Había amarrado la lancha pero se había quedado sentado en el pequeño embarcadero y desde ahí continuaba contemplando la casa al atardecer. Sintió que el mayordomo lo estorbaba, cuando se le acercó a preguntarle si estaba satisfecho con su día de pesca y si deseaba que se fuera llevando las cosas. Últimamente había notado lo mucho que le molestaba que Andrés fuera un mayordomo tan solícito y que apareciera a cada rato a ofrecerle su ayuda. Y detestaba que se interesara tanto por el resultado de sus días de pesca. La familiaridad de Andrés, que él mismo había buscado, al comienzo, empezaba a irritarlo, pero qué culpa podía tener el pobre hombre. Además, se dijo, Andrés es un excelente cocinero y esta noche podré tomar esa sopa de pescado que nadie prepara tan bien como él. Alzó la cabeza e hizo un esfuerzo para sonreírle.
—Hoy no he tenido muy buena suerte con los pescados —le dijo—, pero hay suficiente para una buena sopa. Llévate todo menos las botellas y el cubo de hielo. Y de paso sírveme otra ginebra. Mucha ginebra, mucho hielo, y poca tónica.
Andrés siguió al pie de la letra las instrucciones, le preguntó si no deseaba nada más, pero él no le contestó. Ya lleva varios días así don Felipe, pensó, mientras se alejaba por el embarcadero con ambas manos cargadas, comprobando que hoy tampoco había tocado las cosas que le puso para que almorzara en la lancha. Desde que le ordenó decirle a cualquiera que llamara por teléfono que se había ausentado indefinidamente, don Felipe se contentaba con el café del desayuno y después no probaba bocado hasta la noche. Y por la noche sólo tomaba la sopa de pescado, con una botella de vino blanco. En cambio la ginebra… El mayordomo sacudió lenta y tristemente la cabeza. Cruzó el enorme jardín y desapareció por una puerta lateral de la casa.
Felipe lo había observado, desde el embarcadero. Me pregunto qué cara pondría éste si Alicia apareciera aquí en Pollensa, pensó, sería capaz de pensar que se trata de una hija que nunca le he mencionado. Bebió un trago largo y pensó que podría haber brindado por Alicia. Después se dijo que Alicia era un nombre importante en su vida. A los diecisiete años había amado por primera vez, se había enamorado duro de una muchacha llamada Alicia, durante un verano en Piura. En la playa de Colán, ante unas puestas de sol que jamás volvería a ver, el tiempo se detuvo para que la felicidad de besarla se tragara ese treinta de marzo en que se acababan las vacaciones y llegaba el día inexistente del imposible regreso a Lima, y a los detestables estudios. Recordaba cartas de Alicia, desde Piura, pero ahora, en su increíble casa de Bahía de Pollensa, se sentía completamente incapaz de recordar cuánto tiempo duró esa correspondencia ni qué hizo al final con las fotografías que, a menudo, ella le enviaba en esos sobres gordos de páginas. Recordaba, eso sí, la voz ronca de un cantante llamado Urquijo, al que siempre se había imaginado como un maloso de burdel, por la voz tan ronca y tan hombre, precisamente. Acuérdate de Alicia, cantó Urquijo, una madrugada, en la radiola del burdel de Rudy. Él estaba bailándose a una buena zamba y tratando de bajarle el precio. Ya no se acordaba de Alicia y se lo hizo saber de la manera más fácil. No le contestó más sus cartas a la pobre Alicia. Así debía ser Urquijo en la vida real, y con esa voz.
Fui todo un hombre, se dijo Felipe, sonriendo. Pero esta vez sí brindó por Alicia, antes de llevarse el vaso a los labios. Esta Alicia tenía apenas tres años más que la muchacha de Colán y estaba empezando sus estudios de Bellas Artes en la Universidad Católica. Y desde Lima, le escribía también cartas gordas de páginas que él respondía sin saber muy bien por qué. A veces relacionaba el asunto con su última visita al Perú, que había sido bastante agradable, pero le era imposible recordar el nombre del café de Barranco en que Alicia se le acercó con el pretexto de que lo había visto la noche anterior en la televisión. Felipe sonrió cuando ella le dijo que venía de su exposición y que estudiaba Bellas Artes en la Católica, mientras aprovechaba para sentarse a su lado sin preguntarle siquiera si estaba esperando a otra persona. Tomaron varias copas y Alicia no cesó de hablarle de sus cuadros, de alabarle cada vez más sus cuadros, hasta que por fin terminó diciéndole que era un trome porque exponía en París, en Tokio, y en Nueva York.
—¿Y tú cómo sabes tantas cosas? —le preguntó Felipe.
—Sé todo de ti, Felipe —le respondió ella, cogiéndole ambas manos y mirándolo fijamente.
—Entonces debes saber mucho más de mí que yo —le dijo él, divertido ante la insistencia nerviosa e intensa con que ella tenía los ojos negros y húmedos clavados en los suyos.
—Lo sé todo, Felipe.
—No me digas que esto va a durar toda la vida…
—¿Qué va a durar toda la vida?
—Esos ojos así.
