PAÍS RELATO

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aldo coca

aventuras de andrea

1
Andrea tenía apenas veinte años y era alto, esbelto, con la piel dorada, los cabellos ensortijados y rubios, algo largos y alborotados, y los ojos azules, destellantes y acusadores, con algo de niño y de animal. Resaltaban su aspecto de ambiguo ángel musicante del beato Angélico, sus labios carnosos y sensuales, su nariz abultada y sus grandes manos de dedos ahusados.
Andrea sabía que era homosexual, pero procuraba por todos los medios no darlo a entender. Sabía, por experiencia ajena, que, en la actividad a que se dedicaba, no era conveniente dejar traslucir el mínimo interés por lo que se estaba haciendo, porque, de lo contrario, de ser chapero, se pasaba rápidamente a ser marica, al cual todo el mundo tiene derecho a hacer cualquier cosa, y además sin recompensa: «Ya que le gusta…». Y así, a fuerza de reprimirse, había acabado por parecer realmente muy «macho», un muchacho-objeto que se acuesta por necesidad económica, por pereza o por imposibilidad de encontrar un trabajo decente, pero que no sólo no entiende, sino que incluso desprecia a los que le buscan para hacer el amor.
Un atardecer, como tantos otros, Andrea paseaba por los alrededores del Coliseo, su terreno de caza. La primavera estaba a las puertas, y un airecillo tibio se mezclaba con el aire aún frío y húmedo del invierno que parecía haberse refugiado en los soportales del anfiteatro. Aunque llevaba dos días casi sin comer, iba aparentemente bien vestido, con sus botas de tacón alto y punta afilada, sus pantalones ceñidos que ponían bien en evidencia aquella parte de su cuerpo más codiciada, su cazadora de ante y su pañuelo de seda anudado al cuello. La única nota detonante era que los bajos de los pantalones estaban algo deshilachados, los tacones de los zapatos gastados por la parte de fuera y la cazadora de ante más bien raída.
De cuando en cuando, algún automóvil, ocupado por un hombre solo, disminuía la marcha, y el conductor miraba fijamente a Andrea esperando de éste alguna señal que le invitara a abordarle. Pero el muchacho, al no parecerle que ninguno de aquellos candidatos valiera realmente la pena, no se dignaba mirarlo.
Finalmente, se acercó con lentitud, casi como si caracolease, un coche de clase, un automóvil deportivo, rojo y brillante, a cuyo volante estaba un hombre de unos treinta y algo, de aspecto distinguido y próspero. Andrea, siguiendo las reglas del juego, fingió que no le había visto, aunque estaba decidido a no dejar escapar aquel tipo si se decidía a abordarle. Como quien no quiere la cosa, el muchacho se aproximó al bordillo con la aparente intención de cruzar la calzada.
El coche se detuvo un poco más adelante, junto a la acera, hizo marcha atrás y, cuando estuvo a la altura de Andrea, el conductor bajó el cristal de la ventanilla de la derecha y asomó la cabeza. Era un hombre guapo: cabello rubio, liso, corto y cuidado, facciones pequeñas, labios finos, ojos oscuros y mirada penetrante.
—¿Me daría usted fuego, por favor? —le dijo a Andrea y éste extrajo, no sin dificultad, del ceñidísimo pantalón, un mechero, lo prendió y alargó la mano para que el automovilista pudiera encender el cigarrillo que tenía ya en los labios.
El hombre del coche cogió con la suya la mano de Andrea y acercó la llama a la punta del cigarrillo: al hacerlo, se la presionó ligeramente.
—¿Usted fuma? —le dijo el del coche ofreciéndole un cigarrillo.
—Sí, gracias —repuso Andrea y encendió el pitillo que el otro le daba.
—Usted perdone si lo entretengo —prosiguió el del coche—, pero como yo no soy de aquí… ¿No conoce algún buen restaurante por estos alrededores?
Andrea le repuso, recalcando el sentido equívoco de sus palabras:
—No sabría decírselo con exactitud: depende de lo que quiera usted comer y gastar.
—Bueno, si es por el precio, no me preocupa: lo que quiero es comer bien —rebatió el otro siguiéndole el juego.
—En ese caso, no lejos de aquí, en la Vía Appia Antica, hay un buen restaurante.
—¿Tiene usted algo que hacer? —le preguntó el del coche.
—No, nada de particular —se apresuró a responder Andrea.
—Entonces, ¿podría pedirle que me acompañara? Le invito a cenar, si me lo permite. Sabe usted, estoy solo… —dijo el hombre del coche.
—Muchas gracias. Acepto —dijo Andrea que llevaba un par de días a base de bocadillos de mortadela.
El otro abrió la portezuela, y Andrea se sentó con desenvoltura a su lado, la espalda apoyada en la portezuela del coche, la cabeza reclinada contra el vidrio de la ventanilla que había vuelto a subir, y las piernas abiertas para que se viera bien el bulto de su miembro, cosa que el del automóvil pareció apreciar, pues inmediatamente después de arrancar el coche dejó caer, como quien no quiere la cosa, la mano derecha sobre la prominencia de la entrepierna de Andrea.
—No te sentirás molesto, supongo —dijo tuteándole de repente mientras con los dedos le cosquilleaba la punta del bulto vital.
Andrea sintió que aquel cosquilleó le recorría toda la columna vertebral y le llegaba a la garganta, pero, como no debía aparentar que aquello le causaba placer, fingiendo indiferencia y con la voz lo más cortante posible, dijo:
—Te advierto que yo lo hago por dinero.
—Oh, muy bien —repuso el otro—, me lo imaginaba. Nunca hubiera pensado que un chico tan guapo como tú perdiera el tiempo por esos andurriales y se fuera a la cama con otros porque sí.
—Oye —le replicó Andrea un poco picado—, que yo no me voy a la cama con otros, sin con quien me paga bien y no me da asco. Además, ciertas cosas no las hago.
—¿Y yo, te doy asco? —le preguntó con cierta sorna el del coche.
—No, tú no —repuso Andrea, quien, acto seguido añadió—: Pero depende de cuánto piensas darme y de qué quieres hacer, porque, como te digo, ciertas cosas no las hago.
—Dime tú la tarifa.
—Cincuenta mil —dijo Andrea—, pero sólo chupármela, como máximo.
—¿Y tú a mí?
—¿Yo a ti? Bueno, eso se verá después, pero desde luego chupártela, no —y añadió en seguida—: Ni tampoco darte por el culo, no me gusta.
—¡Pues sí que estás dispuesto a hacer cosas! —comentó irónicamente el otro.
—Si no estás de acuerdo…
—No, no: pienso divertirme la mar.
Habían recorrido ya la Passeggiata Archeologica y estaban a punto de embocar la Puerta de San Sebastián.
—Mira —dijo el del coche, después de un silencio—, yo me estoy muriendo de ganas: si te parece, podríamos cenar después y ahora meternos en esos campos, allí donde nadie nos pueda ver.
—Si quieres… Pero te advierto que tengo hambre.
—Yo también —rebatió el del coche, que había quitado la mano del punto más vulnerable de Andrea y ahora le acariciaba los pelos de la nuca—, pero tengo más ganas de verte desnudo que de comer, aunque fuera la langosta más grande y más fresca del mundo…
Andrea se calló. Pasaron la puerta de San Sebastián en silencio, y pasaron por la iglesia del Quo Vadis? Andrea, que había terminado de fumar su cigarrillo, preguntó al del coche:
—¿Dónde tienes el cenicero?
—Aquí —repuso el otro abriendo un cenicero que estaba junto a la palanca del cambio.
Cuando Andrea alargó la mano para aplastar la colilla, el del coche se la agarró e intentó llevársela a su entrepierna.
—¡No, no! ¡Deja! ¿Qué haces? —protestó Andrea—. Deja, deja —insistió retirando violentamente la mano.
—Como quieras —dijo el otro.
Y prosiguieron en silencio.
