PAÍS RELATO

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alfred mclelland burrage

el oxiacanto

Ala salida de Hazelsea la carretera forma una especie de bifurcación, con un ramal que apunta en línea recta al noroeste. En aquella bifurcación hay una faja triangular de césped, con un alto y envejecido oxiacanto en el centro. Muy cerca, a mano izquierda del ramal en cuestión, se yergue Maid’s Rue, una casa de campo de estilo isabelino, la cual se alquilaba —y probablemente continúa alquilándose— amueblada. Serringham la alquiló hace tres años, cuando se estaba recuperando de una crisis nerviosa.
A Serringham le habían recomendado que se marchara a un lugar tranquilo, y acertó plenamente. Hazelsea es uno de los agujeros más aburridos de la Costa Oriental, y Maid’s Rue se encontraba a una milla de distancia de las dudosas diversiones que Hazelsea era capaz de ofrecer. Serringham prefirió marcharse solo, ya que la mayoría de las personas le fastidiaban.
—Pero tú no cuentas, viejo —me aseguró—. Puedes venir a pasar unos días siempre que quieras.
Serringham estaba comprometido con mi hermana Pamela. Era un perito mercantil que pagaba las consecuencias de un exceso de trabajo. Cuando salió de la clínica vino a pasar una velada con nosotros. No era el mismo de antes, pero le encontré mucho más alegre de lo que había esperado, y se marchó de Londres en un estado de ánimo bastante optimista.
—Creo que la casa me va a gustar —nos aseguró—. La conozco bastante bien desde fuera. Y un amigo que ha pasado una temporada en Hazelsea la ha visto por dentro, y dice que está muy bien. La han modernizado un poco para hacerla habitable —cuarto de baño y todo eso, ya sabes—, pero no la han estropeado.
De modo que se marchó a Maid’s Rue y, tal como había anticipado, se encontró plenamente satisfecho. Casi todos los días Pamela recibía noticias suyas, en forma de extensas cartas, las cuales incluían una posdata para mí. La mansión era casi demasiado buena para ser verdad, el vigoroso aire le sentaba de maravilla, había encontrado una mujer excelente para cuidar de la casa, disponía de una estupenda colección de libros… y, ¿cuándo pensaba ir a verle?
No sé si realmente quería que fuera, pero, ante su insistencia, decidí ir a pasar un fin de semana con él.
No había posibilidad de equivocarse. La situación de la casa estaba claramente definida por la bifurcación, y por el retorcido y viejo oxiacanto que se erguía en el centro de la faja triangular de césped. Era un edificio de ladrillo rojo que se alzaba junto al camino y que parecía alardear de su vejez y de su decrépita belleza. Sus pequeñas ventanas tenían los paneles romboides.
El interior era necesariamente oscuro. Las habitaciones tenían los techos muy bajos, y las pesadas vigas constituían una continua amenaza para un hombre de estatura mediana. Los suelos eran de piedra y el hogar quedaba abierto por los cuatro lados, con una de aquellas enormes chimeneas tan del gusto de Santa Claus. No me sorprendió el entusiasmo que Serringham demostraba por el lugar. Le gustaban las casas antiguas, y era capaz de convertir en virtudes sus inconvenientes. Debo confesar que la casa estaba muy bien amueblada. Auténtico y sólido roble.
Serringham me recibió con mucha cordialidad pero sin grandes demostraciones de alegría. Levantó su voz apenas por encima de un murmullo, y no tardó en explicarme que se había acostumbrado a hablar de aquel modo desde que llegó a Maid’s Rue.
—Soy un hombre nuevo —dijo—. ¿No crees que he mejorado?
—Sí-í —contesté, puesto que no estaba completamente seguro.
