Nadya yacía sobre la cama, iluminada por la luz tenue de un flexo cubierto por un pañuelo de motivos chinos. Era una mujer robusta y pálida, enfundada en uno de sus embutidos vestidos florales, con la mirada siempre fruncida y los labios apretados. Recostada sobre la pared protegía con sus brazos a la pequeña Svetlana, la cual había heredado de su madre una corta melena amarilla y el mismo tono de piel. Permanecía dormida bajo una manta, mientras su madre acariciaba su cabeza dulcemente y la mirada se perdía a través del cielo negro que resaltaba los copos de nieve al otro lado de la ventana. Al escuchar la puerta principal, los ojos de Nadya, desconsolados, se abrieron como platos y apretó la dentadura más fuerte que los labios. Al otro lado de la puerta de la alcoba se oyeron sus pasos metálicos, entremezclados con el de unos tacones que sostenían una conocida risilla de deliberada jovialidad. Pudo oír el roce de la ropa al abandonar los cuerpos y el de los labios rozándose, después el de los muelles de la cama y, finalmente, el recital de un poema cruel. Cuando Svetlana despertó le insinuó que volviera a dormirse en un tono dulce procedente de un mundo perfecto, pues había aprendido a contener los pesares tras un fruncimiento y muchos vasos de vodka.
Dieciséis años después, Nadya cedió la mitad de su pastel a Svetlana en una cafetería del aeropuerto. Luego apoyó la mano en su hombro, frenando una respuesta, resumiendo el dolor de los años en una caricia exclusiva. Con el paso del tiempo Nadya apenas había cambiado, tan sólo su robustez se había endurecido y la mirada yacía tan hundida que el flequillo parecía sombrearla. Svetlana, en cambio, había dejado crecer su melena amarilla sobre un cuerpo delgado y un rostro que, marcado de hoyuelos y granos indefensos, apenas daba indicios de la mujer en la que se convertiría años después. Su sonrisa, al igual que la de su madre, nunca llegaba a alcanzar las mejillas. No hablaban de sus memorias; las contenían, al igual que la intensidad de sus abrazos en una terminal que se antojaba el borde de un abrupto acantilado para una de ellas. Cuando Nadya vio marchar a su hija por la puerta de embarque, recordó que aún conservaba una botella de vodka en la alacena, sin saber que cinco años después volvería a aquella misma terminal para volar hacia una isla del Caribe donde su hija habría terminado estableciéndose en condiciones dudosas.
Dieciséis años.
Cinco años.
La vida de Nadya parecía medirse en intervalos de tiempo cuyo resultado siempre conducía a un balcón de vistas industriales y hojas que danzaban tristes, sin una respuesta, sin amantes que perdurasen. A sus cuarenta y siete años sólo quedaban los suspiros entre muchos trenes hasta la frontera china para burlar las tasas y vender ropa en los mercadillos locales, la traición de un hombre importante y otros muchos anecdóticos que preferían el alcohol para paliar el frío o el desapego de una hija que siempre había sido su más predilecto proyecto, aunque ella no lo supiera en su intento por huir del frío, influenciada por las novelas de escritores con sombreros panameños. Sin embargo, esto era distinto. Se trataba de un viaje a otras tierras, rodeadas del mar que nunca vio y, especialmente, hacia una nieta nacida de un buceador mulato y una hija que creía desconocida al otro lado del teléfono.
Doce, catorce, diecisiete horas. Mongolia, Kazakhstán, tundras y países herméticos, Alemania, LONDRES. Una botella de vodka en la maleta, un bocadillo vegetariano, los oídos que estallan. Un discreto paseo hasta el baño para vomitar. Una contemplación exhausta de la foto de graduación de Svetlana para reconocerla mejor antes de verse arrastrada por la multitud de los países calientes. El basto Atlántico. Una azafata patria que a veces se inclina y le susurra al oído las horas que faltan para llegar al Caribe. Veía las nubes, tan cercanas que habría pedido permiso para bajarse en ellas por la puerta de emergencia. Y quedarse allí.
