PAÍS RELATO

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alfred mclelland burrage

compañeros de juegos

I
Aunque todos los que conocían a Stephen Everton convinieron en que era el último de los hombres a los cuales podía permitirse dar crianza a un niño, para Mónica fue una suerte caer en sus manos; de otro modo, probablemente se hubiese muerto de hambre o languidecido en algún refugio para personas sin hogar. Es cierto que su padre, Sebastián Threlfall, el poeta, tenía muchos amigos ocasionales. Casi todo el mundo le conocía de vista, y en la época de su fatal ataque de delirium tremens se había convertido en uno de los clientes más interesantes del Café Royal. Pero la gente no suele recoger a los hijos de los conocidos ocasionales, especialmente cuando tales hijos corren el peligro de haber heredado las características menos recomendables de sus progenitores.
Nada se sabía de la madre de Mónica. Nadie parecía estar en condiciones de afirmar si vivía o había fallecido. Lo más probable era que hubiese abandonado a Threlfall por otro consorte capaz y dispuesto a proporcionarle tres comidas al día.
Everton no conocía a Threlfall más de lo que le conocía otro centenar de personas, e ignoró la existencia de su hija hasta que la muerte del padre fue un nuevo tópico de conversación en los círculos artísticos y literarios. La gente se preguntaba vagamente qué sería de «la niña»; y mientras la gente se interrogaba, Everton se hizo cargo de ella.
El Quién es Quién puede informaros del año en que nació Everton, de los nombres de sus Almae Maters (Winchester y Magdalen College, Oxford), de los títulos de sus libros y de su predilección por el patinaje y el excursionismo; pero es preciso conocer a un hombre un poco menos superficialmente. Tenía entonces cincuenta años y parecía mucho más viejo. Era un hombre alto, delgado, con una tez sonrosada, una cabeza ovalada, una nariz romana, unos ojos azules que miraban amablemente a través de unas gruesas gafas y unos labios finos que formaban una línea recta sobre unos dientes algo salientes. Era casi calvo, lo cual contribuía a despejar todavía más su ancha frente. Sabía dar a su expresión un aire a la vez estirado e irascible, erudito y agudo; Sherlock Holmes, quizá, pero un poco más intelectualizado.
El mundo le conocía por sus libros sobre crisis históricas. Eran libros aburridos, con títulos aburridos, escritos por un erudito para eruditos. Le habían dado fama y bastante dinero. Everton era esencialmente un animal de sangre fría, un solterón, un hombre de costumbres regulares y plácidas, amigo de la tranquilidad y de la comodidad.
Nadie se explicaba por qué adoptó a la hija huérfana de un hombre al cual sólo conocía superficialmente y que no le merecía simpatía ni respeto. No era aficionado a los niños, y su temperamento era más sardónico que sentimental. Me limito a aventurar una suposición al sugerir que, al igual que muchos hombres sin hijos, Everton tenía determinadas teorías acerca de la educación de los niños, y deseaba comprobarlas. Lo cierto es que la infancia de Mónica, que ya había sido bastante extraordinaria, pasó de lo trágico a lo grotesco.
Everton sacó a Mónica de la casa de Bloomsbury cuya patrona, inquieta por el gasto que la niña representaba, se preguntaba cómo iba a librarse de ella. Mónica tenía entonces ocho años, pero su edad «real» era mucho mayor. Había vivido con el alcohol, la pobreza y la suciedad; nunca había tenido un compañero de juegos; sólo había visto el lado peor de la vida; aquella niña que no había conocido la infancia era seria y adusta y fea y pálida. Cuando hablaba, cosa que ocurría muy pocas veces, su voz era áspera y ronca.
Se marchó con Everton sin hacer ninguna pregunta ni formular ninguna objeción. Everton se la llevó como habría podido llevarse una camisa o un cepillo que se hubiese dejado en una habitación de una casa de huéspedes. Mónica había pertenecido a su padre. Ahora que éste se había marchado para siempre, ella pertenecía a quienquiera que la reclamara. Everton se la llevó con una fría amabilidad en la cual no había amor ni compasión; a cambio, Mónica no le dio amor ni gratitud.
A Everton no le gustaban los niños modernos, y lo que en ellos le desagradaba lo atribuía a las modernas escuelas. Quizá por eso no envió a Mónica a una escuela; o tal vez deseaba comprobar hasta qué punto contribuía un niño a su propia educación.
Mónica sabía leer y escribir y, así equipada, dispuso de la extensa biblioteca de Everton, en la cual había casi todos los tipos imaginables de libros, desde pesados tomos que versaban sobre temas abstrusos hasta inútiles novelas modernas compradas y dejadas allí por Miss Gribbin. Everton no prohibió nada, no recomendó nada, limitándose a contemplar cómo crecía el árbol por sus medios naturales.
Miss Gribbin era la secretaria de Everton. Una mujer de mediana edad, asexuada, lisa, el tipo de secretaria que podía compartir el hogar de un solterón sin que las lenguas del Escándalo se desataran. A sus obligaciones se añadió ahora la de instruir a Mónica en algunos temas elementales. Así, Mónica aprendió que un hombre llamado Guillermo el Conquistador llegó a Inglaterra en 1066; para enterarse de la clase de hombre que era el tal Guillermo, tuvo que acudir a la biblioteca y leer las versiones contradictorias que de él habían dado los diversos historiadores. Miss Gribbin le proporcionaba hechos escuetos e indiscutibles; el resto debía descubrirlo por sí misma. En la biblioteca se encontró rodeada por todos los reinos de la realidad y la fantasía, cada uno de ellos con su puerta atractivamente abierta.
Mónica era aficionada a la lectura. En realidad, era casi su única distracción, ya que Everton no conocía a ningún otro chiquillo de la edad de Mónica, y trataba a la niña como a un miembro adulto de la familia. De modo que la pequeña lo leía todo, desde las traducciones de la Ilíada hasta Hans Andersen, desde la Biblia hasta las historias de amor de las modernas novelas escritas por mujeres.
A pesar de que Everton la vigilaba muy de cerca y la sometía a interrogatorios aparentemente innocuos, nunca consiguió asomarse a su mente. Cualesquiera que fuesen los sueños que albergara de un extraño mundo que rodeaba la casa de Hampstead —un mundo de dioses, hadas y demonios, de hombres fuertes y silenciosos que hacían el amor a mujeres de instintos complicados—, Mónica se los guardaba para sí. La reticencia era lo único que tenía en común con la infancia normal, y Everton observó que nunca jugaba.
