1
La nave espacial Esperanza del hombre se puso en órbita en torno a Alta III ciento nueve años después de haber partido de la Tierra.
A la «mañana» siguiente, el capitán Browne informó a sus hombres, colonos de la cuarta y quinta generación, que una nave auxiliar tripulada iba a descender a la superficie del planeta.
—Todo miembro de la tripulación debe considerarse sacrificable —dijo con enorme seriedad—. Este es el día que nuestros bisabuelos, nuestros predecesores, que partieron audazmente hacia la nueva frontera espacial tanto tiempo atrás, aguardaron con valor inquebrantable. No debemos fallarles.
Y concluyó su anuncio a través del circuito de intercomunicación de la gran nave afirmando que los nombres de los ocupantes de la nave de exploración se darían a conocer al cabo de una hora.
—Y sé —añadió— que todo auténtico hombre querrá ver su nombre en la lista.
John Lesbee, el quinto de su linaje a bordo, experimentó una sensación de amilanamiento al escuchar aquellas palabras. Le sobraban motivos para sentirse así.
Dudaba aún si debía o no dar la señal para un desesperado acto de rebeldía, cuando el capitán Browne efectuó el esperado anuncio.
—Y sé que todos vosotros compartiréis con él su momento de gloria al revelaros que John Lesbee irá al frente de la tripulación portadora de las esperanzas del hombre en esta remota zona del espacio. En cuanto a los otros…
El capitán nombró a siete de las nueve personas con las que Lesbee había estado conspirando para apoderarse de la nave. Puesto que la nave auxiliar sólo tenía cabida para ocho, Lesbee comprendió que Browne se quitaba de encima tantos enemigos como le era posible. Con creciente desaliento, escuchó al capitán ordenar que todo el mundo se reuniera en la sala de recreo de la nave.
—Ruego a los tripulantes de la nave de exploración que se reúnan conmigo y los demás oficiales en el escenario. Sus instrucciones son rendirse a todo navío que pretenda interceptarles. Irán equivocados con instrumentos que nos permitan observar desde aquí y determinar la etapa de logros científicos en que se encuentra la raza dominante del planeta.
Lesbee corrió hacia su habitación, en la cubierta de los técnicos, con la esperanza de que Tellier o Cantlin le buscaran allí. Sentía la necesidad de celebrar un consejo de guerra, por muy breve que fuera. Aguardó cinco minutos, mas no apareció miembro alguno de su grupo de conspiradores.
Sin embargo, disponía de tiempo para calmarse. Curiosamente, el olor de la nave contribuía más que nada a su sosiego. Desde los primeros días de su vida, el olor a energía y el aroma del metal sometido a tensión habían sido sus perpetuos compañeros. En aquel momento, con la nave en órbita, esa tensión había disminuido. El olor de la energía era más añejo que nuevo. Pero el efecto resultaba similar.
Ocupó la silla que empleaba para leer. Cerró los ojos y respiró aquel complejo de olores producidos por tantas y titánicas energías. Sentado allí, notó que el miedo abandonaba su mente y su cuerpo. Recuperó el valor y la fuerza. Lesbee admitió con sensatez que su plan para apoderarse de la nave implicaba ciertos riesgos. Y lo que era peor, nadie pondría objeciones a que Browne le hubiera elegido como jefe de la misión. «Probablemente —pensó—, soy el técnico más preparado en toda la historia de esta nave». Browne III se había hecho cargo de él cuando tenía diez años, iniciándole en la penosa carrera de conocimientos que le había conducido a dominar una tras otra las habilidades mecánicas de los diversos departamentos técnicos. Y Browne IV había proseguido la instrucción. Le enseñaron a reparar sistemas de relés. Poco a poco, fue entendiendo el objetivo de infinidad de aparatos en apariencia análogos. Llegó un día en que pudo visualizar la automatización entera. Hacia mucho tiempo que la colosal telaraña de instrumentos electrónicos empotrados se había convertido prácticamente en una prolongación de su sistema nervioso. Durante aquellos años de trabajo y estudio, el quehacer diario de aprendizaje dejaba exhausto su cuerpo. Tras cumplir con su obligación, buscaba gozar de un momento de tranquilidad, y por lo general se retiraba muy temprano a descansar.
Jamás había tenido tiempo para llegar a comprender la complicada teoría que constituía la esencia de las numerosas operaciones de la nave.
Mientras vivió su padre había intentado en numerosas ocasiones transferirle sus conocimientos. Pero era muy difícil enseñar tamañas complejidades a un muchacho fatigado y soñoliento. Lesbee sintió incluso un ligero alivio al morir su padre. El agobio desapareció. Sin embargo, se daba cuenta de que la familia Browne había logrado su mayor victoria al ir reduciendo la destreza poseída por los sucesivos descendientes del capitán original de la nave.
Encaminándose por fin a la sala de recreo, Lesbee se preguntó si acaso los Browne le habrían entrenado como preparación para una misión como la presente.
Sus ojos se dilataron. En caso afirmativo, su propia conspiración se reducía a una mera excusa. En realidad, la decisión de matarle podía haber sido tomada hacía más de una década, a años luz de distancia…
Mientras la nave exploratoria descendía hacia Alta III, Lesbee y Tellier ocuparon el doble sillón de mando y observaron en la pantalla delantera la vasta y nebulosa atmósfera del planeta.
Tellier era un hombre delgado, un intelectual, descendiente del doctor Tellier, un físico que había realizado numerosos experimentos sobre la velocidad en los primeros días del viaje. Nunca se había comprendido por qué las naves espaciales no conseguían alcanzar siquiera una buena fracción de la velocidad de la luz, y mucho menos superarla. Al morir el científico de manera insospechada, no quedó nadie con los conocimientos suficientes para desarrollar un programa de investigación.
El personal entrenado que sucedió a Tellier creyó de forma vaga que la nave había sufrido una de las paradojas implícitas en la teoría de la contracción de Lorenz-Fitzgerald. Pero fuera cual fuese la explicación, el problema jamás se resolvió.
Observando a Tellier, Lesbee se preguntó si su mejor amigo sentiría el mismo vacío interno que él. Se trataba de la primera vez que Lesbee, o cualquier otro, salía de la gran nave. «Nos dirigimos a una de esas grandes masas de tierra y agua, un planeta», pensó.
Contempló el panorama con fascinación total. La enorme esfera iba haciéndose cada vez mayor.
Se aproximaban a gran velocidad, describiendo una curva prolongada y angular, dispuestos a alejarse en cuanto alguno de los cinturones de radiación naturales sobrepasara sus sistemas de protección. Sin embargo, al irse registrando los niveles de radiación, los contadores mostraron que los mecanismos de la nave respondían adecuada y automáticamente.
De repente, un timbre de alarma rompió el silencio.
Al mismo tiempo, las pantallas se centraron en un punto de luz que se movía a gran velocidad, muy por debajo de la nave. La luz avanzaba como una flecha hacia ellos.
¡Un misil!
Lesbee contuvo la respiración.
Pero el reluciente proyectil cambió de rumbo, dio una vuelta completa, tomó posición a varios kilómetros de distancia y empezó a descender siguiendo a la nave.
El primer pensamiento de Lesbee fue: «Jamás nos dejarán aterrizar». Y le invadió una intensa frustración.
Otra señal lanzó su zumbido desde el tablero de mandos.
—Nos están sondeando —dijo Tellier con voz tensa.
Un instante después de pronunciar estas palabras, la nave pareció temblar e inmovilizarse. Se trataba del inconfundible contacto de un rayo tractor. Su campo de fuerza aferró a la nave, la arrastró, la retuvo.
La ciencia de los habitantes de Alta III estaba revelándose ya como algo formidable.
Bajo los pies de Lesbee, la nave reinició su movimiento.
Todos los tripulantes se acercaron, observando cómo el punto luminoso se resolvía en un objeto que aumentaba cada vez más de tamaño. Lo tenían muy cerca. Era mayor que su nave.
Se produjo un choque de metales. La nave tembló de popa a proa.
—Están ajustando su compuerta a la nuestra —advirtió Tellier, aun antes de que cesara la vibración.
Detrás de Lesbee, sus compañeros iniciaron la serie de bromas peculiares de la persona que se siente amenazada. Una burda comedia que de repente alcanzó el suficiente grado de humor para abrirse paso a través del miedo de Lesbee, que se encontró riendo contra su voluntad.
A continuación, libre de ansiedad por un momento y consciente de que Browne vigilaba la escena y de que no había otra alternativa, dio la orden:
—Abrid la compuerta. Que los extraños nos capturen, tal como se nos ha ordenado.
2
Pocos minutos después de que se abriera la compuerta exterior, la nave extraterrestre realizó idéntica maniobra. Dispositivos impermeabilizados tomaron contacto con la nave exploratoria, aislando ambas entradas del vacío espacial.
El aire siseó en el pasillo que formaban entre las dos naves las compuertas neumáticas. Se abrió una puerta interior en el vehículo alienígena.
Lesbee contuvo de nuevo la respiración.