Alicia dio un pequeño respingo en su silla y le acercó aún más la cara. Felipe le hizo creer que se daba por vencido y la invitó a comer a su hotel. No estaba vestida para ese comedor y debía de tener unos treinta años menos que él, pero el asunto como que se volvió más divertido, gracias a eso, precisamente. Alicia con su pantalón gastado de terciopelo rojo, con su chompa roja de cuello alto y que le quedaba enorme, y con una casaca de cuero negro que debía ser de su hermano mayor. El pelo largo, muy negro, y lacio, se metía en la conversación a cada rato y ella lo arrojaba nerviosamente detrás de sus hombros, mirando hacia ambos lados como si les estuviera diciendo quédense quietos, allí es donde deben estar, pelos del diablo. Su belleza no era extraordinaria, pero podía llegar a serlo, en ciertos movimientos, y sus ojos negros, cada vez más húmedos, definitivamente hablaban como locos. A Felipe le hacía gracia que ella ni cuenta se hubiera dado de donde estaban, ni de que ese comedor andaluz y recargado estuviera lleno de gente que lo conocía y que era imposible empezar a comer hasta que ella no le soltara las manos.
—Lo sé todo de ti, Felipe.
—Ésa parece ser tu frase favorita —le dijo él, sonriendo—. Y ahora, si no te importa mucho, nos soltamos las manitas y comemos algo.
Estuvieron en el bar del hotel hasta las tres de la mañana, y el pianista era tan viejo como él, por lo menos, porque les tocó y cantó Acuérdate de Alicia, a pedido del caballero. Esta Alicia era limeña, y a eso de las seis de la mañana, le juró que algún día se iría a Mallorca, a su casa de Bahía de Pollensa, a darle el encuentro y a vivir con él. Felipe se había arrepentido de haberla hecho subir a su cuarto, pero ahí seguían tendidos y desnudos sobre la cama cuando él le dijo que todo eso era un error y ella le cayó encima con todo su peso, para preguntarle de qué error estaba hablando. Felipe la puso suavemente a su lado, le dijo sé una niña buena, mira que ya van a ser las seis. Alicia se hizo la que rebotaba, y de un salto llegó hasta la silla en que se hallaba su ropa. Se vistió como pudo, lo besó, y desapareció sin que él supiera ni dónde vivía.
Y a las dos de la tarde, cuando Felipe bajó de su habitación para salir a almorzar con su hermano, lo primero que vio fue a Alicia sentadita junto a la recepción.
—Atrévete a decirme que no te asustaste —fue el saludo de Alicia.
A Felipe le hizo gracia confesarle que, en efecto, había temido no verla más, y la invitó a almorzar con su hermano. Se habían citado en «La Costa Verde». En un segundo estamos ahí, le dijo Alicia. He venido con mi «Volkswagen» y en un segundito estamos ahí. Manejó como una loca, pero él se limitó a observarla de reojo mientras pensaba qué explicación le iba a dar a su hermano sobre esa chiquilla de chompa y pantalón rojos, casaca negra, y desbordante entusiasmo. Le había dicho a Carlos que quería almorzar en «La Costa Verde», pero afuera, en la terraza, lo más cerca del mar, aunque fuera pleno invierno.
—Me imagino que la chica es un regalo de tus noches bohemias —le dijo su hermano, mientras se abrazaban.
—Carlos —se descubrió diciendo él—: Alicia es mi acompañante oficial.
Luego los presentó jurando que, en efecto, eso era todo lo que sabía de Alicia, pero que en cambio ella lo sabía todo de él. El maître se acercó y Felipe le dijo que lo único que deseaba era excederse en el pisco souer y en el ceviche. A Carlos eso le pareció una excelente idea y Alicia dijo a mí también pero también quiero vinito blanco chileno, no seas malo, por favor, Felipe.
—Vinito blanco chileno también —le repitió Felipe al maître.
Dos horas más tarde, Carlos se despidió diciendo que insistía en que esa casa era una monstruosidad, que había arruinado la Bahía de Pollensa, que sólo a un pintor loco y botarate se le podía ocurrir construirse las ruinas de Puruchuco en Mallorca, y que cuánto habría tenido que pagarle a las autoridades para que le permitieran edificar un templo incaico bajo el sol de las Baleares. La verdad, concluyó, mientras se ponía de pie, la verdad es que he sentido vergüenza de estar en ese lugar sabiendo que mi hermano… La verdad es que no vuelvo a poner los pies en España porque me da vergüenza… Tal como lo oyes, Alicia, me da realmente vergüenza que alguien en España se entere de que soy hermano del dueño del Puruchuco balear. Y todo por una promesa que este hermanito mío le hizo a un viejo chocho en París… Pero eso que te lo cuente Felipe. Anda, dile que te lo cuente. Ya verás cómo al instante dejas de ser su acompañante oficial… Carlos le guiñó el ojo a Alicia y desapareció.
—Cuéntame cómo fue, Felipe —le dijo ella, apretándole fuertemente ambas manos y acercándole la cara. Tenía los ojos más húmedos que nunca, más brillantes e intensos y nerviosos que nunca.
—¿Cómo, tú no eras la que lo sabía todo de mí? —se burló Felipe.
