Mientras los uniformados empleados del Museo Marriner empujaban a los últimos visitantes a través de las dobles puertas encristaladas, el director, sentado en su oficina, hablaba con Raymond Hewson.
El director era un hombre de aspecto juvenil, robusto, rubio y de mediana estatura. Sabía llevar la ropa y vestía con elegancia. Raymond Hewson, por su parte, llevaba un traje que en otro tiempo debió de ser elegante pero que ahora, a pesar de que lo habían cepillado y planchado cuidadosamente, revelaba que su dueño estaba perdiendo su batalla con el mundo. Hewson era un hombre bajito, delgado, pálido, de cabellos castaños e hirsutos. Hablaba con cierto desparpajo, pero parecía estar continuamente a la defensiva y tenía el aire furtivo de un hombre acostumbrado a los desaires. Parecía lo que era: un hombre dotado por encima de lo normal que había fracasado por su falta de seguridad en sí mismo.
El director estaba hablando.
—Su petición no constituye ninguna novedad. De hecho, la denegamos a diversas personas —en su mayoría jóvenes que han hecho una apuesta— unas tres veces por semana. No tenemos nada que ganar y sí algo que perder permitiendo que la gente pase la noche en nuestra Sala de los Asesinos. Si lo permitiera y algún joven estúpido perdiera los sentidos, ¿cuál sería mi posición? Pero, tratándose de un periodista, la cosa cambia un poco.
Hewson sonrió.
—Supongo que quiere usted decir que los periodistas no tienen ningún sentido que perder.
—No, no —rió el director—. Pero uno los imagina como personas razonables. Además, tenemos algo que ganar: publicidad.
—Exactamente —dijo Hewson—. Eso me ha hecho creer que podíamos llegar a un acuerdo.
El director rió de nuevo.
—¡Oh! —exclamó—. Le veo venir. Quiere usted que le paguen dos veces, ¿verdad? Hace años, decíase que Madame Tussaud daría cien libras al hombre que durmiera solo en la Cámara de los Horrores. Espero que no creerá usted que podemos hacerle una oferta de ese tipo. A propósito, ¿para qué periódico trabaja usted, Mr. Hewson?
—En estos momentos no tengo empleo fijo —confesó Hewson—. Trabajo a tanto la línea para varios periódicos. Sin embargo, no tendría dificultades en colocar el artículo. El Morning Echo, por ejemplo, lo publicaría en primera plana. UNA NOCHE CON LOS ASESINOS DE MARRINER. Ningún periódico lo rechazaría.
El director se frotó la barbilla.
—¡Ah! ¿Y cómo se propone tratarlo?
—De un modo terrorífico, desde luego; terrorífico, con unas gotas de humor.
El director asintió y ofreció a Hewson su pitillera.
—Muy bien, Mr. Hewson —dijo—. Haga que publiquen su artículo en el Morning Echo, y tendrá un billete de cinco libras esperándole en esta misma oficina. Pero, ante todo, debo advertirle que la prueba no va a resultarle fácil. Me gustaría estar completamente seguro acerca de usted, y me gustaría que usted estuviera completamente seguro acerca de usted mismo. Mire, yo he visto esas figuras vestidas y desvestidas, conozco todo el proceso de su fabricación, me muevo entre ellas sin dedicarles un solo pensamiento. Pero no me gustaría tener que dormir solo en esa sala.
—¿Por qué? —preguntó Hewson.
—No lo sé. No existe ningún motivo. Yo no creo en fantasmas. Si creyera en ellos, supondría que los de esos asesinos vagarían por el escenario de sus crímenes o por el lugar donde están enterrados sus cuerpos, en vez de hacerlo por una celda que sólo contiene sus efigies en cera. Pero no podría permanecer solo entre ellos por la noche, obsesionado por la idea de que me están mirando del modo que miran. Después de todo, representan los tipos más bajos y más abyectos de la humanidad, y —aunque no lo diría en público— la gente que viene a verles obedece por regla general a unas motivaciones morbosas. La atmósfera del lugar es sumamente desagradable, y si es usted susceptible a la atmósfera le advierto que va a pasar una noche muy incómoda.
