La idea se le ocurrió de repente un mediodía de junio. Tenía poco más de dieciséis años y era de tez morena, delgado, no muy alto, con el pelo negrísimo y revuelto, y unos ojos enormes, oscuros como el carbón, llenos de malicia y de inteligencia. Uno de los pocos placeres, por no decir el único, de su solitaria vida de prematuro rabadán era masturbarse y se había masturbado de todas las maneras posibles, en todas las posturas imaginables, buscando las ayudas más extravagantes. Había intentado meter la polla en las grietas de los troncos de los árboles, en el coño de las ovejas y de las cabras, había querido darle por el culo al perro que le acompañaba y que le ayudaba a custodiar el rebaño, incluso había intentado, sin lograrlo a pesar de su delgadez y flexibilidad, doblarse sobre sí mismo, una vez desnudo y tendido en el suelo, para meterse la polla en la boca y chupársela; pero las grietas de los troncos de los árboles eran secas y astillosas y le herían, el coño de las ovejas de las cabras demasiado grande y blando, y, por lo que respecta al perro, se le había revuelto, rugiendo amenazador, al primer conato, así que sólo le quedaban las manos, que utilizaba con gran sabiduría y asiduidad, mientras seguía buscando la manera de aumentar su solitario placer. Hasta que, aquel mediodía, le vino como un relámpago la gran idea, una idea que pronto se convirtió en una obsesión más que excitante por lo que tenía de arriesgada y de pavorosa: conseguir que una serpiente le mamara, una de aquellas bichas largas y negras, que veía reptar ondulantes por el verde de los pastos. Una de ellas parecía tener su cubil al pie de una de las paredes de la choza que le servía a él de cobijo durante la buena estación, cuando pasaba semanas enteras completamente solo, comiendo pan duro, queso y cebollas y bebiendo la leche de los animales que él mismo ordeñaba, entre una visita y otra que le hacía el capataz para llevarle provisiones frescas y ver cómo andaba el rebaño.
Muchas veces había oído contar que a las serpientes les gusta la leche de mujer y que, cuando una mujer que amamanta a su hijo se duerme, corre el riesgo de despertarse con una serpiente con la boca pegada a uno de los pezones mamando la leche mientras, astutamente, tiene la cola introducida en la boca del niño para que éste, engañado, la tome por el pecho de su madre y no llore. Y se decía que, si las serpientes se pegan a los pezones de las mujeres para mamarlos, ¿por qué no podían mamarle el capullo en busca de su leche?
Nunca había tocado una serpiente viva, pero sabía que eran frías y escurridizas, y la idea de que alguna pudiera meterse su polla en la boca le producía repeluznos, pero al mismo tiempo le excitaba hasta tal punto que, cuando lo pensaba, el carajo se le enderezaba inmediatamente sin que tuviera que estimularlo.
Decidió llevar a cabo su idea aquel mismo mediodía, y, al igual que un buen estratega estudia todas las eventualidades y prevé todas las dificultades que puedan oponerse a la operación militar que ha decidido emprender, empezó a considerar las que podían trabar la realización de su proyecto para tratar de superarlas una a una.
Contaba con un único factor favorable y positivo: sabía que una serpiente se cobijaba allí en la choza. Aquel animal sería, pues, el sujeto de su experimento, y se dijo que lo primero que tenía que hacer era conquistar su confianza, darle a entender que no pretendía causarle daño alguno, lograr que no se asustase al verle y que se le acercase sin temor alguno. Para crear este clima de confianza decidió, muy justamente, que el medio más idóneo era procurar comida a la bicha. Para ello cazó moscas y otros insectos que, debidamente mutilados de alas o patas para que no pudieran escapar, empezó a depositar todos los días en el mismo lugar en el interior de la choza.