—¡Oh! Comprendo. —Serringham sonrió con cierta amargura—. Esperabas un recibimiento más ruidoso, ¿verdad? Bueno, eso no es un síntoma. Lo primero que un pobre diablo en mis condiciones necesita alcanzar es tranquilidad de espíritu. Y la estoy alcanzando. Es maravilloso despertar por la mañana y saber que no nos espera ningún trabajo, ninguna responsabilidad. Lo único que tengo que hacer es gandulear por aquí, y hasta ahora me siento estupendamente. A propósito, espero que no te levantarás demasiado temprano…
—Si lo hago —le prometí—, no te molestaré.
—De acuerdo. Bueno, Mrs. Hickory viene cada mañana a las ocho, de modo que puedes desayunar a las ocho y media, si quieres. Supongo que no te importará que no te acompañe. Paso mucho tiempo soñando despierto, ¿sabes? Supongo que siempre fui un soñador en potencia, pero nunca había tenido tiempo para dedicarlo a mis sueños.
—Bueno, sueña todo lo que quieras, si eso te hace bien —dije, riendo—. Has venido al lugar más adecuado para soñar.
—Sí, ¿verdad? Me divierte sentarme aquí por la noche y tratar de visualizar a la gente que ha vivido en esta casa a través de los últimos cuatrocientos años, dejando detrás de ella alguna impresión de su personalidad. Una casa como ésta le hace pensar a uno. Me pregunto cuántos enamorados habrá albergado, cuántos hijos pródigos, cuántas pobres viudas, y bellacos, y héroes, y seres vulgares y felices. Estas viejas paredes deben de haber contemplado extraños espectáculos y oído extraños sonidos. Sólo podemos estar seguros de una cosa: han oído más llantos que risas. El mundo es así.
—El lugar tiene un nombre muy curioso —observé—. ¿Quién lo bautizaría así?
—¡Oh! Ya me he enterado. Iba a contártelo. Es una gran historia. Una de las tradiciones locales, ¿sabes? Y no me sorprendería que hubiera algo de cierto en ella. Parece ser que hace un centenar de años vivió en esta casa una muchacha muy hermosa que se hizo notable por sus coqueterías y su volubilidad. Se supone que había conducido a casi todos los jóvenes de la vecindad a la desesperación. Y luego, como ocurre a menudo en tales casos, el cazador resultó cazado. La muchacha entregó su corazón sin reservas a un hombre que le hizo beber la misma copa amarga que ella había dado a tantos.
»La gente no muere de amor, ¿sabes? La muchacha tenía el corazón destrozado, pero continuaba latiendo, de modo que lo inmovilizó para siempre ingiriendo un veneno. Y, siguiendo la costumbre de la época, la enterraron en la encrucijada, con el corazón atravesado por una estaca. Y la leyenda dice que el oxiacanto que se yergue todavía en la bifurcación brotó de la estaca que le clavaron a la muchacha en el corazón. Desde luego, no creo en esa leyenda. Lo más probable es que alguien que la había amado mucho plantara ahí ese árbol en memoria de ella.
—Muy poético —dije, sonriendo—, pero no creo que sea verdad. ¿Cuántos años vive un oxiacanto?
—No tengo ni idea. Pero ése debe de ser muy viejo. Ahora está casi muerto. Tal vez su muerte sea una señal de que la pobre muchacha cuyos restos le ayudaron a nacer ha logrado alcanzar algún puerto feliz. ¿No es una bella historia?
—Pintoresca, desde luego —asentí secamente—. Pero un poco morbosa. ¿Pasas el tiempo especulando acerca de la dama?
—Es lógico que de cuando en cuando dediquemos un pensamiento al más allá. Sí, a veces me pregunto dónde estará la muchacha, y si su espíritu tiene espíritus enamorados. Quizás en alguna ocasión se asome a una de estas antiguas habitaciones, y se pregunte por qué los hombres no la ven, o por qué sus encantos» que sólo le fallaron una vez, no ponen ya a nadie a sus pies. ¡Oh! Sé lo que estás pensando, amigo mío. Piensas que es un error que un hombre en mis condiciones se entretenga con esas ideas. Crees que tendría que salir a dar largos paseos y leer el «Punch». Pero esta clase de vida contemplativa me encanta, y supongo que lo que me gusta es lo mejor para mí.