Al contrario de la mayoría de animales jóvenes, no tenía una tendencia natural al juego. Tal vez el instinto había quedado aniquilado en ella por las realidades de la vida mientras su padre estaba vivo. La mayor parte de los niños solitarios improvisan sus propios juegos; pero Mónica, de aspecto tan arisco como una fiera enjaulada, desprovista por igual de las malicias y de los encantos de la infancia, sin llorar casi nunca y riéndose todavía menos, se movía por la casa silenciosamente. De cuando en cuando, Everton, el experimentador, sentía ciertos escrúpulos de conciencia…
II
Cuando Mónica tenía doce años, Everton trasladó su residencia desde Hampstead a una casa situada en Suffolk y que acababa de heredar. Era una mansión alta, rectangular, estilo Reina Ana, que se erguía en un altozano rodeado de terrenos pantanosos y de frondosos bosques. En otros tiempos había sido la casa solariega, pero ahora incluía pocas tierras. Un corto sendero discurría entre cipreses desde la pesada verja de hierro forjado hasta un círculo de césped y macizos de flores enfrente de la casa. Detrás había un acre y medio de jardín descuidado, lleno de maleza. Las habitaciones eran de techo alto y bien iluminadas, pero la mansión tenía un aire deprimido, como si fuera una cosa viva incapaz de desprenderse de una antigua melancolía.
Everton se trasladó allí por varios motivos. Durante la mayor parte de un año había estado tratando de alquilarla o de venderla, inútilmente, y cuando descubrió que podría vender fácilmente su casa de Hampstead decidió el traslado. La antigua mansión, a una milla de distancia de una remota aldea de Suffolk, le proporcionaría toda la soledad que necesitaba. Además, estaba preocupado por su salud —su sistema nervioso no había sido nunca demasiado fuerte—, y su médico le había recomendado el aire tónico de East Anglia.
No le molestó lo más mínimo descubrir que la casa era demasiado grande para él. Sus muebles llenaron el mismo número de habitaciones que habían llenado en Hampstead, y las otras las dejó vacías. No aumentó su servidumbre, compuesta por tres criados y un jardinero. Miss Gribbin, ahora más indispensable que nunca, le acompañó; y con ellos llegó Mónica para ver otro aspecto de la vida, con el mismo desinterés que Everton observó en ella a raíz de su primer encuentro.
En lo que respecta a Mónica, las obligaciones de Miss Gribbin iban siendo cada vez más una sinecura. Las «lecciones» no la ocupaban ahora más de media hora diaria. A medida que crecía, Mónica aprendía a desenvolverse mejor y por su cuenta en la biblioteca. Entre Mónica y Miss Gribbin no existía amor, ni simpatía, ni ninguna clase de afecto. En sus deberes comunes para con Everton, cumplían mutuamente con lo que era su obligación. Sus relaciones empezaban y terminaban allí.
Al principio, Everton y Miss Gribbin encontraron la casa muy agradable. Era muy adecuada para dos temperamentos que coincidían en su falta de jovialidad. Preguntada si también a ella le gustaba, Mónica se limitó a decir «Sí» en un tono que revelaba una absoluta indiferencia.
Los tres, cada uno a su manera, llevaban la misma vida que habían llevado en Hampstead. Pero una lenta transformación empezó a operarse en Mónica, una transformación tan leve y tan sutil que transcurrieron algunas semanas antes de que Everton o Miss Gribbin la observaran. Un atardecer, a principios de primavera, Everton notó por primera vez algo desacostumbrado en el comportamiento de Mónica.
Había estado en la biblioteca buscando uno de sus propios libros —La Caída de la Commomwealth Británica— y, no habiéndolo encontrado, fue en busca de Miss Gribbin. Pero en vez de la secretaria encontró a Mónica al pie de la larga escalera de nogal. Se le ocurrió preguntarle por el libro, y Mónica levantó la cabeza y respondió con una inesperada sonrisa:
—Sí, lo he estado leyendo. Supongo que lo habré dejado en la clase. Voy a ver…
Era un largo discurso, tratándose de ella, pero Everton apenas se fijó en el detalle en aquel momento: su atención estaba concentrada en otra cosa.
—¿Dónde dices que lo has dejado? —preguntó.
—En la clase.
—No conozco ninguna clase —dijo Everton fríamente. Le molestaba que se aplicaran nombres inadecuados a las cosas, aunque se tratara únicamente de una habitación—. Miss Gribbin suele llevarte a la biblioteca o al comedor. Si se trata de una de esas dos estancias, te ruego que la llames por su nombre.
Mónica sacudió la cabeza.
—No. Me refiero a la clase: la gran habitación vacía contigua a la biblioteca. Ése es su verdadero nombre.
Everton conocía la habitación. Estaba encarada al norte, y su aspecto era más oscuro y desalentador que el de cualquiera de las otras habitaciones de la casa. Se había preguntado vagamente por qué Mónica pasaba tantas horas en una estancia desprovista de muebles, sin nada para sentarse; y lo había atribuido a su capacidad de mostrarse distinta a todos los demás.
—¿Quién la llama así? —inquirió Everton.
—Ése es su nombre —dijo Mónica, sonriendo.
Echó a correr escaleras arriba, y no tardó en regresar con el libro, el cual entregó a Everton con otra sonrisa. Everton estaba maravillado. Resultaba sorprendente y agradable verla correr en vez de andar con paso torpe y desmañado. Y había sonreído dos o tres veces en el breve espacio de un minuto. Entonces se dio cuenta de que, desde hacía una temporada, era una chiquilla más animada y más feliz de lo que lo había sido nunca en Hampstead.
—¿Cómo se te ocurrió darle el nombre de «clase» a esa habitación? —preguntó, mientras cogía el libro.
—Es la clase —insistió Mónica.
Y no hubo modo de sacarla de ahí. A medida que Everton la interrogaba, dejó de sonreír y su pálido y menudo rostro se hizo de nuevo inexpresivo. Everton comprendió que sería inútil presionarla, pero todo aquello había despertado su curiosidad. Interrogó a Miss Gribbin y a los criados, y se enteró de que nadie tenía la costumbre de llamar «clase» a la amplia y vacía habitación.
Era evidente que el nombre le había sido aplicado por Mónica. Pero ¿por qué? Nunca había conocido escuelas ni clases. Algún germen de imaginación estaba incubando en su pequeño cerebro. El interés de Everton se sintió estimulado. Era como un médico que acaba de observar un síntoma anormal en un paciente.
—Mónica parece estar mucho más animada y mucho más despierta que antes —comentó con Miss Gribbin.
—Sí —convino la secretaria—. Ya me he dado cuenta. Está aprendiendo a jugar.
—¿De veras?
—Sí. ¿No la ha oído bailar y cantar?
Everton sacudió la cabeza y pareció interesado.