El avión aterrizó en la isla de Valona a pocos metros de la playa, tras rociar de aceite las dunas y confundir a dos familias con su densa estela. A través de la ventanilla Nadya vio a dos trabajadores de pieles tostadas en pantalón corto y, tras la pista de aterrizaje, palmeras ondeando a un cielo tan azul que borraba todos los escalofríos reprimidos. Atravesó la plataforma que conectaba el avión con la terminal, rezagada, supervisando el rebaño que cargaba maletas con estampados y lucían pamelas fosforescentes. Al abrirse la puerta de salidas se colocó las gafas de sol y anduvo con sus tacones azules de forma sinuosa, intentando fingir un sofisticado despiste para mermar la intensidad del momento. Y cuando vio que no le quedaba terreno para jugar con la nostalgia, Svetlana llegó con una niñita agarrada de la mano, tan morena que la confundió con un bolso. Madre e hija se abrazaron con una intensidad medida y mantuvieron las miradas durante unos segundos, mientras la pequeña Manuela manoseaba la botella de vodka que asomaba el morro por la maleta.
Fue la primera sonrisa sincera de Nadya en muchos años, aunque no pudo evitar pestañear varias veces. Su hija se había teñido mechas negras en una melena menos amarilla que lucía en una ordinaria coleta, vestía de corto y lucía la espalda al aire. Y, lo peor de todo: le costaba formular algunas preguntas íntegramente en ruso, comenzando palabras que terminaban con pronunciaciones suaves, como si intentara cortar ladrillos con una orquídea.
- ¿Conoces a Manuelita?
Y Nadya pareció despertar de una ensoñación. Entonces inclinó el cuerpo y golpeó sus rodillas con las manos mientras siseaba, intentando forzosamente atraer a la niña como si fuera una cría de jaguar.
- Es tu boca, que a la vez no es la mía.
Sus genes parecían evaporarse en una estela trasatlántica, aunque no podía obviar la gracia de aquella niña de tres años, su melena rizada en la que vivían mariposas y un cuerpecito de selva atrapado bajo un vestido azul cielo y unas medias púrpuras.
- No tiene nuestra piel. Ni tampoco ha heredado los cabellos.
- ¿En serio?
- ¿Ahora te has vuelto irónica? – dijo Svetlana, en un forzado tono bromista.
- No, sólo los vuelos largos vuelven irónicas a las personas.
La matriarca estaba cansada y, por primera vez, echaba de menos las tardes solitarias escuchando jazz y bebiendo vodka bajo una manta. Vodka, abriría la botella en cualquier momento. Al abandonar la terminal ambas engulleron cuatro arepas que vendía un tendero y compitieron sutilmente por un repiqueteo más fuerte de sus tacones mientras Manuelita daba pequeños saltos.
A pesar de la dudosa habilidad para conducir de Svetlana, su madre parecía más atrapada en ese trópico imaginado a través de postales, canciones de Les Baxter y una película de Ava Gardner cuyo nombre nunca recordaba. Los lugareños, algunos negros, otros ocres, montaban en bicicleta a ras del coche, a través de una carretera descuidada que parecía suspirar al abrirse paso entre los ejércitos de palmeras. Los muros lucían flores de colores fosforescentes, y las hojas de platanera parecían las cunas de niños olvidados. Manuelita garabateaba un papel asida sobre su trona, sin percatarse de las niñas de ropajes humildes que saltaban a la comba al otro lado del cristal. Una música exótica penetró en el coche por unos segundos, procedente de verbenas tras los muros de cáñamo y casas de colores erosionados que añoraban los buenos tiempos de azucareras y revoluciones.
La casa de Svetlana, de estilo colonial, lucía un vivo color azul cerúleo y un porche amplio sujeto por dos columnas blancas. Los árboles parecían reflectar lentejuelas al bailar sus hojas con el sol y la brisa del Caribe, testigos de la indiferencia que parecía inherente a cada uno de los movimientos de Svetlana. Así también lo percibió su madre desde el encuentro; lo apreciaba en sus ligeros despistes, en la escasa atención a una niña curtida y en la ausencia de preguntas obvias. Al entrar en la casa, Nadya reconoció las capas de polvo sobre los estantes, las telarañas en las aristas o la película de grasa en la cocina. Había juguetes desperdigados por el salón, una televisión cara y lámparas de araña. Desde arriba se oyó un quejido, y a los pocos minutos, mientras Svetlana enseñaba a su madre el baño, una sombra pasó rápidamente tras ellas.
- ¿No vas a saludar a mi madre? – preguntó Svetlana en castellano, con un tono burdo.