Hewson había sabido aquello desde el momento en que se le ocurrió la idea. La perspectiva le producía náuseas, incluso mientras miraba al director con una sonrisa forzada. Pero tenía una esposa y unos hijos a su cargo, y durante el mes que acababa de transcurrir había agotado sus ahorros. La oportunidad que se le presentaba no era para ser desdeñada: el precio de un artículo especial en el Morning Echo, con un billete de cinco libras encima. Lo cual significaba una relativa riqueza durante una semana, y verse libre de las peores ansiedades durante una quincena. Además, si el artículo le salía redondo, podía representar para él un empleo fijo.
—La vida de los transgresores de la ley (y de los periodistas) es dura —dijo—. Me he prometido ya a mí mismo una noche incómoda, puesto que su sala de los asesinos no es una habitación de un hotel, precisamente. Pero no creo que sus figuras de cera me importunen demasiado.
—¿No es usted supersticioso?
—Ni pizca —rió Hewson.
—Pero es usted periodista; por lo tanto, debe poseer una gran imaginación.
—Los editores para los cuales he trabajado se han quejado siempre de mi falta de imaginación. En nuestra profesión, los hechos mondos y lirondos no se consideran suficientes, y a los periódicos no les gusta ofrecer a sus lectores pan que no esté untado de mantequilla.
El director sonrió y se puso en pie.
—De acuerdo —dijo—. Creo que ya se han marchado todos los visitantes. Espere un momento. Daré órdenes para que no cubran las figuras de la sala de los asesinos, y advertiré a los vigilantes nocturnos que estará usted aquí. Luego le acompañaré abajo.
Habló unos instantes por teléfono, colgó el receptor y se volvió hacia Hewson.
—Tengo que imponerle una condición —dijo—. Debo pedirle que no fume. Esta tarde hemos tenido una falsa alarma en la sala de los asesinos. No sé quién tiró de la señal. Afortunadamente, los visitantes eran muy escasos en aquel momento, pues en caso contrario habría estallado el pánico entre ellos. Y ahora, si está dispuesto, vamos para allá.
Hewson siguió al director a través de media docena de salas donde unos empleados estaban atareados cubriendo los reyes y reinas de Inglaterra, los generales y eminentes estadistas de esta y otras generaciones, todo el mezclado rebaño de humanidad cuya fama le había hecho elegible para aquella clase de inmortalidad. El director se detuvo ante uno de los empleados y le ordenó que bajara una butaca a la Sala de los Asesinos.
—Temo que es lo máximo que podemos hacer por usted —le dijo a Hewson—. Espero que podrá descabezar algún sueñecito.
En un rincón de la última sala se abría una escalera de piedra, mal iluminada, que producía la siniestra impresión de dar acceso a un calabozo subterráneo. La escalera desembocaba en un pasillo en el cual había unos cuantos horrores preliminares, tales como reliquias de la Inquisición, un potro de tortura sacado de algún castillo medieval, hierros de marcar, garfios, tenazas y otros recuerdos de la crueldad que el hombre empleó contra el hombre en determinadas épocas. Más allá del pasillo se encontraba la Sala de los Asesinos.
La Sala en cuestión era una estancia de forma irregular y techo abovedado, débilmente iluminado por pequeñas bombillas que ardían en el interior de unos globos de cristal esmerilado. Estaba diseñada como una cámara fantasmal e incómoda: una cámara cuya atmósfera invitaba a sus visitantes a hablar en susurros. Tenía algo de capilla, pero una capilla que hacía mucho tiempo había dejado de estar dedicada a la práctica de la piedad.