—No —dijo—. Posiblemente, mi presencia actúa como un freno sobre su…, ejem…, exuberancia.
—Yo la he oído en aquella habitación que ella insiste en llamar la clase. Cuando oye mis pasos se interrumpe. Desde luego, no me he metido con ella en ningún sentido, pero me gustaría que no hablara sola. No me gusta la gente que habla consigo mismo. Resulta… molesto.
—No sabía que lo hiciera —dijo Everton lentamente.
—¡Oh, sí! Unas conversaciones muy largas. No he llegado a oír de qué habla, pero a veces diríase que se encuentra en el centro de un grupo de amigos.
—¿En aquella misma habitación?
—Casi siempre —asintió Miss Gribbin.
Everton contempló a su secretaria con una lenta y pensativa sonrisa.
—El desarrollo resulta siempre muy interesante —afirmó—. Me alegro de que el lugar le siente bien a Mónica. Creo que nos sienta bien a todos.
Había un tono de duda en su voz mientras pronunciaba las últimas palabras, y Miss Gribbin se mostró de acuerdo con él, con la misma falta de convicción en el acento. En realidad, Everton había empezado a poner en duda los supuestos beneficios para su salud que habían de derivarse de su traslado a Suffolk. Durante las dos primeras semanas, sus nervios habían mejorado con el cambio de aires; pero ahora tenía conciencia del comienzo de una recaída. Su imaginación empezaba a gastarle bromas de mal gusto, llenando su mente de vagas y retorcidas fantasías. A veces, cuando se sentaba a escribir —tenía la costumbre de trabajar de noche, con la ayuda de un par de tazas de café muy cargado—, empezaba a ser víctima de los más molestos síntomas nerviosos, difíciles de analizar e imposibles de combatir, y que le llevaban invariablemente a la cama con una sensación de derrota.
Aquella misma noche sufrió una de las variantes de la frecuente experiencia.
Era cerca de medianoche cuando se sintió invadido por una impresión de malestar que se vio obligado a clasificar como un vago temor. Estaba trabajando en una pequeña habitación que había escogido como estudio. Al principio apenas se dio cuenta de la sensación: el efecto era siempre acumulativo; la carga se amontonaba sobre sus hombros brizna a brizna.
Empezó por sentirse oprimido por el silencio de la casa. Paulatinamente, la presión fue aumentando, hasta convertirse en algo tangible, en una prisión de sólidas paredes creciendo a su alrededor.
Al principio, el rasgueo de su pluma aliviaba la tensión. Escribió palabras y las borró para volver a escribirlas, a fin de poder escuchar el tranquilizador sonido. Pero, súbitamente, aquél alivio le fue negado, ya que le pareció que el levísimo rasgueo de la pluma atraía la atención sobre él. Sí, era aquello. Le estaban vigilando.
Everton se quedó sentado, completamente inmóvil, con la pluma levantada sobre la cuartilla a medio llenar. La sensación había llegado a hacérsele familiar. Le estaban vigilando. ¿Quién? ¿Y desde qué ángulo de la habitación?
Una trémula sonrisa asomó a sus labios. Por un instante se tildó a sí mismo de ridículo; inmediatamente, se preguntó desalentado cómo podía discutir un hombre con sus nervios. La experiencia le había enseñado que el único remedio —un remedio momentáneo— era acostarse. Pero permaneció sentado, ávido de aprender algo más acerca de sí mismo, de encerrar sus vagas imaginaciones en alguna forma definida.
La imaginación le decía que estaba siendo vigilado, y aunque él le daba el nombre de imaginación, tenía miedo. Aquel rápido latir contra sus costillas era su corazón, advirtiéndole el miedo. Pero continuó sentado, rígido, ávido de aprender en qué parte de la habitación podía situar su fantasía a aquellos imaginarios «vigilantes»…, ya que tenía conciencia de que era observado por más de un par de ojos.
Al principio, el experimento falló. La rigidez de su postura, la presión que estaba ejerciendo sobre sí mismo, actuaron como un freno sobre su mente. De pronto, se dio cuenta de ello y relajó la tensión, esforzándose en alcanzar aquel estado de completa libertad mental que podía haber exigido un hipnotizador o un telepatizador.
Casi inmediatamente pensó en la puerta. Los ojos de su mente giraron en aquella dirección como la aguja de la brújula gira hacia el norte imantado. Con aquellos ojos de su imaginación vio la puerta. Estaba entreabierta, y la abertura aparecía llena de rostros. No sabía qué clase de rostros. Eran rostros, simplemente; la imaginación no llegaba más allá. Pero Everton supo que aquellos espías eran tímidos; que, hasta cierto punto, le temían a él tanto como él les temía a ellos; que para hacerlos desaparecer sólo tenía que volver la cabeza y mirarlos con los ojos de su cuerpo.
La puerta se hallaba a su espalda. Volvió la cabeza súbitamente y echó una rápida ojeada por el rabillo del ojo.
La imaginación no le había engañado del todo: la puerta estaba entreabierta, aunque Everton habría jurado que la cerró al entrar en la habitación. La abertura estaba vacía. La oscuridad, sólida como una columna, llenaba el espacio entre el suelo y el dintel. Pero, aunque al volver la cabeza no vio nada, tuvo la vaga conciencia de que algo se deslizaba en silencio y con increíble rapidez, semejante al deslizarse de una trucha en aguas claras y poco profundas.
Everton se puso en pie, frotándose los ojos con los nudillos. Se dijo a sí mismo que debía acostarse. Ya era suficiente desgracia tener que soportar aquellos ataques nerviosos; estimularlos sería una locura.
Pero, mientras subía la escalera, continuaba bajo la impresión de que no estaba solo. Tímidos, prestos a fundirse en las sombras de las paredes si él volvía la cabeza, ellos le estaban siguiendo, susurrando silenciosamente, enlazando manos y brazos, observándole con la ávida y espantada curiosidad de unos… Niños.
III
El vicario visitó a Everton. Se llamaba Parslow, y era un típico clérigo campesino de la clase más pobre, un hombre alto, delgado, de unos cuarenta años, evidentemente preocupado por el eterno problema de adecuar unos escasos medios a unas vastas necesidades.
Everton le recibió cortésmente, pero con cierta frialdad reveladora de que no tenía —ni deseaba tener— nada en común con su visitante. Parslow estaba evidentemente decepcionado porque sus «nuevos feligreses» no acudían a la iglesia ni parecían estar interesados en la parroquia. Los dos hombres efectuaron vanas tentativas para encontrar un terreno común. Cuando estaba a punto de marcharse, el vicario mencionó a Mónica.
—Creo que tiene usted una hija —dijo.
—Sí. Mi pequeña pupila.