Un joven de ojeras púrpuras, apoyado sobre dos muletas y ataviado con una larga camisa de algodón que sugería un cuerpo fornido y tostado, se aproximó a Nadya y le estrechó la mano. Esta no pudo evitar mirarle los cabellos rizados que tanto escaseaban al otro lado del mundo, y lo único que se le ocurrió decir fue un frío “hola”, en español, para volver a girarse hacia su hija. No se trataba de algo personal, tan sólo de modales gélidos y el miedo a un idioma tan desinhibido. Cuando giró la mirada de nuevo, le vio alejarse como una triste sombra.
Meses atrás Roberto no lucía aquellas ojeras, ni sus muletas. Y muchos años antes, Roberto era el hijo emprendedor de un matrimonio de inmigrantes afincados en Estados Unidos. Habían intentado legarle a su hijo una franquicia de restaurantes, pero él había preferido volver al sur para perderse en el paraíso del que tanto rehusaban sus padres. Buceador de turistas adinerados, conocía todos los tipos de peces y sus colores, se había frotado con los leones marinos y había penetrado a muchas mujeres bellas en los cañaverales. Sin embargo, conocer a Svetlana supuso un reto del que quedó preso, y tan ciego, que un día obvió los colmillos de un arrecife. Con un hueso alcanzado y las piernas tristes, Roberto se vio obligado a recluirse en una habitación y pasar las noches en una cama de matrimonio a la que su esposa siempre llegaba a altas horas de la madrugada. Los médicos le habían dicho que no contase con recuperar las habilidades de sus años de gloria, y su declive se acrecentó por una esposa enloquecida y confundida por el trópico, que aprovechaba la mínima ocasión para hacer suyo el dinero del subsidio, los ahorros que sus suegros enviaban desde Los Ángeles y otros muchos ingresos de dudosa procedencia que, tras muchas peleas, Roberto había rehusado conocer. El éxtasis, los revolcones, las cenas a pie de playa y los paseos por el malecón habían quedado atrapados en un año que parecía un espejismo, efímero por la nostalgia de un Roberto que se sentía inútil y una esposa que sabía contener su egoísmo y avaricia en los aeropuertos. Y, en medio de todo, una Manuelita que debía ceder la plaza a la abuela que vino de Rusia.
Madre e hija tomaron un té en un jardín igualmente descuidado, colmado de palmeras de troncos peludos y una piscina plegable en cuyas aguas oscuras debían vivir peces. Entre largos silencios y muchas vacilaciones, Svetlana aseguró ser camarera y feliz en el paraíso. – ¿Y los tíos? ¿El apartamento? – Todos bien – contestó Nadya, preguntándose una vez más qué hacía allí, por la razón de aquella incomodidad entre dos mujeres que siempre lo compartieron todo o la indiferencia que flotaba en los ojos despistados de su hija. Poco después, Svetlana le pidió veinte dólares, alegando que no llevaba nada encima y debía marcharse a resolver ciertos asuntos. Dejó sola a su madre, junto a un ejército de juguetes hinchables y un té al que le faltaban dos dedos de vodka para ser digno de su labios tensos y ayudarla a alcanzar la alcoba de invitados. Allí se encerró al anochecer, convencida de muchas cosas que su hija omitía o para las que siempre tenía respuestas impersonales. A la luz de la luna que bañaba de plata el suelo de la alcoba y con una botella de vodka casi terminada, pensó en aquellas endiabladas mechas negras, en su nieta y, en menor medida, en Roberto. Intentó atar cabos y comprender los silencios de la jornada hasta que los motores de un coche en la puerta de casa la llevaron a asomarse por la ventana. Reconoció a Svetlana, con ropas más cortas que las que lucía por la tarde, gritona y ebria, junto a dos amigas que también vestían como meretrices y la arrancaban de la imagen idealizada por Nadya durante tantos años. Al mismo tiempo, Manuelita lloró desde la habitación, pero nadie se levantó; ni siquiera ella. “Que la consuele el moreno”, pensó.
A la mañana siguiente, mientras tomaba un café en una cocina bañada en grasa, Nadya esperó a que su hija bajase de la habitación. En su lugar apareció Manuelita, ante la que aún no se sentía totalmente en condición de abuela por sus rasgos exóticos y el ruso mal hablado como vulgar complemento de un español paterno. La niña agarró un taburete y alcanzó un bote de crema de cacahuete de la alacena que comenzó a devorar a cucharadas. Aguardó a su hija durante dos horas, pero no bajó. – Se ha ido – dijo Manuelita, y Nadya, irritada, apoyó su café sobre la mesa más fuerte que nunca. Una hija que llegó por accidente, la soledad, una existencia mediocre en las tierras con ojos de mangos; los desesperados pretextos que Svetlana dio a su madre entre lágrimas tres meses antes habían sido suficientes para hacerla cruzar medio mundo, y sin embargo no podía dignarse a establecer una charla íntima más allá de un té apresurado.