Alicia le soltó las manos y se dejó caer sobre el espaldar de su silla. Felipe aprovechó para hacer lo mismo y de golpe se dio cuenta de que había bebido demasiado. Recordó al viejo chocho, como le había llamado Carlos, y recordó a Charlie Sugar y a Mario. Miró a Alicia pero Alicia estaba mirando el mar. Entonces decidió que no iba a hablar una sola palabra más. He bebido demasiado, se repitió, y además soy un sentimental de mierda. El día gris y triste de la costa peruana empezó a ponerse gris oscuro y horas más tarde el mar era como un sonido constante que venía de ese lugar inmenso en que todo se había puesto negro. Sólo por el sonido se sabía que el mar estaba muy cerca. Alicia y Felipe continuaban mudos y orgullosos en su mesa. Sin saberlo, los dos se habían prometido, al mismo tiempo, no ser el primero en hablar. Y así seguían en la noche demasiado húmeda y sin una sola estrella donde posar la vista para aguantar tanto frío sin hablar, sin decir me muero de frío.
Empezaron a encenderse luces verdes y los dos voltearon a mirar hacia el interior del restaurante. En unos minutos, todo estaría listo para la comida y pronto empezarían a llegar las primeras personas. Los mozos esperaban la llegada de las primeras personas. Alicia se dio por vencida.
—Tienes razón, Felipe —dijo—; hay muchísimas cosas que no sé de ti.
—Treinta años de cosas, más o menos, aunque eso no es lo peor. Lo peor es… No… Eso tampoco es lo peor… Lo peor no es que en una sola tarde no se puedan contar treinta años de cosas. Lo peor es que uno pueda pasarse horas aguantando tanto frío y todo porque no se debe hablar cuando se ha bebido más de la cuenta y eso por una sencilla razón: porque se ha perdido las ganas de hablar.
—No te creo —dijo Alicia.
—Yo tampoco me creía, hasta hace un rato.
—Entonces ya no podrás pintar como hasta ahora.
Felipe soltó la risa, pero inmediatamente se disculpó. Una cosa es no tener ganas de hablar, pensó, y otra, muy diferente, es herir a Alicia. Aunque no sepa ni quiera saber quién es. Aunque no sepa ni siquiera dónde vive ni de dónde ha salido. Después recordó que Carlos, bromeando, se había referido a ella como un regalo de sus noches bohemias. Y volvió a reírse y volvió a disculparse inmediatamente. Entonces le dijo que no se iba a volver a reír más en la vida, porque se reía de puro bruto, sin saber realmente por qué, ni de qué, y que lo mejor era que se fueran a tomar una copa al hotel, si a ella le provocaba, y que después podrían comer juntos en el comedor andaluz, si a ella le provocaba, claro.
Alicia manejó como una loca, hasta el hotel, y él no logró encontrar una buena razón para quejarse. Tres días después fue la única persona en acompañarlo al aeropuerto y ahora habían pasado dos años de eso pero ella seguía escribiéndole cartas gordas de páginas en que le hablaba siempre de su sueño dorado de irse a vivir con él a Mallorca, de acompañarlo para siempre en su casa de Bahía de Pollensa, de ese sueño que se repetía en cada una de esas cartas que Felipe respondía sin saber muy bien por qué.
Esta vez, sin embargo, todo era diferente, porque Alicia estaba lista para venirse a España ya y porque esta vez él sabía perfectamente bien por qué no lograba responder a esa carta. Alicia sueña tercamente, se dijo, recordando que llevaba un mes sin atreverse a escribirle, y que ella le había rogado que le respondiera inmediatamente, a vuelta de correo, no seas malo, no me hagas esperar, por favor, Felipe.
La casa empezó a iluminarse, al fondo del jardín, y Felipe decidió abandonar el embarcadero. Prefería regresar porque Andrés no tardaba en venir a llamarlo y a preguntarle a qué hora deseaba que le tuviera lista su sopa. Cada día era lo mismo y a él cada día le costaba más trabajo soportar tanta solicitud. Varias veces desde que recibió la carta, Felipe se había imaginado a Alicia muerta de risa al llegar a su casa increíble y encontrarlo con un mayordomo que empezaba a cuidarlo como si fuera un viejo. La idea le resultaba insoportable, pero hoy, por primera vez, la asoció con las dos últimas visitas que había recibido. Recordó la ilusión con que había esperado a esas personas y cómo, de golpe, por algún ridículo detalle, su presencia se convirtió en algo realmente insoportable. Trató de pensar en otra cosa, al entrar en la casa, y le pidió a Andrés que le sirviera la sopa, no bien estuviera lista.
Acababa de ducharse cuando Andrés se acercó a la puerta de su dormitorio. Ya podía pasar al comedor. Haciendo un esfuerzo, le dijo al mayordomo que la sopa había estado como nunca, y que ahora, por favor, le llevara hielo, tónica, y una botella de ginebra al escritorio.