—¡Ah! Supongo que se encontrará muy sola aquí. Yo tengo una hija de la misma edad. Ahora está en la escuela, pero no tardará en llegar para pasar las vacaciones de Pascua en casa. Sé que le encantaría que su… pequeña pupila bajara alguna vez a la vicaría a jugar con ella.
La sugerencia no fue particularmente bien recibida por Everton, y la agradeció de un modo puramente formulario. Aquella niña, aunque fuese hija de un vicario, podía estar contagiada por otros niños modernos e infestar a Mónica con el descaro y la vulgaridad de lenguaje que tanto detestaba. En consecuencia, decidió que su trato con el vicario sería lo menos frecuente posible.
Entretanto, la niña se estaba convírtiendo para él en un objeto de interés cada vez más absorbente. La transformación de Mónica era tan notable como si acabara de regresar de un curso escolar. Asombraba y desconcertaba a Everton utilizando expresiones que no podía haber aprendido de ningún miembro de la servidumbre. No era la jerga de los jóvenes actuales la que brotaba fácilmente de sus labios, sino el argot familiar de la propia juventud de Everton. Por ejemplo, una mañana Mónica dijo que Mead, el jardinero, era un hacha podando enredaderas.
¡Un hacha! El vocablo hizo retroceder a Everton a una época que había quedado muy atrás; le llevó, exactamente, a una respetable mansión de la Belgravian Square, donde había oído por primera vez aquella palabra, utilizada en el mismo sentido. Su hermana Gertrude, que entonces tenía diez años, anunció que iba a ser «un hacha» en francés. Sí, en aquellos días, un experto era «un hacha». Pero, ¿qué significaba ahora un «hacha»? Habían transcurrido muchos años desde que Everton oyó el vocablo por vez primera.
—¿Dónde has aprendido a decir eso? —le preguntó a Mónica en un tono tan raro que la chiquilla le miró ansiosamente.
—¿No está bien dicho? —inquirió Mónica con avidez. Parecía una niña en una escuela nueva, temerosa de no haber adquirido la fraseología de moda en el lugar.
—Es una palabra de argot —dijo el purista fríamente—. Se utilizaba para señalar a una persona que destacaba en algo. ¿Dónde la has oído?
Mónica sonrió sin contestar, y su sonrisa fue misteriosa, incluso coqueta en un sentido infantil. El silencio había sido siempre su refugio, pero ahora no era ya un silencio huraño. Estaba cambiando mucho, y de un modo que desconcertaba a su tutor. Everton no sacó nada más de ella en aquel momento. El mismo día, más tarde, consultó a Miss Gribbin.
—Esa niña está leyendo algo que nosotros desconocemos —dijo.
—Hasta ahora —respondió Miss Gribbin— ha estado pegada a Dickens y a Stevenson.
—Entonces, ¿dónde diablos aprende esas expresiones?
—No lo sé —dijo la secretaria—. Del mismo modo que ignoro cómo ha aprendido a jugar al Líalo y Deslíalo.
—¿Qué? ¿Ese juego del cordel? ¿Juega a eso?
—El otro día la encontré haciendo algo muy complicado. Y no quiso decirme dónde había aprendido el juego. Me tomé la molestia de interrogar a los criados, pero ninguno de ellos se lo había enseñado.
Everton enarcó las cejas.
—Y yo no conozco ningún libro de la biblioteca que enseñe a hacer figuras geométricas con un cordel sostenido con las dos manos. ¿Cree usted que Mónica ha entablado una amistad clandestina con alguno de los niños del pueblo?
Miss Gribbin sacudió la cabeza.
—No sería propio de ella. Además, casi nunca va al pueblo sola.
Allí, por el momento, terminó la conversación. Everton, con toda la curiosidad del estudioso, vigiló a la niña tan de cerca como le fue posible sin despertar al mismo tiempo sus sospechas. Mónica se estaba desarrollando rápidamente. Everton sabía que tenía que desarrollarse, pero aquella rapidez le sorprendía y le desconcertaba, como si desvirtuara alguna teoría preconcebida. Mónica parecía estar recibiendo unas influencias que no procedían de él ni de ningún otro miembro de la casa.
El invierno no acababa de pasar, y los días de lluvia mantenían a Miss Gribbin, a Mónica y a Everton encerrados en la casa.
A Everton no le faltaban ocasiones para observar a la niña, y una tarde, al pasar por delante de la habitación que Mónica llamaba «la clase», se detuvo a escuchar hasta que cayó en la cuenta de que su conducta tenía mucho de fisgoneo. El psicólogo y el caballero se enzarzaron en una breve lucha que terminó con la derrota temporal del caballero. Everton se acercó a la puerta y la abrió de par en par.
La sensación que experimentó fue vaga pero ligeramente desagradable, y lo más curioso del caso fue que no resultó nueva para él. En varias ocasiones, generalmente al anochecer, había entrado en una habitación vacía con la impresión de que había estado ocupada por otros hasta el preciso instante en que él cruzó el umbral. Su llegada no provocaba la dispersión de una o dos personas, sino de toda una multitud. Les sentía, más que oírles, dispersarse rápida y silenciosamente, como sombras, hacia unos escondrijos increíbles, donde contenían el aliento y le espiaban, esperando que se fuera. Ahora andaba en medio de la misma atmósfera de tensión, y miraba a su alrededor como si esperase ver algo más que la niña solitaria sentada en el centro de la habitación. Si la estancia hubiese estado amueblada, habría mirado involuntariamente debajo de las mesas, con la esperanza de ver asomar las puntas de unos zapatos.
Sin embargo, la amplia habitación estaba vacía, y la única presencia visible en ella era la de Mónica. Delante de Everton se extendían los altos ventanales, con la lluvia repiqueteando en sus cristales. Mónica alzó la mirada al advertir su presencia. Everton pudo ver cómo se apagaba la sonrisa en sus ojos y en sus labios. También vio que la niña ocultaba rápidamente algo en las manos unidas detrás de la espalda.
—¡Hola! —dijo Everton, con una especie de forzada amabilidad—. ¿Qué estás haciendo?
Mónica dijo:
—Nada.
Pero su tono no fue tan arisco como habría sido en otra época.
—Vamos, vamos, eso es imposible —dijo Everton—. Estabas hablando a solas, Mónica. No deberías hacerlo. Es una mala costumbre. Si no terminas con ella, acabarás por volverte loca.
Mónica inclinó un poco la cabeza.
—No estaba hablando a solas —murmuró.
—No digas eso. Te he oído.
—No estaba hablando a solas.
—Entonces, ¿con quién hablabas? Aquí no hay nadie.
—No hay nadie… ahora.
—¿Ahora? ¿Qué quieres decir?
—Se han marchado. Supongo que usted les ha asustado.
