Sam Tucker, dueño de la Posada del Lugre de St. Fay, dio la bienvenida a Miss Colworth y barruntó inmediatamente que la recién llegada era una maestra de escuela. Y como nunca se reservaba sus barruntos —a menos que tuvieran un carácter calumnioso—, Miss Colworth quedó informada en seguida de la impresión que Sam había recibido.
Miss Colworth se irguió ligeramente y fue capaz de negarlo sin contaminar su pozo de la verdad particular. Había transcurrido casi un año desde que había renunciado a su empleo en la Rosewood School. Aunque no se avergonzaba, sino todo lo contrario, de su antigua profesión, le desagradaba la idea de parecer como si continuara ejerciéndola.
Bueno, ahora podía llamarse a sí misma una artista, una autora. Una herencia había venido a engrosar sus ahorros, dejándola en condiciones de dedicar su vida a sus aficiones. En la escuela, Miss Colworth había enseñado dibujo y pintura, y en sus ratos libres había pintado algunas acuarelas que, en opinión de sus amigos, eran casi tan buenas como la obra de un profesional. Ella tenía conciencia de sus defectos, pero ahora que disponía de tiempo acariciaba la esperanza de que no era demasiado vieja para superarlos. Al menos, podría satisfacer una necesidad de pintar para complacerse a sí misma.
Su otro interés era el folklore, y las dos aficiones, ahora felizmente unidas en ella, la llevaron a Cornwall para la luna de miel. Ya que Cornwall había sido llamado el País de Leyenda, y St. Fay el Paraíso del Artista.
St. Fay está edificado dentro de un hueco de los acantilados y alrededor de una especie de puerto natural. Las pequeñas casas parecían haber caído del cielo y aterrizado caprichosamente, pero con los tejados hacia arriba. Stella Colworth encontró el lugar muy hermoso a la luz del sol, más encantador todavía a la luz de la luna, pero un poco sucio y deprimente cuando el tiempo era nublado y lluvioso.
Desde que el contrabando —en otra época la principal industria— había sido casi eliminado, la aldea había conocido una gran pobreza durante casi un siglo. La pequeña flota pesquera que llenaba el puerto los días de mal tiempo, vegetaba penosamente con las capturas de congrio. El otro mes era de abundancia con la llegada de la sardina. Pero, cuando éstas fallaban, como ocurría de cuando en cuando, significaba una verdadera tragedia.
En los últimos años, sin embargo, los visitantes veraniegos se habían hecho más frecuentes. Llegaban pintores y aguafortistas, y entre ellos algunos de los famosos y ricos. Otros artistas acudían con grupos de discípulos que vestían de un modo que escandalizaba a los sencillos aldeanos. Menos afortunadamente, «extranjeros» de otras regiones de Inglaterra acapararon una gran parte del nuevo comercio instalando tiendas de objetos de arte y salones de té.
Pero el lugar no estaba contaminado del todo cuando Stella Colworth llegó a él. Evitó ostensiblemente el hotel «El Nidito» y fue al «Lugre», donde Sam Tucker le destinó una habitación del piso alto con vistas al puerto.
Stella quedó encantada, ya que allí había un cuadro esperando su pincel. Podría sentarse en un sillón de felpa y pintarlo cuando el tiempo la obligara a quedarse en su cuarto.
Fuera de la posada se enfrentó con un problema. Había mucho que pintar, pero también habían muchos para pintarlo. Encontró un caballete junto a otro, por así decirlo, a lo largo de todas las angostas calles, y sintió el deseo de echarse a reír. Era como algo que en cierta ocasión había visto en una comedia musical. ¡Y aquél era el País de Leyenda!
Transcurrieron dos o tres días antes de que Stella encontrara un rincón para ella, y entonces su estilo se vio agarrotado por el conocimiento de que todos los transeúntes miraban lo que estaba haciendo por encima de su hombro. Algunos le preguntaban si podían mirar, sumiéndola en una gran confusión y haciéndola proferir una frase que acabó convirtiéndose en un apodo. Al cabo de una semana, Stella era conocida en toda la aldea como Una Simple Aficionada. Pero lo que más temía eran las rápidas ojeadas de los profesionales. Aquellos patilludos y jóvenes ogros se mostraban muy corteses y no hacían ningún comentario. Pero cuando habían pasado, Stella oía unas risas reprimidas, y, si se volvía a mirarlos, sorprendía unos gestos muy poco académicos. Stella apretaba los labios y continuaba pintando, con una firme decisión reflejada en sus ojos.