Las figuras de cera de los asesinos se erguían sobre unos pequeños pedestales con unas etiquetas numeradas a sus pies. Viéndolas en otra parte, y sin saber a quiénes representaban, se habría pensado en ellos como en una muchedumbre de aspecto huraño, notable principalmente por lo raído de sus ropas, y como prueba de los cambios de moda incluso entre la gente vulgar.
Las celebridades recientes rozaban sus polvorientos hombros con los viejos «favoritos». Thurtell, el asesino de Weir, se erguía junto al joven Bywaters. Allí estaba Lefroy, el pobre jorobado que asesinó para procurarse dinero con el cual poder imitar a los caballeros. A cinco metros de él aparecía sentada Mrs. Thompson, aquella erótica romántica, típica representante, en lo físico, de las matronas de la clase media británica. Charles Peace, el único miembro de aquella despreciable compañía que parecía definitiva y completamente malvado, se burlaba a través de un pasamano de Norman Thorne. Brown y Kennedy, las dos adquisiciones más recientes, figuraban entre Mrs. Dyer y Patrick Mahon.
El director, dando la vuelta a la sala con Hewson, señaló varias de las más interesantes de aquellas celebridades.
—Ése es Crippen; supongo que le habrá reconocido. Un hombre de aspecto insignificante: diríase que es incapaz de matar una mosca. Ése es Armstrong. Parece un honrado e inofensivo caballero rural, ¿verdad? Ahí está el viejo Vaquier; su barba le hace inconfundible…
—¿Quién es ése? —le interrumpió Hewson en un susurro, señalando una de las figuras.
—Iba a mostrárselo —dijo el director, bajando ligeramente la voz—. Acérquese un poco más y échele una buena mirada. Es nuestra estrella: el único del grupo que no ha sido colgado.
La figura indicada era la de un hombre bajito y delgado. Llevaba un pequeño bigote engomado, unas gafas enormes y un abrigo en forma de capa. Había algo tan exageradamente francés en su aspecto, que a Hewson le recordó un personaje de comedia cómica. La expresión de su rostro era amable, pero Hewson la encontró repelente, sin saber exactamente por qué.
—¿Quién es? —preguntó.
—El Dr. Bourdette.
Hewson se encogió de hombros, dubitativamente.
—Me parece haber oído el nombre —dijo—, pero he olvidado los detalles.
El director sonrió.
—Lo recordaría mejor si fuera usted francés —dijo—. Durante mucho tiempo, ese hombre fue el terror de París. De día ejercía su profesión de médico, y de noche se dedicaba a rebanar gargantas. Asesinaba por el simple placer de matar, y siempre del mismo modo: con una navaja de afeitar. Después de su último crimen dejó una pista que situó a la policía tras sus huellas. Una pista condujo a otra, y no tardaron en saber que se encontraban a punto de dar caza a un parisiense equivalente a nuestro Jack el Destripador. Habían reunido pruebas suficientes para enviarle al manicomio o a la guillotina una docena de veces.
»Pero incluso entonces nuestro amigo fue demasiado listo para ellos. Cuando se dio cuenta de que la red se estaba cerrando a su alrededor, desapareció misteriosamente, y desde entonces la policía de todos los países civilizados lo ha estado buscando. No cabe duda de que se suicidó y consiguió evitar que su cadáver apareciera. Desde su desaparición se han producido un par de crímenes de naturaleza similar, pero la opinión más generalizada es la de que el doctor está muerto, y los expertos creen que esos crímenes a que he aludido son obra de un imitador. Por raro que parezca, todos los asesinos célebres han tenido imitadores.
Hewson se estremeció.
—No me gusta un pelo —confesó—. ¡Uf! ¡Qué ojos tiene!
—Sí, la figura es una pequeña obra de arte. Parece que los ojos le muerden a uno, ¿verdad? Un realismo excelente, ya que Bourdette practicaba el hipnotismo y se supone que hipnotizaba a sus víctimas antes de liquidarlas. De no ser así, no se concibe que un hombre tan insignificante como él pudiera cometer aquellos crímenes. Nunca apareció ninguna señal de lucha.
