PAÍS RELATO

Autores

aldo coca

el hotelito

Era un hotelito que parecía olvidado, allí, en medio de lo que antes había sido un barrio habitado por pequeños burgueses y que lo era ahora por vestigios de una clase media gremial, de proletarios venidos a más, pero que preferían seguir viviendo en aquellos pisitos decentes y baratos, aunque faltos de luz y sin ascensor, y por algún inmigrante afortunado que había encontrado vivienda de alquiler no lejos del puerto.
Delante, tenía una cancela de hierro de un color gris indefinido y un jardín esmirriado, limitado por un muro alto, revocado de cemento, con una hilera de pinchos herrumbrosos encima que lo separaba de la calle, estrecha y húmeda. Pasada la cancela, había un corto sendero de grava blanquecina, que llevaba a una escalera de cuatro peldaños, que desembocaban en un rellano con baranda y macetas de plantas verde oscuro, con hojas enormes, propias para vivir en la penumbra. Al rellano se abría la puerta que conducía al interior y, junto a la puerta, había un círculo de latón con el pulsante del timbre y, más arriba y hacia la derecha, una imagen de la Virgen en mayólica, de colores desvaídos, con, encima, una lamparilla de hierro negro historiado. En el jardín, limitado a ambos lados por las paredes ciegas de las casas altas adyacentes, restos de rosales macilentos y una palmera, altísima, que se encaramaba en busca de sol. Detrás del hotelito, un estrecho espacio destinado a lavadero y alienación Dios sabrá de qué, e inmediatamente otro muro alto, también revocado de cemento y con púas herrumbrosas, línea divisoria de otro espectral hotelito con un no menos esmirriado jardín.
El hotelito tenía dos plantas y un sótano, y era estrecho y cuadrado con paredes de estuco rojo descolorido y grandes desconchones. Encima de la puerta, había un balcón, con baranda de hierro negro y macetas de geranios rojos, blancos y lila. La puerta era de madera pintada de marrón, y las ventanas, estrechas y altas, estaban protegidas, por fuera, por persianas de madera de un verde pasado y, por dentro, por visillos grisáceos.
Nadie sabía a ciencia cierta quién vivía allí. O nadie quería saberlo. Lo cierto es que el o los habitantes del hotelito no se dejaban ver. Sí a veces se veía entrar y salir gente pero siempre a horas muy tempranas o muy tardías. Para que no los reconocieran, inventaban todos los trucos posibles para pasar inadvertidos, siendo el más frecuente el disfraz.
Era, pues, lo que podría llamarse un hotelito misterioso que ya no llamaba la atención de nadie, acostumbrado como estaba todo el mundo a verlo así, siempre silencioso, aparentemente deshabitado, aislado y gris. Tampoco causaba ya escándalo alguno, si es que lo había causado alguna vez, aunque suscitara algún susurro. Pero no, ya ni se susurraba siquiera. Los mayores lo sabían, pero no hablaban de ello. Y los muchachos iban deduciéndolo poco a poco hasta que, casi todos, llegaban por su cuenta al descubrimiento final.
Manolo había ido enterándose poco a poco del secreto de aquella casa. Había ido coligiéndolo de medias frases pronunciadas entre risitas de suficiencia y miradas de entendimiento de sus compañeros de clase, o deduciéndolo de reiteradas alusiones veladas hechas en casa por sus padres o por los vecinos, así como de ciertas insinuaciones de su amigo más íntimo, aquél con el que iba a tocarse al retrete del colegio. Y, en cuanto sospechó de lo que pasaba allí dentro, no hizo otra cosa que pensar en el modo de comprobar la verdad.
Todos los días, al ir y venir del colegio, daba un rodeo para pasar por delante del hotelito, bien pegado al muro revocado de cemento gris, por si oía alguna voz, algún suspiro. Al llegar delante de la cancela, que solía estar entreabierta, lanzaba una mirada furtiva hacia el jardín, hacia la puerta de madera pintada de marrón oscuro, hacia la ventana, velada por un visillo, que había junto a la puerta: nada, no veía nada. En pleno invierno, cuando anochece tan temprano, veía tan solo el resplandor de una luz encendida en la planta baja que se filtraba por las persianas cerradas y también, cuando estaba encendida, la luz de la lámpara colgada ante la imagen de la Virgen, allí, junto a la puerta. Pero nada más. Después, cuando los días se alargaban, ni siquiera eso: sólo la lámpara de la Virgen que, a veces, incluso de día, permanecía encendida.