—¿Qué quieres decir? —repitió Everton, avanzando un par de pasos hacia Mónica—. ¿A quién he asustado?
Inmediatamente después de formular la pregunta se sintió furioso consigo mismo. Se había expresado en un tono muy serio, y la niña se estaba riendo de él. Como si hubiera triunfado en su tentativa de hacerle tomar parte en su propio juego de imaginación.
—No lo comprendería usted —dijo Mónica.
—Pero comprendo esto: que estás perdiendo el tiempo y comportándote como una niña muy pequeña y muy tonta. ¿Qué es lo que ocultas detrás de la espalda?
Mónica extendió hacia adelante su mano derecha, abrió los dedos y mostró un dedal. Everton miró el dedal y luego a Mónica.
—¿Por qué tenías que ocultármelo? —inquirió—. No había ninguna necesidad.
Mónica le dirigió una leve sonrisa —aquella nueva sonrisa suya— antes de contestar.
—Estábamos jugando con él. Y no quería que usted lo supiera.
—Te refieres a que tú estabas jugando con él, ¿no? Y ¿por qué no querías que lo supiera?
—Por ellas. Porque pensé que usted no lo comprendería. Usted no lo comprende.
Everton se dio cuenta de que resultaría inútil fingir que estaba enojado o mostrarse impaciente. Se dirigió a Mónica en tono amable, tratando incluso de manifestar cierta simpatía.
—¿Quiénes son «ellas»? —preguntó.
—Ellas. Otras niñas.
—Comprendo. Vienen aquí a jugar contigo, ¿verdad? Y echan a correr cuando yo me acerco, porque no les gusto, ¿no es eso?
Mónica sacudió la cabeza.
—No es que no les guste usted. Creo que a ellas les gusta todo el mundo. Pero son muy tímidas. También conmigo se mostraron tímidas durante mucho tiempo. Sabía que estaban aquí, pero pasaron semanas y semanas antes de que se decidieran a jugar conmigo. En realidad, pasaron semanas antes de que pudiera verlas.
—¿Sí? Bueno, ¿qué aspecto tienen?
—¡Oh! Son niñas, simplemente. Y muy, muy simpáticas. Algunas son un poco mayores que yo, y algunas son un poco más jóvenes. Y no van vestidas como las niñas de ahora. Van de blanco, con unas faldas muy largas con muchas cintas.
Everton inclinó la cabeza gravemente.
«Ha sacado eso de las ilustraciones de algún libro de la biblioteca», pensó.
—Supongo que no conocerás sus nombres —dijo en voz alta.
—¡Oh, sí! Están Mary Hewitt —que es la más simpática de todas—, y Elsie Power, y…
—¿Cuántas son?
—Siete. Un número bonito, ¿verdad? Y ésta es la clase donde jugamos. Me gusta jugar. Ojalá hubiera aprendido a jugar antes.
—¿Y estabais jugando con el dedal?
—Sí. Una de nosotras lo esconde, y las demás tratan de encontrarlo, y la que lo encuentra vuelve a esconderlo.
—Quieres decir que tú lo ocultas, y luego tratas de encontrarlo…
La sonrisa abandonó el rostro de Mónica una vez más, y la expresión de sus ojos advirtió a Everton que lamentaba haberle hecho aquellas confidencias.
—¡Ah! —exclamó la niña—. No lo comprende usted. Sabía que no lo comprendería.
Sin embargo, Everton creyó haber comprendido. Sonrió, aliviado.
—Bueno, no importa —dijo—. Pero, en tu lugar, yo no jugaría demasiado.
Everton salió de la habitación. Pero, tentado por la curiosidad, pegó el oído a la puerta que acababa de cerrar detrás de él.
Oyó que Mónica susurraba;
—¡Mary! ¡Elsie! Ya podéis venir. Se ha marchado.
Al oír otro susurro, muy distinto al de Mónica, Everton se sobresaltó. Luego se rió en voz baja de su propio desconcierto. Era lógico que Mónica, representando varios papeles, tratara de cambiar la voz con cada personaje. Subió a su estudio y, tras meditar seriamente en el problema, llegó a determinadas conclusiones. Un poco más tarde se las comunicó a Miss Gribbin.
—He descubierto la causa del cambio de Mónica. Se ha inventado unas amiguitas imaginarias.
Miss Gribbin se sobresaltó ligeramente y levantó los ojos del periódico que había estado leyendo.
—¿De veras? —exclamó—. ¿No es eso un síntoma de desequilibrio?
—No, yo diría que no. Los amigos imaginarios son un síntoma muy corriente en la infancia, especialmente entre las niñas. Recuerdo que mi hermana tenía una de esas amiguitas, y que se ponía furiosa cuando ninguno de nosotros se tomaba el asunto en serio. En el caso de Mónica, yo diría que el hecho es completamente normal. Normal, pero interesante. Debe de haber heredado un exceso de imaginación de su padre, con el resultado de que tiene siete amigas imaginarias, siete, cada una de ellas con su correspondiente nombre. Viviendo tan sola, y sin ninguna amiga de su edad, se ha inventado más de una «amiguita». Todas son muy simpáticas y llevan vestidos de época. Supongo que los vestidos han salido de los libros Victorianos que Mónica ha encontrado en la biblioteca.
—No puede ser normal —objetó Miss Gribbin, frunciendo los labios—. Y no acierto a comprender cómo ha aprendido ciertas expresiones, y cierto estilo de hablar y de jugar…
—Lo ha sacado todo de los libros. Y se engaña a sí misma diciéndose que se lo han enseñado «ellas». Pero la parte más interesante del asunto es ésta: me ha proporcionado mi primera experiencia práctica de telepatía, acerca de cuya existencia me había mostrado escéptico hasta ahora. Desde que Mónica inventó ese nuevo juego, y antes de que me enterase de que lo había inventado, he experimentado varias veces la sensación de que en la casa había un montón de niñas.
Miss Gribbin se sobresaltó de nuevo y abrió la boca como si se dispusiera a decir algo, pero pareció cambiar súbitamente de idea y permaneció callada.
—Mónica se ha inventado esas amiguitas —continuó Everton, sonriendo—, y ha hecho que yo adquiriera telepáticamente conciencia de ellas, además. Últimamente he estado muy preocupado por el estado de mis nervios.
Miss Gribbin le miró con una extraña expresión en los ojos.
—Mr. Everton —dijo—, preferiría que no me hubiese contado eso. Verá —se apresuró a añadir—, yo no creo en la telepatía.
IV
La Pascua, que aquel año era temprana, trajo a la pequeña Gladys Parslow a casa a pasar las vacaciones. El acontecimiento no tardó en quedar señalado por una nota del vicario a Everton, invitándole a enviar a Mónica a la vicaría a tomar el té y a jugar con su hija el miércoles siguiente.