Poco después, Manuelita subió a visitar a su padre, aunque algo decía a Nadya que tampoco él simpatizaba con los juegos infantiles como único pasatiempo de aquellas grandes jornadas enclaustrado. Sin otra ocupación más importante que golpear la mesa con las yemas de sus dedos, Nadya agarró sus tacones y abandonó la casa, sin un rumbo fijo, sumida en una selva que resultaba menos amenazadora por el canto de las aves. Avanzaba bajo los árboles como un simple boceto en el paraíso maduro; mudo, blanco, de tristezas ocultas tras un rostro fruncido. La simple contemplación de las palmeras derretía sus ideales, y el calor húmedo que la azotó al mediodía la maniataba a una telaraña pegajosa desde la que tan sólo podía ser espectadora de la caída de su imperio, un imperio compuesto de pequeñas intenciones y fallidos resultados, de caricias y muñecas, de sonrisas en torno a una merienda, flexos cubiertos por pañuelos y lágrimas en un aeropuerto al otro lado del mundo, donde el frío era un dictador confortable. En Valona, sin embargo, el calor húmedo era el más temeroso indicio del mar cercano, que la sorprendió bajo un saliente mientras miraba las nubes blancas del Caribe. Entonces se detuvo a mirarlo, temerosa, como a un charco de ácido transparente, a la vez tan bello y desafiante. Una masa de agua en la que parecían bailar las memorias y los amantes pasados eran tan sólo destellos. Un balcón de vistas diferentes.
De repente, allí se encontraba, con el pelo agitado y la sensación de ser insignificante e importante al mismo tiempo, con miedo a lo desconocido, nostálgica, controlando los pies temblorosos por un impulso reprimido, como una mosca que bailaba en sus entrañas. No se atrevió a mojar sus pies en las aguas cálidas, ni tampoco a alcanzar con sus yemas a los pececillos que parecían caramelos olvidados pues, a diferencia de su hija, era difícil caldear cuarenta y siete años de hielo.
Al volver a casa, aún sentía la espuma bailando en la nariz y la sangre más líquida entre las venas. La puerta estaba entreabierta y las moscas surcaban el pasillo principal y la cocina, bailando con los mangos y las papayas del frutero que la llevaron a reprimir el hambre unos minutos más. Tomó asiento en una silla, juntó sus manos sobre el regazo y bajó la cabeza. Vencida por una lengua desconocida proveniente de personas felices, por el polvo de los estantes, el aroma de las flores y una soledad macerada tras un decepcionante reencuentro, Nadya comenzó a llorar, dejando que las lágrimas mojasen sus rodillas raramente desnudas. El mundo le pareció más crudo y ella se vio como una invitada que llegaba retrasada, con un legado en el que crecían flores podridas y unas memorias violadas por un titiritero invisible; una mujer cuya tristeza explotó tras un largo paseo por el trópico que derretía los pesares contenidos.
Durante cuatro días permaneció encerrada en su habitación. En ocasiones abría la puerta a la pequeña Manuelita, quien andaba siempre con los pañales pesados y el deseo de escuchar cuentos rusos. Poco a poco, Nadya se convirtió en la sombra de su nieta y en la aún desconocida conciencia de su hija, cuyos tacones sólo resonaban en las madrugadas, a veces, seguidas de discusiones que no entendía, en las que ella elevaba la voz mientras Roberto parecía mendigar algo de amor con una voz sumisa. Una de las noches, Nadya se preparó tras la puerta mientras Svetlana subía ebria las escaleras.
- ¡Svetlana! ¡Svetlana! – susurró su madre a través del hueco de la puerta. Svetlana se aproximó con paso vacilante, la mirada perdida por vicios desconocidos y las piernas abiertas, confundidas de tantos placeres.
- Tenemos que hablar.
- ¿Hablar? – preguntó Svetlana con las pupilas danzantes y en un tono elevado -. ¿De tus fracasos? ¿De todos esos amantes? O, déjame adivinar, ¿de mi padre?-. Nadya mantuvo los ojos abiertos mientras sintetizaba aquellas palabras que brotaron sin un ápice de tacto. – Quiero darte la oportunidad de que encuentres la felicidad, como yo hice, ¿lo ves? Soy realmente dichosa – continuó Svetlana, que decía “felicidad” con la boca entre abierta y una baba oscilante, intentando suavizar la estocada de medianoche.
