Faltaban tres días para el gran evento y Pepe “Semilla” Ferrer, fiel a su impaciencia, cerró los puños en la sombra de la barraca, aún sin aprender lo que muchas veces su esposa le susurraba al oído. Todo debía estar perfecto, pero por el momento tan sólo lucía un arco decorado con flor de cerezo que reposaba en una planicie arada al otro lado de los naranjos, como el primer asistente de una boda ante el que los grillos chirrían más fuerte por el silencio incómodo.
Miró alrededor con sus ojos tristes, suspendido entre los árboles como un espantapájaros cabizbajo. A sus espaldas yacía la barraca, una vivienda de juncos y barro sombreada por dos altas palmeras reinas traídas siglos atrás de Honduras, las primeras que llegaron a Levante bajo su exclusiva labor de ornamentar la antigua residencia de un marqués. A partir de la barraca surgía un camino de tierra que desembocaba en el terraplén sobre el que se elevaba el arco, y más atrás, varias colinas bajas se disfrazaban de arena al aproximarse a la playa. En ambos lados del camino habían sendas hileras de pinos que custodiaban los inmensos terrenos de naranjos que lucían los frutos como farolillos que alguien olvidó apagar, tímidamente iluminados por el sol, mecidos por la brisa que traía un aroma a sal y azahar. Entonces, la barraca parecía respirar y Pepe, al inspirar, no podía evitar llevarse el dedo a la boca para inspeccionar las encías. En efecto, allí estaba.
Muchos vecinos pensaban que era tan sólo una leyenda, pero bien se habían encargado Pepe y su esposa de proteger aquel secreto como una anécdota ante la que ella aún reía aunque a él le avergonzara. – Tú tampoco llevarás tomates colgando de los dientes, ¿verdad? – preguntó una vez el lechero. Pero lo cierto es que sí existía cierta semilla camuflada entre sus dientes, aún no avistada por ningún dentista o audaz espejo, de la que brotaban tallos sinuosos hasta formar un minúsculo tomate cada veintiocho días; “¿os quejábais mujeres?”, llegó a decir un día, hastiado por tan simpática maldición. Con el paso del tiempo, a Pepe le gustaba conservar aquel pequeño fruto del despiste para regalárselo a su mujer, quien lo comía con la satisfacción de quien cree reparar el pecado del Paraíso. Aquella mañana penetró en la barraca, atravesó el comedor costumbrista y, con suma dedicación, arrancó el tomatito y lo lavó en la pila. En la habitación, tan sólo unos cabellos castaños sobresalían por encima de las sábanas. Su esposa dormía plácidamente, sin sospechar que al abrir los ojos encontraría el pequeño tomate sobre la mesita.
Pepe abandonó la habitación de forma silenciosa, vestido con un vaquero holgado y una camiseta color hueso resaltada por sus cabellos ceniza. Cerró la verja baja de la finca, conteniendo en su interior los silencios que protegían su hogar y a la mujer que aún dormía. Al vivir entre las huertas donde las barracas y sus terrenos eran cortas ramificaciones de un pueblo relativamente joven, Pepe decidió marchar a paso veloz por la calzada. El sol iluminaba los campos, las acequias cantaban y las hileras de patos paralizaban los escasos vehículos de la comarcal. El camino parecía hacerse más lento a medida que avanzaba el mediodía, más cuando regresó decepcionado por el mismo trayecto. La tintorería aún no tenía lista la chaqueta, el rudimentario teléfono móvil no vibró y los aviones aterrizaban sin sus hijos dentro. Tampoco el banco había recibido los cuatrocientos euros de subsidio ni el catering había calculado el presupuesto final. Todo parecía depender de alguien, de un prójimo despreocupado sin miramientos ni empatía. Además, Pepe era un hombre bondadoso cuyos descontentos eran expresados en público con un simple y resignado meneo de cabeza; un cliente fácil para los comerciantes incompetentes.
De regreso a casa, la silueta inclinada de Pepe Semilla comenzó a ralentizar la velocidad de los pasos, preguntándose si no estaría llevando demasiado lejos su particular batalla contra el tiempo. Se desvió de la calzada y alcanzó una parcela abandonada, en cuyo centro reposaban las ruinas de una barraca conquistada por las gaviotas. Desde la distancia controlaba la silueta de su palmera reina sobresaliendo sobre un legado bañado por el mar y cuyo rumor siguió a través de las colinas hasta sorprender a los naranjos por la vereda trasera. Al llegar se detuvo entre los árboles, escuchando el silencio y recorriendo la finca con los ojos, una contemplación que alternó con pensamientos reprimidos hasta entonces. Tuvo que alcanzar el tronco de la palmera, que aún parecía contener el clamor de los tambores tribales de Centroamérica, y llorar desconsolado, como no lo hacía desde el principio del fin. Las lágrimas luchaban contra su inconsciente intento por reprimir el llanto del que se avergonzaba como patriarca, empañando las faldas de la palmera, también inclinada con los años por la tristeza. “Algún día te inclinarás tanto que alcanzarás el mar, y podrás volver”, susurró Pepe, embargado por la empatía naturista de los Ferrer, quienes mimaban a sus naranjos como hijos y a las palmeras como amantes secretas.
