En todo el Reino Unido no hay un trozo de vía pública más vulgar que el London Road, de Nesthall, entre el Station Road y la Beryl Avenue. Una hilera de pequeñas villas y una hilera de pequeñas tiendas, unas enfrente de otras, a lo largo del camino que se extiende entre Hammersmith y un distante suburbio, en otros tiempos pueblo rural. Casi todas aquellas tiendas están dedicadas a la venta de golosinas, tabaco y periódicos, de modo que parece raro que haya una vivienda en cualquiera de ellas.
Charles Trimmer regentaba la quinta de aquellas tiendas, contándolas con la espalda vuelta hacia Londres. Su nombre aparecía encima de su único escaparate, el cual exhibía un surtido de golosinas baratas en botes y cajas abiertas, tarjetas postales de dudoso gusto, moscas en verano, y paquetes de tabaco y de cigarrillos.
El propio Trimmer era un hombre vulgar de aspecto y de mente, haciendo juego con el medio en que se desenvolvía. Si insisto en lo de la vulgaridad, se debe a que ella contribuye a dar un aire todavía más extraño a este extraño relato. Trimmer era un cuarentón, bajito, un poco calvo, con un delgado bigote. Sus aficiones consistían en la asistencia a los partidos de fútbol —era un decidido «hincha» del Brentford— y en apostar algunos chelines a unos caballos que rara vez ganaban. Sólo tenía una boca que alimentar —la suya—, de modo que la tienda le permitía ir tirando. Vivía solo, pero todos los días acudía a la tienda una mujer de cierta edad que le preparaba la comida y arreglaba la vivienda. Por lo demás, Trimmer era un individuo incoloro, casi sin personalidad, y con un atroz acento, desde luego, en parte Cockney y en parte peculiar de los suburbios del Middlesex. Sin embargo, a aquel incoloro individuo, y en su vulgarísimo ambiente, le ocurrió la más fantástica de las aventuras.
Eran las ocho de la tarde de un miércoles del mes de marzo, el final de un día desapacible y lluvioso, sin una insinuación de primavera en el aire. El trabajo de Trimmer casi había terminado. Su cena fría le estaba esperando, y dentro de media hora podría llegarse al Station Hotel y beberse sus acostumbradas dos medias pintas de cerveza negra. Con un cigarrillo colgando de su labio inferior se disponía a cerrar la puerta de la tienda cuando entraron dos figuras desharrapadas.
La primera era una mujer, bajita, morena, de cabellos grises e indescriptiblemente sucia, con un enorme bizqueo en su ojo izquierdo, el cual parecía en perpetua contemplación del puente de su nariz. Iba seguida por un muchacho alto, raquítico, pobremente vestido, que lo mismo podía ser su hijo que su nieto. Trimmer, sabiendo por experiencia que aquellos personajes no serían clientes, asumió inmediatamente un aire de hostilidad.
—¡Danos un poco de comida, buen señor! —gimoteó la mujer—. Tengo dos niños hambrientos…
Trimmer hizo un gesto señalando la puerta.
—¡Fuera! —dijo.
—A cambio te concederé una gracia, guapo señor…, una gracia maravillosa para ti. No me negarás un pedazo de pan para mis hermosos niños… Tú…
Trimmer avanzó hacia ella con aire casi amenazador.
—¡Fuera! —gritó—. ¿No has oído lo que he dicho? ¡Fuera!
La mujer se irguió, y su estatura pareció aumentar desmesuradamente. Miró a Trimmer con una intensidad tal que hizo retroceder al tendero, como si aquella mirada fuese una cosa concreta que le empujara. La mujer levantó sus manos abiertas por encima del nivel de sus hombros.
—Que la maldición más amarga…
El muchacho agarró una de las manos de la mujer y exclamó:
—¡Madre! ¡Madre! ¡Por el amor de Dios!
