PAÍS RELATO

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alberto piernas medina

l'azalie (sous les palmiers)

L’Azalie era el nombre de un chiringuito regentado por una joven africana de mismo y floral nombre que yacía cobijado entre las cuatro palmeras de una playa, o más bien cala, del sur de España. El local tenía paredes de cáñamo y se sostenía bajo un techo de amianto, a camino entre el típico chambao andaluz y la más arenosa choza subsahariana. Durante el día, Azalie aplanaba la arena encerrada en una barca azul y asaba espetos de sardinas pescadas con sus propias manos en rincones secretos, bajo un cielo naranja y azabache. Las servía en bandejas de plata a extranjeros que adulaban sus sabores y vestidos de algodón, a lo que ella sonreía conteniendo tormentas de arena bajo una mirada de bosque encantado. Los clientes volvían, pero no por las sardinas que ella recomendaba para el corazón, para el amor, sino por la ligera intuición de que sus concisas frases de mujer mundana reprimían apasionantes memorias que nunca se dignaba a relatar, ni siquiera tras las tres copas de vino que tomaba a la sombra de las palmeras después del servicio de comidas. Por la noche, tras despedir al último grupo de franceses satisfechos acariciaba una caja de metal y apagaba las luces de su particular faro, cuyo nombre no era más un cebo para visitantes imposibles.
La emperatriz del misterio, de difícil sonrisa y manos erosionadas, la mujer que lucía trenzas frondosas de las que brotaban jazmines. Azalie era la sombra de una playa conquistada sin notificaciones, discreta, de una sabiduría que burlaba con palabras de arrabal, esquivando un pasado que parecía olvidado en torbellinos mediterráneos. Así la concebía su mano derecha durante las últimas semanas, Ada, una francesa de neuronas vagas, ojos de galgo y cabellos pelirrojos heredados de una bruja. Llegó a España buscando a un torero que conoció en las corridas anuales de Arles y, al fracasar, compensó las inversiones en sus fantasías de lechera trabajando para Azalie en L’Azalie; “imaginativo”, silbó la ironía. La relación entre ambas era simplemente cordial y respetuosa, si bien Azalie le había ofrecido un colchón arenoso en el ala oeste de su castillo humilde, propinas, un regazo rígido sobre el que llorar y alguna que otra confesión superficial en las noches de agosto, aquellas en las que fingían ser las dueñas del mundo sobre dos hamacas solitarias frente al mar.
Sin embargo, una de las noches en las que Azalie apagó las luces del chiringuito, sumergida en la oscuridad, descubrió a Ada acariciando su preciada caja de metal, cuya tapa levantó hasta manosear un contenido de sonidos engarzados. En aquel momento también ella sintió que alguien rebanaba con un cuchillo parte de su cabeza y una mano removía unas memorias podridas de las que brotaron lágrimas, saladas como sus platos. Debía haber imaginado las intenciones de Ada, iluminada por la luna como un ladrón en un palacio persa; una joven mendiga a merced de las buenas oportunidades, cobijada bajo una historia de película antigua.
- Saca tus manos de esa caja, salope – murmuró Azalie desde la oscuridad.
Ada, que realmente era una criatura indefensa, apartó sus manos y se encogió a luz de la luna, esperando su veredicto: – Lo siento, lo siento… La mano de Azalie volvió a cerrar la cubierta de la caja, devolviendo a su interior las joyas. – … lo siento-. Abrazó su mayor secreto y, tras reprimir las tormentas de arena, abandonó L’Azalie a paso ligero, fingiendo que podía cargar con la caja. La noche se vio interrumpida por el sonido de gargantillas quisquillosas y brazaletes nobles que se oían lejanos cuando Ada se dispuso a seguirla y enmendar su atrevimiento. A tales horas la arena era fresca y la luna un neón caprichoso que permitía seguir el rastro de las huellas que rodeaban el acantilado que separaba el chiringuito de las casas de buganvilla y verjas nobles detenidas en lo alto del cabo. La encontró en una cala contigua, con las piernas cruzadas y la cabeza inclinada, cubierta por las trenzas que consolaban las reliquias.
