PAÍS RELATO

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alberto piernas medina

tragedia azul

El viento que, como un suspiro de momia, había penetrado por la ventana rota del desván durante dos semanas cesó una mañana de abril, dejando a medias las radionovelas y cabizbajos los naranjos del jardín. Desde el diván, Matilde pensó en las aguas diáfanas de la Cala del Visir, envuelta en una chaqueta fina de lana negra, como todo su vestuario, como sus pelos enmarañados que brotaban sobre la tez blanca como un cuervo en la nieve. Negros también eran sus ojos, con los que escudriñó la impoluta cocina mientras mordía sus labios hinchados pensando en el almuerzo. Luego analizó la bóveda, las cuatro paredes costumbristas y una buganvilla que, desde el jardín, pretendía conquistar también el interior de la casa blanca y, según creyó una vez, estrangularla. Sin embargo, aquel día iba a permitirle vomitar un último llanto y bañarse en su eco. – Nadie llorará por ti – susurró Matilde para sí misma, mientras se acariciaba el rostro de forma compasiva. Entonces volvió a pensar en el almuerzo.
Su delgada y triste figura se dejaron ver en la calle silenciosa después de varios días, provocando el malicioso saludo de dos vecinas, tan cluecas como el resto, a las que ni siquiera respondió. Anduvo lentamente, envuelta en un silencio de iglesia, amenazador, resistente al repique de sus cuñas. A pocos metros se encontró con el niño Gabriel, cuyos grandes ojos azules le recordaron el motivo por el que aquel sería el último almuerzo que prepararía para su marido, y reprimió nuevamente el llanto abusivo. La frutería, a tan sólo veinte metros de la casa, lucía cajas de paraguayos, ciruelas y dátiles de Yerba, tal y como aseguraba Samir, el primer inmigrante del pueblo. Matilde llegó con su sonrisa postiza y agarró cinco pimientos rojos que metió en una bolsa rápidamente. – Me llevo estos pepinos – dijo, para llamar la atención del frutero, entretenido con su matamoscas-. – Esto son pimientos – corrigió-. – Sí, pimientos, cinco pimientos – confirmó tácitamente.
Regresó corriendo a casa, esquivando las agujas del comadreo y los ojos índigos de Gabriel, quien, bajo su risa infantil, parecía conocer su secreto. Se encerró con llave y volcó los pimientos sobre el suelo, víctima de la ansiedad que provocaba en ella la mezquindad del mundo flotando en el aire o los gestos que tan bien percibía, pues nunca dejó de ser una niña adulta que nunca terminó de adaptarse al mundo que vio una vez a través de la superficie, difuminado y tentador. Se quitó las cuñas, lavó los pimientos y aprovechó para mojarse los codos. Había olvidado comprar cebollas, pero no las echó en falta, habría lágrimas suficientes para condimentar una última ensalada que él degustaría sin remordimientos. Era preferible de aquel modo, sin cartas cuyos símbolos no sabía escribir ni empañadas del rencor y venganza que nunca conoció, ya que también ignoraba la moralidad de ciertas tragedias.
A las dos horas los pimientos asados yacían cortados y revueltos sobre una ensaladera que colocó en el centro de la mesa vacía para destacar su presencia, junto al juego de llaves. Olvidó las cuñas en el suelo y, antes de irse, lanzó el nombre regalado de Matilde a la chimenea para que volara junto a las cenizas del próximo invierno. Salió a la calle, ausente esta vez de murmullos y niños de ojos azules y caminó descalza, rozando el umbral de su destino a través de un pueblo en el que, durante varios años, intentó pasar desapercibida sujeta al brazo de un marido con el que muchas fantaseaban en el frescor de sus alcobas, si bien una de ellas se aventuró lo suficiente hasta conseguir darle lo que ella nunca pudo: placer, hijos y el gozo de la maldad piadosa.
Abandonó el pueblo blanco y anduvo por aquellas tierras volcánicas en las que un día vio almas errantes, utilizando las piedras ardientes como propulsores mientras la brisa cantaba los misterios del mundo. Al alcanzar el laberinto de agaves en el que finalizaba el sendero se desprendió de la rebeca negra y rompió definitivamente la cuerda que aún la ataba al mundo trasero, a él, por cuya reacción al volver a casa se preguntó una última vez. El viento se tornó más intenso, trayendo consigo la fragancia de un mar que penetraba discreto en la costa, como un inmigrante misterioso de silbidos nostálgicos. Anduvo sobre una última loma, empapada en sudor, sin poder evitar recordar el día en que recorrió el camino