Ahora pasaban por delante de la basílica de San Sebastián. Había oscurecido completamente, los coches eran pocos y la iluminación pública empezaba a escasear. El del coche volvió a poner la mano sobre la polla de Andrea e insistió en su toqueteo hasta que estuvo bien dura dentro de la angosta prisión de los pantalones y del slip, breve y ceñido. Entonces, el del coche, con la mano derecha buscó la hebilla del cinturón de Andrea, el que destrabó con gran habilidad, después agarró la palanquita del cierre de cremallera de la bragueta e intentó descorrerlo, pero la cosa no era fácil porque la cremallera no corría debido a lo ajustado de los pantalones. Andrea apartó la mano de su cliente y, encogiendo cuanto pudo el estómago y el vientre, tiró hacia abajo del artificio, enarcó después los riñones para bajarse los pantalones y el slip, y se quedó con los pantalones arrugados por debajo de las rodillas, el miembro tieso, al aire, iluminado intermitentemente por las escasas luces de la Vía Appia Antica o por los faros de los automóviles que circulaban en dirección contraria.
Así prosiguieron un buen trecho. Cuando el coche pasaba por encima de los restos del antiguo empedrado romano, el miembro erecto de Andrea se meneaba como un metrónomo de carne.
Andrea tenía los ojos cerrados, los brazos abandonados a lo largo del cuerpo y la boca ligeramente entreabierta, esperando el momento en que el otro le hiciera correrse, para cobrarse la prestación y luego comer y dormir.
El del coche le acariciaba de cuando en cuando los testículos, se los oprimía, se los pellizcaba y luego pasaba levemente la palma de la mano por la punta del carajo del chico para mantenérselo tieso.
Habían superado la tumba de Cecilia Metela y se adentraban en el tramo más solitario de la Vía Appia Antica cuando, de repente, el del coche viró entre las estatuas decapitas de dos togados y detuvo el automóvil en un minúsculo prado al pie de unos cipreses. Un lejano resplandor iluminaba el interior del automóvil, ahora que el del coche había apagado los faros y la luz del salpicadero. Andrea seguía inmóvil, con los pantalones bajados, el miembro pulsante y rojo, descapullado, al aire, la vellosidad del bajo vientre rizada y suave que formaba como la punta de una flecha que indicaba el hoyuelo del ombligo, esperando las próximas y definitivas caricias de su circunstancial compañero. De cuando en cuando, se oía el canto de un ruiseñor.
El del coche se inclinó hacia adelante en dirección de Andrea. «Ahora me la chupa», pensó éste. En cambio, el otro se había inclinado para abrir la guantera que se encontraba delante del chico. Andrea, curioso, entreabrió los ojos y vio que el otro extraía de la guantera un objeto metálico oscuro cuya punta, con un gesto rapidísimo, apoyó con fuerza en su flanco izquierdo.
—Desnúdate —le dijo tajantemente.
A Andrea se le desinfló la polla fulminantemente.
—Pero ¿qué haces? —protestó—. Quítame eso de aquí: me haces daño.
—Eso, muñeco, es una pistola. ¡Mírala, mírala! —Y se la puso delante de los ojos, oscura y amenazadora—. Vamos —insistió—, obedece y desnúdate.
—Pero aquí… —alegó desesperadamente el muchacho—, aquí puede pasar la policía y vernos.
—Desnúdate y no me cabrees. Ya está bien de contemplaciones. Mira —añadió mostrándole otra vez la pistola—, está sin seguro, ¿entiendes? O haces lo que te digo, o te pego un tiro. Y vete con cuidado porque soy muy nervioso.
—¿Del todo?, —preguntó estúpidamente Andrea con el carajo que le pendía patéticamente entre las piernas—. ¿Quieres que me desnude del todo?
—Completamente.
Andrea, sin hacérselo repetir, se dispuso a obedecer a aquella voz que ahora sonaba metálica, impersonal y violenta, como de policía. Se deshizo el nudo del pañuelo de seda y con dificultad se quitó la cazadora y la camisa. Sintió un escalofrío y se le puso la piel de gallina.
—Los pantalones, vamos —dijo el otro sin dejar de apuntarle con la pistola.
Andrea se agachó para quitarse las botas, enarcó de nuevo los riñones y mal que bien logró desembarazarse de los pantalones y del slip. Se quedó sólo con los calcetines azul oscuro puestos.
—Tira todo eso ahí detrás —dijo el otro señalándole con la pistola el asiento posterior del coche, y Andrea arrojó allí el pañuelo de seda, la cazadora, la camisa, los pantalones, el slip y las botas.
—Ahora, quítate los calcetines, vamos —apremió el otro.
—¿También eso? —se atrevió a objetar Andrea.
Y el otro empezó a gritar como un endemoniado, mientras agitaba la pistola:
—¡También eso! ¡Sí! ¡También eso! Te lo he dicho, ¿no? ¡Te quiero desnudo, completamente desnudo!
Andrea, asustado, volvió a obedecer: se quitó los calcetines y puso al descubierto sus pies grandes y estrechos, surcados por delicadas venillas azuladas, el empeine alto, la piel dorada como el resto de su cuerpo, pero más pálida, y los dedos huesudos, torneados y dúctiles. Tiró también los calcetines al asiento posterior y se quedó desnudo como un gusano, medio encogido, protegiéndose con las manos el carajo y los huevos, y con los ojos ahora bien abiertos, atento a los movimientos de la mano del otro, que sostenía la pistola, confiando aún, aunque con poca convicción, en que todo terminaría con una mamada distinta de las demás.
—Ahora estírate bien y no vuelvas a encogerte —siguió ordenando el del coche—. Y pon las manos entrelazadas detrás de la nuca. Eso es. Y ábrete bien de piernas, que te quiero ver el pijo y los huevos, vamos.
Una vez Andrea estuvo en la postura indicada, el del coche, convencido de su absoluta superioridad sobre el muchacho y de que éste no se atrevería a reaccionar, dejó la pistola junto a la palanca del cambio, se desabrochó el chaleco, soltó la hebilla de los pantalones, se abrió la bragueta y se sacó completamente fuera el carajo, tieso y rutilante, y los cojones.
—Mira, mira —le dijo a Andrea mientras se acariciaba con las dos manos los huevos y la polla—, ahí tienes un par de pelotas en serio y no esos huevecitos tuyos. ¡Esto sí que es un carajo al que hay que tratar de usted! ¡Y ahora verás cómo funciona de bien! ¡Y no cierres los ojos, cagado, que si los cierras, te mato! —iba añadiendo cada vez más excitado.
Y, bajo la mirada hipnotizada de Andrea, empezó a masturbarse. Andrea no tenía ninguna intención de cerrar los ojos y no apartaba la vista de las manos del otro, en parte porque quería controlar sus movimientos no fuese a agarrar de nuevo la pistola y a descerrajarle un tiro, en parte porque le fascinaba el modo de comportarse de su casual acompañante, quien no apartaba los ojos del pijo del muchacho, que, a pesar de la reluctancia de su sedicente dueño, empezó a dar señales de vida. Cuando el otro vio que el carajo de Andrea se enderezaba, se masturbó con mayor celeridad, respiró con dificultad y se movió desacompasadamente. De repente, el del coche se incorporó con dificultad, dio la vuelta sobre sí mismo, apoyó la mano izquierda en la portezuela que estaba junto a Andrea, pasó una pierna por encima de la palanca del cambio y del freno de mano y, sin dejar de masturbarse, apoyó una rodilla entre las piernas de Andrea que sintió el roce de la tela de los pantalones del otro en sus testículos y en su polla ya completamente tiesa.
Andrea, instintivamente, alargó la mano hacia su carajo, pero el otro, al advertirlo, le gritó con voz entrecortada:
—¡No! ¡Tú no! ¡Tú te corres solo, si quieres, hijo de puta! ¡Mira, mira, mira cómo me corro yo!
Y, babeando, con los ojos fijos en el cuerpo de Andrea, se corrió encima del pecho y del vientre del muchacho, quien sintió sobre su piel los sucesivos chorros de esperma caliente.
Andrea permanecía inmóvil mientras sentía resbalar por sus flancos la leche viscosa de su acompañante, quien, con los últimos estertores, hacía caer en su barriga las últimas gotas de esperma. Finalmente dejó de masturbarse, volvió a sentarse ante el volante, sacó un pañuelo del bolsillo del pantalón, se secó las manos y luego se lo pasó a Andrea.
—Toma —le dijo en tono de voz indiferente—, sécate y vístete.
Andrea, como un autómata, tomó el pañuelo y se secó lo mejor que pudo la leche que se le escurría por el cuerpo. El carajo volvía a penderle flácido entre las piernas. Después, dejó el pañuelo empapado de esperma junto a la pistola, agarró la ropa que estaba en el asiento posterior y, de mala manera se vistió en la estrechez del coche. El otro recogió la pistola, la depositó en la guantera, abrió la portezuela del automóvil para subirse los pantalones y arreglarse la ropa. Luego, entró de nuevo, encendió un cigarrillo y puso en marcha el motor.