Hubo un movimiento en el pasillo. Un ser extraño apareció ante los terrestres, avanzando sin vacilación alguna, y golpeó el vidrio de la compuerta con algo sujeto en la punta de uno de sus cuatro brazos correosos. El recién llegado tenía cuatro patas y cuatro brazos, sobresaliendo de un cuerpo alargado y delgado, que se mantenía en posición erecta. Prácticamente no poseía cuello alguno, aunque las numerosas arrugas de la piel entre el tronco y la cabeza indicaban que gozaba de una gran flexibilidad.
En tanto que Lesbee se fijaba en los detalles de su aspecto, el extraño ser volvió un poco la cabeza, y sus dos grandes e inexpresivos ojos se concentraron en el receptor oculto en la pared que fotografiaba la escena, topándose así con los ojos de Lesbee.
Lesbee parpadeó y luego desvió la mirada. Tragó saliva y movió la cabeza en dirección a Tellier.
—¡Abrid! —ordenó.
En el instante en que se abría la puerta interior de la nave terrestre, aparecieron sucesivamente en el pasillo otras seis criaturas de cuatro patas, avanzando con la misma seguridad que la primera. Los siete seres cruzaron la abierta puerta de la nave. Y conforme iban entrando, sus pensamientos penetraron en el acto en la mente de Lesbee…
Cuando Dzing y su grupo de abordaje salieron de la pequeña nave karniana para recorrer la compuerta de conexión, el oficial que ostentaba el mando a bordo le envió un mensaje mental.
«La presión y el contenido de oxígeno están dentro de los valores existentes en la superficie de Karn. No hay duda alguna, pueden vivir en nuestro planeta».
Dzing se introdujo en la nave terrestre y advirtió que se hallaba en la sala de control del vehículo espacial. Allí, por primera vez, vio a los hombres. El y sus acompañantes se detuvieron. Y los dos grupos de seres, los humanos y los karnianos, se observaron mutuamente.
El aspecto de los seres bípedos no sorprendió a Dzing. Con anterioridad, los pulsovisores habían penetrado las paredes metálicas de la nave y fotografiado con exactitud la forma y dimensión de sus ocupantes.
La primera orden a su tripulación pretendía comprobar si los extranjeros se rendían de verdad.
«Dad a entender a los prisioneros que necesitamos que se desnuden como medida de precaución».
Lesbee no estuvo seguro respecto a si aquellos seres recibían o no los pensamientos humanos igual que él recibía los suyos… hasta que se dio la última orden. Desde el primer momento, los extraterrestres mantuvieron sus conversaciones mentales como si no conocieran los pensamientos de los seres humanos. Ahora, observó a los karnianos que se acercaban. Uno de ellos le tiró significativamente de la ropa. Y ya no le cupo duda alguna.
La telepatía mental sólo funcionaba en una dirección: de los karnianos a los humanos.
Lesbee empezó a saborear las implicaciones del hecho, mientras se apresuraba a desnudarse… Era absolutamente vital que Browne no lo averiguara.
Se quitó todas sus prendas y, antes de dejarlas caer, tomó cuaderno y pluma. Desnudo, escribió a toda prisa: «Que no Sc sepa que podemos leer las mentes de estos seres».
Pasó el cuaderno a los demás y se sintió mucho mejor cuando todos los hombres lo hubieron leído e hicieron un silencioso gesto de asentimiento con la cabeza.
Dzing se comunicó por telepatía con alguien situado en planeta:
«Los extranjeros han decidido rendirse, es obvio. Sólo subsiste un problema: ¿cómo lograr ahora que nos apresen sin despertar las sospechas de que deseamos que lo hagan?»
Lesbee no captó la respuesta directamente. Sin embargo, la obtuvo a través de la mente de Dzing:
«Empezad a destrozar el bote. Veamos si eso provoca una reacción».
Los miembros del grupo de abordaje karniano obedecieron al instante. Arrancaron los tableros de mando, y las placas del suelo fueron fundidas y rasgadas. Muy pronto, instrumentos, cables y controles quedaron expuestos a la vista. Lo que más interesó a los extraterrestres fueron las numerosas computadoras y sus accesorios.
Browne debía de haber contemplado el destrozo, porque en aquel momento, antes de que los karnianos comenzaran a destrozar la maquinaria automática, sonó su voz:
—¡Atención, tripulantes! Voy a cerrar la compuerta y hacer que el bote describa una cerrada curva a la derecha. Dentro de veinte segundos, exactamente.
Al oír la advertencia, Lesbee y Tellier ocuparon sus asientos y los hicieron girar, de modo que la presión provocada por la aceleración les aplastara contra los respaldos. Los otros hombres se acurrucaron en el maltrecho suelo y se prepararon para el golpe.
La nave dio un brusco bandazo. Y aunque el giro se inició con lentitud, lanzó a Dzing y sus compañeros contra una pared de la sala de mandos. El extraterrestre se aferró con sus numerosas manos a los asideros que habían surgido de repente del liso metal. Cuando el viraje se intensificó, ya había asegurado sus cuatro cortas patas. El resto de la amplia curva lo tomó poniendo en tensión su alargado y bruñido cuerpo. Los demás karnianos le imitaron.
La terrible presión menguó, y Dzing estimó que la nueva dirección del vehículo formaba casi un ángulo recto con la anterior.
Fue informando de los hechos conforme se iban produciendo. La respuesta fue:
«Seguid destruyendo. Observad cómo responden y estad preparados para sucumbir ante cualquier cosa que se parezca a un ataque letal».
Lesbee se apresuró a escribir en su cuaderno: «Nuestro método de capturarlos no tiene por qué ser sutil. Nos darán facilidades. No podemos perder».
Aguardó en tensión mientras el cuaderno pasaba de mano en mano. Seguía resultándole difícil creer que nadie más que él había reparado en cierto detalle respecto al grupo de abordaje.
Tellier añadió otra nota: «Está claro que también estos seres recibieron órdenes de considerarse sacrificables».
Esa observación acabó de resolver la cuestión para Lesbee. Los otros no habían reparado en lo mismo que él. Suspiró de alivio ante aquel falso análisis, puesto que le concedía la mejor de todas las ventajas; la que se derivaba de su educación especial.
En apariencia, sólo él sabía lo bastante para analizar qué eran aquellas criaturas.
La prueba residía en la inmensa claridad de sus pensamientos. Hacía mucho tiempo, en la Tierra, se había establecido que el hombre poseía una vacilante facultad telepática, que sólo podía aprovecharse de manera fiable mediante una amplificación electrónica aplicada fuera de su cerebro. La cantidad de energía precisada por el proceso de amplificación bastaba para consumir los nervios cerebrales en caso de que se aplicara directamente.
Y dado que los karnianos la empleaban de modo directo, no se trataba de seres vivos. En consecuencia, Dzing y sus compañeros eran un tipo de robot muy avanzado. Los verdaderos habitantes de Alta III no arriesgaban sus pellejos en lo más mínimo.
Y cosa mucho más importante, Lesbee sabía ya cómo servirse de aquellos maravillosos mecanismos para derrotar a Browne, apoderarse de la Esperanza del hombre y emprender el largo viaje de regreso a la Tierra.
3
Sumido en estos pensamientos, miraba a los karnianos, entregados a su trabajo destructor.
—Hainker, Graves —dijo en voz alta.
—¿Sí? —respondieron a la vez los dos hombres.
—Dentro de poco, pediré al capitán Browne que vuelva a hacer virar la nave. Cuando lo haga, usad las pistolas gaseosas.
—Dalo por hecho —repuso Hainker.
Tanto él como Graves expresaron su alivio con una sonrisa. Lesbee ordenó a los otros cuatro tripulantes que se preparasen para maniobrar los dispositivos portadores del gas a elevada velocidad.
—Toma el mando si algo me ocurriese —ordenó a Tellier.
Luego escribió un nuevo mensaje en el cuaderno: «Sin duda estos seres proseguirán su intercomunicación mental después de quedar inconscientes en apariencia. No hagáis caso, ni lo comentéis en modo alguno».
Se sintió mucho mejor cuando sus hombres leyeron la última nota y el cuaderno volvió a sus manos.
—¡Capitán Browne! —dijo, mirando a la pantalla—. Haga otro viraje, a fin de inmovilizarlos.
Y así capturaron a Dzing y sus compañeros.
Tal como Lesbee había supuesto, los karnianos prosiguieron su conversación telepática.
«Creo que lo hemos hecho bastante bien —informó Dzing a su contacto en tierra. Debió de recibir alguna respuesta, porque prosiguió—: Sí, comandante. Ahora somos sus prisioneros, de acuerdo con sus instrucciones, y esperaremos acontecimientos… ¿El método de aprisionamiento? Cada uno de nosotros ha quedado inmovilizado por una máquina que nos ha sido colocada encima, con la sección principal ajustada al contorno de nuestros cuerpos. Una serie de rígidos apéndices metálicos nos fijan los brazos y las piernas. Todos estos dispositivos están controlados electrónicamente. Podemos escapar, por supuesto. Claro que una acción así queda pospuesta de momento…»
El análisis hizo estremecer a Lesbee. Pero no existía para los sacrificables posibilidad alguna de volverse atrás.
—A vestirse —ordenó a sus hombres—. Luego, empezad a reparar la nave. Colocad otra vez las placas del suelo, excepto la sección G-8. Han tocado algunas de las computadoras analógicas y será mejor que me asegure de que todo marcha bien.