Estaba en camino de pintar algo que prometía satisfacerla, alimentando así una ambición que exigía muy pocos alimentos. Pero hasta entonces había fracasado en su otro objetivo. Había inquirido a diestro y siniestro, pero los habitantes de St. Fay no sabían lo que era el folklore…
Stella tenía que comprobar aún que había estado obrando como una niña ingenua invitando a declarar su crimen a un asesino inconfeso. No sabía que aquella gente, que el domingo iba a la iglesia vestida de negro, con aspecto de cucarachas, tenía tradiciones y secretos mucho más antiguos que el Cristianismo. No sabía que la ciencia moderna en forma de radio había entrado en casa de una mujer y que sus vecinos creían que practicaba la brujería. En una palabra, en St. Fay había folklore de cierta clase delante de ella y a su alrededor, pero no le estaba permitido verlo.
Sam Tucker, como corresponde a un posadero, era menos taciturno que sus vecinos. Además, había sido durante muchos años marinero en un mercante, y su mente se había ensanchado en alta mar y en los puertos extranjeros. Pero era leal a sus vecinos —en cuyo apoyo tenía que confiar en los oscuros días de invierno—, y puesto que ellos habían decidido ocultar sus secretos a la dama «forastera» él también lo hacía.
—¿Una antigua historia? —dijo, rascándose la cabeza—. Bueno, hay una del cerdo del granjero Trewinnick…
Una historia digna de Boccaccio. Aunque, en deferencia a su oyente, Mr. Tucker utilizó abundantemente los eufemismos.
—No es lo que usted deseaba, ¿verdad? —inquirió, tras haberla contado—. Fantasmas, hadas y brujas, ¿eh? Bueno, la gente solía creer en esas cosas en otros tiempos, pero ahora es distinto. Cuando era un chiquillo había oído alguna de esas historias, pero las he olvidado.
—¡Oh! No me diga que no tienen un fantasma en el pueblo —dijo Stella, medio en broma.
Le pareció que Tucker la miraba con cierta dureza. Pero fue una impresión momentánea.
—Bueno —dijo Tucker—, yo nací en esta casa y nunca he visto uno. Y mi padre antes que yo. Y el suyo antes que él. Tres generaciones de marineros, establecidos aquí cuando nos cansamos de navegar. Y, que yo sepa, ninguno de nosotros ha visto un fantasma.
A Stella le pareció que Tucker había cargado un poco el tono en el último verbo, pero fingió no darse cuenta.
—¡Tres generaciones de marineros! —exclamó—. No debe de ser muy corriente…
—¡Oh! La cosa se remonta mucho más allá. El abuelo del abuelo de mi padre fue uno de los primeros hombres que puso los pies en Australia. Navegaba con el capitán Cook.
—¡Vaya, eso es más interesante! —dijo Stella, preguntándose si sería verdad.
—Y lo que es más —continuó Tucker—, yo tengo el reloj del capitán Cook. O uno de sus relojes. Lástima que le entró un poco de arena en el mecanismo y ahora lo he enviado a limpiar. Cuando me lo devuelvan se lo enseñaré.
—Gracias, me gustará mucho verlo —dijo Stella; y se preguntó si el reloj podía ser clasificado como folklore en una forma concreta.
Una vez en su cuarto, Stella dedicó a Sam Tucker la mayor parte de sus pensamientos. Si bien el posadero era mucho más comunicativo que sus vecinos, subsistía en él un fondo de reserva. Lo demostraba el énfasis que había puesto al decir que nadie de su familia había visto un fantasma.
El instinto le dijo a Stella que finalmente se encontraba tras el rastro de algo interesante, aunque no estaba completamente segura de que aquel «algo» fuera la pieza que ella pretendía cazar.
Bueno, si la casa no contenía un fantasma, contenía un loro, que Stella no había visto aún. Le había oído imitar los ladridos de un perro, y los chillidos de las gaviotas, y hablar con su propia voz. A ella no le gustaban los loros desde que uno de aquellos animales le propinó un terrible picotazo, y hasta entonces no había expresado el deseo de ver al pájaro. Se preguntó, sonriendo para sus adentros, si el viejo Tucker le diría que el loro había pertenecido también al descubridor de Australia.
Stella se había enterado ya de que Sam Tucker era viudo y de que la mujer que cuidaba de la casa y la atendía a ella era la hermana de su difunta esposa. Mrs. Polrowan, también viuda, era una mujer de rostro adusto que rara vez extendía su conversación más allá de un «Sí» o un «No» o de un «No estoy segura». Para Stella era un pozo seco, pero aquella tarde, cuando le sirvió el té, debía de estar de un mejor humor que de costumbre.
—Sí —respondió—, tenemos un loro, desde luego. Me gustaría que le oyera usted imitando a Además.