—Vamos. Has tenido suerte; te acompaño. Te voy a dejar donde te he encontrado.
Andrea, como atontado, le preguntó:
—¿Me das un cigarrillo?
—Sí, hombre, sí —repuso el otro impaciente alargando el paquete de cigarrillos a Andrea mientras arrancaba el coche—. Quédatelos —añadió a regañadientes, como si se avergonzara de aquel acto de generosidad.
Andrea tomó un cigarrillo, lo encendió con el mechero eléctrico del coche y se guardó el paquete, que estaba entero, en el bolsillo de la cazadora. Animado por aquel gesto de condescendencia y por la desaparición de la pistola, se atrevió a preguntar:
—¿Y el dinero? ¿Me lo vas a dar?
—Pero ¿qué dinero? ¡Tendrías tú que pagarme, muñeco! ¡Menudo baño te he dado! ¡Mi leche no tiene precio, encanto! —dijo el otro sin ni siquiera mirar a Andrea mientras empezaba a rehacer a la inversa el camino de antes.
Andrea se calló, dio unas chupadas al cigarrillo para hacerse pasar los retortijones del estómago causados por el hambre y pensó que estaban yendo en dirección prohibida.
Detrás, dejaron al ruiseñor que seguía cantando.
2
El tipo que Andrea había remolcado en los alrededores del Coliseo, poco después que el de la pistola, lo hubiera dejado de nuevo allí sin siquiera decirle adiós, no tenía un coche deportivo fuera de serie ni su aspecto era excepcional, pero lo primero que había propuesto al muchacho había sido cenar, cosa que hicieron en una trattoria sin pretensiones, situada en una calleja de los alrededores de San Juan de Letrán, no lejos de la iglesia de los Quattro Coronati. Durante la cena, el accidental acompañante de Andrea se había interesado por lo que éste hacía, habiendo colegido por cuenta propia que Andrea era estudiante, por los estudios que cursaba y por sus proyectos. Y Andrea había tenido que recurrir a toda su fantasía —él que apenas si había terminado la enseñanza básica y faltaba de su casa desde hacía tres años— para dar cumplida satisfacción a la curiosidad de su huésped.
Una vez hubieron cenado, el otro había propuesto a Andrea, con mucha timidez, tratándole como si éste fuera realmente una conquista suya, y no un profesional de la chapa, ir a su casa a tomar una copa.
Ahora Andrea estaba sentado en el saloncito de la casa de Ruggero —así le había dicho el otro que se llamaba—, con un vaso de coñac en la mano y un cigarro encendido en la boca. Se encontraba tranquilo y a gusto después del susto y de la excitación de la aventura con el tipo de la pistola. La casa estaba bien caldeada, y Ruggero había puesto una agradable música de fondo que les envolvía suavemente junto con la grata luz difusa de una lámpara de pie, de madera torneada oscura, con pantalla de cretona floreada y flecos.
Una espesa alfombra de lana cubría el suelo, y de las paredes pendían algunos paisajes al óleo, colgados entre los cuerpos de una librería de nogal con puertas de vidrio. Los sillones en que estaban sentados eran de terciopelo verde algo raído, pero limpio y cuidado, con macasares color té en el respaldo y los brazos. Entre los dos sillones, había un viejo brasero de latón, grande y reluciente. Unas cortinas de raso de un verde más claro que el de los sillones cubrían el balcón que daba a la calle y, ante ellas, había una mesa larga y baja, también de nogal, con profusión de bibelots y fotografías familiares.
Aquel saloncito, el breve recibidor del piso, con su paragüero de caoba, su espejo ovalado de marco dorado, su consola y sus sillas de asiento de rejilla, las paredes empapeladas con dibujos floreados, desvaídos por el tiempo, el parquet usado, pero cuidadosamente encerado del pasillo, los techos altos y limpios, aunque de un viejo blanco ahuesado, todo indicaba la casa familiar mantenida con el puntilloso cuidado de quien desea conservar innumerables y persistentes recuerdos.
Llevaban un largo rato en silencio. Andrea, a pesar de encontrarse bien, estaba un poco inquieto porque el tipo aquél no le había hablado ni de cama ni de dinero, y se preguntaba si Ruggero no sería tan ingenuo como para haberse tragado que él era de verdad un estudiante que vivía solo en Roma, en una pensión, pero que tenía su casa y su familia ya no se acordaba si había dicho en Frosinone o en Latina. Finalmente, Ruggero, como si le costara esfuerzo hablar, le dijo:
—Mira, yo no quiero ofenderte, pero pienso que a lo mejor andas corto de dinero: sabes, en los tiempos en que vivimos…
Andrea abrió la boca para decirle que sí, que, en efecto, andaba más que corto de dinero, pero el otro se lo impidió con un gesto de la mano.
—No, no, no te ofendas ni protestes. Si no me aceptas el regalo que pienso hacerte, seré yo quien se ofenda, de verdad —le dijo y, luego, armándose de valor, añadió—: Y como lo que voy a pedirte es muy especial y quiero que lo hagas libremente, te voy a regalar ahora mismo cincuenta mil liras.
Andrea no dijo nada. La cifra le parecía más que razonable, aunque no estuviera claro lo que Ruggero pretendía. Este, interpretando diversamente su silencio, le dijo:
—Si te parecen pocas cincuenta mil, dímelo francamente, y nos pondremos de acuerdo. Aunque a mí me parece una cifra razonable.
Andrea, que había decidido mantenerse a la expectativa, sorbió un trago de coñac, dio una chupada al cigarro, y después admitió:
—No, cincuenta mil está bien, pero no tienes por qué dármelas ahora. ¿Y si me largo?
—No, no te irás. Se ve en seguida que eres un buen chico. Y, si te largas, pues peor para ti… y sobre todo para mí, claro —y se sonrió un poco.
Luego, extrajo del bolsillo posterior del pantalón la cartera, contó cinco billetes de diez mil liras y se los dio a Andrea, quien, al tomarlos, le dijo:
—Bueno, pero ¿por qué me las das?
—Hombre, así me parece que resulta más fácil hablar de ciertas cosas.
—Di claramente que quieres acostarte conmigo y nos entenderemos —dijo brutalmente Andrea.
—Hombre, claro… —balbució el otro.
—Pero mira que yo, según qué cosas, no las hago.
—Soy un poco raro, es verdad —le tranquilizó Ruggero—, pero no te preocupes que no te voy a pedir nada que te pueda molestar hacer.
Andrea metió los cinco billetes dentro del carné de identidad que llevaba en el bolsillo de la cazadora y, cuando volvió a mirar a Ruggero, vio que algo había cambiado en su aspecto: ahora tenía los ojos brillantes y vidriosos. «¿A que éste me pega o quiere que le pegue?», se dijo recordando una vez en que su casual acompañante le había pedido que le golpease y, cuando él, reluctante al principio, se había decidido a darle unos puñetazos con no demasiada fuerza, el otro había reaccionado violentamente pegándole a su vez y la cosa había terminado en una batalla campal con muebles y espejos rotos y el otro tumbado allí, encima de la cama, sangrando por la nariz y la boca, pidiéndole entre sollozos que no le dejara, mientras que Andrea escapaba a todo correr llevándose la cartera del otro, que estaba en la mesilla de noche, llena de dinero y con todos los documentos.
—Mira que yo, ciertas cosas, no las quiero hacer ni por todo el oro del mundo —insistió Andrea.
El brillo de los ojos de Ruggero se intensificó, contempló a Andrea unos instantes y luego se levantó, le tendió una mano para ayudarle a levantarse y le dijo:
—Anda, acábate el coñac y ven conmigo.
Andrea terminó el coñac de un trago, aplastó el cigarro en el cenicero y se levantó. Ruggero entonces le cogió de la mano y le condujo a un dormitorio donde había una cama alta y estrecha, de latón, con cabecera y pies historiados y un gran cubrecama blanco hecho a ganchillo. En la pared, cubierta con un papel verdoso con dibujos geométricos amarillos, y sobre la cabecera de la cama, había un crucifijo pequeño, de bronce, con una rama de olivo polvorienta. Junto a la cama, a la izquierda de la misma, había una mesita de noche de nogal y tapa de mármol negro con una lamparita de bronce de pantalla roja de seda a la que Ruggero encendió para después apagar la lámpara central, que era una medio esfera de ópalo, colgada del techo, con unas cadenetas de latón.