Hasta que, una tarde, su madre, que estaba en la cocina preparando la cena, le llamó y le dijo:
—Manolito, tendrías que ir un momento a la panadería a por pan —y le dio el dinero para que lo comprara.
Manolo se puso el abrigo, se caló la gorra y salió corriendo escaleras abajo hacia la panadería. Pensaba: «Esta es una hora nueva, nunca he pasado por delante del hotelito tan tarde y tan oscuro» y, dando el consabido rodeo, se precipitó hacia la calle del hotelito. Una vez allí, menguó el paso y, como de costumbre, se arrimó lo más posible al muro que protegía el jardín, como si arrimándose a él pudiera captar la verdad entera del secreto.
La calle estaba casi desierta, porque había humedad y hacía frío. De los balcones y ventanas iluminados de las casas del vecindario provenía el rumor de las radios encendidas. Justo cuando Manolo pasaba delante de la cancela, ésta se abrió chirriando y del jardín saltó a la calle una sombra, un muchacho alto como él, que, en cuanto puso los pies en la acera, echó a correr con todas sus fuerzas. Manolo no pudo esquivarlo, la sombra dio de bruces con él y los dos se cayeron al suelo.
—Pero ¿qué haces, pedazo de idiota?, —gritó Manolo, y luego, al ver la cara del que había chocado con él medio iluminada por la luz de un farol, añadió sorprendido—: ¡Pero si eres Pepe!
Pepe le dijo entre dientes: «Cállate imbécil» y se puso de pie todo aturullado.
—Yo me callo —dijo Manolo levantándose también y comprendiendo que tenía la situación en el puño—, pero tú tienes que decirme si es verdad lo que dicen.
Pepe bajó los ojos, enrojeció un poco, y repuso:
—Sí, es verdad.
Hubo un silencio. Manolo tenía la boca seca.
—Dime, ¿se pasa bien? —preguntó con un hilo de voz.
Más tranquilizado, Pese repuso:
—Se pasa bomba.
Otro silencio embarazoso. Finalmente, Manolo se decidió:
—Dime, ¿cómo hay que hacer?
—Nada, tú entras en el jardín. Si la lamparilla de la Virgen está apagada, quiere decir que no es el momento oportuno, si la lamparilla está encendida, sigues adelante, subes las escaleras y tocas el timbre. Lo demás…, lo demás no te lo cuento porque tengo prisa. Mis padres…
—Sí, también yo tengo prisa —y ya se disponía a salir arreando, cuando Pepe le cogió por el brazo.
—Oye —le dijo, mientras le sonreía—, ni una palabra a nadie, ¿eh?
—De acuerdo —dijo Manolo y salió de estampida a comprar el pan.
Cuando volvió a pasar delante del hotelito camino de su casa, vio que la lamparilla de la Virgen estaba apagada.
—Vaya, se ve que tienen mucho que hacer esta noche —dijo para sí sonriendo y echó a correr hacia su casa.
Ahora que sabía que era verdad lo que había llegado a deducir y que conocía el sistema para entrar en el hotelito, Manolo se decía que tenía que probarlo, que tenía que decidirse. Por las noches, le costaba mucho trabajo dormirse y no hacía más que tocarse sin llegar a nada concreto, porque no sabía muy bien cómo se hacía para relajar la tensión, y, por las mañanas, amanecía todo mojado y muy nervioso. La decisión la había tomado, pero tenía que esperar el momento favorable para llevarla a cabo, es decir, debía esperar a tener unas horas libres, fuera del control de su familia. Mientras tanto, todos los días, aunque sabía que no podía seguir adelante, porque en casa le estaban esperando, pasaba por delante del hotelito, dando el consabido rodeo, pero ahora con la curiosidad de saber si la lamparilla de la Virgen estaría encendida o apagada y fantaseando sobre el día en que coincidirían las dos condiciones necesarias para cumplir su deseo: que la lamparilla estuviera encendida y que él pudiera llegar a su casa más tarde que de costumbre. Cuando encontraba la lamparilla apagada, Manolo se desesperaba y se decía: «Verás que el día en que tengas tiempo, zas, la lamparilla estará apagada y no podrás entrar».