Lo dudaba, pero no quise contradecirle. De todos modos, procuré cambiar de tema y empecé a hablarle de Pamela. Me escuchó cortésmente, pero de cuando en cuando sus ojos parecían velarse y pensé que, tratándose de su prometida, el interés que demostraba por Pamela era más bien escaso. Antes de su enfermedad había sido un ferviente enamorado. Pero ahora estaba enfermo, todavía, y yo no debía olvidarlo.
A la mañana siguiente me levanté temprano y bajé antes de que llegara Mrs. Hickory. Un olor enfermizo y dulzón, muy leve pero aún perceptible, invadía la casa. Me pareció reconocerlo; y al mismo tiempo me dije que tenía que estar equivocado. Era el olor de los capullos de mayo recién cortados, y estábamos en febrero.
Hacía una mañana ventosa, fría pero agradable, y el sol asomaba de cuando en cuando en medio de una apresurada procesión de nubes blancas. Decidí dar un paseo antes de desayunar y salí de la casa. Crucé el camino y pasé por delante del triángulo de césped en el centro del cual el viejo oxiacanto erguía su retorcido tronco y sus desnudas y torturadas ramas.
Los setos de los alrededores empezaban a florecer, pero en el viejo árbol no brotaba una sola hoja. Le había llegado su hora, como a todas las cosas vivientes. Pronto, supuse, alguien lo cortaría para leña, y entonces no quedaría nada en memoria de la muchacha cuyos huesos yacían en sus raíces.
Era domingo. A lo lejos, las campanas de una iglesia anunciaban un servicio matinal y, mientras permanecía indeciso, sin saber qué camino tomar, llegó un labriego endomingado, con un ajado libro de rezos en una mano grande y morena. Me saludó con un cortés «Buenos días» y, al ver que era forastero, me miró con franca curiosidad y se acercó a mí.
Era un hombre muy viejo. Tenía más de ochenta años y la locuacidad de todos los viejos en los distritos rurales.
—El viejo árbol está en las últimas —dijo, siguiendo la dirección de mi mirada—. La niña tendrá que buscarse pronto otro amante.
—¿A quién se refiere? —pregunté.
—A la niña que está enterrada ahí. —Señaló hacia las raíces del árbol—. Sí, tendrá que buscarse pronto otro amante, o morirá. Morirá como Dios manda, quiero decir, y se irá al infierno. Y cuando esté muerta como Dios manda, el viejo árbol morirá con ella, y cuanto antes mejor. ¡Era una zorra, maldita sea!
Y escupió deliberadamente en dirección a las raíces del árbol.
—No le sigo a usted —dije, un poco impresionado por la venenosa reacción del anciano.
—Los jóvenes se creen muy listos porque han ido a la escuela y no quieren dar crédito a lo que les cuento. Pero lo vi con mis propios ojos. Ocurrió hace sesenta años, y ese viejo árbol estaba tan muerto como ahora. Y luego ella encontró otro amante. Era un joven caballero que vivía con su padre en Maid’s Rue. Y ella le enamoró. El joven no tardó en morir. Pero el árbol volvió a florecer, con más fuerza que nunca. Ella vive de las vidas de los hombres, y continuará viviendo hasta que no pueda enamorar a ninguno. Entonces morirá como Dios manda y se irá al infierno. Con Satanás, que es el lugar que le corresponde. Bien, buenos días, señor. Se me está haciendo tarde.
Se marchó, dejándome solo con unos pensamientos muy poco agradables. La leyenda que acababa de contarme era tan inverosímil como fantasmal, y decidí no hablarle de ello a Serringham. En consecuencia, desayuné solo y no vi a mi amigo hasta después de las doce, cuando bajó soñoliento y sin afeitar.