Y estuvo horas encerrado con los treinta años de cosas que quería contarle a Alicia. Pero después se dijo que así nomás no se metían treinta años en un sobre y se detuvo en los años del viejo chocho, como le había llamado su hermano a don Raúl de Vemeuil, dos años atrás, en presencia de Alicia. A Raúl, a Mario y a Charlie Sugar, los conocí el 60 en París, Alicia, lo que no sé es si te hubieras divertido con ellos ni qué cara habrías puesto cada vez que Raúl empezaba a hablar de la guerra y nosotros teníamos que decirle, por favor, Raúl, a cuál de las dos guerras mundiales te estás refiriendo. Siempre tuvo más de ochenta años, muchos más, y cada noche, a las once en punto, un mozo se encargaba de desalojarle su mesa en el «Deux Magots». Era alto, gordo, algo mulato, y sumamente elegante. En París, para nosotros, el verano había llegado cuando Raúl aparecía en el café con su terno de hilo blanco, su corbata de lazo azul y blanca, a rayas, y una sarita que se quitaba sonriéndole a la vida. Cada noche en la puerta del café. Mario, Charlie Sugar y yo, lo esperábamos encantados, pero yo no sé si te hubieses divertido con nosotros ni qué cara habrías puesto cada vez que Raúl empezaba a hablar de César Vallejo y se ponía furioso porque él había sido su gran amigo y sólo ocho personas habían asistido al entierro del Cholo y él tenía por lo menos treinta libros en que unos imbéciles que se decían críticos habían escrito babosada tras babosada sobre la vida y obra del Cholo y aseguraban haber asistido a su entierro. ¡Oiga usted, señor obispo!, exclamaba Raúl, y sacaba por enésima vez la fotografía del entierro de Vallejo y eran sólo ocho las personas que asistieron y éste soy yo y el de mi derecha es André Bretón, que ése sí que fue un caballero, ¡oiga usted, señor obispo! Y Vallejo no había sido un hombre triste, sino enamoradizo y muy vivo, y a la hija del panadero de su calle se la había conquistado y cada mañana iba a verla y a recoger su pan. Y Vallejo era un dandy, además, y siempre le andaba dando consejos a uno. Nunca había que bajar del Metro hasta que no hubiera parado del todo, porque eso gastaba inútilmente las suelas de los zapatos. Y había que sentarse lo menos posible porque eso le sacaba brillo a los fondillos del pantalón. ¿Y saben cómo hizo Picasso los dibujos de Vallejo? ¿Esos dibujos que están en el museo de Barcelona? La gente dice que fueron amigos, pero mentira, jamás fueron amigos. Lo que pasa es que éramos dos peñas, en «La Coupone», la de los latinoamericanos y la de los españoles, pero entonces ni Picasso era Picasso ni el Cholo era nadie tampoco. Fue cuando se murió el Cholo que Picasso notó la ausencia de esa cara, porque una cara así no era frecuente en París y es cierto que el Cholo tenía unos rasgos muy especiales. Un español de la otra mesa se nos acercó y nos preguntó por el de la cara tan especial, que era la del Cholo, y nosotros le explicamos que era peruano y poeta y que acababa de fallecer. Entonces el español fue a su mesa y les contó a sus compatriotas, que nos miraron con simpatía y afecto, y ahí fue cuando Picasso dibujó la ausencia de Vallejo, ¡oiga usted, señor obispo!
Pero yo no sé si todas estas cosas te hubieran divertido, Alicia. Y no puedo imaginarte noche tras noche en el café con Raúl de Verneuil, con don Raúl de Vemeuil, como le llamábamos nosotros. Un hombre que jamás en su vida trabajó y que en 1946 regresó al Perú por última vez. Vivía en París desde principios de siglo y era hijo de un francés que llegó a crear la Bolsa de Lima y se casó con una hermana de González Prada, ¡oiga usted, señor obispo!, exclamaba siempre Raúl, cuando hablaba de González Prada, mi tío fue el más grande anticlericalista del mundo, ¡oiga usted, señor obispo! Y gran amigo del genial poeta Eguren, que vivió toda su vida detrás de una cortinita y rodeado de las viejas beatas de sus hermanas. Había que verlas cada vez que aparecía por ahí González Prada. Desaparecían en menos de lo que canta un gallo y no bien se iba mi tío llamaban al obispo para que viniera a confesar al pobre Eguren y a echar agua bendita por toda la casa, ¡oiga usted, señor obispo!
Si vieras, Alicia, hasta qué punto detestaba don Raúl el año 46. Fue el año en que le dijo adiós para siempre a Lima, a su tierra natal. Él llegó de Buenos Aires, donde había estado pasando la guerra, la Segunda Guerra Mundial, no se hagan los tontos, muchachos. Llegó a Lima para estrenar su primera sinfonía. Raúl era músico, Alicia… Ya ves… Cansa tenerte que estar aclarando todo a cada rato… O se ha conocido a don Raúl de Vemeuil o no se le ha conocido, ¿me entiendes, Alicia? Y además, yo no sé, la verdad, si todo esto te puede interesar. El año 46, tú ni soñabas en nacer y don Raúl estrenó Puruchuco, su primera sinfonía, en el Teatro Municipal de Lima. El público fue abandonando la sala, durante el concierto, y al día siguiente un crítico escribió que nunca se supo en qué momento había cesado de afinar la orquesta y en qué momento había empezado la sinfonía. Nosotros, Alicia, nos matábamos de risa, pero él agitaba los brazos y gritaba ¡país de analfabetos, ése!, ¡oiga usted, señor obispo! Sólo una gordita suiza supo decir lo que era mi sinfonía, lo que era Puruchuco, y a mí me dio pena dejarla en ese país de analfabetos y me la rapté del periódico en que trabajaba y me casé con ella, con Greta, pero eso sí, caballeros, a Greta la mandé muy pronto a vivir a Suiza porque me cuidaba demasiado. A los caballeros nadie los cuida, ¡oiga usted, señor obispo!