—Vamos, desnúdate —le dijo bruscamente.
Andrea titubeó, porque aún no tenía idea de qué tipo de prestación iba a pedirle aquel individuo, quien se había sentado al borde de la cama y se quitaba ya los zapatos. Después de un momento de vacilación, el chico buscó con la mirada algo en que apoyarse para desnudarse con comodidad y vio una silla bajera, de asiento de paja trenzada, en la que se sentó para quitarse las botas. Después, se desnudó por completo procurando no mirar al otro. Cuando lo hizo, Ruggero, desnudo también, tenía en las manos una cuerda.
—Ya te he dicho que soy un poco raro —le dijo con voz temblorosa de excitación—. Mira, lo que quiero es que me ates a la cama, que me ates los pies y las manos a los barrotes de la cama; pero átame fuerte, sin miedo a hacerme daño. Una vez me hayas atado —prosiguió acercándose a Andrea—, me pasas el dedo índice de la mano suavemente por el pecho: así —y cogió la mano de Andrea y le hizo pasar el dedo índice por encima del esternón.
—¿Eso es todo? —le preguntó Andrea estupefacto.
—Sí. Anda, muévete —le repuso Ruggero que, después de darle la cuerda, fue hacia la cama y se tendió desnudo en ella con los brazos y las piernas en aspa.
Andrea tomó aquello que le había parecido una sola cuerda y que en realidad eran cuatro pedazos de cuerda y ató con fuerza las manos y los pies de Ruggero a los barrotes de la cama, apretando bien los nudos para que Ruggero, que tenía los ojos cerrados, no pudiera moverse. Luego, tal como éste le había dicho, empezó a pasar el índice de la mano derecha por su pecho, desde la base del cuello hasta la boca del estómago.
Desaparecido el temor, Andrea sentía ahora una gran curiosidad por saber en qué consistiría la cosa y, así, viendo que Ruggero mantenía los ojos cerrados, dirigió los suyos hacia el miembro de éste, que iba hinchándose poco a poco, levantándose, primero de manera incierta, cayendo hacia un lado y hacia el otro, reptando por los pelos del pubis, incorporándose a golpes, cada vez más decididamente, hasta adquirir una erección plena.
Andrea seguía pasando el dedo por los escasos pelos del pecho de Ruggero que se erizaban como si estuvieran electrizados. Ruggero, con las mandíbulas apretadas, empezó a lamentarse entre dientes y, por la comisura de los labios, le brotó un hilillo de saliva, mientras, por el agujero del pijo, asomaba una gotita de líquido incoloro, transparente y denso, que fue agrandándose hasta desparramarse por todo el bálano, turgente y rubicundo, para después escurrirse por la piel sonrosada de la verga y acabar bañándole los cojones.
Ruggero empezó entonces a moverse convulsivamente, haciendo rechinar toda la cama con los tirones que daba a los barrotes en que estaba atado: intentaba incorporarse, levantaba la cabeza, la echaba hacia atrás, arqueaba los riñones y se dejaba caer sobre el colchón, mientras la polla daba pequeños saltitos hacia arriba, como si quisiera estirarse más allá de los límites de lo posible.
Andrea proseguía su masaje y sentía que el carajo también se le hinchaba y levantaba. De repente, de la polla de Ruggero brotó un chorro alto y blanco de esperma caliente y luego otro y otro aún, y a cada nueva pulsación de la polla brotaba otro y todos iban a caer casi junto a la cabeza de Ruggero y manchaban la almohada y el cubrecama de ganchillo. A todo eso, Ruggero se debatía más violentamente que nunca, respiraba entrecortadamente y tenía la boca entreabierta y babeante, como si aquel géiser que se había despertado en sus entresijos, en lugar de quitarle las fuerzas, se las redoblara.
Andrea siguió insistiendo con su masaje hasta que los movimientos de Ruggero fueron tan violentos y seguidos que la cama se vino abajo, descuajeringada, con un gran estrépito de metal, y Ruggero cayó al suelo, la cabecera de la cama derrumbada sobre su cabeza, los pies y las manos tumefactos; le faltaba la respiración, se atragantaba con la baba, tenía los ojos en blanco, se retorcía aún…
Andrea permaneció unos instantes de pie, quieto, con la polla en inútil erección, observando aún la de Ruggero que no cesaba de latir y de emitir líquido. Después, sintió un escalofrío y, de repente, se dio cuenta de que estaba allí, con aquel ser hipando a sus pies que parecía que iba a morirse de un momento a otro, en una incesante eyaculación, con las venas del cuello hinchadas, la cara abotargada, los dientes rechinantes y sintió miedo, un miedo irracional que le impulsó a agarrar las botas y la ropa y a salir corriendo por el pasillo hasta el recibidor, donde se vistió en un santiamén.
La puerta estaba cerrada con llave. Hasta el recibidor llegaban los estertores de Ruggero y el ruido metálico de la cabecera y los pies de la cama derrumbada arañando el suelo. Andrea vio las llaves de la casa encima de la consola, junto al reloj de oro que Ruggero, por lo visto, se había quitado al entrar. Agarró ambas cosas, abrió la puerta, salió a la escalera, cerró otra vez con llave y, corriendo, bajó unos tramos. Se detuvo en un rellano: tenía aún el carajo tieso y caliente. Se abrió la bragueta, se sacó la polla y se hizo una paja breve e inmediata. Después, más sereno, se compuso un poco, tocó con la mano los cinco billetes de diez mil y el reloj de oro que se había metido también en el bolsillo de la cazadora y, con paso seguro, salió a la calle. Estaba amaneciendo.
3
El tipo con el que se había ido aquella noche era más bien regordete y de mediana estatura, de manos carnosas y cortas, ojos vivos y simpáticos, y cabello liso y negro. Llevaba un traje de tweed amarronado, un tabardo de cuero con cuello de piel y se cubría la cabeza con una gorra. Emanaba de él un intenso perfume a espliego, cosa que, al principio, dio no poco fastidio a Andrea que asociaba el espliego a la mediocridad de los horteras.
Una vez llegados a su casa, el cliente de Andrea condujo a éste a una salita de estar-comedor, en la que había, ante un balcón cubierto con cortinas de terciopelo café con leche, un tresillo tapizado de pana marrón oscura con algunos almohadones y una mesita en el centro protegida por un cristal. Al otro extremo de la habitación, había una larga mesa de caoba, con una lámpara de comedor, de pantalla de tela roja, colgada del techo, seis sillas alrededor, de respaldo alto, tapizadas también de pana, como el tresillo, y un trinchero de caoba, como la mesa, con tapa de mármol negro, adosado a la pared en la que había colgada una marina.
Entre uno de los sillones y el sofá del tresillo, había una lámpara de pie de hierro negro y liso con pantalla de falso pergamino en que estaban dibujadas, en negro y rojo, viejas anotaciones musicales y unas palabras en latín. Encima del trinchero destacaba un grupo de porcelana blanca formado por dos ágiles y saltarines lebreles, que corrían apenas retenidos por una Diana de breve peplo, arco y carcaj con flechas de cola dorada, como dorados eran los collares de los perros y la correa con que la diosa pretendía retenerlos.
Como separando los dos ambientes, había una mesa de ruedas con un televisor y, encima del mismo, encima de un tapetito de ganchillo color té, un búcaro de porcelana blanca con un ramo de rosas de plástico desvanecidas y polvorientas.
Las paredes estaban empapeladas con un papel a franjas amarillo-oro más o menos oscuras, alternadas, y el suelo, de baldosas blancas y negras, estaba cubierto por dos alfombras: una que abarcaba toda la zona del tresillo, de rafia, y otra, que cubría la parte destinada a comedor, de lana con dibujos florales.
Adosadas a la pared, en correspondencia con las cabeceras de la mesa grande, había dos vitrinas: una, repleta de chucherías, como figuras de chantilly, abanicos de nácar, cajitas para pastillas y otras cosas así, y la otra, con botellas de diversos licores y una barroca cristalería de falso cristal tallado.
—Vamos, toma lo que quieras —invitó el dueño de la casa a Andrea— y espérame unos segundos, que voy a dar las buenas noches a mi madre.
Andrea se atiesó.
—¿Pero no vives solo? —le preguntó alarmado.