—Sé que pensarás que soy un gandul —dijo—, pero el descanso me sienta muy bien y he tenido unos sueños deliciosos. ¿Y tú, has dormido bien?
—Sí, gracias —dije—. A propósito, ¿qué era el olor que he notado en la casa esta mañana? Me ha recordado el de los capullos de mayo.
Serringham se echó a reír.
—¡Oh, sí! Ya lo había notado. Al principio me intrigó un poco. ¿Qué crees que es?
—No lo sé.
—Aquel tiesto de geranios de la ventana. Al levantarse se nota el olor, pero luego se acostumbra uno a él. Es como cuando se entra en una habitación que huele a tabaco. De momento se nota, pero cuando se lleva un rato allí no se huele nada.
La explicación parecía razonable, pero más tarde olfateé el tiesto de geranios. El olor no se parecía en nada al de los capullos de mayo.
A la mañana siguiente, lunes, regresé a la ciudad y le dije a Pamela que Serringham se encontraba muy bien. Pero lo dije con ciertas reservas mentales.
Transcurrió un mes, y el invierno dejó paso a la primavera. Tenía noticias de Serringham a través de Pamela, aunque ésta no tenía nunca mucho que contarme. Intuí que mi hermana estaba preocupada por su prometido, pero se negó a admitirlo hasta un viernes de finales de marzo.
—¿Cuándo vas a ir a ver a George? —me preguntó.
—No me ha pedido que vaya.
—¡Oh! Sabes perfectamente que no necesitas que él te lo pida. ¿Por qué no vas mañana? Me gustaría.
—¿Por qué?
—¡Oh! Porque…, porque no creo que aquel lugar sea el más indicado para él… Dice que está muy bien, pero en sus cartas no es el mismo de antes. Cada vez me escribe menos y en un tono más incoherente. Hace una semana que no he recibido noticias suyas, a pesar de que yo le he escrito todos los días. No quiero pecar de imaginativa, pero la cosa no me gusta, y…, bueno, me agradaría que fueras a verle mañana.
Daba la casualidad de que yo estaba libre, pero no me seducía la idea de ir a Maid’s Rue. Recordando el fin de semana que había pasado allí, me daba cuenta con más claridad de lo poco que me había divertido. El recuerdo tenía algo de sutilmente desagradable, algo que en aquellos momentos —e incluso ahora— me sentía incapaz de definir ni de explicar.
—El hecho de que sus cartas sean más espaciadas y más breves no significa nada —objeté—. Para un hombre que nunca ha sido un brillante corresponsal, escribir una carta diaria puede convertirse en un problema.
—No me importaría que me mandara un simple saludo en una tarjeta postal, Jack. Resulta terrible decirlo, pero George parece estar perdiendo su afición a la vida. Escribe como si ya no le importara lo que antes le interesaba…, incluida yo. Sabes lo que temo, ¿verdad?
Asentí. Yo temía lo mismo. Había oído hablar de crisis nerviosas que desembocan en un completo colapso mental.
—No creo que aquel lugar sea el más indicado para él —repitió Pamela—. El vivir solo no puede ser saludable. Yo me opuse desde el primer momento, pero George insistió tanto… ¡Por favor, Jack, trata de sacarle de allí!
—Haré lo que pueda —contesté, dubitativamente.
Llegué a Maid’s Rue por la tarde, pero no había oscurecido aún. En mi camino hacia allí pude observar los progresos de la primavera. A orillas de la carretera, los campos empezaban a verdear. Al llegar a Maid’s Rue quedé sorprendido al ver que el oxiacanto, que un mes antes parecía irremisiblemente condenado a la muerte, estaba ahora tan verde como los campos de los alrededores. El viejo árbol se había recuperado de un modo asombroso.