Trimmer contempló a la pareja con una sensación muy parecida al horror. No creía en las maldiciones. Tenía todo el materialismo del verdadero Cockney. Pero la intensidad de la mirada de la mujer y el evidente miedo del muchacho actuaron sobre su subdesarrollada imaginación.
—De acuerdo, de acuerdo —dijo, algo sorprendido ante lo contemporizador de su propio tono—. No se lo tome así…
La mujer pareció tranquilizarse.
—Un poco de comida para mí y para mis hambrientos hijos. Es todo lo que pido.
Trimmer se convenció a sí mismo de que la mujer le inspiraba lástima. En el fondo, no era mala persona. Meditó unos instantes, pensando qué podría darle a la mujer que no le resultara demasiado gravoso. Y se acordó de unos bizcochos que se habían enranciado a causa de un almacenamiento demasiado prolongado. Fue en busca de la lata, vació su contenido en una bolsa de papel y entregó la bolsa a la mujer.
Ella la cogió sin dar las gracias, sacó un bizcocho y lo mordisqueó. Inmediatamente, su mirada volvió a ensombrecerse.
—Raro presente el que me has dado —dijo—, y un raro presente te daré a cambio. Cuando la noche se convierta en mañana, entre el minuto y la hora, será tu momento.
Una vez más, el muchacho exclamó:
—¡Madre!
—He dicho lo que he dicho —replicó ella—. El final tendrá que buscarlo él mismo. ¡Entre el minuto y la hora!
Y, tras pronunciar aquellas palabras, la mujer salió lentamente de la tienda, seguida de su hijo. Trimmer, mientras cerraba la puerta detrás de ellos, notó que su mano temblaba al dar vuelta a la llave.
Por ningún motivo que pudiera traducir al idioma de sus propios pensamientos, las palabras de la mujer acosaron a Trimmer. Se negó a sí mismo que estuviera asustado; sentía una simple curiosidad acerca del significado que podía atribuirse a lo que ella había dicho. ¿Pensaba realmente lo que decía, o había tratado de asustarle con unas palabras pronunciadas al azar?
Transcurrieron varios días y Trimmer, en sus momentos de ocio, continuaba torturando su mente con aquel acertijo. Lo resolvió a medias. Cuando la noche se convertía en mañana eran técnicamente las doce de la noche. ¡Entre el minuto y la hora! Aquello debía significar el minuto antes de medianoche. Pero, ¿por qué era su momento? ¿Qué había dado a entender la mujer con su vaga amenaza, suponiendo que quisiera dar a entender algo?
Trimmer solía acostarse antes de las once, pero unos diez días más tarde permaneció más tiempo en la cerrada tienda, poniendo sus cuentas al día. Casi había terminado cuando echó una ojeada al pequeño despertador que tenía en un estante, detrás del mostrador. Faltaban dos minutos para las doce.
Trimmer no era nervioso por temperamento, pero un hombre que permanece hasta muy tarde en una tienda solitaria puede ser disculpado si se convierte en víctima de extrañas fantasías. Dentro de otro minuto sería lo que la mujer había llamado su momento, y Trimmer volvió a preguntarse qué había querido significar con aquellas palabras. ¿Acaso que moriría a aquella hora?
Se puso en pie y se acercó a la puerta de la tienda, sin apartar la mirada del reloj. Los paneles superiores de la puerta eran de cristal y estaban cubiertos por un visillo verde. En la calle resonó el motor de un autobús que se dirigía a la cochera. Trimmer agradeció aquel sonido familiar procedente de un mundo igualmente familiar.
Levantó los visillos y atisbo a través del cristal. Antes de que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad del exterior y pudiera ver algo que no fuera su propio reflejo en el cristal, ocurrió algo que envió una repentina oleada de sangre a su corazón. El ruido del autobús había cesado, y cesado de tal modo que el estampido de un disparo hubiera resultado menos sorprendente que aquel súbito silencio. No era que el autobús se hubiese parado repentinamente. Más tarde, buscando una explicación, recordó que el sonido había «desaparecido». Esto es una contradicción, pero resulta suficientemente gráfico para lo que él intentaba expresar.