—Tengo la sensación de que se ha movido —dijo Hewson, con voz temblorosa.
El director sonrió.
—Antes de que termine la noche sufrirá usted más de una ilusión óptica. No estará encerrado, de modo que cuando se harte puede subir. Los vigilantes nocturnos ya están advertidos, de manera que encontrará compañía. No se alarme si les oye moverse por las salas de arriba. Siento no poder darle más luz, porque todas las bombillas están encendidas. Por motivos obvios, mantenemos este lugar en una especie de penumbra. Y ahora creo que será mejor que suba conmigo a la oficina y se tome un whisky antes de empezar su vela nocturna.
El empleado que bajó la butaca para Hewson era un bromista.
—¿Dónde la quiere usted? —inquirió, sonriendo—. ¿Aquí mismo, a fin de poder echar una parrafada con Crippen cuando se canse de estar sentado? ¿O la prefiere allí, delante de la guapa Mamá Dyer? La pobre tiene aspecto de sentirse muy sola…
Hewson sonrió. El buen humor del empleado contribuía, al menos de momento, a dar un aire de vulgaridad al lugar, y, en consecuencia, a su aventura.
—La colocaré yo mismo, gracias —dijo—. Primero he de descubrir de dónde proceden las corrientes de aire.
—Aquí no encontrará usted ninguna. Bien, buenas noches, señor. Si me necesita, estaré arriba. No deje que esos tipos se deslicen por detrás de usted y le toquen el cuello con sus frías y viscosas manos. Y tenga cuidado con la vieja Mrs. Dyer; creo que se está fijando mucho en usted.
Hewson se echó a reír. La cosa iba a resultar más fácil de lo que había esperado. Cuando el empleado se marchó, arrastró la butaca hasta el pasamano central y la colocó de modo que al sentarse quedara de espaldas a la figura del Dr. Bourdette. Por algún motivo ignorado, el Dr. Bourdette le gustaba mucho menos que sus compañeros.
El rumor de los pasos del empleado se apagó y un profundo silencio planeó sobre la sala.
La débil luz caía sobre las hileras de figuras, las cuales eran tan semejantes a unos seres humanos que el silencio y la inmovilidad resultaban anormales e incluso fantasmagóricos. Hewson echó de menos el rumor de las respiraciones, el roce de las ropas, los minúsculos sonidos que se oyen incluso cuando el más profundo de los silencios ha caído sobre una multitud. Pero el aire estaba tan estancado como el agua en el fondo de una charca. En la estancia no había la menor corriente de aire para mover una cortina, o hacer estremecer una colgadura. Lo único que Hewson veía moverse era su propia sombra cuando alzaba un brazo o una pierna. Todo lo demás permanecía inmóvil a la mirada y silencioso al oído.
«El fondo del mar debe de ser algo parecido a esto», pensó Hewson, y se preguntó cómo podría incluir aquella frase en su artículo.
Se enfrentó con las siniestras figuras con bastante osadía. No eran más que figuras de cera. Mientras se obligara a que esta última idea dominara a todas las demás, la cosa marcharía perfectamente. Sin embargo, aquella idea no le libró del malestar ocasionado por la mirada de cera del Dr. Bourdette, que sabía clavada en su nuca. Los ojos de la efigie del pequeño francés le acosaban y le torturaban, y ardía en deseos de volverse y mirar.
«¡Vaya! —pensó—. Mis nervios se han puesto ya en marcha. Si me vuelvo a mirar esa momia vestida, será como admitir que estoy asustado».
En el interior de su cerebro se alzó otra voz.
«Si no te vuelves a mirarle es porque estás asustado».
Las dos Voces discutieron silenciosamente unos instantes. Al final, Hewson ladeó ligeramente su butaca y miró detrás de él.