Anocheció sobre la barraca. Durante la tarde, Pepe no había hecho otra cosa que dormir sobre la hierba a la sombra de la palmera, bañándose en un lecho de lágrimas y sudor, revolviéndose en un huracán invisible donde el corazón y las sienes palpitaban. Al abrir los ojos sintió el suave frescor de la primavera, que al mecer las copas de los naranjos parecía evocar el sonido de finas cascadas invisibles.
Al otro lado del camino, las luciérnagas despertaron al son de unos pasos sigilosos, trazando el trayecto de unos pies descalzos sobre la tierra. Como en un ensueño, Pepe se mantuvo petrificado bajo la palmera, aguardando la presencia de una esposa que había decidido penetrar entre los árboles totalmente desnuda. El resplandor de las luciérnagas parecía tostar su piel, y su dirección decidida demostraban que sabía perfectamente dónde hallar a su marido. Encontró a Pepe tendido en el suelo, con los ojos como platos. ¿Qué había pasado con aquella mujer que permanecía encamada durante los últimos meses? Adriana lucía los pudores huidizos, unos pies magullados por la vida sacrificada de los cultivos, el ombligo en sus llanuras, un seno, inerte como la ropa tendida, y los cabellos castaños sobre una mirada felizmente cansada. Traía consigo dos pequeñas magdalenas de arándanos, ambas con una vela encendida.
Al ver las ojeras de su marido, Adriana no pudo evitar acariciarle el rostro tras depositar a un lado los dulces simbólicos. Después le cogió la mano y le arrastró hasta el arco nupcial que yacía al final de los naranjos y frente al Mediterráneo plateado. Su mujer parecía tranquila, embriagada por la paz que sigue a la despreocupación.
- Siempre te he dicho que no debes esperar nada de las personas – repitió mientras ambos miraban el arco solitario, pocos minutos después-. La edad te ha vuelto más impaciente, es curioso-. Afligido, Pepe mantuvo la mano agarrada a la de su mujer, quien se desprendió suavemente.
- Olvidé los dulces.
Debía reconocer que, a pesar de su aflicción, la siesta y las lágrimas bajo la palmera le habían devuelto a una realidad que aceptaba por primera vez. Apoyado sobre las rodillas flexionadas, Pepe vio a su mujer de regreso con las magdalenas en las que había clavado dos velas consumidas. Sus andares tenía algo de danza, un baile entre dos mundos cada vez más cercanos.
Las dos velas, una con el número dos y otra con el cinco, eran tan grandes que parecían bengalas. Como una especie de espejismo, la desnuda esposa se aproximó a él luciendo el dulce con una sonrisa y, al encontrarse, pidió que formularan un deseo.
- Por las de oro – dijo Pepe, entusiasmado por primera vez en mucho tiempo.
Adriana sonrió, pero no confesó su deseo.
A lo largo de la velada, el matrimonio se mantuvo en silencio observando la luna, musitando tan sólo las palabras concisas que todos buenos amantes saben regarlarse aún cuando todo se ha hecho y contado. Se acariciaron dulcemente y, cuando estuvieron satisfechos, Adriana se inclinó para darle un beso en la mejilla.
- No te sienta bien el castaño – dijo Pepe, cariñoso-. En realidad la recordaba con los cabellos rubios que lucía el día en que la conoció, en un tiovivo de la feria de El Silencio, muchos años atrás.
- Cierto… – reconoció Adriana divertida, y entonces arrancó sus cabellos, dejando al descubierto una cabeza rosa y pelada. Lanzó la peluca al mar y se levantó sin apartar la mirada sonriente de su marido.
Pepe no le preguntó qué iba a hacer, tan sólo le devolvió la sonrisa, comprendiendo que su lucha contra el tiempo había sido inútil. Adriana mantuvo la mirada fija en él hasta que les separaron unos cinco metros. Luego aceleró el paso hasta que aquella figura desnuda se perdió entre los naranjos, atrapada entre el mundo real y la muerte cuyo embrujo la había permitido levantarse una última vez de la cama, sumiéndola en un estado sobrehumano, delirante. Pepe permaneció junto al arco de una segunda boda que no se celebraría, sacudido por el viento del oeste que penetraba entre los naranjos, como el suspiro de una barraca hasta entonces hinchada por los pesares.