Una vez vestido, restableció el rumbo de la nave y llamó a Browne. La pantalla se iluminó al cabo de un momento y apareció en ella el poco satisfecho rostro del capitán de la nave, hombre de unos cuarenta años.
—Deseo felicitarles a usted y a sus hombres por su hazaña —dijo Browne, sombrío—. Al parecer, poseemos una pequeña superioridad científica sobre esta raza. Podremos intentar un aterrizaje restringido.
Puesto que jamás se produciría un aterrizaje en Alta III, Lesbee se limitó a esperar sin comentarios, en tanto que Browne se sumía en sus propios pensamientos.
El capitán reaccionó por fin, aunque todavía con cierta vacilación.
—Señor Lesbee —expuso—, sin duda ya sabe usted que esta situación resulta extremadamente peligrosa para mí… Y para toda la expedición se apresuró a añadir.
Al oír estas palabras, Lesbee se sintió anonadado. Browne no pensaba permitirle regresar a la nave. Y para alcanzar su objetivo personal, debía subir a bordo. «Tendré que poner de manifiesto su conspiración y proceder a una aparente oferta de compromiso», penso.
Respiró hondo y miró a los ojos de la imagen de Browne.
—Me parece, señor —dijo, con todo el valor de un hombre imposibilitado de dar marcha atrás—, que nos hallamos ante una alternativa. Podemos resolver nuestros problemas personales, o bien mediante una elección democrática, o bien compartiendo el mando, siendo usted uno de los capitanes y yo el otro.
Para cualquier otra persona que les escuchara, la observación habría conducido a una conclusión totalmente errónea. Mas Browne comprendió en seguida su importancia.
—¿Así que ha decidido poner las cartas sobre la mesa, señor Lesbee? —replicó en tono despectivo—. Bien, permítame decirle que jamás se habló de elecciones mientras los Lesbee ostentaron el mando. Y por una razón excelente. Una astronave requiere una aristocracia técnica que la dirija. En cuanto a una capitanía compartida, no funcionaría.
—Si vamos a quedarnos aquí —se apresuró a contestar Lesbee—, precisaremos al menos dos personas con la misma aut~ ridad, una en tierra y otra en la nave.
—No podría fiarme de usted si le dejo en la nave —fue la rotunda respuesta.
—En ese caso, quédese usted en ella. Todos esos detalles prácticos tienen arreglo.
—¡Su familia no ha ocupado un puesto ejecutivo desde hace más de cincuenta años! —estalló Browne. Debía de estar casi fuera de sí a causa de la intensidad de sus sentimientos personales—. ¿Cómo es posible que todavía se crea con derechos?
—¿Y cómo sabe a qué me refiero?
—El concepto del mando hereditario procede del primer Lesbee —dijo Browne. Había una furia demoledora en su tono—. No figuraba en las órdenes.
—Y sin embargo, usted se benefició de eso, heredando su cargo.
—Es absolutamente ridículo —replicó Browne con los dientes apretados— que el gobierno que regía la Tierra cuando partió la nave, una nave cuyos tripulantes originales murieron hace infinidad de tiempo, nombrara a alguien para un puesto de mando… —y que ahora su descendiente piense que el cargo le corresponde, a él y a su familia, para siempre.
Lesbee guardó silencio, sorprendido por las ocultas emociones que ponía al descubierto aquel hombre. Pensó que su actuación estaba todavía más justificada, si tal cosa era posible. Presentó su siguiente sugerencia sin remordimiento alguno.
—Capitán, nos hallamos en plena crisis. Deberíamos posponer nuestra lucha privada. ¿Por qué no llevamos a bordo a uno de estos prisioneros, a fin de interrogarle empleando películas o actores? Más tarde, discutiríamos nuestras respectivas posiciones.
La expresión del rostro de Browne le indicó que la conveniencia y las potencialidades de su propuesta se abrían paso en su mente.
—Vendrá usted solo a bordo —dijo por fin Browne—. Y únicamente con un prisionero. ¡Nadie más!
Lesbee experimentó una emoción aturdidora al ver que el capitán mordía el anzuelo. «Es como un ejercicio de lógica —pensó—. Tratará de matarme en cuanto se vea a solas conmigo y se sienta seguro de que puede atacar sin peligro. Pero ese plan me llevará a la nave. Y tengo que estar en ella para desarrollar el mío».
Browne le miraba ceñudo.
—Señor Lesbee —preguntó—, ¿se le ocurre alguna razón por la que uno de esos seres no deba subir a bordo?
—Ninguna, señor —mintió, denegando al mismo tiempo con la cabeza.
—Muy bien. —Browne parecía haber tomado una decisión—. Le veré dentro de poco. Entonces discutiremos los detalles adicionales. Lesbee no se arriesgó a pronunciar una sola palabra más. Asintió y cerró la conexión. Estaba temblando y se sentía molesto e intranquilo.
«Pero ¿qué otra cosa podemos hacer?», pensó.
Desvió su atención a la parte del suelo que habían dejado al descubierto, siguiendo sus órdenes. Rápidamente se inclinó y estudió los códigos de las diversas unidades de programación, como si comprobara que se trataba de las mismas que habían ocupado en principio aquellas ranuras.
Encontró la serie que quería: un intrincado sistema de unidades interconectadas, diseñado en su origen para programar un método de aterrizaje por control remoto, un avanzado mecanismo Waldo, capaz de hacer aterrizar la nave en un planeta y permitir de nuevo su despegue, toda la operación dirigida mediante el nivel de impulsos del pensamiento humano.
Deslizó todas las unidades en su posición de secuencia y cerró el sistema.
Completada aquella importante tarea, tomó el accesorio de control remoto y se lo metió de modo casual en el bolsillo.
Regresó luego al tablero de mandos y pasó varios minutos examinando la red de conexiones y comparándola con un esquema mural. Diversos cables estaban desconectados. Arregló los desperfectos y al mismo tiempo logró cortocircuitar uno de los principales relés del piloto por control remoto mediante un movimiento de torsión que efectuó con las pinzas.
Volvió a colocar el tablero, pero lo dejó suelto. No tenía tiempo para fijarlo de manera adecuada. Y puesto que podía justificar con facilidad su siguiente maniobra, sacó una jaula del almacén e izó a Dzing a su interior, ligaduras incluidas.
Antes de bajar la tapa, montó en la jaula una sencilla resistencia, con objeto de evitar que el karniano transmitiera al nivel del pensamiento humano. El dispositivo era sencillo, en el sentido de que carecía de selectividad. Incluía un interruptor de dos posiciones, que ponía en movimiento o detenía el flujo energético en las paredes metálicas al nivel del pensamiento.
Instalado ya el dispositivo, deslizó en su otro bolsillo el mando que lo accionaba. No lo activó. No por el momento.
Dzing emitió un nuevo mensaje telepático desde la jaula: «Es significativo que estos seres me hayan seleccionado para un trato especial. Podríamos llegar a la conclusión de que se trata de una casualidad o, por el contrario, que son muy observadores y me señalaron como jefe de la operación. Sea cual fuere el motivo, sería una tontería regresar ahora».
Empezó a sonar un timbre. Lesbee observó las pantallas. Un punto de luz había aparecido en una de ellas. Se movía velozmente hacia ciertas líneas que se cruzaban en el centro exacto. La Esperanza del hombre —representada por el foco de luz—, y la nave auxiliar se desplazaban por lo tanto de manera inexorable hacia el lugar de su cita.
4
—Acuda a la sala de mando inferior —fueron las órdenes de Browne.
Lesbee guió su carretilla eléctrica, con la jaula sobre ella, fuera de la compuerta P de la gran nave… El hombre que manejaba la compuerta era el segundo oficial, Selwyn. ¿Un alto cargo encargándose de una tarea rutinaria…? Selwyn saludó con una sonrisa forzada, mientras Lesbee avanzaba con su cargamento a lo largo del silencioso pasillo.
No vio a nadie más en su trayecto. El resto del personal había sido apartado sin la menor duda de aquella zona de la nave. Un poco más tarde, sombrío y resuelto, depositaba la jaula en el centro de la gran gala y la fijaba magnéticamente al suelo.
Al entrar Lesbee en el despacho del capitán, éste le miró desde uno de los dos asientos de mando. Bajó de la tarima forrada de caucho hasta situarse al mismo nivel que el recién llegado, avanzó sonriente y le tendió la mano derecha. Era un hombre imponente, como habían sido todos los Browne, que le llevaba la cabeza a Lesbee y mostraba un excelente aspecto. Los dos hombres estaban a solas.
—Me alegra que se mostrara tan sincero —dijo—. Dudo que yo le hubiera hablado en términos tan contundentes de no haber tomado usted la iniciativa.
No obstante, mientras se estrechaban las manos, Lesbee experimentó cierto recelo. «Está tratando de recuperarse de la insensatez de su reacción —pensó—. En realidad, le obligué a estallar por completo».
Browne prosiguió en el mismo tono cordial:
—He tomado una decisión —dijo—. Una elección estaría fuera de lugar. La nave abunda en grupos disidentes inexpertos, la mayoría deseando sólo volver a la Tierra.
Lesbee, que albergaba idéntico deseo, mantuvo un discreto silencio.
—Usted será el capitán en tierra —continuó el oficial— y yo el capitán de la nave. ¿Por qué no tomamos asiento ahora mismo y elaboramos un comunicado de mutuo acuerdo, que yo leeré a los demás a través del circuito intercomunicador?