—¿Además?
—El perro que teníamos. Éste es un hogar religioso, de modo que buscamos un nombre para el perro en la Biblia. «Además el perro vino a lamer sus llagas».
Stella reprimió una sonrisa que temió hubiese resultado inoportuna.
—He oído hablar del loro —dijo—, pero todavía no lo he visto.
Mrs. Polrowan, que se encontraba ya junto a la puerta, se volvió.
—¡Oh! En verano, cuando vienen los forasteros, lo tenemos en nuestra habitación. Si colgamos su jaula en el bar, todo el mundo se mete con él. Luego les da un picotazo y todo son quejas.
Stella recordó el picotazo que había recibido ella y se echó a reír. Luego, mientras la puerta se cerraba, continuó sonriendo y se sentó, mirando fijamente a un punto indeterminado, completamente inmóvil, como hipnotizada por un foco de luz.
Hasta entonces había fracasado en sus tentativas para conseguir información acerca del folklore local. Pero ahora le parecía que podía encontrarse tras el rastro de una historia de otra clase, algo más moderno, más verosímil e incluso más romántico en su estilo. Se le ocurrió que allí había buen material para otra pluma: la de un escritor de seriales para «La Hora de los Niños», quizás.
Un antiguo marinero-convertido-en-posadero y su taciturna cuñada, para empezar. Luego, el fantasma que no había sido visto. Luego el reloj, que había pertenecido al famoso capitán Cook. Y, finalmente, el loro: un «accesorio» casi imprescindible para cualquier historia relacionada con el mar.
Stella revolvió aquellos cuatro elementos, como las piezas de un rompecabezas, pero se negaron a encajar entre ellos o a formar un dibujo. El instinto le decía que un novelista sabría sacarles partido, pero ella se encontraba completamente desconcertada. Cuando era niña, tenía fama de decir siempre la verdad; pero aquella virtud, en gran parte, venía determinada por su falta de imaginación.
Las piezas del rompecabezas permanecieron sin encajar durante toda una semana. Entretanto, la propia Stella, sin que ella se diera cuenta, había sido también objeto de estudio. Sus preguntas, aparentemente casuales, la habían traicionado hasta cierto punto. Iba detrás de las historias de los Antiguos, historias que habían sido ocultadas cuidadosamente a los compiladores de Guías Turísticas…
Sam conocía a sus vecinos, con los cuales tenía que vivir todo el año, y compartía hasta cierto punto —sin comprenderla— su reticencia. A ningún hombre le gusta que se rían de él por conservar, a pesar de la moderna ilustración, unos cuantos granos de la extraña y oscura fe de sus antepasados. Había viajado mucho y conocía más mundo que la mayoría de los magnates de las ciudades; pero si su casa sufriera una invasión de ratas, sabría que era víctima de un hechizo. Y, para librarse de él, acudiría a la bruja blanca y no a los raticidas.
De modo que si la dama quería saber cómo se confeccionaba un filtro amoroso, o cómo se apaciguaba a un muerto inquieto en su nuevo estado, no sacaría nada de Sam Tucker. Sam no traicionaría aquella sociedad secreta que no tenía nombre y que no exigía ninguna iniciación. Pero si deseaba oír una extraña historia él se la contaría, y nadie podía discutirle su derecho a hacerlo. Se la contaría en cuanto estuviera seguro de que ella no la tomaría a risa.
Ya que el viejo Sam Tucker le había tomado afecto a Stella, respetándola por sus conocimientos y porque era —su instinto se lo decía— una «verdadera dama». Y Stella vería el reloj —que podía haber pertenecido o no al capitán Cook—, y el loro Nero, y oiría la historia del extraño nexo existente entre ellos. Sí, lo oiría cuando Sam Tucker estuviera seguro de que no se tomaría la historia a risa.
Una mañana, después de desayunar, Stella se disponía a salir, cargada como de costumbre con los trebejos de pintar, cuando encontró la puerta de la calle cerrada. Sam salió rápidamente para ayudarla. Tenía ya la mano en el cerrojo cuando dijo:
—Ya tengo el reloj, Miss Colworth, si quiere verlo.
—Con mucho gusto —asintió Stella.
La vivienda de Sam se encontraba al final de un pasillo que partía del vestíbulo. La primera de las habitaciones servía de comedor y de sala de estar. La única ventana aparecía parcialmente tapada por una amplia jaula y su gris ocupante.
El pájaro estaba en su percha, mordisqueando desganadamente unos cacahuetes. Stella se acercó a la jaula, pero Sam, que rebuscaba en un cajón, la advirtió:
—No debe tocar a Nero, Miss Colworth.