Finalmente, un día se presentó la ocasión propicia. Su madre, cuando Manolo salía de casa, le dijo:
—Ah, Manolín, se me olvidaba decirte que, cuando vuelvas, no nos encontrarás. Tenemos que ir a visitar a la tía Emilia que no está muy bien y como vive tan lejos… Pero no te preocupes, para la hora de la cena estaremos de vuelta.
—Oquei —dijo Manolo y salió de estampida escaleras abajo con el corazón que casi se le salía por la boca.
Pasó toda la tarde pensando en la salida. En clase, buscaba la mirada de Pepe para hacerle cómplice de su aventura, pero, desde el día del topetazo, Pepe más bien le esquivaba, de modo que Manolo tuvo que vivir aquellas horas preliminares al gran descubrimiento completamente solo, como les suele ocurrir a los héroes.
Llegó por fin la hora de salir, y Manolo se sorprendió a sí mismo bajando las escaleras, atravesando el vestíbulo y saliendo a la calle despacio, como si nunca hubiera tenido prisa, como si no hubiera estado nervioso toda la tarde a la espera de aquel momento. Una vez en la calle, se detuvo ante todas las tiendas, contempló los escaparates de las mercerías, de las tiendas de ultramarinos, de las tahonas, leyó los menús de los restaurantes, examinó con interés las frutas y las verduras de las verdulerías, se extasió ante las medicinas expuestas en las farmacias, estúpidamente, con la voluntad inconsciente de retrasar aquel gran momento, tal vez con miedo de dar aquel paso. Finalmente, y a pesar de su remoloneo, llegó ante la verja del jardín. Anochecía, y los faroles de la calle aún no se habían encendido. Todo estaba inmerso en una especie de baño azul. Levantó los ojos y miró hacia el interior del jardín; el corazón le dio un vuelco, la lamparilla estaba encendida. Titubeó aún unos instantes, miró a ambos lados de la calle, le pareció que estaba desierta, luego, de pronto, como si huyera del exterior, entró corriendo en el jardincillo, cruzó con dos o tres zancadas el sendero, de un salto subió los escalones y, al llegar ante la puerta, pulsó el timbre. Por un instante no ocurrió nada; luego, al cabo de lo que a Manolo le pareció una eternidad, se apagó a la vez la lamparilla de la Virgen y se abrió la cerradura, accionada eléctricamente desde dentro. Manolo empujó la puerta de madera marrón oscuro y penetró en el recibidor del hotelito. La puerta se cerró automáticamente a sus espaldas.
El recibidor era casi cuadrado y tenía el suelo de parqué deslucido. Las paredes eran de un blanco amarillento y, en ellas, colgados, había grandes grabados sobre temas mitológicos con marcos dorados. Adosado a la pared de la izquierda, había un arcón Renacimiento con un jarro de latón opaco encima, que contenía varias plantas de ésas que parecen plumas, todas blancas y ligeramente polvorientas. A la derecha, dos silloncitos de badana y, entre ellos, una mesita moruna con un juego de cenicero y de cerillas también de latón. Del centro del techo colgaba una lámpara de brazo con seis tulipas de vidrio opaco de las que en sólo tres lucían sendas bombillas que iluminaban la estancia. Al fondo, se veía el arranque de una escalera a cuyos lados había dos puertas de madera pintada de marrón oscuro.
