PAÍS RELATO

Autores

alberto piernas medina

la nostalgia del mijo

Tras la muerte del mezquino señor Darcy, su mujer, April, una sexagenaria con cabellos de nube y corpulencia elegante, tomó el control de su cantera en el norte de la India, productora de los adoquines que recubrían medio Gales. Una de sus primeras medidas fue despedir a todos los niños menores de dieciséis años que, durante el mandato de su marido, habían trabajado como marionetas de sus lacayos locales, malhechores avenidos a los que el señor Darcy llenaba los bolsillos a cambio de una búsqueda prolífica de niños propicios a los que explotar picando piedras, entre otras denigrantes tareas impuestas. April se presentó en la cantera una mañana de febrero y, con un simple chasquido, calcinó aquel nido de cuervos mientras tomaba un té de pimienta y canela servido en bandeja de plata por uno de los muchos subordinados que, tras un sumiso saludo de nuca inclinada y manos a la altura del pecho, apretaban los dientes y cerraban los ojos sombreando sus mejillas; una mujer vieja, justiciera, mandona, a-a-a-a-, el género femenino no podía estar por encima de ellos. La última de las niñas en ser despedida, o liberada según qué perspectiva, fue Jessica, a quien su hada madrina regaló un fajo de billetes y un vestido verde usado. Pocos minutos después, Jessica esperaba tras una verja que, por un momento, la hizo sentirse como el ave de corral que fue desde aquella última noche en el sur, hacía ya tres años; o quizás el corral siempre fue mucho más grande. Sus ojos esmeralda permanecían entornados y la piel lucía menos oscura por el polvo que sudaban las piedras calcinadas de la cantera en la que trabajó con una sonrisa que ni las amenazas o la oscuridad de los cuartos pudieron erradicar. Sí, habían sucedido cosas horribles, sucesos que ella teñía de color rosa y canciones optimistas. Mientras agitaba los bajos del holgado vestido sobre sus pies recordó a la antigua dueña del mismo, Anna, una niña de Jaipur a la que cortaron los dedos por tener manos demasiado curiosas; ¡ay! Si April Darcy estuviera al tanto de la política de su marido…
Comprobó el rollo de billetes de trescientas rupias enganchado en el coletero rosa, como aquella princesa que llevó un diente de Buda hasta Sri Lanka bajo sus cabellos. Memorizó de nuevo el croquis mental para llegar a la estación que su hada madrina había escrito con bolígrafo – una digna varita mágica – en siete segundos y desplegó las mangas del vestido aquejada por las frías sombras de febrero. Uno de los rufianes del señor Darcy, menudo y con dientes de oro, abrió la verja de la cantera y Jessica se adentró en la luz y el bullicio como un gladiador exótico, penetrando en aquel huracán invisible de sándalo, pitidos y canciones de Asha Boshle; el mundo era igual, pero ella no. “Ya no te llamas Jessica”, dijo el ángel que dormía en su inconsciente-. Me llamo, me llamo…-. Debía equilibrar aquella bola de demolición que era el pasado y cuyos márgenes eran las sienes, calientes y palpitantes. Volvía a llamarse Priya, o al menos creía llamarse así. De ese modo abandonó el nombre de estrella americana que imponían a las niñas cuando, además de trabajar en la cantera, las llevaban con sus madres postizas a las paradas de metro a cantar canciones de thumri con acento improvisado. La luna a la que siempre oraba había resultado ser engañosa, de modo que aprendió a confiar en el sol, el cual huía cada tarde hacia tierras de oportunidades a las que nunca llegaría, por miedo, por una desilusión que ni April Darcy había conseguido enmendar a pesar de sus delirios de concienciada mujer occidental. Un paso hacia delante, hacia la luz y la libertad trastornada; la luciérnaga apagó las luces y, con la ayuda del silencio de sus pies descalzos, se camufló entre los transeúntes, los rickshaws de chóferes que atendían el paso de las vacas leyendo el Star of India, los templos de basura y los monos con cámaras ajenas colgadas al cuello.
Se coló en el tren más temprano que partía hacia el sur. Entró sin pagar billete, irradiando la independencia de una mujer adulta a pesar del miedo reprimido. Comprobó el número de pasajeros por bancos en proporción a las literas y halló una sin dueño, la más alta, ideal para burlar los pasos metálicos de algún inoportuno revisor. Hombres y mujeres armadas con canastos de fruta la observaban. Formó un ovillo con sus cabellos, lo utilizó como almohada y, tumbada, se valió del techo y el traqueteo del tren para bloquear los recuerdos. Desde la litera vio a un padre junto a su hijo, un niño que parecía mayor que ella, que lamía el cristal mientras sus ojos bailaban con el aleteo de las mariposas. En ocasiones mugía, otras reía rabiosamente e invitaba a su padre a deleitarse con los paisajes del norte. Él asentía con la mirada resignada, posaba su mano en el hombro del niño y ambos jugaban a ser felices. En algún momento, aquel niño del quinto, o quizás sexto, mundo miró a Priya con sus ojos desorbitados. Solo aquellos niños que gritaban de forma irracional y golpeaban a sus padres por accidente eran portadores de una intuición nata e inexpresable y, en algún momento, Priya supo que la había sonreído, que su mundo mágico y enfermo la protegería durante las treinta y dos horas de viaje al pasado.