Entre las numerosas figuras rígidamente erguidas o adoptando posturas anormales, la efigie del temible doctorcillo destacaba extrañamente, tal vez a causa de un rayo de luz que caía directamente sobre él. Hewson vaciló ante la parodia de amabilidad que algún artesano diabólicamente hábil había conseguido infundir a la cera, encontró los ojos por espacio de un agónico segundo y se volvió de nuevo en la otra dirección.
«No es más que una figura de cera como las otras —murmuró Hewson en tono de reto—. No sois más que figuras de cera».
No eran más que figuras de cera, sí, pero las figuras de cera no se mueven. No es que Hewson hubiese visto el menor movimiento en alguna parte, pero tenía la impresión de que mientras miraba detrás de él se había producido un cambio sutil en las figuras agrupadas delante suyo. Crippen, por ejemplo, parecía haberse movido ligeramente hacia la izquierda. A no ser, pensó Hewson, que la ilusión se debiera al hecho de que no había vuelto a situar la butaca en la posición exacta que tenía anteriormente. Y allí estaban Field y Gray, también; uno de ellos había movido las manos, seguramente. Hewson contuvo el aliento un breve instante, y luego trató de recobrar su valor del mismo modo que un hombre levanta un peso. Recordó las palabras de más de un editor y estalló en una silenciosa carcajada.
«¡Y dicen que no tengo imaginación!», murmuró.
Sacó un cuaderno de notas de su bolsillo y escribió rápidamente:
«Silencio mortal y anormal inmovilidad de las figuras. Es como estar en el fondo del mar. Ojos hipnóticos del Dr. Bourdette. Las figuras parecen moverse cuando no las miro».
Cerró el cuaderno súbitamente sobre sus dedos y miró con ojos asustados por encima de su hombro derecho. No había visto ni oído ningún movimiento, pero un sexto sentido parecía haberle advertido de que acababa de producirse uno. Miró a Lefroy, el cual sonreía estúpidamente, como diciendo: «No he sido yo».
Desde luego, no había sido él, ni ninguno de ellos; eran sus propios nervios. ¿O no? ¿No se había movido Crippen, mientras su atención estaba concentrada en otra parte? Aquel hombrecillo no era de fiar. En cuanto se apartaban los ojos de él, se aprovechaba de la distracción para modificar su postura. Aquello era lo que todos estaban haciendo, se dijo Hewson a sí mismo; y estuvo a punto de levantarse de la butaca. Aquello no era para él. Iba a marcharse. No estaba dispuesto a pasar la noche con un montón de figuras de cera que se movían en cuanto apartaba la vista de ellas.
Hewson suspiró. Aquello era una cobardía y una estupidez. No eran más que figuras de cera, y no podían moverse; si se aferraba a esta idea, todo iría bien. Entonces, ¿por qué aquella silenciosa inquietud a su alrededor? Algo sutil en el aire que no acababa de romper el silencio y que se movía, mirara donde mirara, más allá de los límites de su visión…
Giró en redondo rápidamente para encontrarse con la amable y funesta mirada del Dr. Bourdette. Luego, bruscamente, echó la cabeza hacia atrás para mirar a Crippen. ¡Ja! ¡Esta vez casi había cazado a Crippen!
«¡Ándate con cuidado, Crippen…, y el resto de vosotros! ¡Al primero que vea moverse lo hago pedazos! ¿Me habéis oído?»