Lesbee se sentó en una silla junto a Browne, pensando:
«¿Qué ventaja representa para él nombrarme públicamente capitán en tierra?»
Por último, decidió con cinismo que para el hombre de más edad suponía la ventaja de contar con la confianza de John Lesbee, con lo cual podría aquietarle, influirle, engañarle y destruirle.
Lesbee examinó el recinto subrepticiamente. La sala de mando inferior era una gran cámara rectangular, contigua a los enormes motores centrales, con un tablero de mando duplicado exacto del que existía en el puente de la parte superior de la nave. El gran vehículo espacial podía ser guiado indistintamente desde uno u otro tablero, aunque la prioridad correspondía al puente. El oficial de guardia gozaba del derecho de tomar decisiones importantes en caso de urgencia.
Lesbee efectuó un rápido cálculo mental y dedujo que el primer oficial, Miller, se hallaba de guardia en el puente. Miller era un leal partidario de Browne. Probablemente, el individuo les observaba en una de sus pantallas, preparado para acudir en ayuda de su jefe en caso necesario.
Pocos minutos después, Lesbee escuchaba pensativo a Browne mientras éste leía el comunicado conjunto a través del intercomunicador, designándole capitán en tierra, un poco asombrado y un mucho consternado ante la confianza total que el otro hombre albergaba respecto a su poder personal y posición en la nave. Ascender al principal de sus rivales a un cargo tan alto constituía un paso decisivo.
El siguiente acto de Browne fue asimismo sorprendente. Todavía ante los visores, alargó una mano, palmeó con afectuoso gesto los hombros de Lesbee y se dirigió así a sus auditores:
—Como todos saben, John es el único descendiente directo del capitán original. Nadie conoce con exactitud lo sucedido hace cincuenta años, cuando mi abuelo tomó por primera vez el mando. Pero recuerdo que el anciano se empeñaba en que tan sólo él sabía cómo debían ser las cosas. Dudo que confiara en lo más mínimo en cualquier mequetrefe al que no tuviera controlado por entero. A mí me daba la sensación de que mi padre era la víctima, más que el beneficiario, del carácter y el sentimiento de superioridad de mi abuelo. —Esbozó una animada sonrisa—. En cualquier caso, amigos míos, no podemos recomponer los huevos que se rompieron entonces. —Su tono adquirió una súbita firmeza—. Pero sí procurar que cicatricen las heridas, sin negar el hecho de que mi instrucción y experiencia personal me convierten en el capitán más apropiado para la nave. El capitán Lesbee y yo vamos a tratar de comunicarnos con la forma de vida inteligente que hemos capturado. Se les permite presenciar la entrevista, aunque nos reservamos el derecho a interrumpir la conexión si lo juzgamos preciso. —Se volvió hacia Lesbee—. ¿Qué piensa que deberíamos hacer primero, John?
Lesbee se hallaba ante un dilema. Se había presentado la primera gran duda, la posibilidad de que el otro hombre fuera sincero. Cosa especialmente inquietante puesto que, en tan sólo unos minutos, se revelaría una parte de su plan.
Suspiró y se dijo que no podía echarse atrás en aquel momento. «Tendremos que poner al descubierto toda esta locura. Sólo entonces estaremos en condiciones de empezar a considerar el acuerdo como algo real», pensó.
—¿Por qué no sacamos al prisionero a fin de verle mejor? —propuso con voz firme.
Mientras el rayo tractor alzaba a Dzing, apartándole así de las energías que habían eliminado sus ondas de pensamiento, el karniano entró en contacto telepático con Alta III.
«He sido encerrado en un espacio confinado, cuyo metal posee barreras energéticas contra la comunicación. Ahora trataré de percibir y evaluar la condición y objetivos de esta nave…»
En aquel punto, Browne estiró la mano y cerró el intercomunicador. Ya sin otros ojos que les observasen, se volvió acusador hacia Lesbee.
—¿Por qué no me ha informado de que estos seres se comunican por telepatía?
Su voz sonó amenazadora. En su rostro apareció un rubor indicativo de su cólera.
Era el momento del descubrimiento.
Lesbee vaciló. Luego, se limitó a señalar cuán precaria había sido la relación entre ambos. Concluyó con franqueza:
—Pensé que, manteniéndolo en secreto, lograría permanecer con vida un poco más, cosa que usted no se proponía cuando me envió en la nave exploratoria como sacrificable.
—Pero ¿cómo esperaba utilizar…? —preguntó Browne, con brusquedad. No acabó su frase—. Bueno, no importa.
Dzing estaba transmitiendo de nuevo.
«En muchos aspectos, se trata de un tipo de nave muy avanzada desde el punto de vista mecánico. Los motores de energía atómica están instalados a la perfección. La maquinaria automática actúa de forma magnífica. Existe un enorme equipo energético y poseen un rayo tractor capaz de contrarrestar todos nuestros artefactos móviles. Pero hay un error en los flujos energéticos de esta nave, algo que carezco de experiencia para interpretar. Voy a facilitar algunos datos…»
Los datos consistieron en diversas medidas de ondas, con toda evidencia, según dedujo Lesbee, las longitudes de onda de los flujos energéticos implicados en el «error».
—Será mejor devolverlo a la jaula mientras analizamos el significado de su charla —dijo Lesbee, con repentina alarma.
Browne siguió la sugerencia. Durante el proceso, Dzing transmitía:
«Si lo que sugiere es cierto, estos seres están a nuestra entera merced…»
En este punto, se interrumpió el contacto.
—Lamento haber cortado la comunicación, amigos míos. —Browne había vuelto a conectar el intercomunicador—. Os interesará saber que hemos logrado sintonizar los impulsos del pensamiento del prisionero e interceptar sus llamadas a alguien situado en el planeta. Eso nos da una ventaja. —Se volvió hacia Lesbee—. ¿No está de acuerdo?
Browne no demostraba ansiedad alguna, en tanto que las últimas palabras de Dzing habían dejado sin habla a Lesbee. A nuestra entera merced… El significado estaba bien claro. Se preguntó perplejo cómo era posible que Browne ignorase su vital importancia.
—¡Me siento muy excitado por esa cuestión de la telepatía! —le dijo Browne, pleno de entusiasmo—. Si lográsemos desarrollar nuestros propios impulsos mentales, constituiría un atajo maravilloso para la comunicación. Quizá si recurriésemos al principio del dispositivo de aterrizaje por control remoto, que como usted sabe es capaz de proyectar pensamientos humanos a un nivel simple, tosco, cuando las energías ordinarias se ven turbadas por el intenso campo precisado para el aterrizaje…
Lesbee encontró muy interesante la sugerencia, puesto que precisamente tenía en su bolsillo un control remoto para tales impulsos mentales producidos de manera mecánica. Por desgracia, se trataba sólo del control de la nave auxiliar. Sin duda sería aconsejable sintonizarlo también al sistema de aterrizaje de la gran nave. Un problema en el que ya había pensado con anterioridad. Ahora Browne le abría el camino hacia una fácil solución.
—Capitán —dijo, manteniendo firme su voz—, permítame programar esos computadores analógicos de aterrizaje, mientras usted prepara el proyecto de comunicación mediante película. Así estaremos dispuestos para tratar con él, de una forma u otra.
No suscitó, al parecer, ninguna sospecha en Browne, puesto que accedió al instante.
Siguiendo las órdenes de éste, varios hombres trajeron un proyector y lo montaron con rapidez en un extremo de la sala. El operador y el tercer oficial, Mindel, que habían entrado juntos, ocuparon los dos sillones contiguos al proyector, se ajustaron las correas y se declararon listos para empezar.
Entretanto, Lesbee llamó a varios hombres del personal técnico. Sólo uno de ellos protestó.
—Pero, John —dijo—, de esa forma nos veremos con un control doble… Y el de la nave auxiliar tendrá prioridad sobre el de ésta. Eso es bastante anormal.
En efecto. Pero daba la casualidad de que el control que Lesbee llevaba en su bolsillo, el único capaz de maniobrar con rapidez, correspondía a la pequeña nave.
—¿Deseas hablar con el capitán Browne al respecto? —preguntó cortante—. ¿Necesitas su visto bueno?
—No, no. —Las dudas del técnico se desvanecieron en apariencia—. Oí cómo te nombraban capitán adjunto. Tú eres el jefe. Se hará como deseas.
Lesbee colgó el teléfono del circuito cerrado por el que hablaba y se volvió. Fue entonces cuando vio que la película estaba dispuesta y que Browne apoyaba las manos sobre los mandos del rayo tractor. El capitán de la nave le miró con aire interrogativo.
—¿Prosigo? —preguntó.
En el penúltimo instante, Lesbee se sintió invadido por la duda. La única alternativa para los planes de Browne consistía en revelar su propio conocimiento secreto.
Vaciló, atormentado por la incertidumbre.
¿Le importaría desconectar eso?
Señaló el intercomunicador.
Volveremos a estar con ustedes en un minuto, amigos anunció Browne a la audiencia.
Cerró la conexión y miró inquisitivamente a Lesbee.
Capitán —dijo éste en voz baja—, debo informarle que traje abordo al karniano con la esperanza de usarlo en su contra.