—¡Oh, no te preocupes! La pobre está ya muy vieja y es completamente sorda. Lo que pasa es que no duerme hasta saber que estoy en casa. Así que, voy, le doy un beso, la tranquilizo y vuelvo en seguida —y, señalando una cajita de plata que estaba en la mesita del tresillo, añadió—: Ahí tienes cigarrillos. Estás en tu casa.
Andrea, una vez estuvo solo, fue a la vitrina de las botellas, la abrió, escogió una de drambuie y se sirvió abundantemente en uno de aquellos historiados vasos.
El tipo había dejado encendidas la lámpara del comedor, la de pie del tresillo y otra central de lágrimas de vidrio. Andrea, a quien daba mucho fastidio la luz durante sus prestaciones, apagó esta última y dejó encendidas solamente las otras dos. Luego, se sentó en uno de los sillones del tresillo, abrió la cajita de plata, tomó un cigarrillo, lo encendió y se dispuso a esperar. Oyó que se cerraba una puerta y luego se abría otra, sin duda la de la cocina, porque en seguida percibió un tintineo de tazas, el rumor de un grifo abierto y poco después el penetrante aroma del café.
El hombre regresó con una bandeja en la que había una garrafa-termo, dos tacitas y un azucarero.
—¿Te apetece un poco de café? —preguntó a Andrea al entrar.
—Bueno —aceptó éste.
—Yo me lo tomaré después de los postres… cortado —y sirvió a Andrea una tacita de café humeante, que el muchacho bebió muy azucarado, como era su costumbre.
El hombre se había quitado el tabardo y la chaqueta y se había puesto un jersey beige de buena lana, con mangas largas. Estaba de pie, contemplando extasiado a Andrea y sin decir palabra.
—Bueno, ¿qué hacemos? —dijo el chico ásperamente.
—Perdona, la culpa es mía, ¡pero es que eres tan bonito! Vamos, desnúdate, por favor, mientras yo preparo las cosas.
—¿Y tú?
—Oh, no te preocupes —dijo el otro.
—Pero tú todavía no me has dicho…
—¿Lo que me gustaría hacer? Pues mira, completar la cena.
—¿Cómo completar la cena?
—Sí, ahora quiero tomarme un buen postre.
Andrea, no muy convencido, aunque interpretando la alusión como que el otro pretendía chupársela, fue desnudándose poco a poco mientras el hombre extendió encima de la mesa del comedor un espeso fieltro, donde dispuso unos manteles blancos y bordados que había tomado de uno de los cajones del trinchero. Después, cogió una servilleta y una cucharilla de postre y, de la parte inferior del mueble, extrajo un tarro de confitura de fresas, otro de guindas confitadas, otro de crema de chocolate, una vasija con nata y una caja de bizcochos. Colocó todo en un ángulo de la mesa y se volvió para ver si Andrea se había desnudado ya. Este, que no había dejado de observar lo que hacía el otro, estaba ya desnudo del todo, de pie, junto al tresillo con toda la piel suavemente iluminada por la luz de la lámpara.
—Magnífico —apreció el otro—. Ahora ven, acércate. Vamos, que no te voy a hacer ningún daño, aunque no se puede decir que no te vaya a comer.
—¿Qué quieres que haga? —preguntó Andrea rígido.
—Ven, ven. Y Andrea se aproximó. Ahora, siéntate encima de la mesa, y le hizo sentarse en el centro de la misma. Ahora, date la vuelta y tiéndete del todo.
Andrea levantó las nalgas apoyándose con las dos manos en la mesa, dio media vuelta y se tumbó cuan largo era: le pareció que estaba en un quirófano, con aquella lámpara encendida, de pantalla roja, cuya luz le iluminaba el cuerpo desde el ombligo hasta las rodillas.
—¿Estás cómodo?
—Hombre, cómodo, cómodo…
—Ahora lo arreglo yo —dijo el otro y fue al tresillo, cogió dos almohadones y puso uno debajo de la cabeza de Andrea.
—Ahora levántate un poco —dijo tocándole una cadera.
Andrea enarcó los riñones y el otro introdujo rápidamente un almohadón debajo de las nalgas del muchacho, de modo que todo su aparato genital quedó más alto que el resto del cuerpo. Luego, tomó del trinchero una especie de estola con un agujero en el centro que tendió transversalmente sobre las caderas del muchacho cuidando que el carajo y los huevos quedaran al descubierto, asomando por el agujero de la tela. Después, sacó del mismo mueble un plato de plástico agujereado también. Cogió con delicadeza la polla de Andrea y la pasó por el agujero. Los cojones costaron un poco de pasar, puesto que el agujero estaba hecho aposta más pequeño que el conjunto del escroto para que éste no se escurriera después por él. Primero pasó un huevo y, cuando estuvo seguro de que éste se mantenía dentro del plato, con una ligera presión introdujo el otro. Andrea se quejó.
—Ya está, ya está —le tranquilizó el otro.
El efecto no podía ser mejor. Bajo la luz de la lámpara del comedor, el aparato genital de Andrea parecía como servido en un plato, con los cojones turgentes y el carajo, todavía flácido, apoyado en el fondo. Entonces, el otro empezó a chupeteárselo y a tirar de él succionándolo hasta que se lo puso tieso. Una vez conseguido esto, tomó con la cucharilla la nata de la vasija y embadurnó con ella los cojones de Andrea. Después, abrió el tarro de la crema de chocolate y con la misma cucharilla se la esparció por todo el carajo, comprendido el glande. Luego cogió tres guindas, aplicó una sobre cada huevo y otra en la punta del bálano y acabó de confeccionar el pastel con la mermelada de fresas y los bizcochos, que dispuso alrededor del escroto del chico.
A cada manipulación, Andrea sentía un agradable cosquilleo que le recorría todo el cuerpo.
El chocolate y la nata, al principio más bien densos, empezaron a derretirse al contacto de la piel caliente del escroto y del carajo y relucían ahora bajo la luz de la lámpara.
—Esto hay que inmortalizarlo —dijo el otro, entusiasmado. Tomó una polaroid del trinchero, ya preparada con el flash, e hizo una fotografía instantánea de aquel dulce extraordinario. La contempló unos instantes y luego se la enseñó a Andrea.
—¡Mira, mira, si no es fantástico!
Andrea, que tenía los ojos cerrados, los abrió, tomó la fotografía y no pudo por menos que maravillarse: efectivamente, era un dulce excepcional, y en seguida se lo imaginó expuesto en el escaparate de una pastelería, aislado, ofrecido al mejor gourmet, brillante de chocolate derritiéndose, albo en la base, con dos puntos rojos que dirigían la atención hacia un tercero, móvil por los latidos de la polla, colocado en la punta del capullo.
—Ahora me tomo el postre —dijo el otro y, con la cucharilla, empezó a comerse la nata y la confitura de fresas, rozando a posta con fuerza la piel del escroto cuando rebañaba la nata, introduciendo la cucharilla entre los huevos, contorneando bien la base de la polla y los cojones para recoger la mermelada de fresas y raspando hacia arriba todo el tallo de la polla con los bizcochos hasta llegar al glande para tomar el chocolate.
Finalmente, cuando sólo quedó el glande con su cereza en la punta, se lo introdujo en la boca y empezó a chuparlo. Andrea se retorcía y se decía a sí mismo que aquello no era una mamada, sino un acto de canibalismo, pues el tipo le estaba comiendo realmente el carajo, el dulce de su carajo, un Saint-Honoré de carajo, una Sarah Bernard de polla, un Savarin de cipote y huevos, una verga de chocolate, un pijo de gitano más que un brazo. Y pensó que la leche, que ya empezaba a sentir a punto de derramarse, sería la crema que faltaba. Y ya estaba a punto de correrse cuando el otro, intuyéndolo, dejó de chuparle el pijo y dijo: «Espera, que esto es para el café». Corrió a la mesita del tresillo, se sirvió una taza de café humeante de la garrafa-termo, volvió junto a Andrea y, con mucha finura y habilidad, empezó a masturbarle, teniendo bien cerca de la punta de la polla inflamada la tacita de café, de modo que, cuando Andrea se corrió abundantemente, el otro recogió toda su leche en la tacita y la mezcló bien con el café, que luego bebió a pequeños sorbos, con los ojos casi en blanco, paladeando.