Su pequeño hermano Amit, delgado y sonriente entre las espigas de un campo de mijo, un abrazo, elefantes ornamentados, el agua de coco embadurnando accidentalmente su cuerpo cálido, la luna de seda, sombras; Priya cruzó el ecuador soñando. Despertó a media noche. La luna iluminaba las primeras palmeras; estaba en el sur, mas cerca de la verdad, del principio de los tiempos. Durante aquellos años, la idea de Priya por olvidar el mundo y perderse en la selva era menos vibrante, tan sólo una idea lejana relegada al cajón de los sueños rotos, aquellos que imponía un país de cierta crueldad escondida bajo sus aromas y colores. En su corazón había rencor e ilusión, pena y amor, sentimientos contradictorios mecidos por las últimas ráfagas del viento nórdico. El niño que mugía había montado un escándalo cuando su padre y él llegaron a su destino en plena noche. Las moscas bailaban con las luces siniestras y la luna continuaba burlona sobre el trópico. – Me traicionaste – susurró Priya para sí misma-. Ahora tengo a Krishna y a otros muchos dioses mejores que tú. (Seguía siendo una niña en ciertos aspectos). Volvió en sí y sonrió a aquel niño por última vez. Su padre silbaba en su nuca para calmarle; era un niño especial.
El tren llegó a la estación de Trivandrum al final de la mañana. Antes de abandonar la litera rompió las mangas del vestido con los dientes, prevenida por los colores verdes y dorados del sur. Esperó a ser la última en salir, tentada por la idea de quedarse y llegar al fin del mundo, pero la nostalgia la podía, y quizás también la venganza. Los pies sucios pisaron el arcén y la nariz inspiró aromas de coco y axilas mojadas, orgullosa de conocer aquella tierra. Anduvo durante dos horas a través de sendas polvorientas y bancales en los que vivían pequeñas garcillas. Al sentarse bajo un alto eucalipto vio pasar a un elefante que lloraba por la presión de un dueño avaro. Llevaba una chica inglesa sobre el lomo que sonreía con los dientes sobre la lengua. ¡Amazing! ¡Amazing! Las criaturas doblegadas de la naturaleza; ella no lo sería más, tenía una cita con la nostalgia.
Anduvo durante todo el día, comiendo las frutas que caían de las motocicletas y carros atestados, soportando los cuarenta y dos grados del verano sureño, cada vez más cerca de aquel balcón inclinado que encontró a las pocas horas, intacto bajo un tejado mal reparado. La única calle del pueblo volvía a vestirse del exotismo erosionado de antaño, las vacas solitarias ignoraban al mundo en los recodos y, unos metros antes, el atajo que la llevaría a encontrarse con la nostalgia se dibujaba a la derecha, en dirección al mijo.
El monzón debía haber sido diferente al de tres años atrás, pues esta vez las espigas ondeaban al cielo generosas y ásperas, formando campos de mijo que parecían bosques de melenas rubias. Aminoró el paso, la bola de demolición se agitaba en su interior de forma más rápida, incluso agresiva. Al final del primer tramo de los cultivos habían cuatro mujeres agachadas cuyo cansancio las impedía chismorrear. Sin ser vista, se agazapó entre los pasillos del mijo y sus cabellos se enredaron con las espigas. El cauce de un riachuelo cercano se oía no muy lejos. Avanzó camuflada entre los cultivos, intentando espiar a la nostalgia antes de abrazarla. Cuando llegó a la altura de aquellas cuatro mujeres, tan sólo unos metros las separaban, su respiración se volvió más fuerte y la boca se convirtió en desierto. A pesar de la sonrisa, su madre lucía la cara cansada y un sari que una vez ajustó con gracia un cuerpo noble; ahora era una mala espiga, demasiado negra y delgada. Priya la observó detenidamente durante unos minutos, avivando el rencor con la contemplación de la desgracia ajena, la de la mujer que una vez la entregó a hombres mezquinos sin previo aviso. Desde su escondite entre el mijo, la nostalgia y el rencor danzaron juntos, y Priya se deleitó siendo testigo de las consecuencias kármicas que habían convertido a su madre en el resultado de sus desesperadas decisiones, injustas pero desesperadas. Aguardó un poco más, resistente al deseo por entregarse a las caricias que una vez las unió a pesar de las malas hierbas que se habían apoderado del recuerdo. Sin embargo, finalmente, se desprendió de las espigas. Anduvo hacia la cuatro mujeres. Una de ellas, la primera en percatarse, gritó. ¡La joven Priya ha vuelto! ¡Y tiene pestañas de bailarina de katakali! Madre e hija cruzaron las miradas, el baile interior de Priya continuaba y su madre, quien sonrió con su única hilera de dientes, corrió para abrazarse a la nostalgia, a la hija que nunca creía volver a ver. Priya se dejó abrazar, conteniéndose, con los labios temblorosos, permitiendo al rencor y la nostalgia fundirse en un último baile.