PAÍS RELATO

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alberto piernas medina

el niño que encontró un charco

Sidi contempló a su alrededor con las rodillas morenas clavadas en el suelo. Su rostro desembocaba en dos labios pomposos y las pequeñas caracolas que formaban sus cabellos eran mecidas por una brisa que llevaba acariciando los páramos durante toda la mañana, caliente y decidida, como los suspiros del mismo infierno. Volvió a mirar al cielo y allí la vio, indefensa. A sus espaldas, los ojos de niños y madres observaban desde el interior de las chozas, mientras los hombres que sucumbieron a la canícula salpicaban el lugar más castigado del mundo como bailarines que se preparan para representar una exótica obra. Su madre, cuyos pelos trenzados formaban una araña y la blusa azul cobalto refrescaba las vistas del desierto, intentó acercarse a él, pues con doce años no podía permitirse afrontar un liderazgo aún siendo el varón más mayor de la comunidad. Sin embargo, desde su posición lejana y contemplativa, Sidi había trazado un plan, una idea que a ningún otro miembro se le habría ocurrido más allá de los rituales frustrados y la resignación que bailaba en sus bocas acartonadas.
No lejos del poblado había una encina, y más allá un poste de luz instalado por los hombres que llegaron después de aquellos cobardes misioneros. Volvió a elevar la mirada y comprobó que continuaba allí, esperándole. Junto a sus muslos, o más bien dos juncos, había una cuerda con la que fabricó una anilla de extensa circunferencia y practicó un futuro lanzamiento, haciendo pensar al resto de la tribu que también la sed provocaba irreversibles visiones. Su madre avanzó en actitud prudente con el objetivo de detenerle, pero su hijo musitó un “no, madre” tan suave que no requiso de exclamaciones. Luego lanzó una sonrisa reconfortante y ella otra poco convencida. Regresó a la choza mientras obedecía a la intuición, pensando que quizás Dios se había mirado por fin los pies o, mejor aún, los herméticos huecos que yacían entre sus dedos.
El niño avanzó a través de un páramo cubierto de ramas secas ante los ojos de una tribu cuyo silencio parecía desempeñar su propio ritual. Al alcanzarlo, Sidi se colgó la cuerda en el hombro y escaló por el poste, uno de los muchos que formaban aquella hilera sinuosa hasta el mar donde, decían, había fruta y palmeras. Observó las vistas, tan desoladoras como impetuosas, acercándose más al cielo, hacia aquella doncella desprevenida que poco sospechaba sus intenciones.
Una vez alcanzó la cima del poste en el que otros murieron al tocar sus lámparas, observó de nuevo a las tribus salpicadas como ganado en la tierra y se preparó para el primer y único lanzamiento. Finalmente, la anilla consiguió apresar a la nube blanca, tierna y distraída, solitaria en un cielo de azul superlativo. Consciente de su derrota, se hinchó más y más, intentando resistirse a una cuerda que la retorcía sobre el desierto confundido mientras las familias, conscientes del milagro, estallaron en vítores y se regocijaron bajo el agua que la nube liberaba de forma impuesta.
Para Sidi las nubes blancas eran dulces doncellas virginales y las negras e inalcanzables viejas arpías que acudían en manada para traer puntuales diluvios o, según las leyendas, aguas negras que formaban charcos en un desierto totalmente desequilibrado desde hacía ya algunas generaciones. Aún sobre el poste y con las manos retorciendo algodones, el joven Sidi regaló una mirada entre orgullosa y tierna al resto, feliz bajo sus pies mientras formaban cuencos con las manos. Alzó la vista hacia los cables que no eran cables y los postes que no eran postes, pues estas tan sólo eran palabras de un diccionario lejano, y vio dos alimoches jóvenes que esperaban la caída de lo viviente. Vestían plumajes pardos y polvorientos, inclinados mientras esperaban el momento oportuno para abalanzarse a picotear las pieles muertas del Sahel, furiosos por el agua que retrasaría aún más su festín. Sidi había ocultado una piedra bajo su taparrabos con la que tampoco contaban los alimoches, tan ansiosos por comer que no fueron conscientes de su rápida lapidación. Cayeron desde el cableado con los ojos cerrados, entregándose a unos locales que se conformaban con devorar animales compuestos de otros muchos. Mientras las madres tiraban del ave al mismo tiempo y sus hijos rescataban los pedazos que caían al suelo, la madre de Sidi elevó los ojos para observar a su hijo, un pequeño héroe aún absorto en el horizonte, más inquieto por otras cosas que por el hambre o las últimas gotas que brotaban de la nube. Vio los postes extendiéndose hacia el azul y el ocre, quizás hacia ese gran océano cuya agua imbebible aún no conocía. Armado aún con la cuerda para reclutar futuras doncellas, Sidi descendió del poste, sorbió sus manos mojadas y anduvo hacia el sur, sin pedir explicaciones, aprovechando la distracción de la multitud. Su madre no le detuvo, tan sólo le observó alejarse mientras una flor de pétalos azules brotaba en su pecho izquierdo, bajo la blusa cobalto, fruto de la futura nostalgia, del amor por su hijo.