Manolo estaba allí, perplejo, quieto, a un paso de la puerta, cuando de improviso el corazón le dio un vuelco: de una de las puertas junto a la escalera, apareció una figura encapuchada y vestida con un sayo marrón. Por un momento Manolo, asustado, pensó que lo mejor era escapar corriendo y dejarse de aventuras, pero, después, al ver que la figura le saludaba ceremoniosamente, inclinándose, al tiempo que con una mano le hacía señas de que se aproximara, fue acercándose lentamente a ella, como fascinado. Manolo se acercaba paso a paso al encapuchado, quien le mostraba ahora la puerta por la que había salido invitándole a pasar. Finalmente, Manolo llegó ante ella, entró y se encontró en una habitación de paredes de un verde desvaído, con dos ventanas, una al jardín y otra al breve pasillo que había entre éste y la pared sin aberturas del edificio adyacente. En la pared de la derecha, había un gran armario oscuro de dos cuerpos; junto a él, otra puerta de madera, también oscura, y, encima de ella, enmarcada en un cuadro dorado, una gran estampa a colores del Sagrado Corazón de Jesús. La habitación estaba suavemente iluminada por unos apliques de dos brazos, de latón, que tenían pequeñas pantallas de falso pergamino, y, en el centro, había una cama estrecha con sólo la sábana inferior, blanquísima y una almohada de funda, inmaculada también. A los pies de la cama y adosado al muro, junto a la ventana que daba al jardín, había un espejo de cuerpo entero.
Manolo, despacito, llegó hasta la cama y se detuvo. En aquel momento, el encapuchado, que le había seguido después de cerrar la puerta, le cogió el abrigo por el cuello invitándole a quitárselo. Cuando Manolo se quedó sin abrigo y sin chaqueta, el encapuchado pasó al otro lado de la cama y con un gesto indicó a Manolo que se quitara los zapatos. Manolo se sentó en el borde de la cama, se quitó los mocasines y se quedó quieto, con los pies enfundados en los calcetines, apoyados en una alfombrita de pelo de oveja. Entonces, el encapuchado, muy suavemente, le tomó por los hombros, le hizo girar ligeramente, le pasó un brazo por debajo de las rodillas y le tendió boca arriba en la cama, con la cabeza apoyada en la almohada. Manolo permaneció así, tenso como un cuchillo, con los ojos abiertos, mirando al techo, las piernas apretadas una contra otra, los puños cerrados junto a los muslos, la punta de los pies hacia arriba.
El encapuchado, que emanaba un vago perfume a espliego, levantó un brazo, estiró la mano bien abierta encima de los ojos de Manolo y empezó a moverla circularmente, muy despacio, para hacérselos cerrar. Luego, una vez que Manolo los hubo cerrado, se puso a acariciarle levemente, casi sin tocarlo, primero el cuello y los hombros, luego el pecho, después el vientre y más tarde los muslos y las piernas. Poco a poco, la tensión de Manolo fue desapareciendo; abrió los puños, relajó las piernas, inclinó los pies a izquierda y derecha, emitió un suspiro y reclinó la cabeza hacia un lado.
—¿Es la primera vez que vienes, verdad? —dijo en un susurro el encapuchado, sin dejar de acariciarle.
Manolo asintió con la cabeza, sin abrir los ojos.
—Relájate, no tengas miedo, y, si no quieres que sigamos, eres libre de marcharte.
Manolo no dijo nada.
—¿Cuántos años tienes? —le preguntó en un murmullo.
—Quince —repuso Manolo.
Manolo se había relajado del todo. Ahora sentía más fuerte la presión de la mano sobre su cuerpo a través de la camisa, de la tela áspera de los pantalones, de los calcetines. Manolo sintió que el encapuchado le estaba desatando la correa, que le desabotonaba la pretina, que le descorría la cremallera de la bragueta y que separaba bien separadas las dos partes de la misma. Después, sintió su mano que le acariciaba el miembro a través de los calzoncillos y que, con los dedos, le presionaba levemente los testículos. Se sintió enrojecer. Una especie de llamarada ascendía por su cuerpo desde el bajo vientre hasta la raíz de los cabellos. Tenía los ojos entornados y los labios, encarnadísimos, entreabiertos en una sonrisa involuntaria.
Ahora Manolo sentía que una de las manos del encapuchado buscaba, a través de la camisa, uno de sus pezones y que, al encontrarlo, se lo acariciaba y se lo pellizcaba, mientras, con la otra mano, seguía sobándole el miembro, los testículos, la entrepierna. Luego, dejó de acariciarle, y Manolo sintió que le estaba desabrochando la camisa, que se la abría completamente y que seguía pellizcándole los pezones hasta que se los puso tan turgentes que casi le hacían daño.