—Bien, ésa es una admisión franca y abierta —replicó blandamente el oficial.
—Lo menciono porque, caso de que usted tuviera motivos similares, deberíamos aclararlo todo antes de proceder con este ensayo de comunicación.
Un brote de color se esparció por el cuello y la cara de Browne.
—No sé cómo convencerle —dijo por fin, hablando con gran lentitud—, pero le aseguro que no había planeado nada en absoluto.
Lesbee contempló el franco semblante de Browne. De repente, decidió creer en la sinceridad del oficial. Había aceptado el compromiso. La solución de una capitanía compartida le satisfacía.
Lesbee tomó asiento, experimentando una enorme alegría. Pasaron segundos antes de que comprendiera la esencia de aquella excitación tan intensa y agradable. Se debía simplemente al descubrimiento de que…, de que la comunicación daba resultados. Podías decir tu verdad y conseguir que te escucharan…, siempre que dicha verdad tuviera sentido.
Le pareció que su verdad tenía infinidad de sentido. Acababa de ofrecer a Browne la paz a bordo de la nave. Paz a un determinado precio, por supuesto. Pero paz al fin y al cabo. Y en aquella grave contingencia, Browne reconocía toda la validez de la solución.
Todo estaba claro ahora para Lesbee.
Sin dudarlo más, reveló que las criaturas que habían asaltado la nave auxiliar eran robots, no seres vivos.
Browne asintió pensativo.
—Sin embargo, no entiendo de qué le hubiera servido eso para apoderarse de la nave —comentó por fin.
—Tal como usted sabe, señor —explicó Lesbee con gran paciencia—, el sistema de aterrizaje por control remoto incluye cinco ideas principales, que se proyectan con mucha fuerza sobre el nivel del pensamiento. Tres de ellas se emplean como guía: arriba, abajo y hacia los lados. Campos magnéticos intensos, cualquiera de los cuales podría perturbar en parte el complejo proceso mental de un robot. La cuarta y la quinta son instrucciones para que se produzca la detonación, bien en una dirección, bien en otra. La fuerza de la explosión depende de a qué distancia se conecta el control. Puesto que se utiliza una energía abrumadora, esas sencillas órdenes tendrían prioridad sobre el robot. Cuando éste llegó a la nave, le coloqué un receptor-escudriñador no detectable. El aparato registró dos fuentes de potencia, una hacia delante y otra hacia atrás, a partir del pecho. Por eso lo puse de espaldas cuando lo traje aquí. Pero el hecho es que podría haberlo inclinado, apuntando a un blanco, y activado el cuarto o quinto control, destruyendo así todo lo que se hallara en el camino de la detonación resultante. Como es natural, tomé todas las precauciones para asegurarme de que no sucediera hasta que usted hubiera aclarado sus intenciones. Una de tales precauciones nos permitirá captar los pensamientos de la criatura sin…
Mientras hablaba, metió su mano en uno de sus bolsillos, con la intención de mostrar a Browne el diminuto dispositivo de control de dos posiciones que les capacitaría, desconectando el aparato, para leer los pensamientos de Dzing sin sacarlo de la jaula.
Se interrumpió en su explicación al percibir la desagradable expresión que había asomado de pronto al rostro de Browne.
El corpulento capitán miró fugazmente al tercer oficial, Mindel.
—Bien, Dan —dijo—. ¿Crees que ya lo tenemos?
Lesbee advirtió consternado que Mindel llevaba puestos unos auriculares amplificadores de sonido. Debió de escuchar todas y cada una de las palabras que Browne y él habían pronunciado.
—Si, capitán —asintió Mindel—. Pienso, con toda certeza, que acaba de revelarnos lo que deseábamos averiguar.
Lesbee vio que Browne se soltaba el cinturón de seguridad contra la aceleración y se apartaba de su asiento. El capitán se volvió y le miró, muy erguido.
—Técnico Lesbee —dijo en tono formal—, hemos oído su confesión de haber faltado gravemente a su deber, conspirar para derribar al gobierno legal de esta nave, tramar la utilización de criaturas extraterrestres para destruir seres humanos y otros crímenes abominables. En esta situación en extremo peligrosa, está justificada la ejecución sumaria sin juicio formal. En consecuencia, le sentencio a muerte y ordeno al tercer oficial, Dan Mindel, que…
Titubeó y se detuvo en seco.
5
Habían sucedido dos cosas mientras Browne hablaba. En un gesto por entero automático, convulsivo, un movimiento espasmódico provocado por su consternación, una acción inconsciente, Lesbee apretó el interruptor que eliminaba el aislamiento de la jaula. Liberar los pensamientos de Dzing no le sería de ninguna utilidad. Su única esperanza real, lo comprendió casi al instante, radicaba en la posibilidad de meter la mano en el otro bolsillo de su chaqueta y manipular el control remoto del dispositivo de aterrizaje, cuyo secreto había revelado de manera tan ingenua a Browne.
En segundo lugar, Dzing, libre ya de control mental, envió un mensaje telepático.
«Estoy libre de nuevo. Y esta vez de manera permanente, por descontado. Acabo de activar mediante control remoto los relés que, dentro de poco, pondrán en funcionamiento los motores de esta nave. Y como es lógico, he actuado sobre el mecanismo que gobierna el ritmo de aceleración…»
Sus pensamientos debieron causar un efecto progresivo en Browne, ya que fue en ese momento cuando el oficial hizo una pausa. Dzing continuó transmitiendo.
«He verificado su análisis. Esta nave no posee los flujos de energía interna propios de un vehículo interestelar. Estos seres bípedos, por lo tanto, no han alcanzado el efecto velocidad de la luz, el único que permite llegar a velocidades superiores. Sospecho que llevan varias generaciones en este viaje y que se hallan muy lejos de su base de partida. Estoy seguro de que podremos capturarlos a todos».
Lesbee alargó el brazo y conectó el intercomunicador.
—¡Todos los puestos de servicio preparados para aceleración de emergencia! —gritó ante la pantalla—. ¡Que cada uno se proteja como pueda! —Se volvió hacia Browne—. ¡Siéntese! ¡De prisa!
Sus acciones fueron respuestas automáticas ante el peligro. Sólo después de pronunciar sus últimas palabras, pensó que no le inspiraba interés alguno la supervivencia del capitán Browne. Y que, de hecho, aquel hombre se veía en peligro sólo porque se había soltado el cinturón de seguridad para que la pistola de Mindel matara a Lesbee sin dañarle a él.
Desde luego, Browne comprendió el riesgo que corría. Se abalanzó hacia la silla de control, de la que se había apartado tan sólo unos momentos antes. Sus manos extendidas se encontraban todavía a medio metro de ella cuando el impacto de la aceleración uno frenó su movimiento. Se quedó temblando, como un hombre que ha topado con un muro invisible pero tangible.
Un segundo después, la aceleración dos le alcanzó y le arrojó de espaldas al suelo. Empezó a deslizarse hacia la parte trasera de la sala, cada vez más de prisa. Rápido de comprensión, apretó con fuerza las palmas de las manos y las suelas de sus botas de caucho contra el suelo, tratando así de retardar el movimiento de su cuerpo.
Lesbee vio a otra gente, en diversas partes de la nave, intentando salvarse a la desesperada. Gimió. Probablemente el accidente del capitán se repetía por toda la astronave.
Mientras pensaba en ello, la aceleración tres atrapó a Browne. Salió disparado contra la pared, como un cohete lanzado por una catapulta. La pared estaba acolchada con objeto de proteger a los tripulantes, y así, reaccionó como si fuera de goma, haciendo rebotar a Browne. Pero la resistencia del material era tan sólo momentánea.
La aceleración cuatro empotró a medias a Browne en la pared acolchada. El capitán emitió un grito apagado, desde las aprisionantes profundidades del muro.
—¡Lesbee! —chilló—. ¡Emplee el rayo tractor! ¡Sálveme! ¡Lo olvidaré todo! Yo…
La aceleración cinco estranguló sus palabras.
El llamamiento del hombre causó un asombro momentáneo en Lesbee. Le sorprendió que Browne esperara piedad…, después de todo lo sucedido.
No obstante, sus angustiosas súplicas ejercieron cierto efecto en él. Le recordaron que había algo que debía hacer. Con gran esfuerzo, movió brazo y mano hacia el tablero de mandos y concentró un rayo tractor en el tercer oficial y el operador, atrapándoles firmemente. Un segundo más, y no lo habría logrado. La aceleración aumentaba de manera implacable, imposibilitando todo movimiento. El tiempo transcurrido entre dos incrementos de velocidad consecutivos fue creciendo. Los lentos minutos se prolongaron en lo que le pareció una hora. Y luego, muchas horas. Lesbee estaba sujeto a su sillón, como si le agarraran unas manos de acero. Sus ojos adquirieron un aspecto vidrioso y su cuerpo perdió todo tipo de sensación.
Advirtió algo. El ritmo de aceleración difería del prescrito hacía mucho tiempo por el Tellier original. El incremento real de la presión hacia delante era cada vez menor.
Y notó otro detalle. Ningún pensamiento había salido del karniano durante un largo rato.
De repente, sintió un cambio extraño en la velocidad. Una sensación física de movimiento angular, ligera, muy ligera, acompañaba la maniobra.