Un momento después su mirada se posaba en un mundo radicalmente modificado. No había ninguna calle, ninguna calzada, ninguna casa enfrente de la tienda. Vio unas hierbas silvestres y grisáceas agitadas por un viento en el cual parecían gemir unas voces desconocidas. Temblando violentamente, Trimmer abrió la puerta y se asomó al exterior.
Una luna en cuarto creciente y unas cuantas estrellas iluminaban débilmente un paisaje sin casas, un lugar desconocido y temible. El sitio que habían ocupado las antiguas villas era ahora el lindero de un bosque, tupido, oscuro y amenazador.
Trimmer salió a la calle, y su pie se deslizó a través de la esponjosa hierba, hundido hasta el tobillo en barro y cieno. Miró hacia atrás temerosamente, y allí estaba su tienda con la puerta abierta, irguiéndose solitaria. Las otras tiendas habían desaparecido. Parecía ridículo y fuera de lugar: una tienda irguiéndose solitaria en un descampado.
Algo frío cayó sobre su mano produciéndole un sobresalto Inmediatamente supo que era una gota de sudor. Sus cabellos estaban empapados, su rostro chorreaba. Entonces se dijo a sí mismo que aquello era una pesadilla, que si lograba gritar en voz alta se despertaría. Gritó, y oyó su voz propagándose roncamente por la desolación que le rodeaba. Desde el bosque, le respondió el grito de algún animal salvaje.
No, aquello no era un sueño; y, si lo era, tenía una categoría que estaba más allá de su experiencia. ¿Dónde estaba? ¿Y cómo había salido por la puerta de su tienda para encontrarse en algún extraño lugar situado a miles de kilómetros de Nesthall?
Pero, ¿estaba a miles de kilómetros… o a miles de años? Una percepción inusitadamente rápida le hizo formularse la pregunta a sí mismo. A su alrededor, el paisaje era llano, de acuerdo con la triste panorámica del Middlesex. Enfrente de él, a unos cuantos kilómetros de distancia, se alzaba la colina que había contemplado todos los días de su vida, de modo que se sabía de memoria su perfil recortado contra el cielo. Pero ya no era la colina de Harrow. Un espeso bosque trepaba por su ladera. Y por encima de todo planeaba un doloroso silencio cargado de terror.
La curiosidad, hasta cierto punto, le hizo olvidarse de su miedo. Avanzó cautelosamente, alejándose un poco de su tienda, pero dirigiendo continuas miradas hacia atrás para asegurarse de que la tienda continuaba allí. A su izquierda se extendían unas marismas, y pudo ver un amplio arco del horizonte. No divisó ningún río, pero percibió vagamente los contornos de lo que sabía que era el valle del Támesis. ¡Y ni una sola casa, ni un solo ser viviente a la vista!
Se volvió una vez más a mirar a su tienda. Continuaba allí, con la puerta abierta, iluminando la hierba que crecía al borde mismo de su umbral. Y mientras se volvía vio una pequeña colina a su derecha: una colina que no pudo reconocer. Había dado una docena de pasos hacia ella cuando su corazón falló un latido, y se oyó a sí mismo gritar en voz alta en una agonía de terror.
¡La colina se movía!
No era un movimiento lento, sino algo impetuoso y salvaje. Con el movimiento, la enorme masa adquirió forma. Trimmer vio recortarse contra el cielo un par de orejas montadas sobre una achatada cabeza de reptil. Unos pies de dedos membranosos se arrastraron por el suelo transportando la enorme y bestial armazón. Dos opacas luces rojas ardieron súbitamente y Trimmer se dio cuenta de que el monstruo le estaba mirando.
Mientras le miraba, Trimmer vio la amplia raja de una boca abierta, y una gran lengua, de color blancuzco, que se relamía por anticipado los verdosos labios. Aquel movimiento hizo afluir sobre Trimmer una nueva oleada de terror. Pero el terror, en vez de inmovilizarle, puso alas a sus pies. Se volvió y echó a correr, gritando de un modo salvaje, agitando los brazos, hacia la abierta puerta de su tienda.