Manolo sentía su miembro erecto, a punto de reventar dentro del slip ajustadísimo. Se retorcía involuntariamente, Hubiera querido quitarse del todo los pantalones, el slip y los calcetines: quedarse desnudo del todo. Pero no se movió, prefería dejarse hacer, sufrir aquella especie de violencia relativa, porque era querida, pero que, a pesar de todo, le hacía convertirse en víctima, víctima de un rito en el que el dios y el sacrificado eran al mismo tiempo su cuerpo, pero sobre todo su miembro; porque no cabía duda de que, para el encapuchado, su cuerpo, su miembro, eran ocasión de placer, el placer de la curiosidad nunca satisfecha de la piel del otro, de los órganos del otro, el placer pura y simplemente de dar placer, y por eso Manolo, en sus manos, se sentía como una cosa, aunque sintiera también al encapuchado como una cosa para él; una cosa cuya misión era dar placer, dándoselo a él.
El encapuchado dejó de acariciarle por un momento. Manolo sintió sus dos manos pasar por debajo de su cintura, tirar de su cuerpo hacia arriba hasta arqueárselo ligeramente, agarrarle la pretela de los pantalones y del slip y tirar a la vez hacia abajo para descubrirle las piernas hasta debajo de las rodillas. Manolo volvió a recostarse en la cama y separó lo más que pudo las piernas. Ahora sentía que el encapuchado le cogía el miembro con dos dedos y que empezaba a mover la piel del mismo, lentamente, hacia arriba y hacia abajo, mientras con la otra seguía acariciándole el cuello, las axilas, el pecho, el ombligo, la entrepierna, los muslos y los pies a través de los calcetines. Manolo se encontró, sin querer, empujando las ancas hacia arriba y hacia abajo. Entonces, el encapuchado le cogió el miembro con toda la mano y aumentó el ritmo del movimiento hacia arriba y hacia abajo.
Manolo se sentía gemir quedamente y empezó a agitar la cabeza de un lado para otro en el almohadón y se decía que aquello era insoportable, que no lo resistiría, pero resistía porque, cuanto más se movía, más sentía dentro del miembro algo que pugnaba por abrirse paso. Entonces, el encapuchado detenía por un momento el ritmo de la mano, o lo disminuía. Finalmente, Manolo dijo con voz ronca y casi hipando:
—Dale, dale, por favor.
El encapuchado detuvo una vez más el movimiento de la mano, acarició muy lentamente el cuerpo de Manolo, como si se despidiera de él, y súbitamente reanudó otra vez con velocidad creciente el movimiento de la mano, aunque ahora casi sin apretarle el miembro.
Manolo agarraba la sábana con las manos y sentía que aquella cosa que pugnaba por salir dentro de su miembro, se abría paso, pulsionaba las paredes del músculo endurecido y finalmente salía al exterior en uno, dos, tres, innumerables chorros de líquido caliente que fueron a caer sobre su pecho y sobre su vientre. La mano del encapuchado siguió moviéndose un poco todavía, como si quisiera exprimirle bien. Luego, Manolo sintió que le secaba el cuerpo con una toalla de hilo suave que después dejó sobre sus muslos, extendida. Entonces, Manolo oyó su voz, como siempre, en un susurro, que le preguntaba:
—¿Fumas?
Manolo asintió con la cabeza y el encapuchado le puso entre los labios un cigarrillo ya encendido.
Manolo seguía sin abrir los ojos. Cogió el cigarrillo con la mano, dio una chupada y expelió el humo. Así permaneció unos instantes. Se preguntaba qué tenía que hacer, cómo debía comportarse, y sentía cierta vergüenza de saberse desnudo y observado por otro que, después del orgasmo, había pasado a ser una persona ajena, desconocida, tal vez incluso fastidiosa, cuando no amenazadora. Finalmente, cuando se decidió a abrir los ojos, vio que estaba solo en la habitación. Por un momento, temió que el encapuchado volviera a entrar, que quisiera hablar con él, que le atosigara a preguntas. Pero pasó el tiempo y el encapuchado no aparecía. Entonces, se vio a sí mismo en el espejo adosado al muro, a los pies de la cama; se vio la planta de los pies con los calcetines azules, los pantalones arrugados por debajo de las rodillas, que impedían que los muslos se reflejaran en el espejo, la mancha blanca de la toalla sobre el bajo vientre; más al fondo, la mancha rosada del pecho con los dos pezones todavía duros y, allá, más lejos, su cabeza reclinada en la almohada y su mano que sostenía el cigarrillo a la altura de los labios. Permaneció así todavía un buen rato, tranquilizado por la soledad, hasta que empezó a sentir un poco de frío en los pies y en el pecho desnudo. Entonces, se levantó, se vistió nuevamente, se puso la chaqueta y el abrigo y salió al recibidor, con el temor de encontrarse allí al encapuchado, esperándole para hablar y conocerse mejor. Pero no, no había nadie. Atravesó el recibidor en absoluto silencio y llegó junto a la puerta, al lado de cuyo marco estaba el pulsante para abrir automáticamente la cerradura. Lo pulsó, la cerradura saltó con un crujido seco, y Manolo abrió la puerta y salió al rellano. La lamparilla de la Virgen se encendió cuando la puerta se cerró a espaldas de Manolo, quien saltó los cuatro escalones y, al igual que su amigo Pepe el día del topetazo, salió corriendo furtivamente a la calle.