Las bandas que semejaban metálicas abandonaron poco a poco su cuerpo. La sensación de entumecimiento fue reemplazada por los pinchazos de miles de agujas diminutas. En lugar de la aceleración que comprimía los músculos, había ahora una presión uniforme.
Se trataba de la presión que en el pasado había relacionado con la gravedad. Esperanzado, trató de moverse, y al lograrlo comprendió lo que había sucedido. La gravedad artificial había sido desconectada. Al mismo tiempo, la nave había dado media vuelta dentro de su casco externo. La fuerza motriz venía ahora de abajo, al empuje constante de una gravedad.
En ese momento, metió la mano en el bolsillo donde guardaba el control remoto de aterrizaje automático… y lo activó.
«Esto debería provocar los pensamientos de Dzing», se dijo con fiereza.
Pero si Dzing transmitía telepáticamente a sus amos, ya no lo hacía al nivel del pensamiento humano. Lesbee se quedó consternado.
El éter permanecía en silencio.
Se dio cuenta de algo más. La nave olía de un modo distinto, mejor, más limpio, más puro…
La mirada de Lesbee se precipitó hacia los indicadores de velocidad, en el tablero de mandos. Las cifras registradas allí resultaban increíbles. Indicaban que la astronave viajaba a una buena fracción de la velocidad de la luz.
Lesbee contempló con fijeza los números, negándose a creer en lo que veía. «No hemos tenido tiempo —pensó—. ¿Cómo podemos haber alcanzado tanta velocidad sólo en unas horas…? ¡Y nos aproximamos a la velocidad de la luz!»
Sentado allí, respirando con dificultad, luchando por recobrarse de los efectos de aquella prolongada aceleración, experimentó la fantástica realidad del universo. Durante aquel lento siglo de vuelo a través del espacio, la Esperanza del hombre había poseído el potencial preciso para desarrollar una velocidad inmensamente superior.
Visualizó la serie acelerativa que Dzing había programado con tanta pericia, hasta lograr el cambio a un nuevo estado de materia en movimiento. El «efecto velocidad de la luz», lo había denominado el robot karniano.
«Y Tellier no fue capaz de descubrirlo», pensó.
Todos aquellos experimentos tan penosamente realizados por el físico, archivando sus resultados, no le habían conducido al gran descubrimiento.
¡Un fracaso! Y así, una nave cargada de seres humanos había errado durante generaciones por las negras profundidades del espacio interestelar.
Al otro lado de la sala, Browne se puso en pie, vacilante.
—Será mejor que… vuelva al… sillón de mando —balbuceó.
Había dado sólo unos pasos inseguros cuando la comprensión pareció conmocionarle. Fijó una feroz mirada en Lesbee.
—¡Oh! —exclamó.
El sonido surgió de sus entrañas, un jadeo que expresaba su horror. Lesbee lanzó sobre él una serie de rayos tractores.
—Si, Browne —dijo—. Se encuentra usted frente a su enemigo. Será mejor que empiece a hablar. No disponemos de mucho tiempo.
Browne estaba pálido. Pero sus labios habían sido dejados en libertad de movimiento.
—Tomé una medida que cualquier gobierno legal tomaría en una emergencia semejante —dijo en tono muy seco—. Juzgué un caso de alta traición de forma sumaria, tardando sólo el tiempo preciso para averiguar en qué consistía el delito.
Lesbee pensó en la otra persona, en esta ocasión Miller, que se encontraba en el puente. Rápidamente, maniobró hasta tener a Browne frente a él.
—Déme su arma —ordenó—. Con la culata por delante.
Liberó el brazo del hombre, de forma que pudiera llegar hasta la funda y extraer la pistola. Se sintió mucho mejor en cuanto la tuvo en sus manos. Pero aún se le ocurrió algo más.
—Quiero verle encima de la jaula —dijo con aspereza—. Y no deseo que interfiera el primer oficial Miller. ¿Me ha entendido, señor Miller?
No hubo respuesta en la pantalla.
—¿Por qué encima de la jaula? —preguntó Browne con ansiedad.
Lesbee no contestó. Manipuló en silencio el control del rayo tractor hasta situar a Browne donde quería. En aquel momento, dudó. Una cosa le inquietaba. ¿Por qué habían cesado los impulsos mentales del karniano? Tenía la terrible sensación de que algo iba muy mal. Tragó saliva.
—¡Levante la tapa! —gritó.
Liberó de nuevo el brazo de Browne. El corpulento individuo estiró la mano con cautela y cumplió lo ordenado. Luego, se apartó un poco y miró a Lesbee con aire interrogativo.
—Mire al interior —exigió éste.
—No pensará ni por un momento que…
Browne se interrumpió para atisbar el interior de la jaula. Dejó escapar un grito:
—¡Se ha escapado!
6
Lesbee discutió con Browne la desaparición.
Hacerlo supuso una abrupta decisión por su parte. No se consideraba capaz de meditar por su cuenta la cuestión de adónde había pasado Dzing.
Empezó por señalar los indicadores en que se computaba la inmensa velocidad de la luz y a continuación aguardó a que Browne asimilara los datos.
—¿Qué sucedió? —se limitó a preguntar después—. ¿Adónde se ha ido? ¿Y cómo hemos podido acelerar hasta trescientos mil kilómetros por segundo en tan poco tiempo?
Bajó al hombretón al suelo y aflojó en parte la tensión del rayo tractor, aunque no del todo. Browne parecía meditar profundamente.
—Bien —dijo por fin—. Sé lo que ha sucedido.
—Explíquemelo.
—¿Qué piensa hacer conmigo? —preguntó Browne, cambiando de tema de modo deliberado.
Lesbee le contempló, incrédulo, durante un instante.
—¿Va a negarse a facilitar la información? —inquirió.
—¿Y qué quiere que haga? Mientras no sepa qué suerte voy a correr, no tengo nada que perder.
Lesbee contuvo un violento impulso de levantarse y pegar a su prisionero.
—En su opinión —preguntó—, ¿resulta peligroso este retraso?
—Yo no tengo nada que perder —repitió Browne. Guardó silencio, pero una gota de sudor se deslizó por su mejilla. La expresión que apareció en el rostro de Lesbee debió alarmarle, ya que se apresuró a añadir:
—Escuche, no hay necesidad alguna de que siga conspirando. Lo que usted desea en realidad es volver a casa, ¿no? ¿No comprende que con este nuevo método de aceleración podemos volver a la Tierra en pocos meses?
Y se quedó callado, aparentando una momentánea confusión.
—¿A quién trata de engañar? —replicó furioso Lesbee—. ¡Meses! Estamos a doce años-luz de la Tierra en distancia real. Querrá decir años, no meses.
—De acuerdo, unos años. Al menos, no será toda una vida. Así que, si promete no volver a conspirar contra mí, le prometo a mi vez…
—¿Usted me promete? —aulló Lesbee.
El súbito intento de chantaje por parte de Browne le había desconcertado. Sin embargo, el sentimiento pasajero de derrota había desaparecido. Sabía, con ira inflexible, que no iba a soportar más absurdos.
—Señor Browne, veinte segundos después de que yo acabe de hablar, empiece a hacerlo usted. De lo contrario, le aplastaré contra esas paredes. ¡Y no bromeo!
—¿Va a matarme? —Browne estaba pálido—. Es todo lo que quería saber. Escuche, no hay motivo ya para pelear. Podemos volver a casa, ¿no lo comprende? Esta prolongada locura está a punto de concluir. No tiene por qué morir nadie.
Lesbee dudó. El capitán decía la verdad, al menos en parte. Desde luego, intentaba reducir doce años a días o, como mucho, doce semanas. Pero había que confesar que se trataba de un plazo breve en comparación con el viaje de un siglo que, hasta entonces, se presentaba como la única posibilidad.
«¿Acabaré por matarle?», se preguntó.
No creía que lo hiciera, dadas las circunstancias. Muy bien. Y si no le mataba, ¿qué? Permaneció indeciso, mientras transcurrían segundos vitales, sin que vislumbrase solución alguna. Desesperado, pensó finalmente: «Tendré que ceder por el momento. Dedicar un solo minuto a pensar en esto significa una absoluta locura».
—Le prometo lo que pide —dijo, luchando contra su intensa frustración—. Si es capaz de imaginar un medio de que me sienta seguro en una nave mandada por usted, tendrá toda mi consideración. Y ahora, señor, empiece a hablar.
—Acepto esa promesa. Lo sucedido aquí corresponde a la teoría de la contracción de Lorenz-Fitzgerald. Sólo que ha dejado de ser una teoría. Estamos viviendo ahora su realidad.
—Pero ¿cómo es posible? Sólo hemos tardado unas horas en alcanzar la velocidad de la luz.
—Al acercarnos a la velocidad de la luz, el espacio se condensa y el tiempo se comprime. Lo que nos parecieron unas horas serían días en un tiempo y un espacio normales.
Lo que Browne explicó después resultó más insólito que incomprensible. Lesbee tuvo que blindar su mente para confinar sus viejas ideas y hábitos de pensamiento, de forma que los rasgos más sutiles de los fenómenos superlumínicos se abrieron paso en su conciencia.
La comprensión del tiempo, dijo Browne, se llevaba a cabo manera gradual. La rápida serie inicial de aceleraciones se proponía sin duda inmovilizar al personal de la nave. Los incrementos subsiguientes coincidían con las maniobras precisas para alcanzar la velocidad de la luz, al fin lograda.