—Es el mejor cortado que me he tomado en mi vida —dijo cuando hubo terminado de beberse el café con la leche de Andrea. Inmediatamente se abalanzó sobre la polla de éste, tiesa aún, se la metió en la boca, se desabrochó los pantalones y empezó a masturbarse, chupando infatigable el glande de Andrea, hasta que se corrió con un espasmo.
4
El tipo de aquella noche, una vez llegados a su apartamento en el que, como había precisado, vivía con su mujer y sus hijos, que estaban todos en casa de los suegros, en lugar de ofrecer a Andrea el whisky habitual y de poner la acostumbrada música de fondo, le había ofrecido una cena fría con pollo y fiambres, un buen vino rosado fresco, ensalada, fruta y un espléndido café.
Andrea, después de haberse refocilado, estaba ahora solo, tendido en la cama matrimonial de su cliente, desnudo ya y fumando un cigarrillo. La cama era blanda y grande, y el tipo aquél le había hecho tumbarse directamente sobre el cubrecama de raso pajizo, después de haber quitado la gran muñeca porta-camisón apoyada en la almohada.
La cabecera de la cama era baja, de madera oscura, y se prolongaba por ambos lados para acabar formando dos mesitas de noche en las que había sendas lamparitas de metal articuladas. Sobre la cabecera, colgada de la pared, había una imagen de la Virgen, de mayólica blanca y azul y, cubriendo la pared de enfrente, un enorme armario que llegaba hasta el techo, de madera también oscura, con las puertas forradas exteriormente de tela azul. A la derecha, frente al balcón, cubierto por pesadas cortinas del mismo azul que la tela del armario, había una coqueta, con espejo ovalado, de madera pintada de verde con los cantos dorados, llena de ungüentos y cremas. En la pared a la izquierda de la cama, había dos puertas pintadas de blanco, una que daba al cuarto de baño, de azulejos negros con apliques, espejo redondo, armaritos y bañera de un blanco rabioso, y otra que daba a un breve pasillo que conducía directamente al recibidor.
Al cabo de un rato, el tipo entró excusándose por su ausencia, pues había tenido que hacer varias llamadas telefónicas, entre ellas una para saber cómo estaban la mujer y los chicos. Después fue al cuarto de baño, del que salió con un paquete de algodón hidrófilo en una mano y una bolsa de papel abultada en la otra. Llevaba una camisa blanca abierta y unos pantalones oscuros.
—¡Pero qué pollita más linda tiene mi niño! —dijo acercándose a la cama y contemplando a Andrea con ternura.
Andrea emitió un sordo mugido y apagó el cigarrillo en el cenicero de la mesilla de noche de su derecha.
—A esta pollita hay que cuidarla mucho y de eso se va a encargar su papá adoptivo, ¿verdad? —dijo hablando directamente con el miembro de Andrea que, indiferente a aquellos halagos y promesas, permanecía flácido y retraído.
Luego, el tipo dejó la bolsa encima de la cama, abrió el paquete de algodón y, con sumo cuidado, fue disponiendo pedazos de éste alrededor de los huevos y del carajo de Andrea, construyendo así como una especie de nido para la polla del muchacho. Después, agarró la bolsa de papel, fue hasta la puerta del baño, abrió la bolsa y empezó a desparramar los granos de maíz que estaban dentro, mientras decía:
—¡Pita, pita, pita!, ¿qué va a comer mi pollita? ¡Pita, pita, pita!
Andrea lo contemplaba asombrado, con las manos entrelazadas detrás de la nuca y aquel bulto blanco de algodón en la entrepierna, que ocultaba por completo sus órganos viriles a los que procuraba un suave calorcillo. «Si se piensa que así me la va a poner gorda, va dado», se dijo Andrea. Pero el otro insistía, acercándose pasito a pasito a la cama, sin dejar de desparramar granos de maíz, como quien siembra a voleo, y de decir «¡pita, pita, pita!».
El miembro de Andrea seguía indiferente.
—Pero ¿por qué no quiere asomar la cabecita mi pollita por el nidito que le ha hecho su papi, eh?, —decía pegajoso el otro.
La pollita no reaccionaba. «¡Pita, pita, pita!», insistía el otro, mientras los granos de maíz iban a parar a la alfombra verde y amarilla que cubría el suelo, rebotaban contra las paredes y las puertas del armario, caían en la cama, encima de los muslos y el vientre de Andrea.
El tipo había llegado ya hasta la cama y seguía desparramando maíz, ahora casi gritando su «¡pita, pita, pita!», con la boca llena de saliva, las mejillas coloradas y los ojos fijos en el nido de algodón del que esperaba que el polluelo, es decir, el capullo de Andrea asomara.
—¡Pita, pita, pita! ¡Pollita, pollita! —suplicaba patéticamente, mientras Andrea, que había decidido participar en el juego, se esforzaba en atiesar el carajo y enarcaba los riñones, contraía los muslos, procuraba concentrarse con los ojos cerrados: nada, su miembro, indiferente y testarudo, permanecía blando, fofo, perezoso, arropado por el calorcillo del nido de algodón.
A Andrea, entonces, por asociación de ideas, le vino a la memoria un recuerdo de hacía muchos años, de cuando era todavía un niño y estaba en casa de unos parientes, en un pueblecito del Lazio donde había un corral con opulentas y cálidas gallinas. En un mediodía de junio, después de comer, se había escondido en el corral, y allí, arropado por el sol caliente, envuelto por el intenso olor dulzón de la gallinaza y de la paja desparramada por el suelo y por el agrio y denso del frantollo, le habían entrado tales ganas de correrse que se había desabrochado los pantalones, sacado la polla y empezado a hacerse una paja. Una gallina, cloqueando, ponía un huevo. Andrea dejó de masturbarse, contempló las gallinas y se preguntó que sensación podría producirle encularse el volátil, meter el carajo tieso en aquel agujero presumiblemente tibio y hospitalario. Y, con la picha fuera, agresiva como el espolón de un barco, se dirigió hacia la gallina que había acabado de poner el huevo. El animal, sintiéndose perseguido, empezó a correr de un lado a otro, cacareando asustando y poniendo en alerta todo el gallinero que, en un momento, se convirtió en un mar de gallinas cacareantes que revoloteaban, corrían, saltaban, derramaban bebederos, levantaban polvo y briznas de paja. Andrea, al ver toda aquella confusión, se metió rápidamente el carajo dentro de los pantalones y fingió estar jugando inocentemente con los animales, con el tiempo justo de evitar males mayores, pues ya acudían sus parientes alarmados, con el temor de que algún perro o algún gato se hubiera introducido en el corral y estuviera diezmando las gallinas.
Pocas veces había vuelto a pensar en aquel frustrado intento, pero ahora, al reclamo de la cantinela del sujeto aquél, se le apareció la escena tan vivamente que sintió un cosquilleo en la base del carajo, que empezó a dar señales de vida y se enderezó justo cuando el otro se inclinaba sobre el nido susurrando tiernamente:
—¡Pollita, pollita, pollita bonita, asoma la cabecita!
El carajo de Andrea, como accionado por un resorte gracias a aquel recuerdo, asomó toda la cabeza fuera del nido y siguió creciendo como si fuera una serpiente amaestrada que obedeciera al mágico son de la flauta de su hábil encantador.
El tipo estaba extasiado. Contemplaba lo que se le antojaba un prodigio fruto de sus conjuros, con ojos satisfechos, la boca entreabierta en una sonrisa beata, las aletas de la nariz agitadas por un ligero temblor.
—¡Oh, mi pollita ha crecido gracias a los cuidados de papá! ¡En qué gallina más hermosa se ha convertido mi pollita! ¿Y cuántos huevecines ha puesto mi gallinita hoy?, —decía al tiempo que introducía los dedos en el nido y tocaba los cojones de Andrea—. ¡Oh, ha puesto dos huevecines! ¿Y para quién son esos huevecines? Son para papá, ¿verdad?, —añadió, dando un beso al glande de Andrea que había adquirido ya un color rojo subido y parecía realmente la cresta de una gallina—. ¿Y dónde va a poner su próximo huevecín mi gallinita?, —siguió diciendo, mientras masturbaba suavemente el miembro erecto de Andrea—. ¿Dónde va a ponerlo, eh?, —insistía mientras se tumbaba en la cama boca arriba con la cabeza rozando el flanco derecho del muchacho—. ¿Dónde, dónde?