Resulta, Alicia, que don Raúl de Verneuil era un gran cocinero y el más grande comilón que he visto en mi vida. Le encantaba invitar gente joven y que de su casa nadie se moviera hasta la hora del desayuno. El que entra a mi casa no se va hasta mañana, le decía Raúl a los invitados y ay de ti si te querías ir antes del desayuno, Raúl había cerrado la puerta con llave y te mandaba a dormir en un diván que tenía para los que no saben vivir, ¡oiga usted, señor obispo! Y ahora me acuerdo cuando, durante una de esas parrandas, lo fregó a Chávez, un gran amigo pintor que vivía en París por esos años. Chávez empezó a burlarse de una estatuita africana de pacotilla que tenía Raúl. Una de esas que venden miles de negros en el Metro de París. ¿Cómo puede usted tener una mierda así, don Raúl?, le preguntaba Chávez. ¿No tiene nada mejor con que decorar su casita? Mira, muchacho, le dijo Raúl, don Raúl, como le llamábamos nosotros, déjeme esa estatuita en paz porque me la ha regalado mi vecina que es una muchachita de dieciocho abriles y hay que verla, ¡oiga usted, señor obispo! Pero Chávez se siguió burlando y don Raúl le dijo que él podía ser un gran pintor surrealista y todo lo que tú quieras, muchacho, pero yo fui amigo de Bretón y si me tocas la estatuita ya vas a ver, yo te voy a enseñar lo que es el surrealismo. ¿Y si le rompo su mierdecita, don Raúl? ¿No me diga usted que se va a amargar porque le rompa esa mierdecita? Mira, Chávez, lo que yo te he dicho es que esa mierdecita me la ha regalado una muchacha de dieciocho abriles y que eso no se toca. Así siguieron un buen rato, Alicia, y por fin Chávez le hizo pedazos la estatuita. La que se armó. Don Raúl sacó el catálogo de la última exposición de Chávez, un verdadero libro lleno de formidables láminas en colores, y realmente lo hizo añicos mientras el pobre Chávez le decía pero no, don Raúl, pero si eso se lo he regalado yo con todo cariño. Te avisé, muchacho, le dijo don Raúl, te dije que yo te iba a enseñar lo que era el surrealismo. Tú me has roto mi estatuita y yo he hecho añicos tu surrealismo. Te advertí, te dije que yo fui gran amigo de Bretón, de André Bretón, ¡oiga usted, señor obispo!
Para don Raúl, Alicia, nunca hubo un problema en la vida. Se levantaba a las doce del día y jamás se acostó antes de las cuatro de la mañana. Nada era urgente. Nada lo sorprendía y jamás pudo concebir que alguno de nosotros tuviera problemas económicos. Recuerdo a Mario, la tarde en que llegó a su casa y le dijo don Raúl, estoy sin un centavo. ¿Sabes lo que le contestó él? Apúrate muchacho, apúrate que a las cinco cierran los Bancos. Genial fue también cuando dos argentinos confundieron a Charlie Sugar y a Mario con un contacto que tenían que establecer en París. Charlie y Mario andaban sin un centavo y estaban esperando que alguien pasara por el café para pagarles la copa de vino que habían pedido, cuando aparecieron esos dos tipos, los saludaron, se sentaron y empezaron a invitarles whisky tras whisky, y los otros felices porque llevaban siglos sin tomar un whisky. Pero resulta que los argentinos se habían equivocado, resulta que venían en busca de otros dos latinoamericanos con los cuales tenían que negociar el asesinato de Perón, que entonces vivía en Madrid y tenía pretensiones de regresar a la Argentina y presentarse a elecciones. Al principio, con tal de beber gratis, Charlie y Mario les siguieron la cuerda pero poco a poco el asunto se les fue poniendo feo. Por fin, Charlie, realmente asustado, optó por una nueva mentira, y les dijo que el jefe llegaba a las once. Y a las once, en efecto, apareció Raúl y los encontró muertos de miedo. Charlie le contó todo, como si Raúl estuviera al tanto de todo, e inmediatamente Raúl los invitó a cambiarse de mesa porque la suya era la del rincón, junto a la ventana que daba al bulevar, por favor, caballeros. Ahí pidió que le resumieran lo ya hablado, y luego, cuando uno de los argentinos empezó a precisarle una serie de datos, don Raúl, tranquilísimo, le dijo que él no se ocupaba del aspecto técnico sino del aspecto intelectual del asunto. En cuanto al bazooka al que se han referido ustedes, agregó, me parece un detalle insignificante. No hay nada más fácil que meter un bazooka a otro país. Charlie, dijo, entonces, explícale a estos caballeros cómo piensan meter ustedes el bazooka en España. Sólo el miedo, Alicia, hizo que a Charlie se le ocurriera cómo meter un bazooka de contrabando en España. Pidió otro whisky, para darse ánimos, y dijo que él había realizado esa operación en otras oportunidades y que lo mejor era colocarlo debajo de un automóvil, para que pareciera el tubo de escape. Después, don Raúl les preguntó a los argentinos de cuánto dinero disponían para la operación. Los escuchó decir la cifra, tranquilamente, les agradeció por tan generosa invitación, y les dijo que, al día siguiente, a las once en punto, les