La invitación fastidió sobremanera a Everton. Aquí estaba el factor perturbador, la influencia exterior que podía hacer fracasar su experimento en la crianza de Mónica. Era libre, desde luego, para rechazar la invitación de un modo tan frío que eliminara toda posibilidad de que se repitiera. Pero el hombre no era lo bastante fuerte para resistir a pie firme los vientos de la crítica. Era sensible y no deseaba ponerse en ridículo. Adoptando la línea de menor resistencia, empezó por razonar que una niña, de la misma edad de Mónica, y en la atmósfera de su propio hogar, no podría causar una gran impresión. Terminó por autorizar la visita.
Mónica pareció complacida ante la idea de ir a la vicaría, pero expresó su contento de un modo muy discreto. Miss Gribbin la acompañó hasta la misma puerta de la casa, llegando puntualmente a las tres y media de una tarde nublada y tristona, dejándola en manos de la sirvienta que respondió a su llamada.
A su regreso, Miss Gribbin informó a Everton. Una idea humorística se había posesionado de su mente, y al hablar con Everton dejó escapar una de sus infrecuentes risas.
—La he dejado en la puerta —dijo—, de modo que no he presenciado su encuentro con la otra niña. Me hubiera gustado quedarme para verlo. Tiene que haber sido divertido.
A Everton le irritó que Miss Gribbin se refiriera a Mónica como si se tratara de un animal cautivo que por primera vez en su vida iba a encontrarse con otro de su propia especie. La analogía le hizo parpadear. Sintió algo parecido a un remordimiento, y llegó a preguntarse si estaba siendo justo con Mónica.
Nunca se le había ocurrido preguntarse si la niña era feliz. Lo cierto es que comprendía tan poco a los niños como para suponer que la crueldad física era la única clase de crueldad que podía hacerles sufrir. Si se hubiese molestado en preguntarse a sí mismo si Mónica era feliz, probablemente habría rechazado la pregunta por absurda. Le había dado un buen hogar, un hogar lujoso, incluso, y la oportunidad de desarrollar su mente. Como compañeros tenía a Miss Gribbin, a él mismo y, hasta cierto punto, a los criados…
¡Ah! Pero aquel cuadro, conjurado por las palabras de Miss Gribbin, con su acompañamiento de irrazonable risa… La pequeña Mónica encontrándose por primera vez con otra niña de su propia clase y apareciendo desconcertada, sin saber qué hacer ni qué decir… Aquellas amiguitas imaginarias… ¿significaban acaso que Mónica tenía necesidades que él ignoraba, que nunca se había molestado en averiguar?
Everton no era un hombre injusto, y le dolía pensar que podía haber cometido una injusticia. Los niños modernos, cuya conducta y cuyos modales tanto le disgustaban, obedecían quizás alguna ley evolutiva inexorable. ¿No sería antinatural privar a Mónica de la compañía de su propia generación?
Paseando nerviosamente de un lado a otro del pequeño estudio, hizo un pacto consigo mismo: vigilaría a Mónica mucho más de cerca, la interrogaría cuando se le presentara la ocasión. Y si descubría que no era feliz, que realmente necesitaba la compañía de otros niños, procuraría resolver la situación del modo más favorable para la pequeña.
Pero cuando Mónica regresó de la vicaría, Everton comprendió que no había disfrutado con la visita. Estaba deprimida, y apenas habló de su experiencia. Evidentemente, las dos niñas no habían hecho muy buenas migas. Interrogada, Mónica confesó que Gladys no le gustaba… mucho. Lo dijo con aire pensativo, y haciendo una pequeña pausa antes del «mucho».
—¿Por qué no te gusta? —preguntó Everton bruscamente.
—No lo sé. Es muy rara. No se parece a las otras niñas.
—¿Y qué sabes tú de las otras niñas? —inquirió Everton, con una leve sonrisa.
—Bueno, no es como…
Mónica se interrumpió e inclinó la mirada.
—¿No es como tus «amiguitas», quieres decir? —preguntó Everton.
Mónica le dirigió una rápida y penetrante mirada y luego volvió a inclinar la cabeza.
—No —murmuró—, ni pizca.
Everton no quiso abrumar a la niña con más preguntas, de momento. Y Mónica echó a correr hacia la gran habitación vacía, en busca de sus imaginarias compañeras.
Everton quedó satisfecho. Mónica era completamente feliz en su actual estado, y no necesitaba a Gladys, ni a otras amiguitas, probablemente. £1 experimento de Everton se estaba desarrollando con éxito. Mónica había inventado sus propias amigas, y ahora había ido a jugar con la creación de su propia fantasía.
A simple vista, todo marchaba bien. Everton pensó que las cosas se desarrollaban conforme a sus deseos… hasta que, de pronto, se dio cuenta con una leve sensación de malestar que el comportamiento de Mónica no era normal, ni saludable.
V
Aunque Mónica no manifestó el menor deseo de volver a ver a Gladys Parslow, la cortesía más elemental exigía que la hija del vicario fuese invitada a visitar a Mónica. Lo más probable es que Gladys Parslow tuviese tan pocas ganas de visitar a Mónica como ésta de recibirla. Sin embargo, a la hora fijada previamente por carta, Gladys se presentó y Mónica la recibió fríamente y con dignidad, llevándosela a continuación a la gran habitación vacía. Aquella tarde, ni Everton ni Miss Gribbin volvieron a ver a Gladys. Cuando sonó el gong anunciando la hora del té, Mónica se presentó sola, diciendo que Gladys se había marchado a su casa.
—¿Te has peleado con ella? —preguntó Miss Gribbin rápidamente.
—No-o.
—Entonces, ¿por qué se ha marchado de ese modo?
—Se ha portado como una tonta —dijo Mónica, simplemente.
—Tal vez la tonta has sido tú. ¿Por qué se ha marchado?
—Estaba asustada.
—¿Asustada?
—No le han gustado mis amigas.
Miss Gribbin intercambió una mirada con Everton.
—Al principio no creía que fuesen reales, y se rió de mí —explicó Mónica.
—¡Naturalmente!
—Pero luego, cuando las vio…
Miss Gribbin y Everton la interrumpieron simultáneamente, repitiendo al unísono y en el mismo tono asombrado sus dos últimas palabras.
—Y cuando las vio —continuó Mónica, imperturbable—, no le gustaron. Creo que estaba asustada. De todos modos, dijo que no quería quedarse y se marchó a su casa. Es una niña estúpida. Cuando se hubo marchado, nos reímos mucho a costa de ella.