Pasaron varios días sin que la serpiente abocase. Los insectos permanecían en el suelo, moribundos, y él los cambiaba por otros frescos. Finalmente, un día, cuando fue a cambiar los insectos viejos, no los encontró. Supuso que la serpiente había aceptado la comida que le ofrecía. Así, durante más de una semana, siguió cazando insectos y poniéndolos siempre en el mismo sitio: puntualmente desaparecían. Entonces, depositó los insectos a una hora determinada y, si la bicha no acudía a comérselos pasado cierto tiempo, los quitaba y no los reponía hasta el día siguiente a la misma hora. De este modo, intentaba hacer comprender al reptil cuándo debía ir a buscar la comida: después de mediodía y no más tarde de las dos.
Una vez conseguido esto, se dijo que tenía que saber si a la bicha le gustaba su leche. Sabía, por haberlo oído decir, que la leche de mujer es dulzona, mientras que, por experiencia, ya que por curiosidad la había probado más de una vez, sabía que la suya era más bien ácida. Era, pues, posible que a la serpiente no le gustase y, para resolver esta incógnita, una vez depositados los insectos en el lugar y hora habituales, se corrió encima de ellos. A la serpiente no pareció desagradarle el aditamento porque, a pesar del mismo, comió los insectos. Durante varios días repitió la operación y se corrió encima de los animalitos: la bicha siguió comiéndolos. Pero él quería estar seguro de que al reptil le gustaba su leche por sí misma y un día no se hizo la paja encima de los insectos: éstos, secos, se quedaron en el suelo, intactos; el reptil no se los había comido. Al día siguiente volvió a bañarlos con su leche y la bicha se los comió de nuevo. Esto le animó muchísimo y le excitó sobre manera: a la serpiente le gustaba tanto su leche que rechazaba la comida cuando no la condimentaba con ella. Decidió que había llegado el momento de entrar en escena.
Al día siguiente, se desnudó, se hizo la consabida paja encima de los insectos y se sentó en una desvencijada silla cerca de ellos, con la polla tiesa aún. Pasó más de una hora excitadísimo esperando, pero, aunque sentía moverse al reptil entre los sacos y los aperos amontonados junto a la pared, la bicha no compareció. Entonces, él retiró los insectos y, al día siguiente, repitió la maniobra: puso los insectos en el suelo, los empapó con su leche y se sentó, desnudo e inmóvil, a esperar. Al cuarto o quinto día, la bicha pareció haber comprendido que nada tenía que temer del muchacho porque se atrevió a salir de su escondrijo, se acercó cautelosamente a los insectos, contempló fijamente con sus ojillos, que parecían dos cabezas de alfiler, al pastorcillo y, de repente, se abalanzó sobre los insectos y se los tragó. Luego desapareció raudamente. Al cabo de unos días, el reptil se había acostumbrado de tal modo a la presencia del muchacho que, poco después de sentarse él en la silla, desnudo y con la polla tiesa, porque, a pesar de haberse hecho la paja, seguía muy excitado, aparecía reptando y se comía los insectos sin prisa y sin temor.
Entonces, el chico pensó que había llegado la hora de dar un nuevo e importante paso: no se hizo la paja encima de los insectos, pero se sentó igualmente en la silla, desnudo y con el carajo tieso. Cuando llegó la culebra reptando y encontró los insectos sin el condimento al que se había habituado, permaneció perpleja ante ellos sin comérselos. Entonces, el muchacho se levantó despacito de la silla mientras se masturbaba rápidamente. La bicha, asustada, escapó como un rayo. El pastorcillo se acercó a los insectos y se corrió encima de ellos. Luego volvió a sentarse en la silla y se quedó quieto. Al cabo de un rato, la bicha apareció de nuevo, se acercó con cautela a los insectos y los devoró. Después, se alejó rápidamente.
El muchacho repitió la escena varios días hasta que consiguió que la bicha permaneciera inmóvil, no lejos de los insectos, esperando que él se corriera encima de los mismos. Después, él se sentaba en la silla, el reptil devoraba la comida y se iba.