Y, mientras con la mano izquierda seguía masturbándole ligeramente, con la derecha cogió el flanco opuesto del chico invitándole a girar sobre sí mismo, cosa que Andrea hizo para quedarse con el escroto y la polla pegados contra la cara del tipo, que le decía en tono apremiante:
—¡Arrodíllate, arrodíllate!
Andrea se arrodilló, a horcajadas sobre la cabeza del otro, con las rodillas rozándole los hombros el carajo enhiesto, dispuesto a embestirle la cara, los cojones colgándole encima del cuello.
El otro le acarició un poco los muslos y luego se incorporó y le lamió la entrepierna, el escroto, la ingle, el empeine, la base del carajo. De cuando en cuando, decía:
—Anda, gallinita, pon el huevo en la cara de tu papá —y, con una mano, agarraba la de Andrea y se la llevaba hacia el pijo.
Finalmente, Andrea comprendió, se agarró con fuerza el carajo y empezó a masturbarse mientras el otro seguía lamiéndole los cojones y la entrepierna y repetía entrecortadamente:
—¡Qué buena es mi gallinita, qué buena es!
Andrea sentía el contacto húmedo, tibio y excitante de la lengua del otro y se curvaba hacia atrás para ofrecer los cojones colgantes a su voracidad.
El otro, en determinado momento, le dijo en un susurro:
—Avísame, ¿eh?, cuando estés a punto. Y procura tener buena puntería —e inmediatamente volvió a sus lametones.
Andrea empezó a gemir sordamente. Sentía que estaba a punto de correrse.
—¡Ya, ya! —dijo jadeando al otro, que se abrió la bragueta y empezó a masturbarse con un pañuelo preparado en la mano para no ensuciar el cubrecama.
—¡Dios, Dios! —exclamó Andrea y, apuntando el carajo hacia la cara del otro, se la cubrió de leche espesa y blanca, chorro tras chorro, primero sobre un ojo, después en la punta de la nariz, perlándole el bigote, bañándole las mejillas azuladas por los pelos de la barba.
Entretanto, el otro se corría a su vez y, con voz entrecortada, pedía:
—El masaje, el masaje, por favor.
Andrea comprendió y, con la punta de los dedos, le esparció por toda la cara, desde la raíz de los cabellos hasta la barbilla, y de oreja a oreja, su esperma cálido y espeso.
5
Andrea, muy relajado porque su acompañante de aquella noche era una persona afable y atenta, de mediana edad, cortés y generoso, estaba sentado en uno de los sillones de cuero negro del amplio salón del ático en que vivía su cliente, en el que había, además, un piano de media cola, cerrado, con retratos enmarcados en plata encima de la tapa, estanterías repletas de libros y objetos preciosos, mesitas de ébano con ceniceros y cajitas de cristal y plata, pequeñas alfombras persas sobre una moqueta de color gris oscuro, una lámpara de cristal veneciano en el centro y varias lámparas de pie y de sobremesa, con pantallas de seda blanca fruncida que difundían un pacífico resplandor. A través de los grandes ventanales que daban a la terraza, se vislumbraban las siluetas de las tuyas que se recortaban contra el cielo estrellado.
El señor estaba preparando las bebidas. Tenía el pelo entrecano y cuidado, la tez morena de quien pasa muchas horas a la semana al aire libre, y era alto y esbelto.
Una vez las hubo preparado, se acercó al muchacho con dos vasos de whisky con hielo y soda, ofreció uno a Andrea y, con el otro en la mano, se sentó en un sillón enfrente del chico.
—¿Te gusta mi casa? —le preguntó con una sonrisa.
—Es estupenda —dijo sinceramente.
—Me gustaría que la frecuentases a menudo. ¡Salud! —dijo el señor levantando su vaso.
—¡Salud!
—¿Sabes lo que me gusta hacer? —le preguntó el señor después de haber bebido un buen trago de whisky.
—¡Si usted no me lo dice!
—Pues a mí me gusta hacer el saloncito.
—¿Y eso qué es?
—Nada grave, no te alarmes. Ahora te lo digo… Pero ¿qué haces, no bebes?
—¿No querrá usted emborracharme para después abusar de mí, verdad? Le advierto que no es cosa fácil. A mí es difícil tumbarme. —Y, para demostrar que no temía los efectos del alcohol, se echó al coleto un buen trago de whisky.
—No, no, nada de eso —dijo el señor y volvió a beber—. A lo mejor soy yo el que necesita beber para proponerte que nos tomemos el próximo whisky haciendo el saloncito. Porque —e hizo una pausa—, en el fondo, me da un poco de apuro decírtelo.
—¿Y por qué tiene que darle apuro? ¡A una persona como usted! ¡Vamos! —protestó Andrea.
—Mira, te prometo que, cuando terminemos este whisky, te lo digo.
—Pues por mí —dijo Andrea en lo que para él era el colmo de la desfachatez— ya puede usted empezar. Y bebió de un trago el contenido del vaso.
—Muy bien, como tú quieras —dijo el señor que, después de vaciar también su vaso, se levantó para volver a llenar el suyo y el del chico.
—¿Te molesta la luz? —preguntó a Andrea después de darle el vaso nuevamente lleno.
—Un poco…
—¿Quieres que apaguemos alguna lámpara?
—Prefiero, sí.
Y el señor apagó las lámparas más próximas. El salón quedó en una gratísima penumbra.
—Qué te parece, ¿nos desnudamos?
—Como usted quiera —repuso Andrea, quien se quitó las botas y empezó a desnudarse mientras el señor hacía lo mismo.
Cuando estuvieron desnudos, el señor apartó la mesilla que estaba entre los dos sillones en los que se habían sentado y los acercó más, luego fue a una estantería y de ella cogió una vela y una cuerda, de cuyas extremidades colgaban grandes pesas, que tenía un nudo abierto en el centro. Luego se acercó a Andrea y, poniéndosela en las manos, le dijo:
—Mira, sopesa: tres kilos en cada extremo. ¿Qué te parece?
—Que pesa mucho —respondió estúpidamente Andrea que no acertaba a adivinar para qué podía servir aquello.
—Seis kilos en total, si Pitágoras no era un estúpido —bromeó el señor.
Andrea hizo ademán de devolverle la cuerda con las pesas, pero el señor se lo impidió.
—No, no tenla tú, que ahora te diré lo que tienes que hacer.
Y fue a sentarse en uno de los sillones que estaban frente a frente. Se arrellanó bien, enarcó las caderas y se escurrió hacia el borde del asiento para que le quedaran los cojones y la polla lo más bajos posible, abrió las piernas y dijo a Andrea:
—Mira, ahora lo que tienes que hacer es pasar el nudo por aquí —y señaló la base del escroto—, estrecharlo con fuerza y, después, sin dejar de tirar, dejas caer las pesas por encima de los brazos del sillón.
Andrea vaciló un momento, pero luego hizo lo que el señor le decía y, ayudado por él, que había agarrado todo su aparato genital por la base y lo tiraba hacia arriba, lo pasó por el nudo y estranguló bien el escroto y, sin dejar de tirar, pasó las pesas por encima de los brazos del sillón y las dejó caer. Las pesas se quedaron a medio aire, pendulando y manteniendo la tensión de la cuerda.
—Ahora dame el vaso, por favor —le pidió el señor—. Toma tú el tuyo y siéntate en este otro sillón de enfrente —Andrea obedeció—. Acércate un poco más. Perfecto. Ahora, pon un pie aquí, en la entrepierna, y con los dedos del pie apriétame los huevos, anda.
Andrea hizo lo que el señor le decía.
—Ahora, tomemos el whisky y fumemos un cigarrillo. A eso le llamo yo hacer el saloncito.
Andrea bebió un sorbo de whisky mientras, con los dedos del pie derecho, presionaba los huevos del señor. El escroto de éste, debido a la presión del nudo, había adquirido un intenso tono rojizo, mientras la polla había ido hinchándose y atiesándose. De cuando en cuando, el señor levantaba las nalgas para que las pesas cayeran más abajo, y luego volvía a posarlas en el asiento del sillón con lo que así aumentaba la tensión de la cuerda y la presión del nudo.
—¡Qué barbaridad! —dijo el señor evidentemente satisfecho—. ¿Te imaginas una reunión elegante con todos los hombres haciendo el saloncito? —y, preguntando a Andrea—: ¿No sería formidable?