No había advertido a Serringham de mi visita, y mientras me acercaba a la casa pensé, y deseé, que él se hubiera marchado sin advertirnos a nosotros. La casa tenía un aire de abandono, y mis esperanzas aumentaron al comprobar que nadie respondía a mis llamadas. Si George se había marchado, argüí, Mrs. Hickory tenía que estar allí… Y entonces, en el preciso instante en que me disponía a marcharme para preguntar en la vecindad, la puerta se abrió muy lentamente y el rostro de Serringham apareció ante mí.
Su aspecto me impresionó. Tenía los ojos hundidos, las mejillas chupadas, la mano que apoyaba en la jamba de la puerta temblaba visiblemente, y hacía más de una semana que no se había afeitado.
—¡Oh! ¿Eres tú? —dijo, con voz inexpresiva—. Pasa.
Le seguí hasta la habitación que utilizaba como comedor, y allí se detuvo durante un largo minuto, aparentemente perdido en sus pensamientos, frotándose la barbilla con sus temblorosos dedos.
—Supongo que querrás tomar un poco de té —dijo finalmente, en tono desganado—. Creo que podré arreglarlo. Tiene que haber algo de leche. Sí, siempre dejan leche.
—¿Dónde está Mrs. Hickory? —pregunté.
—¿Mrs. Hickory? —Frunció el ceño, como si recordara débilmente haber oído aquel nombre—. ¡Oh, sí! La despedí. Estaba harto de verla por aquí. Me arreglo mejor sin ella. Mis necesidades son ahora muy elementales.
—Bueno, siéntate —dije—. Voy a echar una ojeada a la despensa. Prepararé té para los dos.
Aceptó mi sugerencia sin una palabra de disculpa. Era algo horrible. Parecía un ser drogado que estaba llegando al límite de sus posibilidades de resistencia. Sin embargo, en aquel momento no podía imaginar hasta qué punto se había dejado hundir.
Encontré té, azúcar y leche, pero busqué inútilmente algo de comida. No pude hallar más que unos mendrugos de pan y un poco de mantequilla rancia. Y entonces supe que Serringham se estaba muriendo de hambre.
El agua tardó algún tiempo en hervir, y me alegré, ya que necesitaba pensar, y no tenía la menor prisa por enfrentarme con el espantapájaros de la habitación contigua. Era evidente que había estado muriéndose de hambre, pero no creía que lo hubiese hecho a propósito. Lo más probable era que hubiese estado demasiado absorto en algo para molestarse en comer.
Por lo visto, Serringham se había tomado la molestia de dedicarme un par de pensamientos, ya que cuando me presenté con la bandeja del té dijo:
—Espero que no pasarás aquí la noche. Verás, desde que se marchó Mrs. Hickory…
Dejé la bandeja sobre la mesa y me volví en redondo hacia él.
—Tienes un maravilloso sentido de la hospitalidad, George —observé, en tono sarcástico.
—No te he pedido que vinieras —replicó secamente.
—Pareces olvidar que soy el hermano de Pamela.
Vi formarse en sus labios una lenta sonrisa.
—El hermano de Pamela —repitió simplemente.
—Oye, George —exclamé—, ¿estás loco?
—¿Loco? No. Creo que he estado aprendiendo a ser cuerdo.
—¿Llamas cordura a dejarte morir de hambre? ¿Cuándo hiciste tu última comida?
—Ayer, creo. Pero eso no importa. Concedemos demasiada importancia a la comida.
—No creo que puedas atribuirte ese defecto… Y sabes que Pamela está muy preocupada por ti. ¿Por qué no le has escrito?
Me miró unos instantes, y luego inclinó los ojos sin hablar. Me volví y empecé a servir el té. A George le convenía tomar algo líquido y caliente, por lo menos. Tomó la taza de mi mano y empezó a sorber el té dócilmente.
—¿Te marcharás esta misma noche? —me preguntó súbitamente, incapaz de disimular su ansiedad por librarse de mí.
—Si me marcho, amigo mío, vendrás conmigo.
Sacudió la cabeza.