Y puesto que el impulso proseguía, era evidente que la nave encontraba cierta resistencia, quizá procedente de la misma composición del espacio.
No era el momento de discutir detalles técnicos. Lesbee aceptó la notable realidad y se apresuró a preguntar:
—Muy bien, ¿y dónde está Dzing?
—Supongo que él no nos acompañó —contestó Browne.
—¿Qué pretende decir?
—La condensación espacio-temporal no le afectó.
—Pero… —empezó a objetar Lesbee.
—Escuche, no me pregunte cómo lo hizo —le interrumpió Browne—. Me imagino que permaneció en la jaula hasta que cesó la aceleración. Entonces, con toda tranquilidad, se liberó de sus ligaduras eléctricas, salió y se marchó a otra parte de la nave. No tendría prisa alguna puesto que, en aquel momento, operaba a una velocidad unas quinientas veces superior a nuestro ritmo vital.
—Pero eso significa que ha estado ahí fuera durante horas de su tiempo. ¿Para qué?
Browne admitió que ignoraba la respuesta.
—Ahora comprenderá a qué me refería cuando hablé de regresar a la Tierra —indicó con ansiedad—. No tenemos nada que hacer en esta parte del espacio. Estos seres nos aventajan muchísimo en el aspecto científico. Con toda evidencia, pretendía persuadir a Lesbee. El técnico pensó: «Ha vuelto a nuestra disputa. Le importa más que cualquier daño que el enemigo real esté causando».
Pasó por su mente un vago resumen de todo cuanto había leído en torno a la lucha por el poder a lo largo de la historia de la Tierra. Cómo los hombres conspiraban por la supremacía incluso en los momentos en que inmensas hordas invasoras echaban abajo sus puertas. Browne era un auténtico descendiente espiritual de aquellos insensatos.
Lesbee se volvió lentamente y se encaró al enorme tablero. Lo que más le aturdía era no saber qué hacer contra un ser que se movía quinientas veces más rápido que el hombre.
7
Experimentó una repentina sensación de terror ante la idea. En un momento dado, Dzing se había convertido en una mancha. Un punto de luz. Con un movimiento tan rápido que, antes de que la mirada humana lo vislumbrara, el extraño ser se habría ido al otro extremo de la nave… y efectuado el recorrido inverso.
Con todo, Lesbee sabia que se necesitaba un cierto tiempo para atravesar la nave de punta a punta. Veinte o veinticinco minutos, para un ser humano que siguiera el corredor denominado Centro A.
El karniano emplearía seis segundos en el trayecto de ida y vuelta. Expresado así, el lapso de tiempo adquiría toda su significación. Tras pensar en ello por un momento, tuvo que confesarse todo su desánimo. ¿Qué podían hacer contra una criatura que tenía en su favor una diferencia de tiempo tan grande?
—¿Por qué no emplea contra él ese sistema de aterrizaje por control remoto que montó con mi permiso? —preguntó Browne a sus espaldas.
—Ya lo hice, en cuanto cesó la aceleración —confesó Lesbee—. Pero Dzing debía encontrarse ya en ritmo acelerado.
—Eso no tendría importancia alguna.
—¿Cómo dice?
Lesbee no pudo ocultar su sorpresa. Browne abrió la boca, evidentemente dispuesto a dar explicaciones, pero volvió a cerrarla enseguida.
—Asegúrese de que el intercomunicador está desconectado —pidió a continuación.
Lesbee lo hizo, aun comprendiendo que Browne tramaba algo de nuevo.
—Yo no lo entiendo y usted sí —comentó. Había rabia en su voz—. ¿Me equivoco?
—No.
Browne habló en tono pausado, aunque resultaba obvio que estaba conteniendo su excitación.
—Sé cómo derrotar a esa criatura —continuó—. Eso me coloca en posición de negociar.
Los ojos de Lesbee se redujeron a dos rendijas.
—¡Maldita sea! No hay pacto. ¡O me lo explica o se queda todo en nada!
—En realidad, no trato de complicar las cosas. Tendrá que matarme o llegar a un determinado acuerdo. Deseo saber en qué consiste ese acuerdo. Porque me propongo cumplirlo, claro está.
—Pienso que deberíamos celebrar elecciones.
—Conforme —contestó Browne en el acto—. Empiece a prepararlas. Y ahora libéreme de estos rayos y le ofreceré el truco espacio-temporal más pulcro que haya visto en toda su vida. Y eso significará el fin de Dzing.
Lesbee observó el rostro del otro hombre y vio el mismo semblante franco, idéntica sinceridad a la que había precedido a la orden de ejecución. «¿Qué puede hacer?», pensó.
Consideró numerosas posibilidades. Por último, sumido ya en la desesperación, meditó: «Me aventaja en conocimientos, el arma más indestructible que existe en el mundo. En último término, lo único con que cuento para oponerle es mi conocimiento de una multitud de detalles de orden técnico».
No obstante, ¿qué pensaba hacer Browne contra él?
—Antes de liberarle —anunció con tristeza—, voy a ponerle junto a Mindel. Que le dé su pistola y entréguemela.
—Por supuesto —replicó Browne, con indiferencia.
Poco después, le entregaba el arma de Mindel.
«Miller está en el puente —pensó Lesbee—. Tal vez le haya hecho una rápida señal a Browne mientras yo me encontraba de espaldas al tablero de mandos».
Cabía en lo posible que Miller, al igual que Browne, hubiera permanecido incapacitado durante el período de aceleración. Resultaba vital para él averiguar su condición actual.
Conectó el intercomunicador que unía ambos cuadros de mando. El rostro severo y arrugado del primer oficial apareció en la pantalla, ocupándola casi por completo. Lesbee divisó los contornos del puente detrás del individuo y, más lejos, la negrura estrellada del espacio.
—Señor Miller —dijo cortésmente—, ¿cómo le ha ido con la aceleración?
—Me pilló por sorpresa, capitán. Una auténtica paliza. Creo que estuve inconsciente durante algún tiempo. Pero ya me he recuperado.
—Perfecto. Probablemente ya lo habrá oído. El capitán Browne y yo hemos llegado a un acuerdo y nos disponemos a destruir a la criatura que anda suelta por la nave. ¡Manténgase alerta!
Y con todo cinismo, interrumpió la conexión.
Así que Miller continuaba allí, en perfectas condiciones, aguardando. Ahora bien, la cuestión seguía siendo la misma. ¿Qué podía hacer Miller? Había una respuesta obvia: Miller tenía prioridad para hacerse cargo de la nave. ¿Y de qué le serviría eso?, se preguntó Lesbee.
Bruscamente, se le apareció la respuesta. Al menos, así lo creía.
Había estado forzando su mente en busca de la contestación propia de un técnico. Ahora veía claro el plan de Browne. Esperarían a que bajara su guardia por un momento. Entonces Miller haría uso de su prioridad, desconectaría el rayo tractor que atenazaba a Browne y se apoderaría de Lesbee con la misma arma.
Los dos oficiales debían evitar a toda costa que Lesbee disparara la pistola contra Browne. «El único detalle capaz de inquietarles —pensó Lesbee—. Ninguna otra cosa les detendrá».
Con regocijo desenfrenado, resolvió que la solución consistía en permitir que se cumpliese su designio. Pero antes de que tal cosa sucediera…
—Señor Browne —dijo con calma—, creo que debería facilitarme su información. Si me muestro conforme en que se trata en efecto de la solución correcta, le liberaré y celebraremos elecciones. Usted y yo nos quedaremos aquí hasta que concluyan los comicios.
—Acepto su promesa —replicó Browne—. La velocidad de la luz es una constante y no varía en relación a los objetos móviles. Este principio se aplica también a los campos electromagnéticos.
—En ese caso, Dzing resultó afectado por el mecanismo de control remoto que yo conecté.
—En el acto. Jamás tuvo la posibilidad de hacer un solo movimiento. ¿Qué potencia utilizó, Lesbee?
—Tan sólo la primera fase. Pero los impulsos mentales accionados por el aparato interfirieron prácticamente con todos los campos magnéticos de su cuerpo. A partir de entonces, Dzing quedó incapacitado para toda acción coherente.
—Debió de ser así —contestó Browne en voz baja—. Le descubriremos descontrolado en cualquiera de los corredores, a nuestra merced. —Esbozó una mueca—. Ya le dije que sabia cómo derrotado. Porque en realidad ya estaba derrotado.
Lesbee, con los ojos entornados, estudió la cuestión durante unos segundos interminables. Aceptaría la explicación, pero tendría que realizar determinados preparativos. Y muy de prisa, antes de que Browne recelara algo a causa de su retraso.
Se volvió hacia el tablero y conectó el intercomunicador.
—Atención, tripulantes —dijo—. Vuelvan a ponerse los cinturones. Ayuden a los heridos a que lo hagan. Cabe en lo posible que se produzca otra emergencia. Disponen de varios minutos, creo, pero no pierdan tiempo.
Desconectó el intercomunicador y activó el circuito cerrado que comunicaba con las secciones técnicas.
—Orden especial para el personal técnico —expuso rápidamente—. Informen de cualquier detalle anormal, en particular si formas de pensamiento extrañas circulan por su mente.