Y Andrea se imaginó un salón lleno de caballeros bien vestidos, en frac, sentados en sillones, con los pantalones bajados y el carajo y los huevos estrangulados de aquella manera. Su pijo pegó un tirón. Andrea había descubierto que, adelantando el pie y presionando un poco más los testículos, llegaba con el dedo gordo a la base de la polla del señor y que, si movía el dedo hacia arriba y hacia abajo, la piel del miembro, aunque casi fija por la presión del nudo, sufría un ligero movimiento de estiramiento y de encogimiento justo en el frenillo, mientras que, si movía el dedo de un lado a otro, la polla del señor oscilaba a su vez, de modo que se divertía haciéndolo, sobre todo cuando vio que el señor se lo agradecía.
—Así me vas a hacer correr —le dijo éste con voz entrecortada.
Andrea suspendió el juego.
—No, no, sigue —le pidió el señor—, lo que pasa es que aún no quiero correrme —y al cabo de poco rato, añadió—: Anda, ven un momento, levántate.
Andrea se levantó. El señor le tomó de la mano, le hizo ponerse al lado del sillón, de pie, vuelto hacia él, y empezó a acariciarle los testículos y el carajo hasta que éste estuvo bien tieso. Entonces, se incorporó un poco, volvió la cabeza hacia el miembro de Andrea y empezó a lamérselo. A cada dos o tres lametones, la polla de Andrea daba un saltito y cada vez que lo hacía, el señor se reía como un niño ante la mecánica reacción del juguete de muelle que le habían regalado.
Después, el señor empezó a jugar con los cojones de Andrea. Se los apretaba con una sola mano y, con la boca, sorbía literalmente tan pronto uno tan pronto otro, como si se los quisiera tragar. Después, probó a metérselos los dos a la vez en la boca y, cuando lo hubo logrado, se los lamió con la lengua mientras, con la mano, masturbaba ligeramente a Andrea, quien sentía la punta de su polla apoyada en la nariz del señor.
Al cabo de un rato, el señor apartó a Andrea y le dijo acariciándole los muslos:
—No quisiera que acabara aquí la cosa —y, dándose cuenta de que Andrea tenía los ojos cerrados, añadió—: Pero mírame, hombre, que no es nada malo.
Andrea abrió los ojos. El señor le sonreía desde abajo, con la boca medio oculta por la polla, tiesa y roja como un tulipán.
—Mira —le dijo el señor—, ahora coge aquella vela que está encima de la mesa y enciéndela. Andrea lo hizo. Ahora acércate y hazme caer la cera derretida encima del capullo.
Andrea pensó que aquello podía ser atroz, pero se sentó en un brazo del sillón, de espaldas al señor, aproximó la vela encendida al glande rojo y turgente, y empezó a dejar caer la cera fundida. A cada gota, el señor se retorcía de dolor y de placer. El bálano primero fue cubriéndose de una ligera capa de cera, casi transparente, que iba anulando con su blancura el tinte morado de la piel. Después, la cera fundida fue resbalando a lo largo del miembro, formando pequeñas estalactitas pegadas a la piel, por las cuales goteaba la cera hasta llegar a la base del carajo.
Andrea se dejó llevar por el juego. Le divertía ver aquella polla que iba convirtiéndose en vela. Cuando la capa de cera alcanzó un buen espesor, se le ocurrió la idea de hacer caer las gotas sobre los huevos de su compañero, en los pelos del pubis, en el cuenco del ombligo, después de haber trazado un reguero de gotitas blancas desde el bajo vientre, y más tarde sobre los pezones. El señor que se debatía beato y doliente al mismo tiempo, y le agarraba la polla por detrás y se la masturbaba. Andrea no dejaba de contemplar aquella historiada vela dentro de la cual estaba la polla del señor y aquellos cojones cada vez más enconados, y se preguntaba si no estallarían de un momento a otro. Se dijo que sería maravilloso que estallaran, como una de aquellas bombas de cotillón de las que salen confeti y serpentinas.
—Ahora basta, ahora basta —le suplicó el señor—. Todavía no quisiera correrme. Tengo otra idea… Siempre que tú estés de acuerdo.
—Quien hace un cesto, hace ciento —respondió con simplicidad el chico—. Y, si a usted estas cosas le gustan, ¿por qué no tendría yo que hacérselas?
—Mira —dijo el señor—, vamos a dejar que se enfríe bien esto. Luego te diré como me gustaría que me hicieras correr y, después, por supuesto, te haré correr a ti. Siempre que tengas ganas.
Andrea, que sí tenía ganas, no dijo nada, fue a sentarse en su sillón y, sin que el otro se lo pidiera, volvió a apoyar el pie derecho en los cojones del señor y a oprimírselos con los dedos. Permanecieron así en silencio un buen rato, al cabo del cual el señor le dijo:
—¿Ves? Ahora se quita la cera que ya está fría y queda como un molde perfecto de mi polla.
Así era, en efecto: la cera, coagulada, se desprendió sin ningún esfuerzo de la polla y formaba un molde casi perfecto, mientras que el miembro, liberado de su cárcel de estearina, ardiente primero, tibia después, aparecía más tieso, rojo y duro que nunca.
El señor, como había hecho al principio de la ceremonia, levantó las nalgas y después las posó otra vez casi fuera del borde del asiento para aumentar aún más la presión del nudo. Andrea se dijo que no sólo los cojones iban a estallarle, sino que el glande acabaría saltando como un tapón de champaña.
—Mira —le dijo el señor—, en el cajón de esta mesita encontrarás un cordel. Cógelo, haz un nudo corredizo y átame el capullo, pero sólo el capullo, sabes, por debajo de la rebada; pasa el cordel por un brazo de la lámpara y luego tira.
Andrea abrió el cajón, cogió el cordel y tuvo otro momento de vacilación: el cordel era bastante fino, ¿y si le cortaba el capullo?, porque él había oído decir que una hemorragia en el carajo es imparable, mortal.
—Vamos —le apremió el señor, quien, con la mano, se descapullaba hasta el límite de lo posible, poniendo en evidencia la rebaba inferior del bálano—. Se trata simplemente de ahorcarlo, por malo —bromeó.
Andrea se armó de valor, hizo un nudo corredizo en el extremo del cordel, lo pasó alrededor de la parte inferior del glande y lo cerró justo sobre el frenillo. Después, pasó el cordel por uno de los brazos de la lámpara veneciana y tiró del otro extremo. El señor se arqueó siguiendo la tensión del cordel y después se dejó caer y se quedó, como había dicho, con la polla ahorcada, que había adquirido un extraño aspecto, con la parte inferior tensa, estirada y el glande abultado, de un violeta vivísimo. A Andrea, sin saber por qué, le vino a la mente un arpa y, por propia iniciativa, ató, dejando el cordel lo más tenso que pudo, la extremidad libre de éste a una de las patas del piano y después empezó a pulsar la parte del cordel que ahorcaba el pijo del señor como quien pulsa una cuerda de un instrumento musical.
A cada pulsación, la polla del señor vibraba como si realmente fuera a empezar a sonar, y el señor se retorcía, se llevaba las manos a los ojos, después las apartaba y levantaba un poco la cabeza para contemplarse, para ver lo que le estaban haciendo a su polla. Y Andrea seguía pulsando con ritmo cada vez más veloz y con la secreta intención de ver si era posible que aquel hombre se corriera así, aunque siempre con el temor de que el glande acabara separándose de la polla y se quedara colgando de la cuerda, aislado y rojo como una guinda.
De repente, el señor profirió una especie de alarido, y del glande tumefacto se proyectó una fuente intermitente de esperma que le bañó el vientre y el pecho.
—Ven, ven —dijo entrecortadamente a Andrea—. Ven, acércate, dame la polla. Vamos.
Andrea dejó la cuerda, se acercó al sillón, puso una rodilla en cada uno de los brazos del mismo, cogió la cabeza del señor por la nuca y, en un momento de arrebato, le forzó a meterse el carajo en la boca. Una vez lo tuvo allí, empezó a empujar con los riñones hacia delante y hacia atrás, sintiendo que su polla, cada vez más dura, se adentraba en la boca hasta llegar a la base del paladar del señor, quien, se debatía, ronqueaba, se ahogaba. Finalmente, Andrea, con un nuevo y vigoroso golpe de riñones, apretó bien apretada la cabeza del señor contra su vientre, sintió que los labios de su compañero aplastaban los pelos de su pubis y tocaban la piel de su escroto, percibió que la punta de su carajo estaba introduciéndose en la garganta del otro y, jadeando, se corrió como nunca se había corrido en su vida.