—¡Oh, no! Desde luego que no. Definitivamente, no. ¿Por qué tendría que marcharme?
—Porque estás enfermo, y el permanecer solo en un lugar como éste no es saludable para ti.
Serringham dejó oír una desagradable risita.
—¿Solo? ¿Quién ha dicho que estoy solo? ¿Eh? ¿Quién ha dicho eso?
—Bueno, yo no veo a nadie aquí. Y, a no ser que esté ciego, tu despensa me demuestra que no puedes ser un anfitrión deseable…
Serringham me miró fijamente.
—Existen algunos seres que no necesitan comer —dijo.
—Nunca he oído hablar de ellos —repliqué—. Y, de todos modos, tú no perteneces a esa categoría.
Se produjo una pausa.
—No quiero discutir contigo —declaró finalmente Serringham—, pero tienes mucho que aprender, ¿sabes? Yo estoy empezando a aprender. Empecé a aprender en cuanto llegué aquí. Lentamente, ¿sabes? Hay cosas que no pueden descubrirse en media hora. ¿Crees, por ejemplo, que has amado alguna vez? Yo afirmo que no. Yo afirmo que el amor humano, el amor sexual, no es más que la pálida sombra de una poderosa sustancia. Existe otro amor que lo exige todo, cada momento, cada pensamiento, cada sueño. Lo exige todo, y lo da todo, y es suficentísimo.
—Eso suena muy bien —dije—. ¿Tengo que decírselo a Pamela?
Vaciló, pero su rostro no reveló la menor emoción.
—Dile la verdad —declaró, y añadió con aire fatigado—: No deja de escribirme.
Reprimí un impulso de golpearle, pero dije:
—La verdad, George, es que estás como una cabra. Y la culpa la tienen este extraño lugar y esta absurda soledad en que vives. Pero mañana vas a venir conmigo…, aunque tenga que utilizar la fuerza.
Sacudió la cabeza, y por primera vez me pareció notar en él un átomo de decisión.
—En tu estado actual —le recordé—, puedo sacarte de aquí con una sola mano.
—Es posible. Pero eso no me impediría pedir ayuda. Loca o cuerda, no puede ejercerse violencia contra una persona. Y no creo que me costara demasiado trabajo convencer a cualquier médico de que estoy tan cuerdo como tú.
Desde luego, no puede trasladarse a una persona de un lugar a otro por la fuerza, ni siquiera por su propio bien.
Mi única posibilidad consistía en encontrar algún médico local que visitara a Serringham y certificara su locura, ya que ahora estaba convencido del desequilibrio mental de mi amigo.
—Mira —dije—, voy a ir en busca de algo para comer. Prepararé una cena fría, cenaremos juntos y luego me marcharé.
No formuló ninguna objeción. Era evidente que el problema de la comida no le preocupaba en absoluto. Me miró con una especie de astuta avidez y dijo:
—Sí, es una buena idea. Ve a buscar algo para comer.
Supe que lo decía porque deseaba librarse de mí, aunque sólo fuera por un rato. Quería estar solo, aunque no completamente solo tal como ahora había llegado a entender la soledad. Quería pasar el tiempo extasiado con la creación de su fantasía, la imaginaria Belle Dame Sans Merci que le tenía esclavizado. Lo malo del caso es que su esclavitud era voluntaria. Se limitaba a dejar que su sueño le condujera al sopor y a la muerte. Yo continuaba llamándolo un sueño, desde luego.
Le dejé solo, pues, y me dirigí a Hazelsea. Hice mis compras en una tienda de comestibles. También busqué un médico, decidiéndome por el titular del pueblo.
El doctor Green, un hombre vivaracho y jovial, de mediana edad, me escuchó atentamente, asintiendo con aire comprensivo de cuando en cuando.