La respuesta llegó poco después.
—No me puedo quitar de la cabeza que me llamo Dzing —afirmó la penetrante voz de un hombre—. Y estoy tratando de informar a mis amos. ¡Chico, ni siquiera sé lo que me digo!
—¿En qué parte de la nave te encuentras?
—En la sección D4-19.
Lesbee apretó los botones que le ofrecerían una imagen televisiva de aquella zona en particular. Casi al instante, localizó un débil resplandor próximo al suelo.
Investigó brevemente y ordenó que un pesado desintegrador móvil fuera llevado al corredor. Cuando cesó la colosal energía del aparato, Dzing se había reducido a una mancha oscura sobre la lisa superficie.
Mientras se desarrollaban todos estos acontecimientos, Lesbee no cesó de vigilar a Browne, sosteniendo con firmeza en su mano izquierda la pistola de Mindel.
—Bien, señor —dijo—. No hay duda de que ha cumplido lo que prometió. Permítame un momento. Voy a desembarazarme de esta arma y cumpliré mi parte del trato.
Y se dispuso a hacerlo. De pronto se detuvo, y no por compasión. Había estado pensando en lo más profundo de su mente en la afirmación de Browne de que el viaje a la Tierra podría efectuarse en meses. El capitán se retractó después de ella, pero el tema había preocupado a Lesbee desde entonces. De ser eso cierto, no había necesidad de que muriese nadie.
—¿Qué razón le movió a decir que el viaje de vuelta sólo precisaría de…, de menos de un año? —preguntó.
—La tremenda compresión del tiempo —se apresuró a explicar Browne—. La distancia, tal como usted indicó, es de doce años-luz. Pero con una relación de tiempo de trescientos, cuatrocientos o quinientos a uno, la cubriremos en menos de un mes. Al hablarle de ello por primera vez, me di cuenta de que las cifras le resultarían incomprensibles, dado el estado de tensión en que se hallaba. De hecho, apenas me atrevía a creerlo yo mismo.
—¡Dios mío! Regresar a la Tierra en un par de semanas… Escuche, le acepto como capitán. No necesitamos elecciones. El statu quo actual no plantea ningún problema para un breve período de tiempo. ¿Está de acuerdo?
—Por supuesto. Ahí pretendía llegar yo.
El rostro de Browne hacía gala de una extrema candidez.
Lesbee observó aquella máscara de inocencia y pensó desesperado: «¿Qué sucede? ¿Por qué da la impresión de no estar realmente de acuerdo? ¿Será porque no desea perder el mando con tanta rapidez?»
Sentado allí, sintiéndose desdichado, luchaba por salvar la vida de su contrincante. Trató de situarse mentalmente en la posición del capitán de una nave, intentó contemplar la perspectiva de un cambio de opinión. Era difícil imaginar esa realidad. Sin embargo, en aquel preciso instante le pareció comprenderlo todo.
—Sería una vergüenza, en cierto modo —aventuró con cautela—, regresar sin haber efectuado un aterrizaje útil en alguna parte. Con esta nueva velocidad, nos hallamos en condiciones de visitar una docena de sistemas solares y, no obstante, volver al hogar en un año.
La expresión que se pintó en el semblante de Browne por un fugaz instante reveló a Lesbee que había calado bien hondo en el pensamiento del capitán.
Una décima de segundo después, Browne sacudía vigorosamente la cabeza.
—No es momento para expediciones secundarias —dijo—. Futuras expediciones se encargarán de la exploración de nuevos sistemas solares. La gente de esta nave ya ha completado su servicio. Regresaremos directamente a la Tierra.
Su rostro se había relajado por completo. Sus ojos azules reflejaban un brillo de sinceridad.
A Lesbee no le quedaba nada más que decir. El abismo que les separaba se había hecho infranqueable. El capitán debía eliminar a su rival si quería regresar por fin a la Tierra e informar de que la misión encomendada a la Esperanza del hombre se había cumplido.
8
Lesbee se metió la pistola en el bolsillo interior de la chaqueta, procurando que su acción fuera bien visible. Luego, aparentando tomar precauciones, manejó el rayo tractor para atraer a Browne a metro y medio de distancia. Le dejó en el suelo, le liberó del rayo y, con gestos asimismo elocuentes, apartó su mano de los mandos. De ese modo, en apariencia quedaba por entero indefenso.
Completamente vulnerable.
Browne se abalanzó hacia él, al tiempo que gritaba:
—¡Miller! ¡La prioridad es tuya!
El primer oficial Miller obedeció la orden de su capitán. Lo que ocurrió entonces sólo había sido previsto por Lesbee, el técnico que conocía a la perfección infinidad de detalles.
Durante años, había observado que, cuando se le concedía a la sala de mando inferior la prioridad sobre el puente, la nave aceleraba un tanto. En el caso contrario, la nave desaceleraba al instante de forma similar. En ambos casos, algo menos de ochocientos metros por hora.
Los dos tableros de mandos no estaban sincronizados de manera perfecta. Los técnicos solían burlarse de ese detalle, y Lesbee había leído en cierta ocasión una oscura explicación sobre la discrepancia. Se relacionaba con la imposibilidad de refinar dos metales hasta alcanzar la misma precisión de estructura interna.
Se trataba de algo sabido de siempre: dos objetos jamás son exactamente iguales. Sólo que en épocas pasadas la diferencia carecía de importancia. Se consideraba como una curiosidad técnica, un interesante fenómeno de la ciencia metalúrgica, un problema práctico que obligaba a maldecir a los mecánicos, aunque sin mala intención, cuando los técnicos como Lesbee les pedían que elaboraran una pieza de recambio.
Por desgracia para Browne, la nave viajaba en aquel momento a casi la velocidad de la luz.
Las fuertes manos del hombretón, estiradas hacia el más liviano cuerpo de Lesbee, tocaban ya el brazo de éste cuando se produjo la momentánea deceleración. El puente acababa de tomar el control de la nave. La repentina pérdida de velocidad fue más importante de lo que esperaba el propio Lesbee. Sin duda, para vencer la resistencia del espacio al movimiento hacia delante de la nave se precisaba más potencia motriz de la que él había pensado. Era preciso un tremendo impulso para mantener una aceleración equivalente a una gravedad.
En un segundo, la gran astronave redujo su velocidad en cerca de doscientos cuarenta kilómetros por hora.
Lesbee recibió el impacto de la deceleración en parte contra su espalda y en parte contra un costado, puesto que había girado un poco para defenderse del ataque de Browne.
El capitán, sin nada a qué asirse, salió despedido a doscientos cuarenta kilómetros por hora. Chocó contra el tablero de mandos con un golpe perfectamente audible y se quedó allí, como pegado al material. Después, una vez completado el ajuste, cuando la Esperanza del hombre volvió a desplazarse a una gravedad, el cuerpo de Browne se escurrió por el lateral del cuadro de control, hasta yacer contraído sobre la plataforma de caucho.
Su uniforme aparecía descolorido. Lesbee le miró. La sangre que brotaba de él iba empapando el suelo.
—¿Piensas celebrar elecciones? —preguntó Tellier.
La gran nave, al mando de Lesbee, había vuelto atrás para recoger a sus amigos. La nave exploratoria, con el resto de los karnianos a bordo, fue situada en órbita en torno a Alta III y abandonada.
Los dos jóvenes estaban sentados ahora en el camarote del capitán. Al formularle la pregunta, Lesbee se recostó en su sillón y cerró los ojos. No precisaba examinar su resistencia total a la propuesta. Ya había saboreado las mieles del mando. Casi desde la muerte de Browne, observó que empezaba a pensar de la misma forma que el fallecido capitán. Entre otras cosas, aceptaba sus razonamientos sobre lo inconveniente de celebrar elecciones a bordo de una astronave. Eleesa, una de sus tres esposas, la más joven de las dos jovencisimas viudas de Browne, les sirvió vino y abandonó la estancia en silencio. Esperó a que desapareciera. Luego, soltó una tétrica carcajada.
—Mi buen amigo —dijo—, todos nos alegramos mucho de que el tiempo se comprima tanto a la velocidad de la luz. Con esta compresión de quinientas veces, cualquier exploración a que nos decidamos requerirá unos meses, unos años como mucho. Y así las cosas, no creo que debamos exponernos a una derrota electoral de la única persona que conoce los detalles sobre el nuevo método de aceleración. Hasta que determine con exactitud cuántas exploraciones vamos a llevar a cabo, mantendré en secreto nuestras posibilidades técnicas. Pero pensaba, y sigo pensando, que otra persona debería saber dónde tengo archivada esa documentación. Como es natural, he elegido al primer oficial Tellier.
—Gracias, señor —contestó el joven en tono oficial. En seguida adoptó un aire visiblemente pensativo, mientras apuraba su vaso de vino—. De todos modos, capitán, creo que te sentirías mejor si convocaras las elecciones. Estoy seguro de que las ganarías.
Lesbee se rió tolerante y denegó con la cabeza.
—Me temo que no comprendes la dinámica del gobierno. No existe un solo caso en toda la historia en que una persona en posesión del poder renunciara a él. —Y con la indiferente confianza que proporciona el poder absoluto, añadió—: No voy a ser tan presuntuoso como para oponerme a tamaño precedente.