Muchas más veces volvió Manolo al hotelito. Incluso cuando, mejorada su situación económica, la familia decidió comprar un pisito en la parte alta de la ciudad y regalarle incluso un scooter. Manolo, que ya frecuentaba una Escuela Técnica, tenía ahora mucha más libertad de movimiento y solía visitar el hotelito por lo menos dos veces por semana. Muchas veces, es cierto, habrá vuelto Manolo al hotelito, pero nunca cruzó con el encapuchado más allá de un par de frases y siempre relacionadas con el rito, siempre igual, aunque jamás repetido. La escena era siempre la misma: la lamparilla ante la Virgen, encendida; la llamada al timbre, el salto automático de la cerradura; el recibidor con sillones de badana; la figura del encapuchado, discreta y cortés, con un aire algo burlón, junto a la puerta de la habitación en que estaba la cama; la estampa del Sagrado Corazón de Jesús… Y Manolo, siempre con aquel sentimiento de miedo y fascinación, siempre, incluso pasados los años, ya próximo al servicio militar, con la misma agitación que el primer día; y, cuando llegaba junto a la cama, se hacía quitar el abrigo o la chaqueta, dejaba que el encapuchado le tumbara en la cama, le desabotonara la camisa y los pantalones y le bajara la cremallera, sólo que ahora se dejaba desnudar del todo. Lo que mayor sensación le causaba era que el encapuchado le quitaba los calcetines y quedada descalzo. Se decía que un hombre sólo está realmente desnudo cuando va descalzo. El encapuchado le acariciaba los pies descalzos e introducía los dedos de la mano entre los dedos de los pies de Manolo y se los abría. Entonces, al final, una vez cumplido el rito y después de que el encapuchado le hubiera secado como de costumbre con una toalla de hilo y cubierto los muslos con la misma, Manolo fumaba el consabido cigarrillo y, al cabo de un buen rato, abría los ojos y se veía en el espejo de en frente, de escorzo y desnudo, sólo con aquella púdica toalla blanca sobre el vientre, que muchas veces parecía un ropaje renacentista de quién sabe qué Deposición. Y Manolo permanecía así, fumando, hasta que, como la primera vez, sentía un escalofrío en el cuerpo desnudo, se vestía y salía. Nunca había nadie; hacía saltar la cerradura automática y, luego, de una zancada, bajaba los escalones y salía al jardín, ahora ya sin correr, porque ya era mayor. Iba hacia la cancela, miraba a ambos lados de la calle y, con aire desenvuelto, echaba a andar hacia el scooter. La calle seguía siendo húmeda y estrecha, pero ya habían derribado el otro hotelito y se decía que poco faltaba para que derrumbaran aquél, porque el Ayuntamiento se lo había quedado o, ¿quién sabe?, una gran Inmobiliaria para construir en el solar Dios sabe qué horror.
Un día, Manolo tuvo que ir a hacer el servicio militar lejos de su ciudad natal y, cuando volvió, se encontró con el hotelito aún en pie, pero sin nadie dentro; la verja de hierro, por primera vez, completamente cerrada y la lamparilla de la Virgen apagada; las persianas, cerradas; los geranios, mustios; los rosales más macilentos que nunca. Y Manolo sintió una gran tristeza.