Detrás de él oyó la Cosa que le perseguía con paso torpe. El suelo retemblaba bajo sus enormes pies. En un momento determinado, Trimmer pudo oler el fétido aliento del hocico del animal. Con un último y desesperado esfuerzo alcanzó la puerta de su tienda y cruzó el umbral, sabiendo instintivamente que allí dentro estaría en seguridad. Cerró la puerta detrás de él y fue a apoyarse en el mostrador, respirando agitadamente.
En aquel preciso instante el reloj empezó a dar la hora. Y, coincidiendo con ello, se oyó un ruido en el exterior. El corazón de Trimmer dejó de latir por espacio de una fracción de segundo: el tiempo que tardó en reconocer el sonido. Era el autobús reemprendiendo lo que a él le había parecido su interrumpido viaje.
El reloj continuó dando la hora. Trimmer lo miró, intrigado. Estaba dando las doce, medianoche.
Había prestado poca atención al tiempo, pero calculaba que había pasado alrededor de media hora en el extraño y espantoso mundo en el exterior de su tienda. Pero cuando se produjo el cambio faltaba un minuto para la medianoche. Y ahora su reloj estaba dando las doce.
Se acercó a al puerta, con paso inseguro, y mientras lo hacía pasó el autobús, con las luces encendidas. El visillo estaba aún levantado, tal como había quedado cuando Trimmer miró al exterior. Ahora volvió a mirar a través del cristal y vio el familiar buzón de correos en la esquina, la verja del jardín de los Holmecroft enfrente. Dondequiera que hubiera estado se encontraba —y daba gracias a Dios por ello— de regreso al Presente.
El reloj terminó de dar la hora, los sonidos del autobús se apagaron en la distancia, y el silencio volvió a hacerse dueño de la noche.
Trimmer se apartó de la puerta. Continuaba sudando abundantemente y su corazón seguía latiendo de un modo anormal. Trimmer inclinó la mirada hacia sus pies. Sus gastados zapatos estaban completamente secos.
«¡Dios! —gruñó en voz alta—. ¡Vaya un sueño!»
Se estremeció.
«¡Aquel animal! ¡Uf! ¡No puedo haberlo soñado! No podría haber corrido ni haber gritado como lo he hecho, en un sueño. No podría haber quedado tan sorprendido, ni razonar con tanta claridad. Además, ¿cómo podría haberme quedado dormido en ese espacio de un segundo? ¡No, no fue un sueño! Entonces, ¿qué es lo que fue, en nombre del cielo?»
Al día siguiente, los clientes habituales de Trimmer observaron que parecía enfermo y preocupado. Se equivocaba en los artículos, y se equivocaba en los cambios. Sus labios se movían como si estuviera hablando consigo mismo.
En realidad, estaba tratando de convencerse a sí mismo de que su experiencia de la noche anterior había sido un sueño: tratando de convencerse y fracasando en el intento. Lo que creía a medias era algo ante lo cual se rebelaba airadamente su sentido común. Por alguna ley contraria a las de la Naturaleza había estado paseando por otra época mientras el tiempo, tal como nosotros lo entendemos, permanecía inmóvil, esperándole. Si no era eso, estaba loco.
Decidió mantener su reloj al segundo con la hora de Greenvvich, y quedarse levantado hasta que dieran las doce de la noche para comprobar si volvía a suceder lo mismo. Pero esta vez no se aventuraría fuera del Presente, no saldría de su tienda para enfrentarse a los peligros que le aguardaban en otra época.
Esperó que se hiciera de noche con una mezcla de ansiedad y de temor. A las nueve se dirigió al Station Hotel y permaneció allí hasta la hora de cerrar, bebiendo coñac. Al regresar a su tienda se paseó de un lado para otro hasta que el reloj señaló las doce menos diez minutos. Entonces encendió una vela y esperó.