Durante unos minutos, Azalie evitó rociarse de las palabras de una pupila más cuerda que nunca haciendo aspavientos con los brazos. Ésta intento alcanzarla con palabras suaves, después con ruegos y, finalmente, cuando vio la caja mojada por cataratas ocultas se vio envuelta en un silencio que aguardaba el momento que muchos habían esperado. La historia que escuchó a continuación estuvo llena de incisos dudosos, miradas al horizonte y titubeos, pero Ada, de una mente programada para las tragedias, recompuso las crónicas de Azalie con la ignorante intención de narrarlas a las futuras generaciones franco españolas en una habitación de banderines enmarcados. En la mente de Azalie se dibujó una costa sinuosa vista desde el aire, de pestañas espumosas y aguas turquesas en la orilla; el lugar donde fui recogida una vez por un hombre maravilloso que me inculcó grandes cosas que nunca hice, salvo casarme…
Azalie se desenredó las lianas y continuó:
… Por suerte, también me enseñó a pescar, fui a la escuela unos años y conseguí ser bilingüe en una tierra donde importan más los brazos fuertes. Es una vida llena de deseos, tantos, que a veces flotas entre dos mundos. Vivía de fantasías, quería ir a París, ¿sabes?, las típicas utopías con las que soñamos todas las niñas de un país pobre conquistado por el capitalismo francés. Sin embargo, conocí a un hombre, al poco tiempo de morir mi tutor, y lo tomé como una oportunidad del destino. Se llamaba Brahím; grandes ojos negros, diferente, misterioso como un visir. Andaba todo el día con su teléfono móvil, llegando tarde, pero siempre con una caricia mientras me hacía la dormida, ahuyentando mis sospechas acerca de otras mujeres y, poco a poco, me enamoré de su carácter inaccesible. Nos casamos a las pocas semanas de conocernos y quiero pensar que fuimos felices en nuestra pequeña casa, siempre rodeada de ganado, de tierra. Sin embargo, él no podía concebir, me lo dijo una bruja que aceptaba donativos, pues los médicos costaban mucho dinero, o quizás él nunca quiso pagarlos y arriesgarse a saber la verdad. Tras anunciarle su imposibilidad para traer un niño a este mundo estuvo sin hablar durante varios días con sus respectivas noches, en las que permaneció ausente. Después, su rabia se tradujo en varios bofetones y alguna que otra paliza tras la que yo volvía y suplicaba por razones que ni siquiera conocía, como un perro, tembloroso y asustadizo pero fiel al hombre que una vez le maltrató porque es capaz de olvidar los golpes, está loco por ser querido, es su virtuosismo, y su maldición. Una tarde de mayo, él llegó de forma súbita, nervioso. Yo estaba en el porche matando moscas, hacía calor y no supe cómo reaccionar cuando me gritó diciendo que cogiera mis pertenencias para abandonar la casa. Todo fue muy rápido. Subimos a una furgoneta destartalada que nunca había visto y recogimos a sus dos hermanos, Bob y Cashmir en dirección al norte. (No los describió, pero Ada imaginó a Bob como un hipopótamo vigoréxico y a Cashmir riendo con una voz gangosa similar a la de un villano de película infantil).