La osadía de Sidi había dado tan buenos resultados que nadie podía prohibirle la libre circulación por los páramos, ni siquiera su madre; era su única esperanza. Inclinado y descalzo, tan solo ataviado con un minúsculo taparrabos, Sidi siguió el curso de los postes eléctricos hacia el paraíso del que hablaban los antiguos aradores y el océano que les separaba de las tierras de leche y miel. Alzó la mirada y vio un avión, que no era avión, cuya presencia le resultaría años después, en su vida adulta, un sugerente insulto a los hombres pobres del mundo. Saciado por las últimas gotas recogidas bajo la nube antes de partir, Sidi se preguntó por las viejas arpías que, de un momento a otro, harían acto de presencia para vengar a su blanca doncella.
Se había levantado polvo de arena y los montes seguían pareciendo ubres de otro tiempo, desgastadas y moribundas. No había rastro del mar ni las palmeras, ni tampoco nubes lo suficiente bajas como para arrancarles un trago. Al caer la noche habló con la luna y le pidió que bajase para balancearse entre las cuerdas de los postes, pero no le hizo caso.
Al día siguiente, con la boca áspera y las zancadas más cortas se enfrentó a una brisa que regalaba espejismos y nostalgia al golpear su cuerpo, hasta que vislumbró un pueblo de casas descoloridas. El suelo tenía ojos, miles de ojos tristes y paralizados. En los tejados había muñecas de dueñas vaporizadas. Sentía estar escalando un frondoso árbol y encontrarse a pocos metros de alcanzar una copa exuberante, rebosante de frutos llamados verdades.
Por un momento se preguntó si quienes quedaban atrás habrían perpetuado su capacidad para reclutar doncellas, si su madre habría orado por él, si el mar olería al perfume de los dioses. El polvo de arena que parecía obstruir aún más el periplo se disipó para dar paso a una bandada de casuarios que corrían como ancianitas cluecas a través del desierto, también influenciadas por lo que debía ser un espejismo. A lo lejos, una franja de azul oscuro se fundía con el cielo, y ante ella asomaban varias palmeras sobre un lienzo verde, fresco, crujiente. El entusiasmo que sintieron aquellas piernas cansadas ignoró los truenos que se cernían tras suya y corrieron endiabladas hacia un horizonte que sólo los ecos del tiempo conocían. Parecía aproximarse, también la brisa era más fresca y el canto de los pájaros una particular nana matutina. El suelo ocre parecía acortarse, dando paso a una pendiente suave y, a sus pies, un charco de agua negra que el éxtasis olvido sortear.
Los truenos dominaron el mundo, las arpías vengativas se volvieron más oscuras y el rugido del paraíso se convirtió en un látigo invisible. Sidi observó sus manos, aún más negras por el agua de olores viejos en la que había caído. Con los labios cerrados intentaba elevar la cabeza sobre la superficie mientras sus bracitos se abrían paso ante aquella trampa que era un gran y oscuro charco, el cual concibió como la acumulación de lluvia negra vertida por unas nubes que no perdonaban la violación de su blanca doncella; la particular venganza de una naturaleza forzada o el fruto de la ignorancia de una tribu que aún vivía sumida en la magia y las leyendas que el resto del mundo parecía haber olvidado. El cielo se oscureció por completo y al elevar la vista al frente, Sidi vio unas cigüeñas de metal inclinándose para extraer las aguas negras y, junto a ellas, a un hombre de brazos enjoyados y mismo color de piel observando el charco con ojos brillantes.
Al intentar avanzar, Sidi quedó petrificado al golpearse con un material invisible en medio de aquel lodazal elegante. Extendió sus manos, empañadas por las aguas negras y palpó el material, un cristal que parecía impedirle avanzar. Al otro lado del mismo el hombre enjoyado seguía frotándose las manos, sin prestar atención al niño contenido por la ambición del mundo. Y allí, en una campana de cristal, se encontraron dos realidades: la de un niño que creyó en la venganza de las nubes, y la de un hombre de otro mundo que reía de forma diabólica mientras se deleitaba con las valiosas aguas negras de África, cada uno aproximándose a la verdad por diferentes caminos aunque, para uno de ellos, la ignorancia aún fuese un bien preciado, un estado en el que sobrevive la magia que sólo conocen los lugares más olvidados del mundo.