Temerosamente, miró a través del cristal de la puerta. Caía una fina lluvia, y vio las gotas danzando sobre la superficie de un charco. Las contempló hasta que casi se hubo hipnotizado a sí mismo; hasta…
Trimmer experimentó un violento sobresalto. Súbita y sorprendentemente la oscuridad de la noche se había convertido en crepúsculo. Enfrente de él, en vez de una hilera de casas, había una cerca, con una rústica verja de madera. Se encontró a sí mismo mirando a través de unos campos. Vio un rebaño de vacas, un henil y, más allá, otra cerca alrededor de un campo recién labrado.
El camino continuaba allí, pero más estrecho, sin asfaltar y bordeado de hierba. Mientras lo contemplaba oyó un alegre campanilleo y un faetón, con unas grandes ruedas amarillas, arrastrado por un caballo blanco, pasó por delante de él.
Trimmer estaba más maravillado que asustado. El sonido musical de un cuerno le sobresaltó, al tiempo que oía un trote de caballos y el chirriar de unas pesadas ruedas.
No tardó en ver una diligencia que avanzaba por el camino, con pasajeros en su interior, un conductor en el pescante y una especie de vigía que apuntaba su alargado y esbelto cuerno a la colina de Harrow. Inmediatamente reconoció sus ropas, iguales a las que había visto en algunas películas y en las cubiertas de las historias de bandoleros que leía y vendía.
«¡Menos mal! —pensó, con una extraña sensación de alivio—. ¡Sólo he retrocedido ciento cincuenta años!»
Abrió la puerta de su tienda y salió al atardecer de un día de junio del siglo XVIII. Mirando hacia atrás, vio que su tienda se erguía solitaria como el día anterior, aunque esta vez rompía la línea de una cerca de espino, sobre la cual se marchitaban y morían unas flores rojas y blancas. A su olfato llegó el aroma del heno recién cortado.
Sentíase ahora ansioso y confiado, sin ninguna clase de miedo. Estaba a salvo del prehistórico horror que le había atacado la noche anterior. Se encontraba en una época de cerveza, y alguaciles, y encuentros de cricket.
Con paso ligero echó a andar por el camino en dirección a Londres. Tenía el privilegio de pasear sin peligro por otra época, y ver cosas que ningún otro hombre viviente había visto nunca. Un viejo patán, apoyado contra una verja, le miró, continuó mirándole y, cuando llegaba a su altura, cruzó precipitadamente la verja y huyó a través de un campo de heno. Aquello le recordó a Trimmer que su aspecto debía de ser tan raro para la gente de aquella época como el de aquella gente lo era para él. De haberlo sabido, hubiera alquilado un traje antiguo a fin de poder pasear entre ellos sin llamar la atención.
Había andado más de medio kilómetro sin encontrar un solo detalle familiar en el paisaje. Un letrero plantado al borde del camino le dijo lo que ya sabía: que se hallaba a seis kilómetros de Ealing Village. Se paró ante una posada para leer un cartel que anunciaba que la diligencia Highflyer, que circulaba entre Londres y Oxford, llegaría al George de Ealing (D. m.) a las 10,45 de la mañana, los lunes, miércoles y viernes.
Estaba a punto de dar media vuelta, después de haber leído el cartel, cuando vio a Miss Marjorie.
Miss Marjorie no tenía más de diecisiete años. Llevaba un hermoso gorrito, un vestido de color azul pálido y una sombrilla que, al abrirse, debía de parecer ridículamente pequeña. Trimmer vio un rostro de picante belleza y unos grandes ojos azules que le miraban con franco asombro. Al darse cuenta de que era observada, Miss Marjorie inclinó la mirada bruscamente, con un aire de consciente modestia.
Hasta entonces, y en la medida que permitían las extrañas circunstancias, Trimmer se había sentido completamente normal. Es decir, que sus emociones estaban de acuerdo con lo que correspondía a un hombre de su edad, condición, educación y hábitos mentales. Ahora se estaba produciendo un cambio, repentino, desconcertante.