entregaría un informe detallado de todos los gastos. Los argentinos pagaron, se despidieron satisfechos, y no bien se alejaron Raúl soltó uno de sus infalibles ¡oiga usted, señor obispo! Charlie y Mario le preguntaron cómo pensaba hacer, al día siguiente, y Raúl les dijo pero ustedes son brutos o qué, muchachos, ¿no se les ha ocurrido que lo difícil es matar a Perón, pero que en cambio no hay nada más fácil en el mundo que hacer un plan para matar a ese señor? Para empezar, lo que se necesita es comprar un departamento que quede enfrente de la casa de Perón. Y eso, muchachos, puede costar mucho más de lo que estos pobres diablos pueden ofrecernos. ¿No se dan cuenta, muchachos? Y, en efecto, el contacto se rompió cuando los argentinos aparecieron la noche siguiente a las once y don Raúl les explicó que lo sentía mucho por sus amigos, que andaban realmente necesitados de dinero, pero que la suma, por más vueltas que le había dado al asunto, tenía que ser el doble o nada. Un dólar menos y nos exponemos a un fracaso total. Los argentinos no volvieron a aparecer por el café.
¿Y, Alicia? ¿Qué te parece todo esto? ¿No te da pena pensar que Mario murió en El Salvador y que Charlie se arrojó al Metro y que don Raúl murió en su ley y que nadie ha vuelto a saber nada de Greta? ¿Y por qué demonios te va a dar pena si no los conociste? ¿Y por qué demonios tendrías que haberlos conocido? ¿Y cómo demonios los habrías podido conocer si eras todavía una colegiala cuando el último de ellos murió? ¿Sabes por qué se arrojó al Metro Charlie? ¿Te interesa saber cómo era Charlie y cómo sólo un tipo como él se pudo tirar al Metro por una cosa así? ¿Sabes acaso que era chileno y que decía soy, señores, el único pobre en el mundo que posee una villa in the French Riviera? ¿Sabes acaso que, por más borracho que estuviera, jamás contó cómo y por qué tenía la villa in the French Riviera? ¿Sabes que, habiéndola podido vender, jamás puso los pies en la villa? Charlie… Fue Mario el que me contó de los amores que tuvo con una millonaria norteamericana mucho mayor, y que al morir le dejó esa villa maravillosa. Se la dejó con la promesa de que a diario, mientras la siguiera amando, fuera a misa de siete a rezar por la salvación de su alma. Pobre Charlie, a veces le daban las cuatro con un vaso de whisky en la mano porque como él decía, como sólo él podía decir, yo soy un caballero señores, y reconozco que lo único que sé hacer bien en la vida es tener un vaso de whisky en la mano. Y al pobre le daban muchas veces las cuatro y todos nos íbamos a acostar pero él no podía. Temo, señores, decía, no llegar a la misa de siete. Y Charlie era la única persona a la cual Raúl, don Raúl, Alicia, en esas comilonas con desayuno que organizaba, le abría la puerta a las seis y media en punto para que no fallara a su misa de siete. Charlie…
… Que yo sepa, Alicia, es el único hombre en el mundo que se ha suicidado por dos mujeres. Por la norteamericana de la misa de siete y por la muchacha de tu edad, que lo obligó a fallar una vez a misa de siete. Charlie… Sólo cuando fuimos a reconocer el cadáver entendimos por qué, desde hacía unas semanas, a cada rato repetía las mismas palabras. Señores, decía, me ha pasado otra vez, pero al revés. Ahora es ella la de veintiún años y yo el de sesenta. Confieso que me ha pasado sólo una vez en la vida pero aun así es demasiado. ¡Oiga usted, señor obispo!, exclamó Raúl.
Nunca preguntas por Greta, Alicia. Ya ves cómo, por más que hagas, esta historia nunca te podrá interesar. ¿Cómo, si no la compartiste entonces conmigo; la podrás compartir ahora? Greta era la esposa de Raúl, pero tú hasta ahora no me has preguntado qué más hizo Raúl con la gorda, aparte de mandarla a Suiza porque a los caballeros no se les debe cuidar demasiado. Greta era profesora en Zurich y sólo se veían dos veces al año. Quince días en Navidad y Año nuevo, y el mes de agosto que pasaban juntos en Mallorca. Por Raúl conocí yo Mallorca, Alicia, y para mí que Raúl fue el primer veraneante extranjero que llegó a Mallorca. Fue el mejor, en todo caso, el más elegante y el más caballero. Eso fue en 1921, y en 1975 Raúl y Greta seguían ignorando que se podía llegar a Mallorca en avión. Los pobres gordos se pegaban una paliza tremenda. Una noche de tren, primero, hasta Barcelona, y luego todo un día de barco hasta Mallorca. Un día, al ver a Greta tan gorda, porque la verdad es que cada año llegaba más gorda y al final tenía que sentarse en dos sillas, en el café… increíble… Al verla así, Mario y yo le dijimos madame, porque a Greta siempre le dijimos madame, nunca Greta, nosotros pensamos, madame, que tanto usted como don Raúl deberían ir a Mallorca en avión. Raúl protestó, porque los caballeros siempre habían viajado en tren o en barco, pero al final, con la ayuda de Greta, logramos convencerlos y quedamos en ocuparnos de todo y en acompañarlos al aeropuerto.