Prosiguieron así durante días. Ahora la bicha le esperaba como un perro: contemplaba inmóvil al muchacho desnudo que ponía los insectos en el suelo, se hacía la paja, se corría encima de ellos y se iba a sentar en la silla. La serpiente entonces se acercaba, comía los insectos y se marchaba.
Temblando de excitación y al mismo tiempo de miedo, el muchacho decidió dar el paso último y definitivo. Entró en la choza desnudo y con la polla tiesa, como siempre: la serpiente le esperaba. Puso los insectos en el suelo, pero no se hizo la paja, sino que, con el carajo rojo y pulsante, fue a sentarse en la silla. La bicha se acercó a la comida, pero no la cató. Esperó un poco y, viendo que el pastorcillo no se levantaba para verter su leche sobre los insectos, se fue sin tocarlos.
Al día siguiente, el muchacho hizo lo mismo, pero, cuando el reptil estaba a punto de marcharse, se levantó y empezó a masturbarse encima de los insectos. La serpiente se quedó quieta, como ahora tenía ya por costumbre, esperando la caída del condimento sin el cual no tocaba la comida, pero de pronto el muchacho dejó de masturbarse y se quedó inmóvil, plantado, con la polla descapullada, hinchada, roja, latiente. La serpiente le contemplaba con la cabeza ligeramente levantada del suelo. De repente, la culebra se empinó, se fue enderezando poco a poco sobre la cola mientras oscilaba el cuerpo de un lado a otro amenazadoramente. El pastorcillo temblaba: las cosas estaban yendo como él había previsto y deseaba, pero ahora que tenía a la bicha, negra y reluciente, erguida como una vara, allí enfrente, dispuesta a saltarle encima, casi casi le entraban ganas de dejarlo correr todo y largarse antes de que fuera demasiado tarde. Pero el deseo de realizar lo que había imaginado pudo más que su miedo y, con ligeros empujones de los riñones, el muchacho empezó a ofrecer la polla al reptil.
Su excitación era tan grande, que del agujero del carajo comenzó a brotarle un líquido incoloro y denso que pronto formó un delgado hilillo que llegaba casi hasta el suelo. Esto pareció decidir a la culebra que, con un salto, se abalanzó sobre la polla del pastorcillo, se la tragó y empezó a mamarla.
El pastorcillo dio un grito de terror, pero se quedó quieto, como si estuviera clavado en el suelo. Sentía la polla aprisionada en aquella boca fría y profunda y los minúsculos dientecillos del reptil cerrados sobre la piel de su miembro que había literalmente desaparecido dentro de las fauces de la serpiente, de manera que el cuerpo de ésta parecía que fuera un carajo nuevo, negro y escurridizo, que le nacía del escroto y del pubis, mientras se sentía mamar con una fuerza indecible, como si la bicha quisiera sorberle todo el cuerpo. Entre repeluznos, mugidos de placer y espasmos, el muchacho se corrió dentro de la boca de la serpiente, la cual, una vez que hubo tragado la leche, abandonó la polla, se dejó caer al suelo y se alejó lentamente, sin tocar los insectos.
El muchacho permaneció unos instantes de pie, quieto, con los puños y los ojos cerrados, las mandíbulas contraídas, todo el cuerpo rígido y la polla, tiesa aún, veteada por las huellas de los dientes del reptil. Luego, de repente, se dejó caer al suelo y empezó a revolcarse, sollozando y riendo al mismo tiempo, mesándose los cabellos, arañándose el cuerpo, dando puntapiés al aire. El placer había sido demasiado intenso y la repugnancia, el miedo, el terror de sentir el reptil agarrado a su cuerpo, de sentirse comido por la serpiente, demasiado grandes, y ahora la tensión contenida se desencadenaba incontrolable.
Poco a poco el pastorcillo fue calmándose hasta que se quedó inmóvil y desnudo en el suelo, tumbado boca arriba sobre los insectos que antes había depositado allí como cebo para la bicha, con una última sonrisa de beatitud en los labios y las mejillas llenas de lágrimas.
