeza de esa noche. Cómo giraba todo en torno a nosotros, en torno a mí solamente desde aquel día, ahí está papá bajando del automóvil y Federico el chófer sosteniendo la bolsa con el patito de a verdad que yo había pedido como nuevo juguete, ese día logré que me dieran permiso para que lo del baño fuera más tarde porque quería seguir jugando más rato con el patito. Y hasta puedo ver la mirada del animalito amarillo escapándose de la pequeña palangana y yo preocupado porque estaba temblando, cada vez que lo meto al agua tiembla más y se sale inmediatamente y lo vuelvo a meter y se empieza a achicar todito y se vuelve a salir temblando, yo también siento frío y oscurece cuando el bultito amarillo se cae de costado sobre la loseta roja pero tía Tati siempre ha dicho que los patos al agua, lo vuelvo a meter y queda flotando de costado y de pronto en la oscuridad como que empiezo a sentirme listo para algo, algo malo, es la primera vez que me han dejado solo de noche en el patio y falta mucho para que mamá regrese con mis regalos y papá está en Lima y estoy cerca de la puerta de la cocina donde anda Juana que castiga a su hijo acercándole la mano al fuego de la hornilla, es ella…
—¡Lo mataste! ¡Lo mataste! ¡No se te pudo ocurrir otra cosa más que matar al pobre animalito! ¡Pancha!, ¡venga rápido a ver lo que ha hecho esta criatura del demonio!
—¡Cómo se te ocurre hacer eso! ¡Has matado al pobre animalito! Mire, usted, Olga.
La lavandera se acerca seguida por uno de los mayordomos.
—¿Así también no destroza todos sus juguetes?
—Está muerto… será de ahogo, de frío, ¿de qué será?
—Agárrelo usted, Pancha, y bótelo a la basura… Y llévese a este niño a bañarse.
Esa noche tía Tati no vino a ver cómo me bañaba y nadie se atrevió a decir «¡Al agua patos!». Pancha me apuraba porque yo no me dejaba jabonar tranquilamente y es que sentía frío…
El muchacho se descubrió flotando medio encogido y de costado y recordó a Pancha diciéndole que en esa postura no lo podía jabonar bien. «Al agua patos», dijo, y nadó hasta el borde de la piscina.
Le ha ido como esperaba. Ni bien ni mal. Trabaja con una compañía de ingenieros, lo cual le ha permitido casarse, tener dos hijos y mantener a su madre sin que ella tenga necesidad de seguir trabajando. Vive tranquilo, que es lo único que le interesa y, a veces, cuando entra a la ducha dice «¡al agua patos!». Últimamente ha estado varias veces a punto de explicarle a su esposa lo que esa frase significa, la verdad es que la quiere bastante y que ella se merece una explicación y no esas rotundas negativas que recibe cada vez que le pide alquilar una casa en Chosica. Forman una buena pareja y todo marcharía a la perfección si no fuera por este asunto de la humedad del invierno de Lima y la ligera asma de Claudia, realmente la afecta. La verdad es que Chosica sería la solución. Hoy, por fin, ha decidido explicarle su negativa. Pero Miguelito irrumpe jugando y él lo toma entre sus brazos «¿Hasta qué palabra has vivido ya?», le pregunta, sin abrir la boca, acariciándolo solamente, sintiendo cómo quiere marcharse para seguir jugando. Entonces él destapa una cerveza y decide no explicar nada, irán a Chosica, alquilarán la casa, me convenciste, mujer. Ella está feliz, mil veces había insistido, ella lo está abrazando, lo está besando. Él responde a todo eso con una sonrisa vaga, está pensando: «Después de todo Chosica es algo tan personal como inevitable y es posible que a Claudia sí le haga algún bien…».