En cierta ocasión había estado enamorado. Había salido con una joven que era ayudante de un tapicero. Al cabo de una temporada ella le había abandonado, atraída por la esbelta figura de un dependiente de una ferretería. A Trimmer le dolió, pero no demasiado. El matrimonio no era necesario a su temperamento, o, tal como lo expresaba él, podía prescindir perfectamente de las mujeres. Durante los últimos dieciséis años no había pensado en el amor hasta aquel momento, cuando, extraviado en otra época, vio a Miss Marjorie.
Fue como si algún extraño secreto le fuese revelado en aquel preciso instante. El éxtasis amoroso que le envolvió como una ola le dijo que allí estaba su verdadera pareja, su complemento de acuerdo con la Naturaleza, nacida a este mundo, por desgracia, ciento cincuenta años demasiado pronto para él. Sin embargo, en virtud de un milagro, de una brujería, de un trastorno de las leyes naturales, allí estaban ahora, cara a cara. Trimmer avanzó hacia ella, rebuscando en su mente algo que decir, alguna galantería preliminar a un flirteo callejero tal como ocurría a su alrededor diariamente.
—Buenas tardes, miss —dijo.
Vio cómo el rubor se hacía más profundo en las mejillas de la joven, la cual respondió, sin mirarle:
—¡Oh! Le ruego que no me moleste. Soy una honesta doncella, sola y sin protección.
—No la estoy molestando, miss. Y si está sola y sin protección es porque quiere.
Los párpados de la doncella aletearon hacia arriba y luego de nuevo hacia abajo.
—Sepa usted que mi padre es un respetado comerciante que cada día va a Londres en su propia silla de posta. He sido educada como una señorita. Y me han enseñado que no debo hablar con desconocidos.
—No hay regla sin excepción, miss.
Una vez más, ella le dirigió una rápida y modesta mirada.
—Es usted muy ingenioso, sir. Dicen que la curiosidad es una debilidad que nos está permitida a las mujeres. Juraría que es usted extranjero. Su acento y su raro atuendo le traicionan. Pero me falta imaginación para adivinar de dónde procede, y osadía para preguntárselo.
—Soy tan inglés como usted, miss —protestó Trimmer, un poco dolido.
El rubor acudió una vez más a las mejillas de la joven.
—Perdone, sir, pero le había confundido con uno de esos afectados franceses. No se ofenda. He oído decir que los franceses son muy atractivos, de modo que si he cometido un error… ¡Oh! ¿Por qué mi lengua ha de traicionar mi modestia?
—No lo sé, miss. ¿Damos un pequeño paseo?
La joven dejó oír una risa cristalina.
—Sir, habla usted un extraño lenguaje y lleva unas extrañas ropas. Pero confieso que no me desagradan. Sin duda se preguntará usted cómo es que una joven como yo está paseando sola al atardecer. ¡Ah! ¡Temo que Satanás se haya instalado en mi corazón! Estoy obrando así para castigar a mi papá.
Trimmer hizo un ruido incoherente.
—Me prometió llevarme a Bath, y ha faltado a su promesa —continuó la joven—. ¡Oh, sir, qué crímenes se cometen con la juventud en nombre de los negocios! Papá no dispone de tiempo, de creer en sus palabras. De modo que he decidido que se entere de que su hija ha paseado sola al atardecer, como cualquier vulgar Poli o Moll. Puede pasear conmigo unas cuantas yardas, si es su gusto, sir, pero sólo unas cuantas yardas. No quiero que mi papá se ponga demasiado furioso con su Marjorie.
Desde entonces, Trimmer perdió la cuenta del tiempo. Paseó con Marjorie en una especie de éxtasis, mientras velo tras velo de oscuridad caía sobre los campos de pastos y de maíz a medio crecer. Cuando al final ella insistió en que había llegado el momento de separarse, Trimmer le robó un beso, con la complicidad de la propia víctima del robo. Marjorie le confesó en voz baja que no estaba tan segura de sus sentimientos como lo había estado antes de ponerse el sol.