Durante un mes bordeamos el Sahara desde Mauritania y alcanzamos la África Blanca, que es como llamamos al Magreb. Durante esos largos días de ruta nadie contestó mis preguntas y los hombres hablaban entre susurros mientras yo me limitaba a disimular con la mirada perdida a través de la ventanilla, viendo los montes color ocre surcados por ganado, llanuras ocres y ganado, una mujer con un velo púrpura salpicada en medio del desierto, también perdida, estoy segura. Nos alojamos durante cinco días en la buhardilla de un conocido desconocido para mí en Fez, donde las mujeres bañaron mis vestidos tristes en las curtidoras, aunque los olvidé en una de nuestras muchas y futuras huidas. En una ocasión, un mercader sin dientes nos confesó bajo la luna que, una noche de embriaguez, había viajado en alfombra mágica hacia el este y se había topado con una enorme verja. Cayó al suelo, su alfombra desapareció, y en las verjas hombres negros clavaban cuchillos a los blancos uniformados. En aquel momento, Brahím descendió la mirada, se separó del grupo y me apartó a mí también. También él me confesó que nos dirigíamos a España, a la que llamaban la llave de Europa. ¿A Europa? ¿Cómo? ¿Sin pasaporte ni dinero? Entonces nos aproximamos a la furgoneta y extrajo del maletero una caja plateada, colmada de joyas cuya procedencia desconocía. Fue el único momento en el que mostró un ápice de comunicación a lo largo del viaje. Había ternura en sus ojos; creo que sintió miedo por primera vez, un miedo que no podía permitirse inspirar a unos hermanos a los que guiaba como primogénito, y no le quedó otra opción que contármelo a mí, a la mujer jarrón, la cual intuía el objetivo del viaje sin atreverse a aceptarlo. A partir de aquella noche también nacieron en mí ciertas fantasías; en todas estaba él, acompañándome en los sueño retomados de la infancia.
Una noche volvimos a abandonar el pueblo en la furgoneta, de forma súbita, huyendo de fantasmas que yo no conocía. Incliné la cabeza y lloré silenciosa sobre mi pecho derecho, revuelta por la incertidumbre, y entonces él me dijo que pronto veríamos el mar y ni siquiera fui consciente, pues yo sólo lo había visto cuando el señor Lumumba me rescató en Senegal, en el Atlántico donde pesqué mis primeros atunes. Cuanto lo echaba de menos en aquel momento, a él, a la infancia que censura las crueldades del mundo. A los poco minutos detuvo el coche súbitamente y pude ver unas carpas blancas junto al mar. El aire estaba cargado de una incertidumbre que olía a pólvora, había hombres con heridas de guerra entre las sombras y un barco, o patera, como luego supe que lo llamaban al otro lado. Permanecí en el coche viéndole contar unos cuantos billetes; sus hermanos me dijeron que aquel era el único modo de burlar las feroces verjas del este. Entonces él nos hizo una señal y salimos del coche. La primera vez que puse mis pies sobre aquella barca destartalada no fui consciente, ni siquiera cuando vi la costa alejarse. Luego, el olor a pescado y las mareas me hicieron vomitar y permanecí oculta bajo una manta mientras las luces costeras se difuminaban y nos adentrábamos en el Mediterráneo. Todos estábamos callados.
A la mañana siguiente vi el mar de nuevo, la basta masa de agua ante mis ojos y supe que me acercaba a ese otro mundo del que te hablaba, en el que flotamos constantemente; creo que la felicidad de ese momento es la más pura del mundo. Fue la primera vez que los cuatro nos pusimos de acuerdo, borrachos de júbilo. Brahím me abrazó, y sentí que toda mi vida desembocaba en aquel momento. Sin embargo, contábamos con poca comida y al mar solo lo definía el viento caprichoso, las temperaturas eran bruscas y a la tercera noche perdimos a su hermano Bob y a las dos siguientes a Cashmir, ambos por hipotermia. Mi marido hizo por no llorar, cerró sus respectivos ojos con las yemas de los dedos de forma poética y fría y yo, a pesar de no conocerles demasiado, lloré, porque sentí que comenzábamos a desprendernos de todo cuanto conocíamos, adentrándonos en los lindes del infierno. Según él quedaban pocos días para alcanzar la costa