Hablaba en tono completamente normal, y si se complacía secretamente en el estado de desconcierto en que sus últimas palabras habían sumido a Miss Gribbin, no lo dio a entender.
Miss Gribbin exhibió inmediatamente signos externos de furor.
—Cuando dices esas mentiras eres una niña muy desagradable. Sabes perfectamente que Gladys no puede haber visto a tus «amiguitas». Has tratado de asustarla, simplemente, fingiendo que hablabas con personas que no estaban allí, y si Gladys no vuelve nunca más a jugar contigo, te estará muy bien empleado.
—No volverá —dijo Mónica—. Y Gladys vio a mis amigas, Miss Gribbin.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Everton.
—Por la cara que puso. Y habló con ellas, también, mientras corría hacia la puerta. Al principio, mis amigas se mostraron tímidas porque Gladys estaba allí. Tardaron mucho en presentarse, pero les rogué que vinieran y terminaron por decidirse.
Everton dirigió una significativa mirada a Miss Gribbin para que contuviera sus impulsos. Quería enterarse de algo más, y se mostró amable y paciente.
—¿Por donde entraron? —preguntó—. ¿Por la puerta?
—¡Oh, no! Por donde entran siempre.
—¿Y dónde es eso?
—No lo sé. Ni ellas mismas parecen saberlo. Siempre llegan de la dirección en la cual no estoy mirando en aquel momento. Es raro, ¿verdad?
—Mucho. ¿Y desaparecen en la misma dirección?
Mónica meditó unos instantes.
—Sucede con tanta rapidez, que no puedo decir por dónde se marchan. Cuando entra usted, o Miss Gribbin…
—Siempre huyen cuando nos acercamos, de acuerdo. Pero, ¿por qué?
—Porque son espantosamente tímidas. Aunque ahora ya no son tan tímidas como antes. Tal vez acabarán por acostumbrarse a usted y ya no les importará.
—¡Una idea consoladora! —dijo Everton, con una risa forzada.
Cuando Mónica hubo tomado su té y se hubo marchado, Everton se volvió hacia su secretaria.
—Hace usted mal en reñir a la niña. Esos seres creados por su fantasía son completamente reales para ella. Sus poderes de sugestión han sido lo bastante fuertes como para hacerme sentir su presencia a mí. La pequeña Gladys, más receptiva que yo, los ha visto. Es un caso evidente de autosugestión y telepatía. Nunca he estudiado esas materias, pero yo diría que el caso tiene un interés científico.
Miss Gribbin apretó sus labios.
—Mr. Parslow se pondrá furioso —dijo.
—No puedo hacer nada para evitarlo. Tal vez sea preferible. Si a Mónica no le gusta la hija del vicario, será mejor que no vuelvan a verse.
A pesar de todo, Everton se sintió un poco desconcertado cuando a la mañana siguiente, al salir a dar un poseo, se encontró con el vicario. Si el reverendo Parslow estaba enterado de que su hija se había marchado de la casa de un modo tan raro el día anterior, podía desear ofrecer una disculpa, o quizás exigir una, según su punto de vista sobre la situación. Everton, por su parte, no quería aceptar ni presentar disculpas, no le interesaba discutir las excentricidades de unas chiquillas y, al mismo tiempo, no estaba interesado en mantener ninguna clase de relación con Mr. Parslow. Se hubiera limitado a inclinar cortésmente la cabeza, para dar a entender que le había reconocido, pero, tal como temía, el vicario le detuvo.
—Pensaba entrar en su casa para hablar con usted —dijo el reverendo Parslow.
Everton suspiró, pensando que tal vez aquel encuentro casual al aire libre le había ahorrado una entrevista más penosa bajo su propio techo.
—¿Sí? —dijo.
—Si no le importa, pasearé un poco con usted. —El vicario le miró con una expresión que a Everton le pareció ansiosa—. Hay algo que tengo que decirle. Ignoro si usted lo sospecha, o si ya está enterado de ello. De no ser así, no sé cómo va a tomárselo. De veras que no lo sé.
Everton quedó intrigado. El incidente ocurrido entre las dos niñas no parecía justificar una actitud tan solemne y tan misteriosa.
—¿De veras? —inquirió—. ¿Es algo grave?
—Creo que sí, Mr. Everton. Ya estará enterado, desde luego, de que mi hija se marchó ayer de su casa de un modo… precipitado.
—Sí, Mónica nos dijo que se había ido. Si no se entendían, era lo mejor que podía hacer, aunque el decirlo pueda hacer suponer que soy una persona poco hospitalaria. Disculpe, Mr. Parslow, pero no estoy interesado en mezclarme en una discusión entre chiquillas.
El vicario le miró fijamente.
—Tampoco yo lo estoy —dijo—, y ni siquiera sabía que se hubiera producido una discusión. Lo único que quería era rogarle que perdonara a Gladys. Su… huida, por así decirlo, estaba justificada. Recibió un gran susto, pobrecilla…
—Lo lamento muy de veras. Mónica me contó lo ocurrido. Es una niña que ha vivido muy sola y, al carecer de amigas de su propia edad, parece haberse inventado algunas.
—¡Ah! —exclamó el reverendo Parslow.
—Desgraciadamente —continuó Everton—, Mónica posee un extraño don: el de hacer partícipes de sus fantasías a otras personas. A menudo me ha parecido notar la presencia de otros niños en la casa, y lo mismo creo que le ha sucedido a Miss Gribbin, aunque ella no lo haya confesado. Estoy seguro de que cuando su hija vino ayer tarde a jugar con Mónica, ésta la asustó presentándole a sus invisibles «amiguitas» y hablando con unas imaginarias —y en consecuencia invisibles— niñas.
El vicario apoyó una mano en el brazo de Everton.
—En este asunto hay algo más. Gladys no es una niña imaginativa; en realidad, tiene mucho sentido práctico. Nunca me ha contado una mentira. ¿Qué pensaría usted, Mr. Everton, si le dijera que Gladys afirma que vio a aquellas niñas?
Un viento helado pareció envolver a Everton.
Una vaga sospecha empezó a dibujarse en su mente. Se esforzó por dominar el temblor de su voz y respondió, sonriendo:
—No me sorprendería en absoluto. Nadie conoce los límites de la telepatía y de la autosugestión. Si yo puedo sentir la presencia de unos niños creados por la imaginación de Mónica, ¿por qué no habría de sentirla su hija, probablemente más receptiva e impresionable que yo?
El reverendo Parslow sacudió la cabeza.
—¿De veras cree usted eso? —inquirió—. ¿No le parece una explicación un poco forzada?
—Todas las explicaciones de las cosas que no comprendemos tienen que parecer un poco forzadas.