Al volver en sí, Nadya comprendió que su hija yacía en una cuna mecida por muchas manos, bajo un sol que había terminado por hacerla enloquecer, masticando un rencor hacia sus padres ausentes, el frío al que le recordaban, reprimiendo la nostalgia que en verdad sentía tras muchos fracasos; seguramente Svetlana fuese consciente de todo aquello en el momento de cordura en el que descolgó el teléfono para pedirle ayuda, pero la ira era más fuerte, y se había convertido en un veneno con el que rociar al resto del mundo desde un trono que podía permitirse. Por un momento, Nadya se vio tentada de levantar la mano y vaciarla de caprichos e impertinencias con la disciplina que nunca antes le había inculcado, pero no pudo, prefería una hija insolente a una ausente.
La vio alejarse y volvió a su cama, donde Manuelita permanecía acurrucada en una esquina. Nadya se tumbó junto a ella y le acarició el pelo, con las orejas mojadas por las últimas lágrimas que ahora brotaban solas. Alzó la mirada hasta vislumbrar la luna del Caribe, y entonces comprendió su embrujo, que penetraba en los corazones para derretirlos y volverlos locos, para colorear los bocetos y hacerles llorar. Para hacerlos recomenzar.
A la mañana siguiente, tras muchas reflexiones, llantinas de su nieta que suavizaba con una caricia en las orejas y la temida conclusión de que Svetlana llevaba un doble vida, Nadya volvió a verse con un café entre sus manos llenas de anillos. Por primera vez en varios días, Manuelita había preferido acurrucarse junto a su padre al oír a su madre marchar, por lo que disponía de una mañana entera para seguir tramando un encuentro casual con su hija. Pensó que, quizás, una nueva visita al mar terminaría por calmar el zumbido de las chicharras que vivían en su mente, y armada con unos nada combinables tenis en vez de unos tacones enemigos del barro y el follaje, emprendió nuevamente su particular éxodo a la intimidad isleña, burlando al sol de mediodía, luciendo su soledad con orgullo.
Reconoció el mar por sus bufidos lejanos. Un tucán la guió deliberadamente desde su posición elevada y ella, como si se tratara de una cita con un amante a medianoche, atravesó expectante el telón verde, atraída por la nostalgia y la libertad, el escozor de las heridas mojadas por el océano. Al aproximarse escuchó una risa familiar y, sin saber cómo reaccionar, se mantuvo paralizada cuando descubrió a Manuelita y a su yerno Roberto con los pies en el agua, sentado en un santuario que creía suyo. Manuelita, en su intento por atrapar una mariposa se topó con Nadya, a la que recibió con pequeños gritos: “¡Abuela, abuela!”, decía en su ruso merengue. Roberto, por su parte, sonrió tristemente al contemplar la escena, quizás conmovido por la presencia del nuevo juguete roto de su esposa, y volvió a girar la cabeza hacia el horizonte. Un “hola” frío volvió a salir de la boca de Nadya, quien meditó su postura sobre el borde del saliente, manteniendo una considerable distancia con su yerno pero lo suficiente cercana como para escuchar unas palabras que no entendía. El cielo se había vuelto gris y el aire, más violento, ahuyentó las mariposas que perseguía Manuelita.
- Un huracán ha llegado a Santa Lucía – dijo Roberto, refiriéndose a la isla contigua-. Pero tranquila, no nos alcanzará-. Durante los últimos años, Roberto parecía conocer mejor los caprichos de la naturaleza que los de su propia esposa.
Y allí, con el huracán bailando en la lejanía bajo un cielo turbio, Roberto comenzó a hablar palabras que Nadya no entendía pero ante las que sonreía, aproximándose sin querer a la compañía de su yerno y a un mar en el que sus pies fueron sumergiéndose poco a poco. Guardó las palabras en algún lugar de su mente para traducirlas en el futuro, pues en aquel momento la simple compañía de un hombre adulto en las antípodas de su vida era todo lo que necesitaba. A pesar de permanecer sumidos en la conversación y sus silencios, madre y esposo no bajaron la guardia ante un huracán que en cualquier momento podía penetrar en la isla de Valona por sus manglares, y menguar hasta convertirse en una joven de cabellos negros y amarillos.