¡Habrase visto lugar más feo!, exclamó Raúl, no bien llegamos al aeropuerto, ¡oiga usted, señor obispo! Y en seguida nos dijo que quería ver los aviones y lo acompañamos y Mario y yo soltamos la carcajada cuando dijo cómo diablos voy a saber cuál es el mío, si todos son igualitos. Le explicamos que a los pasajeros los llamaban por los altoparlantes y que luego pasaban por el control y que después tenían que llegar hasta una puerta, la que correspondía al avión que iban a tomar. Nos íbamos muertos de risa, Mario y yo, pensando que Raúl y Greta ya estarían acomodándose en sus asientos, cuando lo escuchamos gritar ¡Muchachos, muchachos! ¿Pero Raúl? Jadeaba, apenas podía hablar, se había regresado corriendo desde el avión, atropellando a medio mundo, apenas podía hablar. Muchachos, nos preguntó, ahogándose casi, ¿y a esas señoritas tan guapas y elegantes que lo atienden a uno en el avión, se les da propina?
Raúl… Greta y Raúl… Nosotros nunca quisimos a Greta porque no le dejaba comer ni beber en paz, porque lo volvía loco cuidándolo. La verdad, Alicia, no bien Raúl nos anunciaba la llegada de Greta, apenas si caíamos una noche por el café y eso de pura cortesía. Con Greta, Raúl perdía casi todo su encanto, aunque como decía Charlie, con toda razón, desde que a Raúl se le fueron acabando sus rentas, era ella quien lo mantenía desde Suiza, y eso era quererlo mucho y realmente creer en él como músico, porque Raúl no había vuelto a dar un sólo concierto desde el 46 y a ninguno de nosotros le constaba que siguiera componiendo, aunque el pianito que tenía en su casa estaba siempre abierto, con un cuaderno de música encima y algunas notas dibujadas con un lápiz tembleque. La verdad, Alicia, es que sólo después de su muerte logré que Greta me prestara la partitura de Puruchuco y pude consultar con el director de la Orquesta Sinfónica de Bruselas. Mire usted, señor, me dijo, su amigo habría necesitado llamarse Beethoven para que una obra así se pudiese interpretar. El último movimiento, sólo el último movimiento, requiere de un coro formado por quinientas princesas del Imperio incaico. Le devolví la partitura a Greta, por correo, y nunca más volví a saber de ella.
Pobre gorda, lo feliz que era flotando como una ballena. Le encantaba Mallorca porque decía que era el sitio en el mundo en que mejor se flotaba. Lo descubrió en 1921, cuando se metió por primera vez al mar, ahí, y me imagino que se pasaba el año en Zurich soñando con el mes de agosto que le esperaba en Mallorca. Un verano, aparecimos Charlie, Mario y yo, y a diario contemplábamos la misma escena. Un taxista, que debía de tener la edad de Raúl, o casi, los venía a buscar desde siempre y les cobraba la misma tarifa del año en que los conoció. Un caballero español, decía Raúl. Y sentado en la terraza de un bar, al borde del mar, tomaba vino blanco y muy seco mientras ella flotaba feliz y le hacía adiós a cada rato. Es feliz, decía Raúl, aunque jamás respondía a los saludos que Greta le enviaba desde el agua. Y no bien empezaba a sentir hambre, se ponía de pie, y aunque estaba en una isla, el grito era siempre el mismo: ¡Greta, abandona inmediatamente el océano y regresa al continente! La escena se repitió exacta, cada mes de agosto, desde 1921 hasta 1977. Después regresaba el taxista y los llevaba a la misma vieja casona de Palma que alquilaron siempre. Y por el mismo precio de siempre, nos contó Raúl, un día. Porque muchachos, en este caso, se trata también de un caballero español.
Raúl tenía noventa y dos años cuando murió, Alicia. ¿Te importa? ¿Te interesa saber lo hermoso y triste que es que un hombre muera en su ley? ¿Te interesa saber cómo murió Raúl y cómo yo no podía creer que ese hombre había muerto? Se acerca al fin de todo y de todos, Alicia.