Al cabo de un rato abrió los ojos, se levantó y, mientras se vestía, trastabillando, se dijo que no debía volver a hacer aquello.
Durante el resto del día, la imagen de la serpiente chupándole la polla fue agigantándose en su imaginación hasta convertirse en una monstruosa anaconda capaz de tragarse todo su cuerpo para después digerirlo lentamente durante semanas o acaso meses, como había visto dibujado en una historieta que hacían aquellas serpientes americanas con las vacas.
Aquella noche tuvo pesadillas espantosas en las que la bicha se convertía sucesivamente en una boa, una cobra, una coral y le inyectaba su mortal veneno en la punta misma del carajo, o bien la serpiente llamaba a otras serpientes y todas se abalanzaban sobre él y, mientras una de un mordisco le arrancaba el carajo, otra se le comía los cojones y una tercera se le metía por el culo, penetraba en los intestinos y le salía finalmente por la boca…
Se despertó a la aurora empapado en sudor. Luego, a medida que avanzaba la mañana, fue olvidando aquellos terrores para recordar tan sólo el intenso placer que había sentido. Hasta que llegó el mediodía y, con él, la hora en que la serpiente solía esperarle. Remoloneó un poco. Pensaba en la serpiente y se excitaba, pero al mismo tiempo un repeluzno de asco y de miedo le recorría la columna vertebral. Finalmente se decidió, diciéndose que debía saber si la bicha era capaz de mamarle la polla por su propia voluntad y no inducida por él y, con el carajo tieso, entró en la choza desnudo y se sentó en la silla, cerca de donde solía poner la comida para la bicha, pero esta vez sin dejar en el suelo insecto alguno.
Se estiró todo lo que pudo hasta que, medio tumbado en la silla, despatarró las piernas y dejó los brazos colgando, mientras, con los ojos bien abiertos, observaba los movimientos de la culebra que, como todos los días, le esperaba, inmóvil. La polla del chico, descapullada, latía entre sus piernas, gruesa y dura. La bicha empezó a acercársele lentamente y, cuando estuvo junto a sus pies, se detuvo y fue enderezándose, como el día anterior, sobre la cola. El chico permanecía quieto, con el estómago contraído, los pelos medio erizados y al mismo tiempo tan cachondo que no podía resistirlo.
La bicha dio un salto hacia delante, se tragó de nuevo la polla hasta tocar con la parte anterior de la boca el pubis del muchacho y empezó a mamar. El pastorcillo se debatía, hipaba, jadeaba, chillaba de placer y de miedo. Sin saber muy bien lo que hacía, se levantó y se encaramó en la silla. El reptil no le soltaba, seguía pegado al miembro del cual pendía completamente, y el muchacho sentía su peso vibrátil y tenso que tiraba hacia abajo de su carajo duro y tieso. Finalmente el chico dio un alarido y se corrió a chorros abundantísimos.
Como el día anterior, la bicha, una vez se hubo tragado la leche del pastorcillo, soltó la polla y se dejó caer al suelo. Luego se alejó reptando velozmente.
Al pastorcillo le daba vueltas la cabeza. Con dificultad bajó de la silla, con los ojos cerrados y aparentemente tranquilo. Después, se tumbó en el suelo, todo sudado y con el carajo tieso aún, y más rojo y veteado que el día anterior por los dientes de la bicha. Entonces empezó a temblar inconteniblemente y a castañetear los dientes. Tendido como estaba, boca arriba, se fue arrastrando por el suelo murmurando «soy una serpiente, soy una serpiente» hasta que llegó a la puerta de la choza y salió afuera. Allí, el aire y el sol le devolvieron poco a poco los sentidos. Ya no temblaba. Abrió los ojos, se contempló el torturado carajo y volvió a estremecerse y a excitarse pensando en la serpiente que lo había mamado. Después, se levantó, se lavó la cara en una jofaina, se vistió y fue a ver cómo estaba el rebaño que, como siempre a aquellas horas, se había quedado al exclusivo cuidado del perro.