en sentido contrario, hechizada por los labios de un hombre de ojos marinos. Contempló el pueblo blanco a lo lejos, al amparo de las montañas que parecían jorobas de camello, entre brumas y suspiros de siesta. Una lágrima brotó sobre aquella loma, la última etapa del éxodo impuesto, y con las ropas desgarradas por los agaves, descendió por un camino tallado en las montañas que accedía al santuario que era la conocida popularmente como Cala del Visir, frecuentada tan sólo por soñadores y pescadores solitarios. La cala estrecha, atrapada entre las montañas, acariciaba la tierra a la que ella nunca perteneció, formando cuevas donde se acumulaban pecados y secretos. Su cuerpo vibró al sentir la arena bajo sus pies magullados e inspiró el aire puro mientras la espuma alcanzaba sus dedos; luego se desnudó ante las montañas espectadoras siguiendo un ritual secreto y dio dos pasos dispuesta a sumergirse en un hogar que, esperaba, le diese otra oportunidad. Sin embargo, antes de abandonarse, decidió buscar una razón más para hacerlo, ya fuese por masoquismo o pura oda a la nostalgia. Su figura fantasmal recorrió la cala hasta alcanzar un saliente rocoso desde el que podía verse una cueva que hacía el amor con el mar, medio sumergida, el perfecto rincón descubierto años atrás por dos amantes confundidos por el destino.
Tras escudriñar la cueva durante unos minutos reconoció una parte de sí misma, antaño brillante y sinuosa que, ahora, desde la distancia, parecía una bolsa de plástico mecida tristemente por las aguas que erosionaban la cueva. Entonces alzó la mirada al cielo y vio al culpable sol, el eterno antagonista que una vez la atrajo desde placentas submarinas a una superficie donde quedó conquistada por un hombre en cueros para, luego, desgarrar aquella parte de sí misma a cambio del jardín infértil que yacería entre sus dos nuevas piernas. Fue esta la razón de su infelicidad, de las limitaciones que encontró en un mundo exigente y, especialmente, en un hombre que pretendía perpetuar sus apellidos, que le regaló un nombre extraído de un soneto de Neruda tras prometerle el mundo y la salvación de un secreto del que ni ella, en ocasiones, tenía conocimiento. Por un momento dudó en sumergirse en la cueva para recuperar aquel pliegue que una vez ocultó, pero ahora era una mujer atrapada entre dos mundos tan unidos como diferentes. Desnuda se sentó sobre la arena, apoyando el corazón sobre las costillas mientras observaba el mar dormido y recordaba las historias que encadenó antes de alcanzar la playa: aquellas viudas de un pueblo pesquero que la tomaron por la culpable del destino de sus fallecidos esposos en alta mar y la recibieron en la orilla con arpones y horcas que consiguió esquivar pero no ahogaron su incipiente curiosidad por el exterior, el toro aliado que pacía en las marismas y le ofreció sus cuernos para asomarse al mundo por primera vez, el manatí triste que rondaba la isla de Alborán y la acompañó durante su última etapa antes de encontrarse con Él, el visitante que la sorprendió en la cueva, asustada y desnuda; sí, Él… No cabía más llanto en aquellas pupilas, sino tan sólo el menguante deseo de volver a verle, de oírle decir que había volcado la ensalada en su apresurada carrera por recuperarla, que no habría más mujeres ni traiciones. Aguardó hasta el atardecer esperándole, odiando al juez que era el sol, mojando los pies en el agua con tal de adivinar la lectura de su destino.
Al despertar las estrellas aceptó que, definitivamente, no vendría. A él regaló un último pensamiento, imaginándolo junto a su amante y su hijo Gabriel mientras volvía a acariciarse el sexo atrofiado. El agua llegaba hasta sus tobillos blancos, reflejados en el agua como porcelana. Al sumergir la cabeza descubrió un anfiteatro de corales cuya arena era un fondo surcado por los últimos rayos del atardecer y una larga cola difuminada a lo lejos. Debía ser el manatí, a cuyos lomos cruzó el gran azul y que ahora parecía esquivo, inmerso en sus propios asuntos sin un mínimo recuerdo de su inocencia y compañía. La mujer sin nombre nadó a ras de las profundidades, persiguiendo la cola de un manatí que cada vez se alejaba más mientras una estela de recuerdos flotaba de regreso a la playa. Fue entonces cuando se sumergió en un trance en el que no había dolor ni pena, meciéndola a través de las aguas hasta aproximarse a una brecha oculta a los ignorantes del mundo, hacia la luz de un hogar que nublaba las memorias.