Trimmer regresó al lugar donde se alzaba su tienda, solitaria e incongruente. Había aprendido el verdadero significado del amor, y estaba ebrio de una emoción que hasta entonces no había saboreado. Se habían dado cita para el atardecer del día siguiente; ya que Trimmer creía que había nacido para conocer a Marjorie y que la puerta de su tienda se abriría una vez más al siglo XVIII.
Cuando regresó a su tienda observó una cosa muy rara: que en tanto que era visible para él, resultaba invisible para la gente del mundo al cual daba acceso. Esperaba encontrar una multitud agolpada en torno a la tienda, hasta tal punto tenía que resultar extraña e incongruente a los ojos del siglo XVIII. Pero sólo vio a una pareja de campesinos paseando a la luz de la luna, al otro lado del camino, y cuando cruzó el umbral debieron de creer que se había desvanecido en el aire, ya que Trimmer oyó un agudo grito, el cual se apagó en el preciso instante en que el reloj daba la primera campanada de las doce.
Había regresado de nuevo al siglo XX, con el corazón lleno de una muchacha que se encontraba a ciento cincuenta años de distancia. Era como un adolescente después de su primer beso junto a un seto bañado por la luz de la luna. A la noche siguiente, se prometió a sí mismo que, si podía volver al siglo XVIII, se quedaría en él, se casaría con Marjorie y viviría su vida, con la seguridad que le daba el conocimiento de que el Tiempo permanecería inmóvil y esperando su regreso.
A la mañana siguiente, el cambio en Charles Trimmer era todavía más notable. Había una expresión ausente en sus ojos y una extraña sonrisa en sus labios.
—Si no conociera al viejo Charlie —dijo Mr. Bunce, el carnicero, a uno de sus amigos, aquel mediodía—, pensaría que está enamorado.
A Trimmer le tenía sin cuidado lo que los vecinos pensaran de él, y descuidó su negocio. Toda su mente estaba concentrada en la llegada de la noche y en el momento en que podría —quizá— retroceder a través de los años y tomar a Marjorie en sus brazos. No pensaba en otra cosa. No habiendo oído hablar de La Belle Dame Sans Merci no veía ningún peligro en su obsesión. Y caso de haberlo visto habría sido lo mismo.
Cosa rara, no se preocupó grandemente por averiguar cómo le había sido concedido aquel extraño don. Casi había olvidado a la mujer que entró en su tienda hacía un par de noches. Le bastaba con saber que el don era suyo.
El mundo que Trimmer vio cuando atisbo a través del cristal de su puerta, aquella noche, era un mundo de deslumbrante blancura. Le sorprendió un poco, ya que no había pensado en la posibilidad de ver nieve. La nieve era como una máscara sobre el rostro de la Naturaleza.
Por un instante dudó en salir, pero el temor de perder a Marjorie le hizo decidirse. Sus dientes castañetearon mientras se hundía hasta las rodillas en un socavón, pero más allá la nieve sólo le cubría hasta el tobillo, y debajo de él la superficie era dura, probablemente la de un camino. Volvió su rostro hacia Londres, preguntándose si la nieve ocultaba los amistosos pastos del siglo XVIII o la selvatiquez de alguna época más remota.
A su izquierda, mirando en línea recta a medio camino entre la colina de Harrow y Londres, pudo ver un bosque cubierto igualmente por un manto de nieve. No recordaba haber visto un bosque en aquella dirección cuando encontró a Marjorie. Se devanó los sesos pensándolo, temblando de pies a cabeza, con las manos profundamente hundidas en los bolsillos.
Había recorrido quizá medio kilómetro sobre lo que parecía ser un camino, sin pasar por delante de ninguna casa ni cruzarse con ningún ser viviente, cuando un sonido, que Trimmer asoció con la civilización, llegó a sus oídos. Era el lúgubre aullido de un perro.