—Es un caso difícil —dijo—. Mañana iré a visitarle, si me permite la entrada. Desde luego, no puedo decir que un hombre está loco simplemente porque se comporta de un modo extravagante y prefiere llevar la vida de un eremita. Puedo estar de acuerdo con usted en que lo mejor para él sería que se marchara y se pusiera en manos de un médico, pero no puedo obligarle a irse a menos que encuentre síntomas de indudable locura. Certificar la locura de un hombre es algo que puede resultar peligroso para un médico. De todos modos, iré a verle y le comunicaré a usted mi opinión, si me deja sus señas. Entretanto, si le preocupa el hecho de que descuide sus comidas, lo único que puedo hacer es avisar a una tienda para que le envíen provisiones.
Aquella última sugerencia era muy razonable, y antes de regresar a Maid’s Rue me puse de acuerdo con los dueños de la tienda donde había efectuado mis compras, adelantándoles el dinero que calculamos bastaría para un mes.
Cuando llegué a Maid’s Rue encontré la puerta abierta. Entré sin llamar. Serringham estaba sentado en una butaca, a oscuras, y no se movió al verme entrar. En la habitación flotaba un intenso perfume: el aroma de los capullos de mayo. Siempre me había gustado aquel olor, más bien fuerte y un poco dulzón, tan sugeridor de la juventud, del amor y de todas las cosas amables de la vida; pero ahora me produjo náuseas y me asustó vagamente. Recordé que estábamos en marzo y que las flores no habían brotado aún. Y recordé también las palabras del anciano que había hablado conmigo junto al oxiacanto.
—¿De dónde diablos procede ese maldito olor? —le pregunté bruscamente a Serringham.
No contestó a mi pregunta, limitándose a mirar con fijeza al otro lado de la habitación.
—Tiene los ojos verde-gris —murmuró—, como el mar bajo las nubes de la tormenta.
—¿De quién estás hablando? —inquirí; y noté cómo un repentino sudor empapaba la raíz de mis cabellos.
—Ya lo sabes —respondió Serringham—. Enterraron su pobre cuerpo ahí fuera, en la encrucijada. Pero sólo enterraron su cáscara, como a su debido tiempo enterrarán sólo la mía. Mi envoltura no me interesa desde que aprendí que existen pasiones del espíritu. Tú también lo aprenderás. Creo que ya has aprendido algo…
Su voz se apagó en una especie de murmullo, y el rostro que volví hacia él debió de ser un rostro penetrado por el horror.
—¡Por el amor de Dios! —exclamé—. Por Pamela, por mí y por ti mismo, haz un esfuerzo de voluntad y escúchame… Creí que lo peor que podía sucederte era que estuvieras enloqueciendo. Pero ahora no estoy tan seguro. Hay cosas peores que ésa. Trata de pensar claramente. Sé lo que hay ahora en tu mente… o, mejor dicho, temo saberlo. Hay cosas peores que ésa. Trata de pensar claramente. Yo no sé nada acerca de esas cosas, George; supongo que ni siquiera ahora creo en ellas. Trata de pensar cómo terminará esto. Te llevará a la muerte, a algo peor que la muerte.
Serringham suspiró.
—¿Qué es la muerte? —preguntó—. Pensé que empezabas a saberlo. ¡Oh! Márchate, y déjame con mi felicidad.
Pero antes de marcharme le obligué a comer. Lo hizo de mala gana, y se pasó el tiempo escudriñando los rincones de la habitación con ojos ávidos. Confieso que la idea de marcharme resultaba muy tranquilizadora para mí. La casa y su ocupante visible se habían convertido en un motivo de terror.
Le conté a Pamela la verdad tan amablemente como me fue posible; mejor dicho, aquella parte de la verdad que yo estaba dispuesto a admitir a la luz del da. Acechando en mi mente había cosas que no me atrevía a sacar al exterior.
—Temo que George sufre un desequilibrio mental —le dije a Pamela—, pero no podemos hacer nada hasta haber oído la opinión del médico. Si insiste en quedarse allí, y el diagnóstico es de que su estado mental le permite hacerlo, temo que no podremos hacer nada.