—No iba a hacerlo —rió Stella.
—Es un viejo granuja, muy aficionado a dar picotazos. Incluso yo, cuando he de tocarlo, tengo que ponerme unos guantes de cuero.
—¡Lorito malo! —dijo Stella, mirando a Nero con aire de fingido reproche. Luego, volviéndose hacia Sam, añadió—: Si es tan malo como dice, me extraña que lo siga teniendo en su casa.
—Verá, ha estado aquí desde que yo era un niño. No tenía más de doce años cuando mi padre lo trajo. Entonces no era más que una cría, y lo que pueda tener de malo tiene que haberlo aprendido de nosotros. Pero mi padre le tenía mucho cariño, y el animal le correspondía: creo que era el único ser humano por el que ha sentido algún afecto.
—Siendo así, lo comprendo…
—Además, yo no tendría el reloj del capitán Cook si no fuera por Nero.
Había sacado el reloj del cajón y se lo mostró a Stella, la cual profirió una leve exclamación de sorpresa. Era un reloj de oro de los que sólo se ven en los museos: su tamaño era enorme.
Stella lo tomó en sus manos y lo admiró casi con reverencia.
—No comprendo lo que acaba de decir acerca de Nero —dijo—. Creí que el capitán Cook le había regalado el reloj a su antepasado.
—¡Oh, no digas tonterías! —exclamó una estridente voz femenina detrás de ella.
Sam sonrió mientras Stella se sobresaltaba.
—Está imitando la voz de mi difunta esposa —explicó Tucker—. A veces, cuando olvido que Nero está en la habitación, el corazón me da un vuelco.
Stella inclinó la mirada, algo confusa. Ahora se explicaba el aire encogido del viejo posadero. Mrs. Tucker debió de haber sido una matrona de armas tomar, hasta el punto de que el loro llegó a aprenderse de memoria sus exabruptos.
—¿Qué tiene que ver el loro con este hermoso reloj? —inquirió Stella, dominando su confusión—. Creí que había dicho que el capitán Cook…
—Exactamente, Miss Colworth, aunque no tengo ninguna prueba de ello. Al parecer, mi antepasado le salvó la vida al capitán cuando unos caníbales estaban a punto de devorarlo —al final, los caníbales se salieron con la suya, como usted ya sabrá—, y el capitán, agradecido, le regaló este reloj.
Stella asintió pensativamente. Desde luego, el reloj parecía lo bastante antiguo como para dar verosimilitud a la historia.
—Su valor intrínseco debe de ser considerable —dijo—. Y es una valiosa pieza de museo, también.
—He recibido toda clase de ofertas, incluso de museos, pero nunca he querido desprenderme de él. Ya sabe lo que pasa con los recuerdos de familia. Mi hijo murió en la guerra, de modo que cuando yo abandone este mundo pasará a manos de mi sobrino. Y, si tiene el sentido de la gratitud, se hará cargo también de Nero.
—¿Acaso Nero gritó, evitando que alguien lo robara? —inquirió Stella, intrigada.
—¡Oh, no digas tonterías! —exclamó el pájaro, dejando caer una cáscara de cacahuete.
—Hizo algo más que eso —murmuró Sam Tucker—. Tal vez usted no me crea, o crea lo que creo yo. Pero ya me he hecho a la idea de contárselo, de modo que ahí va.
»Me encontraba navegando cuando mi padre sufrió un ataque de apoplejía. En aquella época había renunciado ya a los viajes largos, y trabajaba en un pesquero de altura que efectuaba sus capturas entre Newcastle y Penzance. A veces descargábamos en este puerto, y cuando esto sucedía podía pasar un par de noches en casa.
»No llegué a terminar mi último viaje. Llegué a casa inesperadamente y me encontré con que mi padre se estaba muriendo. De modo que me quedé. Mi padre no recobró el conocimiento.
»En sus últimos momentos no podía mover una mano ni pronunciar una palabra, pero tenía conciencia de todo y sus ojos expresaban un desesperado deseo de decir algo. Algo importante. Mi madre —entonces estaba aún viva— y yo sabíamos que estaba padeciendo por nosotros. Pero, a todas nuestras preguntas, sus ojos respondían obstinadamente No».
»Después de enterrarle —un entierro como Dios manda: en el pueblo se habla todavía de la merienda que ofrecimos a los asistentes—, mi madre no quiso que continuara navegando. En una casa hace falta un hombre, y mucho más si se tiene un negocio como el nuestro.