española, lo haríamos en algún lugar remoto y sin multitudes, siguiendo el mapa de las luces para no ser descubiertos. Durante los siguientes días nos mantuvimos petrificados en la misma popa, retomando la rutina de vivir juntos sin estar unidos, turnándonos los remos mientras pedíamos al horizonte que fuera generoso. En ocasiones me seguía preguntando por el contenido de aquella caja de madera, fingiendo que no existía e imaginando los planes que mi marido tendría para ambos. La octava noche ya teníamos bastante hambre, y tanto las galletas como la sémola se habían terminado, igual que las botellitas de agua que guardábamos bajo la lona. Tampoco encontré ningún arpón para pescar entre nuestras escasas pertenencias apiladas y húmedas. Perdí la cuenta de los días, nos volvimos desconocidos, sin hablar, tan sólo murmurando para nosotros mismos las súplicas mientras mi marido pasaba la mayor parte del día rezando en la popa y yo me cuestionaba por qué no encontraba a Dios en ninguno de los rincones de la barca. Una mañana el cielo se oscureció y levantó un viento fuerte. Nos balanceamos sin poder dominar la patera, hastiados por las inclemencias mientras yo quería entregarme al vacío. De repente chocamos contra algo, fue un golpe seco, y no supe cuándo ni cómo pero comenzó a brotar agua en el interior de la embarcación, debimos haber chocado contra unas rocas sumergidas que ni siquiera ofrecían la posibilidad de atracar. Brahím, convencido de vencer al destino devolvió la barca al agua, pero era inútil. El viento se volvió más fuerte, el mar bramó, sus gritos evocaban la desesperación y el orgullo por salvar la empresa que tan minuciosamente había tramado durante tantos meses. Comenzó a lanzar las pertenencias de sus hermanos, algunas nuestras, pero no la caja de madera, y sin percatarme, en medio del tumulto, también me vi en el agua empujada por él. Mientras yo luchaba por mi vida contra la voluntad del mar pude verle encaramado a la proa sin mirar atrás, como un extraño. Había luchado toda mi vida por evitar un momento así, reducida a una carga, un peso del que había que deshacerse para alcanzar el sueño europeo. Me vi vencida más por la decepción que por el agua, aunque reservé un momento para mirar al cielo y silenciar la rabia, derretí los pensamientos y en aquel jodido momento lo vi todo. Sentí mis piernas apoyadas en la roca que habían desarmado mi mundo y tomé impulso, poseída por la misma rabia que el puro deseo de sobrevivir, con la fe de aletas y los instintos como motores supersónicos. Demasiado ocupado en avanzar, enrabietado por las olas que golpeaban la barca herida, no me escuchó llegar. Estaba de cuclillas sobre la proa, intentando salvar su existencia a pesar de los escrúpulos ahogados, con la espalda vuelta hacia todo cuanto había conocido, rechazándome, fingiendo ser un desconocido. Entonces trepé por la barca, favorecida por la furia del agua y, agazapada sobre la cubierta, silenciando mis movimientos, llegué hasta el cuchillo que sobresalía de su bolsillo. – Azalie, que había contado toda la historia con los ojos hacia el horizonte se giró buscando tolerancia en la mirada ajena. – Y lo maté. Fue un golpe frío en la nuca, sin remordimientos ni piedad. Sus gritos fueron la recompensa a todos aquellos años de sumisión, de engaños y preguntas sin respuesta. Luego corté uno a uno los dedos de su mano para extraer todas sus sortijas, la extensión del contenido de la caja de madera, la cual descubrí poco después, debía aferrarme a todo cuanto me permitiese sobrevivir en tierra extranjera. Lloré mucho mientras volcaba su cuerpo en el cementerio de agua, pero no tenía tiempo para cuestionarme nada. Recuperé el control de la barca empujando hasta conseguir estabilizarla, aunque no duraría demasiado. La noche me alcanzó por sorpresa y me tumbé a reposar las penas mientras se oían los chapoteos de una ballena superviviente en aquel mar contaminado. Aún no había asimilado todo lo sucedido, pero no tuve impulsos de saltar al agua para recoger el cadáver y enmendar mis actos ni tampoco para preguntarme cómo habíamos llegado hasta allí.