El fin empezó en el cumpleaños de Mario. Lo celebró en grande, como siempre, y nos emborrachamos también como siempre, y recordamos que hacía dos años que Charlie nos había abandonado. Yo, Alicia, sentí por primera vez que era muy injusto ser mucho menor que ellos, detesté tanta fama y tanto dinero y tanto viaje a Nueva York y a Tokio y a Milán y a Amberes y a Zurich y a Frankfurt, y por ese lado me seguí emborrachando. Más tarde empecé a decirme que jamás me había casado y que mi casa eran doce hoteles en doce ciudades diferentes. Y estaba pensando en el suicidio, por primera vez en mi vida, cuando Raúl exclamó ¡oiga usted, señor obispo! No sé quién le había hablado del año 46 en Lima y Raúl se había puesto de pie para decir que los limeños eran todos unos mazamorreros de mierda. Que sólo sabían comer mazamorra y que no se merecían tener cerca de Lima unas ruinas como las de Puruchuco y que en la vida tendrían otra oportunidad de escuchar una sinfonía suya, y mucho menos la llamada Puruchuco, porque así lo tenía ya dispuesto él en su testamento. ¿Y tú volverías a Lima?, le preguntó Mario, de pronto. ¡Quisiera, muchacho!, le respondió Raúl. ¡Pero sólo por ver Puruchuco! ¡Ahí jugué yo de niño! Y no sé, Alicia, no sé cómo me descubrí haciéndole la promesa de construir Puruchuco, exacto y nuevecito, en Mallorca. ¡Oiga usted, señor obispo!, exclamó Raúl, volteando a mirarme. ¡Hay un lugar Herniado Bahía Pollensa! ¡Tú construye, muchacho, que para eso tienes fama y dinero! ¡Pero eso sí, el que estrena soy yo! ¡Una frijolada monstruo! ¡Frijoles bien negros que encargamos chez «Fochon»! ¡Que ellos se ocupen de trasladarlos hasta Bahía de Pollensa! ¡Yo, señores, me encargo de conseguir veinte negras de esas que lo pasean a uno en culo! ¡Y las lavamos en Puruchuco y con esa agua hacemos hervir los frijoles! ¡Oiga usted, señor obispo!
En septiembre, Greta llamó a todos los amigos de Raúl para avisarles que había muerto y que lo había enterrado en Mallorca, porque así lo había dispuesto en su testamento. Mario y yo fuimos a verla juntos y ella fue la que terminó consolándonos. Suiza de mierda, dijo Mario, no bien salimos, apenas si supo contarnos que murió en su ley, lo cual para ella, por supuesto, fue una temeridad más de Raúl. Murió veinte días después de su cumpleaños, celebrando su salida de la clínica. Un infarto lo tumbó el día de su cumpleaños, y mientras lo trasladaban a la clínica abrió los ojos y dijo: Pero no se me rompió la copa, oiga usted, señor obispo. Y veinte días después insistió en celebrar su total restablecimiento y a Greta la trató de suiza de mierda cuando ella le dijo que eso era una locura. Tú vete a flotar, si quieres, pero yo esto lo celebro o no me llamo don Raúl de Verneuil. Un bárbaro, nos había dicho Greta. Lo que él quería era no romper la copa y salió con la suya y fue de lo más fastidioso tenerlo que enterrar en Mallorca. Don Raúl de Verneuil, Alicia, murió dejando sesenta sinfonías. Todas dedicadas a madame Greta de Verneuil.
Y hace cuatro años, Alicia, que Mario me llamó a mi hotel, en Nueva York, y me dijo pensar, viejo, que estamos en la misma ciudad y que no podemos tomarnos un trago juntos. ¿Por qué?, le pregunté. Pues mira, viejo, por qué va a ser. Resulta que estoy jodido y me voy a El Salvador para morirme allá. Pero Mario… Ni modo, Felipe, si ya me están llamando para el embarque. O sea, Alicia, que Puruchuco nunca se estrenó y aquí vivo y aquí pinto y aquí pesco y aquí soporto cada día menos las perfecciones de mi mayordomo Andrés o las visitas de mi secretario y las llamadas de mi marchand. Y ahora te voy a leer una cosa que escribí el día que recibí tu carta. No sé por qué lo puse en tercera persona. En fin, tal vez para darme la ilusión de que ese tipo no era yo, pero ese tipo sí soy yo, o sea que para la oreja, Alicia.
«Se había vuelto un viejo cascarrabias, antes de tiempo, o por lo menos poco a poco se estaba convirtiendo en eso, a pesar de que solía pintar como si no lo fuera, tal vez para darse la ilusión de que no lo era y nada más. Su única nobleza, en todo caso, consistía en no querer envolver a nadie en sus rabietas de solitario, en cumplir con su trabajo, y en una cierta delicadeza que lo llevaba, a menudo, a ser muy cortés con la gente que estaba de paso y hasta a tomarles un secreto cariño que sólo se confesaba cuando ya era demasiado tarde porque ya se había ido. Entonces se sentía bien un par de horas y en eso consistía su moral».
Dejó el papel a un lado, cogió otra hoja, y empezó a escribir, «Querida Alicia, sin duda alguna, una chica como tú habría disfrutado en un lugar como éste». Dejó la pluma a un lado, y estuvo largo rato contemplando el mar en la noche llena de estrellas que le permitía ver la gran ventana de su escritorio. Volvió a coger la pluma, de golpe, y escribió: «A veces te quiero mucho siempre». Después pronunció el nombre de Alicia y decidió que era mejor dejar la carta para el día en que viniera el secretario. Prefería dictar.