»Bueno, Miss Colworth, ya sabe usted lo que son estas cosas. Alguien muere, y uno piensa que el mundo no volverá a ser el mismo. Luego, al cabo de unas semanas, todo vuelve a tener el mismo aspecto de antes. Parece una crueldad, pero en realidad es una gracia de la Providencia. Los hombres no pueden vivir de recuerdos, y hay olvidos misericordiosos. Y es posible que nosotros no echáramos tanto de menos a mi padre gracias a Nero. El loro imitaba perfectamente su voz y su risa. Y a veces nos hacía creer que mi padre estaba en la habitación.
Sam Tucker hizo una pausa para llenar y encender su pipa, y Stella dijo:
—¿No resultaba… penoso?
—Tal vez, pero a nosotros nos gustaba. Había otra cosa que no nos gustaba…, pero ya llegaremos a ello.
»A lo que iba: una semana después del entierro, aproximadamente, mi madre me preguntó qué había hecho con el reloj del capitán Cook. Daba la casualidad de que yo había pensado preguntarle lo mismo. Y entonces nos dimos cuenta de que no habíamos visto el reloj desde que mi padre cayó enfermo.
»La gente de por aquí es muy honrada, y ni por un solo instante se nos ocurrió la idea de que alguien podía haberlo robado. Sabíamos también que mi padre lo escondía todas las noches para más seguridad, pero nunca nos había dicho dónde. Y, de repente, mi madre y yo supimos lo que el enfermo trataba de decirnos cuando ya no podía hablar. Revolvimos la casa de arriba abajo, pero no pudimos encontrar el reloj.
»Luego, una noche, ocurrió algo que nos puso la piel de gallina. Nunca cubríamos la jaula de Nero hasta que íbamos a acostarnos y aquella noche mi madre y yo estábamos sentados en esta habitación, y Nero en el mismo lugar que está ahora. Súbitamente, mi madre me dijo: «Mira lo que está haciendo el loro…»
»Nero había bajado de su percha y se había acercado a la puerta de la jaula. Gorjeaba como un canario, cosa que sólo hacía cuando estaba muy contento. Y de pronto inclinó la cabeza y empezó a moverla suavemente a uno y otro lado, como si se la estuvieran rascando. Ya le he dicho que mi padre era la única persona por la que Nero sentía afecto. Y juraría que en aquel momento vimos que las largas plumas que Nero tiene en la parte superior del cuello se entreabrían, como si pasara un dedo a través de ellas. La cosa volvió a ocurrir unas noches más tarde, y transcurrieron varios meses antes de que sucediera lo más raro.
Stella levantó la mirada. Las palabras de San Tucker eran sinceras, y ella las creyó, notando que aumentaba su curiosidad hasta convertirse en una especie de avidez por oír la continuación.
—¿Qué fue lo que sucedió? —preguntó.
—Bueno, mi madre y yo estábamos sentados aquí, como de costumbre, y Nero contemplaba a alguien que no estaba aquí. Y, como de costumbre, inclinó la cabeza para que alguien invisible para nosotros se la rascara; súbitamente, Nero esponjó sus plumas, nos miró fijamente a través de los barrotes de su jaula y habló.
»Ya le he dicho que a menudo hablaba imitando la voz de mi padre. Pero en aquella ocasión dijo algo que nunca le habíamos oído decir antes, y que nunca más le oímos decir, por cierto.
»Está debajo de la piedra del hogar —dijo, con la voz de mi padre—, está debajo de la piedra del hogar.
»Mi madre y yo supimos inmediatamente a qué se refería. Sin pronunciar palabra, me puse en pie y me acerqué al hogar, que es el mismo que está usted viendo: como puede comprobar, la piedra aún continúa suelta. La levanté con el atizador y con los dedos, y debajo encontré…, bueno, no necesito decirle lo que encontré.
Stella permaneció silenciosa unos instantes. Su mirada se deslizó del viejo reloj, que Sam había dejado sobre la mesa, al loro que continuaba en su percha, ahora medio dormido, al parecer. Sin embargo, cuando Stella habló el animal pareció despertar.
—¡Qué historia más rara! No cabe duda de que su padre debió de enseñarle al loro a decir aquellas palabras, previendo una muerte repentina.
Sam se quitó la pipa de la boca y contempló con aire ausente la encendida cazoleta.
—Aquélla era la voz de mi padre, desde luego —murmuró—. Pero hay algo que aún no sabemos. Ignoramos si le enseñó al loro a decir aquellas palabras antes de morir… o después de su muerte.
Stella, consciente de un leve estremecimiento, no dijo nada. Pero el silencio quedó bruscamente interrumpido por otra voz. Procedía de la jaula colgada en la ventana.
—¡Oh, no digas tonterías! —exclamó aquella voz.