—Mr. Everton, ¿sabía usted que su casa fue en otra época una escuela de niñas?
Una vez más, Everton experimentó aquella vaga sensación de desconcierto.
—Lo ignoraba —dijo, procurando dar a su voz un tono de indiferencia.
—Mi tía, a la que no llegué a conocer, asistió a esa escuela. En realidad, murió en ella. Murieron siete niñas. Una epidemia de difteria, que arruinó la escuela, la cual tuvo que cerrar sus puertas poco después. ¿Sabe usted cómo se llamaba mi tía, Mr. Everton? ¡Mary Hewitt!
—¡Dios mío! —exclamó Everton—. ¡Dios mío!
Everton, descompuesto, se pasó una mano por la frente.
—Ése es… uno de los nombres que Mónica mencionó —balbució, al cabo de unos instantes—. ¿Cómo podía saberlo?
—Eso me pregunto yo también. La mejor amiga de Mary Hewitt era Elsie Power. Murieron con pocas horas de intervalo.
—Mónica también mencionó ese nombre… y dijo que las niñas eran siete. ¿Cómo podía saberlo? Después de tantos años, ni siquiera la gente del pueblo debe de recordar los nombres de aquellas niñas.
—Gladys los conoce. Pero creo que la impresión que recibió fue más de maravilla que de terror, porque sabía que las niñas que acudían a jugar con Mónica, aunque no pertenecían a este mundo, eran niñas buenas, niñas inocentes.
—¿De qué está hablando? —estalló Everton.
—No tema, Mr. Everton. No tiene usted miedo, ¿verdad? Si aquellos a quienes nosotros llamamos muertos permanecen cerca de nosotros, ¿qué tiene de extraño que esas niñas acudan a jugar con una chiquilla solitaria que carece de amiguitas de carne y hueso? Puede parecer inconcebible, pero, ¿qué otra explicación existe? ¿Cómo podría haberse inventado esos dos nombres la pequeña Mónica? ¿Cómo podría haberse enterado de que en su casa murieron siete niñas? Sólo la gente muy anciana del pueblo recuerda el hecho, pero estoy convencido de que ha olvidado el número de niñas que murieron y el nombre de las pequeñas víctimas. ¿Ha notado usted algún cambio en su pupila desde que empezó a imaginárselas?
Everton asintió.
—Sí. Ha aprendido una serie de nuevas expresiones, de juegos que desconocía… No acabo de entenderlo, Mr. Parslow. ¿Qué puedo hacer?
El reverendo Parslow continuaba con su mano apoyada en el brazo de Everton.
—En su lugar, yo enviaría a Mónica a la escuela. Este aislamiento puede perjudicarla.
—¿Perjudicarla? ¿No ha dicho usted que esas niñas eran buenas?
—¿Niñas? En mi opinión, son verdaderos ángeles. Ellas nunca la perjudicarán. Pero Mónica está desarrollando la facultad de ver y de hablar con…, con seres que son invisibles e inaudibles para los demás. Una facultad que no debe ser estimulada. Con el tiempo, podría llegar a ver y a hablar con otras… almas que no son hijas de Dios. Si se mezcla con otras niñas de su edad, puede perder esa facultad. Y sus «amiguitas» no volverán a presentarse a ella, estoy seguro…, a no ser que las necesite.
Los dos hombres anduvieron unos pasos en silencio. En unos instantes, todo el aspecto de la vida parecía haber cambiado, como si Everton hubiera sido ciego de nacimiento y ahora percibiera los primeros destellos de luz. Miró hacia adelante, no ya a un muro sombrío e impenetrable, sino a través de una cortina más allá de la cual la vida se manifestaba vagamente, pero de modo perceptible. Sus pasos adquirieron un sonido rítmico, como un contrapunto a la frase: «No existe la muerte. No existe la muerte…»
VI
Aquella noche, después de cenar, habló con Mónica de un modo desacostumbrado. Su actitud era tímida, y la mano que apoyó en uno de los delgados hombros de la muchacha permaneció allí, torpemente.
—¿Sabes lo que voy a hacer contigo, jovencita? —dijo—. Voy a enviarte a la escuela.
—¡Oh! —Mónica le miró fijamente, con los ojos iluminados por una sonrisa—. ¿De veras?
—¿Deseas ir a la escuela?
Mónica reflexionó, enarcando las cejas y contemplando las puntas de sus dedos.
—No lo sé. No quisiera separarme de ellas.
—¿De quién? —preguntó Everton.
—¡Oh! Ya lo sabe usted —respondió la niña, volviendo a medias la cabeza.
—¿Te refieres a tus… amiguitas?
—Sí.
—¿No te gustaría tener otras compañeras para jugar?
—No lo sé. A ellas las quiero mucho. Pero ellas dicen…, ellas dicen que si usted me envía a la escuela tengo que ir. Se enfadarían conmigo si le pidiera a usted que me dejara quedar. Quieren que juegue con otras niñas que no sean…, que no sean como ellas. Porque ellas, ¿sabe?, son distintas de las niñas que todo el mundo puede ver. Y Mary me dijo que no…, que no me aficionara a nadie más que fuese distinto, como ellas.
Everton suspiró.
—Mañana hablaremos con más calma de este asunto, Mónica —dijo—. Ahora, vete a la cama. Buenas noches, querida.
Vaciló, y luego rozó la frente de la niña con sus labios. Mónica echó a correr, casi tan tímida como el propio Everton, con sus largos cabellos flotando detrás de ella. Pero al llegar a la puerta se volvió y le dirigió una extraña y brillante mirada. Y Everton vio en los ojos de Mónica lo que nunca había visto.
Más tarde, aquella misma noche, Everton entró en la gran habitación vacía que Mónica había bautizado con el nombre de «la clase». Un rayo de luna penetraba por el alto ventanal, iluminando el interior de la estancia, completamente vacía, al parecer. Pero las profundas sombras ocultaban unas diminutas y tímidas presencias, de las cuales tenía conciencia un sentido misterioso y sin desarrollar en el hombre.
—¡Niñas! —susurró Everton—. ¡Niñas!
Cerró los ojos y extendió las manos.
Las diminutas presencias no vencieron inmediatamente su timidez, pero Everton imaginó que se acercaban un poco más a él.
—No temáis —susurró—. No soy más que un hombre que ha vivido siempre muy solo. Cuando Mónica se haya marchado, deseo que os quedéis cerca de mí.
Hizo una pausa, esperando.
Luego, al dar media vuelta para marcharse, le pareció notar la caricia de unas manos diminutas sobre sus brazos. Miró a su alrededor inmediatamente, pero aún no había llegado para él el momento de ver. Vio únicamente la cerrada ventana, las sombras en las paredes y el rayo de luna.