Tenía que marcharse, se dijo a sí mismo. Había experimentado lo suficiente para escribir su artículo, o diez artículos, si se terciaba. Entonces, ¿por qué no se iba? Al Morning Echo no le importaría el tiempo que había pasado en la Sala de los Asesinos, mientras su artículo tuviera calidad. Sí, pero el vigilante nocturno le vería marcharse y, con lo aficionado que era a las bromas… Y tal vez el director opinaría que no se había ganado aquel billete de cinco libras que tanto necesitaba. Hewson se preguntó si Rose estaría dormida, o si estaría tendida en la cama, despierta y pensando en él. Rose se reiría cuando le contara lo que había imaginado…
Aquello era ya demasiado. No contentas con moverse cuando no las miraban, las figuras de cera de los asesinos respiraban. Intolerable. Alguien estaba respirando. ¿O era su propia respiración, que sonaba a sus oídos como si llegara desde cierta distancia? Se irguió en su asiento, escuchando y conteniendo la respiración hasta que no pudo resistir más y expulsó el aire acumulado en sus pulmones con un largo suspiro. Su propia respiración, después de todo. O…, o Algo que había adivinado que estaba escuchando y había dejado de respirar simultáneamente.
Hewson volvió rápidamente la cabeza a uno y otro lado: su mirada encontró en todas partes los estólidos rostros de cera, y en todas partes experimentó la sensación de que por una fracción de segundo no había captado el movimiento de una mano o de un pie, un aleteo de párpados, una mirada de humana inteligencia. Las figuras de cera eran como traviesos chiquillos en una clase, susurrando y riendo a espaldas del maestro, pero absolutamente inocentes cuando el maestro les miraba.
¡No podía ser! ¡No podía ser! Tenía que aferrarse a algo, agarrarse mentalmente a algo que perteneciera esencialmente al mundo del trabajo cotidiano, a la luz del día de las calles de Londres. Él era Raymond Hewson, un periodista desafortunado, un hombre que vivía y respiraba, y aquellas figuras agrupadas a su alrededor no eran más que momias, de modo que no podían moverse ni susurrar. No importaba que fueran efigies de asesinos casi «naturales». Estaban hechas de cera y de serrín, y se encontraban allí para entretenimiento de espectadores morbosos y de turistas chupadores de naranjas. ¡Así estaba mejor! ¿Cómo era aquella historieta que alguien le había contado en el Falstaff la tarde anterior…?
Recordó parte de ella, pero no toda, ya que la mirada del Dr. Bourdette le apremió, le desafió, y finalmente le obligó a volverse.
Hewson se volvió a medias, y luego hizo girar su butaca para quedar cara a cara con el dueño de aquellos temibles ojos hipnóticos. Sus propios ojos estaban dilatados, y su boca aparecía contraída en una mueca de terror. Luego, Hewson habló y despertó un centenar de siniestros ecos.
«¡Te has movido, maldito! —gritó—. ¡Sí, te has movido, maldito! ¡Te he visto!»
Luego quedó completamente inmóvil, mirando rectamente ante él, como un hombre helado en las nieves árticas.
Los movimientos del Dr. Bourdette fueron deliberados. Bajó del pedestal con el mismo cuidado que una dama apeándose de un autobús. Después se sentó en el borde de la plataforma, enfrente de Hewson.
Sonrió y dijo:
—Buenas noches.
En un inglés perfecto, en el cual apenas se adivinaba un levísimo acento extranjero, continuó:
—No necesito decirle que hasta que oí la conversación que sostuvo usted con el director de este establecimiento no sospeché que tendría el placer de una compañía para pasar la noche. No puede usted moverse ni hablar sin mi consentimiento, pero puede oírme perfectamente. Algo me dice que está usted un poco…, ¿cómo diría yo?…, un poco nervioso. Mi querido señor, no se haga ilusiones. No soy una de esas efigies que ha cobrado vida milagrosamente: soy el Dr. Bourdette en carne y hueso.
Hizo una pausa, tosió y estiró sus piernas.
—Perdone —continuó—, pero estoy un poco envarado. Y permítame que me explique. Circunstancias con las cuales no necesito fatigarle, han hecho deseable que yo viviera en Inglaterra. Me encontraba cerca de este edificio, esta tarde, cuando vi a un agente de policía que me miraba con demasiada curiosidad. Supuse que iba a seguirme y que tal vez me formularía preguntas embarazosas, de modo que me mezclé con la gente que entraba aquí. Al bajar a la cámara en la cual nos encontramos ahora, una súbita inspiración me reveló un modo seguro de escapar.