Volví a escudriñar de nuevo el contenido de la caja y sus joyas, que debían pertenecer a mujeres engañadas o traficantes despistados. Mientras mis pies chapoteaban en la charca formada en medio de la barca, fría como las puertas de la muerte, creí oír el bullicio de un puerto, cuyo murmullo sólo podía percibirse gracias al silencio que ansía ser interrumpido. Pude ver muchas luces agolpadas a los pies de montañas de curvas redondeadas lo suficiente oscuras como para diferenciarlas de la noche. Había llegado, arrastrando la pena que se había colado en mi barca, deshidratada y muerta de hambre, sintiendo el cuerpo tan magullado como el alma y los huesos desechos por el frío de madrugada. Las luces fueron aproximándose y forcejeé con los remos para aproximarme a las zonas oscuras donde poder llorar en silencio, sin forasteros que descubriesen mi cruzada ilegal ni preguntasen por qué mis manos aún tenían el color de la sangre. Recuerdo el bendito sonido de los grillos y el olor de los pinos asomados a una playa generosa, sin arrecifes que impidiesen atracar, tan sólo arenas blancas extendidas hasta el trópico español. Comenzó a amanecer y me oculté en lo más profundo de una cueva que tan sólo retumbaba por el paso de una autopista cercana, amparada en la soledad y olvidándome de mí misma. Cuando tuve el valor para diseñar un plan de vida a corto plazo volví a la playa y arrastré la barca azul por tierra y mar, la limpié, frotando los rastros de sangre, y luego la llené de arena para lapidar los recuerdos. Intenté vender todas las joyas, pero no pude hacerlo, las guardé por respeto a una muerte tan triste como la suya y porque, de algún modo, siempre querré al hombre que nunca debería haberme traído aquí, que se dejó llevar por los instintos crueles. Luego comencé a pescar. Y ahora, en esta madrugada, me doy cuenta de que no volverá, no debe hacerlo; observo de nuevo el mar junto al que he vivido durante más de un año y descubro que lo amo y odio a partes iguales, le temo por los recuerdos, pero lo adoro por recordarme todos los días que, de algún modo, soy libre.
L’Azalie…
Para que él me encuentre.
Para recordar que lo logré.
Para sentirme dueña de mi destino.
Sumida en la niebla rosada que vivía en su mente atormentada, Ada repasaba la historia, empujada por una cordura que llegó de forma súbita tras veinticuatro años y, por primera vez, se planteó si seguir buscando al torero huidizo era una buena idea. Azalie, tras apartar la vista de un horizonte diáfano, observó los brazos fuertes de Ada, y con un ligero meneo de cabeza le indicó que agarrase la caja y la enviase al lugar donde debió hundirse años atrás. Con el entusiasmo de un niño que se siente útil, Ada se hizo con la caja, convirtió la resignación en fuerza y la lanzó al horizonte estrellado. Sobrepasó los límites marcados por las boyas, asegurando el total aislamiento del botín.
- ¿Sabes? Aún paso las noches esperando ver una alfombra mágica en el cielo.
- Quizás aquel mercader ya no tenga razones para sobrevolar la verja – dijo Ada-. O quizás las verjas hayan caído.
Azalie guardó silencio.
La culpa y el amor formaron lazos de espuma al hundirse junto a la caja. Se incorporó y lanzó una última mirada al horizonte que dejaría a las espaldas a partir de entonces. Ayudó a Ada a levantarse; le sonrió y aceleró el paso de vuelta a las palmeras, donde dormiría plácidamente tras varios meses. Ada la siguió, admirándola en silencio, hechizada por los ecos de una historia que la había desprendido de cualquier afán por seguir buscando un amor que no merecía. Sentía cierta molestia en la clavícula, quizás por esos dieciséis brazaletes, siete gargantillas y seis sortijas volcados en el Mediterráneo que se hundían en las profundidades para iluminar, durante un preciado momento, aquel vasto cementerio de sueños ahogados que se extendía entre dos continentes.