El jueves recibí una carta del Dr. Green, y su informe respondía a lo que yo había temido. Había ido a visitar a Serringham, y le había parecido una persona que razonaba normalmente. «Le he encontrado desnutrido y algo neurótico, pero no me atrevería a llevar mis conclusiones más allá, ni veo el menor motivo para colocarle bajo vigilancia. Él mismo ha admitido que se ha descuidado un poco, pero me ha prometido enmendarse en este sentido. Lo único que puedo hacer es ponerle a usted en antecedentes si me entero de algún cambio. Me dio a entender claramente que no volviera a visitarle sin ser invitado».
Pamela soportó el golpe con mucha entereza. Parecía horrible dejar a George entregado a su suerte, pero a Pamela le consoló saber que todos los días le llevarían provisiones a la casa. Continuó escribiéndole todos los días sin recibir respuesta. Más tarde fueron encontradas cincuenta o sesenta cartas suyas sin abrir.
Pero un día del mes de abril Pamela acudió a mí deshecha en llanto.
—No puedo resistirlo más —dijo—. Tengo que verle, lo quiera él o no, lo mismo si me ama que si me odia. Tal vez si se enfrenta conmigo y le suplico que regrese con nosotros se decida a renunciar a esa espantosa soledad que le está enloqueciendo. Llévame a Maid’s Rue.
Era una perspectiva que no necesitaba haber temido, ya que cuando llegamos la casa estaba silenciosa y las puertas muy bien cerradas. Nadie respondió a mis repetidas llamadas.
—Tal vez ha salido —sugirió finalmente Pamela, en voz baja.
—Es posible —dije, procurando que Pamela no notara mi falta de convicción.
—Vamos a dar un paseo —dijo mi hermana—, y volveremos un poco más tarde. Seguramente ya habrá regresado.
De modo que dimos media vuelta y nos dirigimos hacia la verja. Al llegar allí, nos volvimos a mirar hacia la casa. Serringham, sucio y descuidado, estaba de pie detrás de una de las ventanas de la parte delantera, viendo cómo nos marchábamos con una sardónica sonrisa. Pamela profirió un grito y agitó una mano: Serringham se apartó rápidamente de la ventana.
Pamela se agarró a mi brazo. Sus labios temblaban.
—Tenías razón —murmuró—. No podemos hacer nada. George no me quiere. Vámonos, Jack, por favor.
El oxiacanto, en la encrucijada, estaba ahora lleno de hojas tiernas, de un suave verdor. Pamela miró el árbol, mientras yo ponía en marcha el automóvil, y habló, simplemente por hablar.
—Cuando florezca, ese oxiacanto será muy bonito —dijo, con voz trémula.
Me estremecí.
—Sí —dije—. Y hace un par de meses parecía haber llegado al final de sus días…
A mediados de mayo encontraron a Serringham muerto en la casa. Estaba tendido en el suelo del comedor, con los brazos extendidos, como si hubiera caído cuando trataba de abrazar algo que había eludido el abrazo. En vista de que nadie recogía la leche ni las provisiones que dejaban en la puerta, el tendero avisó a la policía y ésta efectuó el trágico descubrimiento. La autopsia reveló el hecho de que Serringham había muerto de una simple desnutrición.
En mi calidad de único amigo de la víctima, asistí al entierro y me hice cargo de las llaves de la casa para devolverlas al dueño. En la encrucijada, el oxiacanto era ahora una masa de capullos rojos.
El agente de policía que me acompañó a Maid’s Rue me señaló el árbol.
—Es un árbol viejísimo —se creyó en la necesidad de explicarme—. Este invierno parecía definitivamente muerto. Pero, con la llegada de la primavera, diríase que ha cobrado una nueva vida.
Contemplé el oxiacanto unos instantes, con aire pensativo.
—Sí —murmuré finalmente—. Con la llegada de la primavera, diríase que ha cobrado una nueva vida.