Grité «¡Fuego!» y mientras alguien tiraba de la señal de alarma y la gente se precipitaba hacia la salida, desposeí a mi propia efigie de esta capa que ahora llevo, oculté la figura debajo de la plataforma y ocupé su lugar en el pedestal.
»Confieso que he pasado una velada muy fastidiosa, pero por fortuna he podido respirar a mis anchas de cuando en cuando y cambiar de postura.
»La descripción que el director hizo de mí, y que me vi obligado a escuchar, sin responder del todo a la realidad, no es del todo inexacta. Es evidente que no estoy muerto, aunque también lo es que el mundo opina lo contrario. Su versión de mi hobby es correcta en lo esencial, aunque no la expresara de un modo inteligente. El mundo está dividido en coleccionistas y no-coleccionistas. Los coleccionistas coleccionan cualquier cosa, de acuerdo con sus gustos individuales, desde monedas hasta paquetes vacíos de cigarrillos, desde mariposas hasta cajas de cerillas. Yo colecciono gargantas.
Hizo otra pausa y contempló la garganta de Hewson con una mezcla de interés y de desagrado.
—Debo agradecer la casualidad que nos ha reunido esta noche —continuó—, y tal vez sería ingrato por mi parte quejarme. Por motivos de seguridad personal, mis actividades se han visto limitadísimas durante los últimos años, y me alegro de la oportunidad que hoy se me presenta. Pero tiene usted un cuello que es todo pellejo, y perdone que sea tan franco. De poder elegir, nunca le hubiera escogido a usted. Me gustan los hombres que tienen el cuello carnoso, recio…, los hombres con cuello de toro…
Rebuscó en un bolsillo interior y sacó algo que brilló a la débil luz de la sala; luego empezó a pasarlo suavemente, de un lado a otro, por la palma de su mano izquierda.
—Esto es una pequeña navaja de afeitar francesa —explicó—. En Inglaterra no son muy utilizadas, pero tal vez usted las conoce… La hoja, como puede ver, es muy estrecha. No cortan muy profundamente, pero sí a la suficiente profundidad. Dentro de unos instantes podrá comprobarlo. Le haré la pregunta que los barberos bien educados formulan a sus clientes: «¿Va bien la navaja, señor?»
Se puso en pie, una diminuta pero amenazadora figura de maldad, y se acercó a Hewson con el paso furtivo y silencioso de una pantera cuando sale de caza.
—Tenga la bondad de levantar un poco la barbilla —dijo—. Gracias. Un poco más. Un poquito más. ¡Ajá! Muchas gracias… Merci, monsieur… ¡Ah! Merci…, merci…
En un extremo de la Sala de los Asesinos había una especie de tragaluz de cristal esmerilado el cual, durante el día, permitía el paso de unos rayos enfermizos y filtrados procedentes del piso superior. Después de la salida del sol, aquella leve claridad empezaba a mezclarse con la tamizada luz de las pequeñas bombillas, y la mezcla resultaba tan fantasmagórica que el escenario no necesitaba ningún toque adicional de horror.
Las figuras de cera se erguían estólidamente sobre sus pedestales, esperando ser admiradas o vituperadas por las multitudes que no tardarían en circular temerosamente entre ellas. En el pasamano central, Hewson permanecía sentado, rígido, retrepado en su butaca. Tenía la barbilla ligeramente levantada, como si esperara recibir los servicios de un barbero.
No tenía un solo rasguño en la garganta, ni en ninguna otra parte de su cuerpo. Pero estaba frío, muerto.
Sus antiguos editores se habían equivocado al afirmar que carecía de imaginación.
Desde su pedestal, el Dr. Bourdette contemplaba al muerto con aire impasible. No se movía, ni era capaz de moverse.
No era más que una figura de cera.