El aullido en cuestión fue recogido por otros perros, no pudo inferir cuántos, pero el efecto resultaba espantoso. Al parecer, los sonidos procedían del bosque.
Trimmer se preguntó vagamente qué perros serían aquéllos y por qué estarían aullando. Tal vez tenían frío, los pobres diablos. En épocas menos civilizadas que la nuestra, la gente era muy cruel con sus perros. Les dejaban al aire libre, incluso en noches como aquélla.
Los aullidos, mezclados ahora con algún ladrido, se hicieron paulatinamente más frecuentes y más próximos. Unos vagos temores empezaron a asaltar a Trimmer. No temía a los perros convertidos en animales domésticos: los Fidos y Rovers y Peters del feliz siglo XX. Pero, ¿y si eran salvajes?
Se detuvo, y en aquel preciso instante vio a los perros. Eran seis, y avanzaban a través del nevado campo, procedentes del bosque, olfateando el terreno como sabuesos lanzados detrás de un rastro. El que iba en cabeza, una gran bestia gris, levantó el hocico y profirió un largo aullido. Trimmer vio que sus ojos eran luminosos y ardientes, como dos rojas brasas.
En respuesta a aquel aullido, el lindero del bosque se convirtió en un pandemónium. La oscuridad quedó taladrada por docenas de puntitos luminosos. Una masa negra avanzó por el nevado campo, como una nube plomiza cruzando el cielo. Trimmer profirió un grito de terror.
«¡Lobos! —exclamó en voz alta—. ¡Lobos!»
Mientras daba media vuelta y echaba a correr un eco de una antigua lección de historia resonó en su cerebro. Recordó haber oído que hacía centenares y centenares de años los bosques ingleses estaban infestados de lobos, los cuales, enloquecidos por el hambre en época invernal, atacaban y mataban a quienquiera que se aventurase a salir. Corrió ciegamente, tropezando y resbalando, con el horror y la desesperación rugiendo en su corazón.
A lo lejos pudo ver su tienda, con la luz brillando como un faro de salvación, pero supo que nunca podría alcanzarla. El aullido de sus perseguidores resonaba más próximo a cada instante. Un minuto después un delgado cuerpo saltó sobre él, no alcanzándole por muy poco. Oyó el chasquido de las mandíbulas de la bestia mientras rodaba sobre la nieve. Luego, unos agudos colmillos aferraron y desgarraron una de las perneras de sus pantalones.
Otros colmillos apresaron su hombro. Un peso sobre su espalda…, más peso…, y un terror que anestesiaba el dolor físico. Un brazo fue agarrado por encima del codo. Ahora estaban todos sobre él, mordiendo, desgarrando…
Mordiendo, desgarrando…
El agente, al pasar por delante de la tienda de Trimmer a las nueve de la mañana, quedó sorprendido al comprobar que no estaba abierta. Los periódicos aparecían en un montón en el umbral; seguramente, el mozo de la camioneta de reparto los había dejado allí al ver que nadie respondía a sus llamadas. Suspicaz por naturaleza, el agente examinó la puerta y descubrió que el visillo verde estaba ligeramente levantado. A través del cristal pudo ver un ojo que miraba al exterior; pero se trataba de un ojo que al parecer no podía ver nada.
Tras haber llamado varias veces y golpeado el cristal sin obtener respuesta, el agente entró en la tienda saltando por la parte de atrás. Encontró a Charles Trimmer arrodillado junto a la puerta de la tienda, con un ojo pegado al cristal, por debajo del visillo verde. Estaba muerto.
En su cuerpo no había ninguna señal. El forense declaró en la encuesta que Trimmer tenía un corazón anormal —pesaba mucho más de lo que el corazón de un hombre suele pesar—, y que estaba condenado a morir repentinamente. Una pesadilla, o cualquier impresión demasiado fuerte podían acabar con él en el momento más inesperado.
El veredicto fue de muerte natural, a consecuencia de un fallo cardíaco.