A veces, Ayè formaba parte de los árboles, sus pies eran raíces y los brazos ramas que atraían aves de colores. Se zambullía en los manglares dejando tras de sí una estela de espuma brillante y se tumbaba a la umbría de las montañas permitiendo al viento mecer su cuerpo menguante. Su piel era ocre, la columna formaba un arco superlativo y los juanetes lucían más grandes que los propios pulgares, resultado de una vida que consumió ocupado y sonriente. Siempre fue aquel que asistía el parto de las bestias, el que dibujaba arco iris bajo las cataratas y recolectaba los mangos del paraíso si bien, ahora, prefería vivir apartado bajo cuatro troncos cubiertos por las hojas secas de una palmera en la costa de poniente, asegurándose los buenos atardeceres mientras agitaba la lluvia encerrada en el interior de una calabaza seca. A sus espaldas respiraba una selva crujiente surcada por los murmullos de la vida sencilla, sostenida bajo la estricta supervivencia de la recolección y los placeres poco sofisticados, ampliamente degustados durante sus muchos años activos y que ahora protegía desde una posición contemplativa que le permitía proseguir el contacto con asuntos para los que siempre estuvo demasiado ocupado.
Desde hacía cuatro lunas, una columna de humo se había dibujado en el corazón del paraíso de forma silenciosa, emitiendo un halo macabro que ascendía a los cielos y burlaba la espalda de un hombre enemigo de los misterios puntuales y los riesgos que estos implicaban. A su edad prefería sumergirse en los frutos del esfuerzo hacia una tierra donde el principal alimento eran los mangos, los cuales apilaba junto a los troncos, sin preguntarse por la existencia de otros sabores, seguro sobre aquel cabo bendecido por el mar y el canto de los niños del sol encerrados en la copa del árbol noble mientras repetían la frase “el mango sólo se come en el sur”, cada dos estrofas.
“El mango sólo se come en el sur”.
“Hay mangos incluso azules, porque es fruto del aláràbarà”.
Pero un día, aquel en el que el humo comenzaba a dibujarse a sus espaldas, uno de ellos cantó:
“Dice el viento que ahora el mango pertenece al gigante de pies rosados”.
Al escuchar este último verso, le tembló la nuca. Pertenecer, cuan inexistente era aquella palabra en la tierra donde nadie leía ni conocía, tan ligada a la siniestra espiral de humo que, esta vez sí, le llevó a girar la mirada. No tardó en escuchar murmullos tras un telón verde invadido por nubes grises y el perturbador sonido de las raíces al ser arrancadas, un montículo de mangos que se desparramó o el bramido de unos animales más intuitivos que los hombres descalzos. Ayè agitó de nuevo la calabaza seca para ahuyentar la incertidumbre inexistente hasta entonces, ignorando un lejano temblor que arrancaba gritos y crujidos mientras las últimas bandadas de dodos huían deseando tener las alas de sus ancestros. Aquello no podía ser efecto del mar silencioso, ni del capricho de los dioses cuyas posiciones, sin ellos saberlo, habían sido tomadas por un usurpador cuyos pasos inclinaron las palmeras y convirtieron la magia en una mujer violada, provocando un estruendo que surcó el paraíso conocido hasta mostrar la piel rosada de un enorme pie que avanzaba poderoso. Gracias a los sentidos liberados durante su existencia, Ayè pudo percibir la fuerte respiración de los niños cantantes y corrió, sumergiéndose poco a poco en los ecos de llantos reprimidos que provenían de las aldeas litorales. Una bacanal acústica aderezada por el desconocido sonido de las cadenas y la destrucción, interrumpida por dos enormes pies cuyo dueño quedaba perdido entre las estrellas. Ayè buscó sus ojos en las alturas pero no pudo recrearse a tiempo; uno de aquellos pies le envió al vacío, el mismo que le alejaría para siempre de los niños del sol, de sus hermanos y semejantes, el que lo convertiría en la última esperanza del paraíso.
Despertó dolorido junto a un ejército de ballenas durmientes, en la playa que yacía bajo su antigua morada de cuatro troncos. El mar bañaba las colas inertes de los peces de forma violenta, bajo un cielo donde no existía vida ni luz. Vomitó sobre las aguas enrarecidas y mojó su cuerpo desnudo mientras contemplaba nuevas columnas de humo en el horizonte. Observó a las ballenas que lucían tranquilas, empapadas en una mezcolanza gris compuesta de sangre, algas y diversos objetos cuyo material transparente nunca antes habían palpado sus sabias yemas. Acarició a una de ellas antes de partir, atraído por la intuición de que aquello era tan sólo el comienzo del caos provocado por un parásito que, tal y como silbarían los árboles años después, alardeaba de conceptos como el conocimiento y la tecnología. Escaló la colina que separaba la ensenada de su antigua casa y comprobó el rastro de las hogueras mientras inspiraba el olor a azufre. Luego intentó encontrar los ecos de la canción infantil que los niños del sol cantaban bajo los árboles, pero no los encontró, tan sólo halló un trópico moribundo por el aliento de un ser lejano. Los antiguos mangos que colgaban como farolillos yacían ahora estrujados entre las selvas vacías y en la lejanía se oían aún los ecos de pasos épicos. Los relámpagos proyectaron las sombras del gigante, cuyo rostro aún yacía oculto entre las nubes.
Aquel paraíso de costumbres nobles y brisas nítidas continúo consumiéndose durante los siguientes años. Cada cierto tiempo, el gigante volvía con sus grandes pies arrasando las selvas y, en ocasiones, se inclinaba con el rostro oculto por las tinieblas hasta agarrar un árbol y arrancar sus mangos como los pétalos de una flor inerte. Con su aliento enviaba sequías y con los suspiros huracanes, absorbía el agua de los ríos y defecaba en los mares. Corales que perdieron sus colores, animales en jaulas, aves de hierro que le guiaban hasta las cada vez más escasas reservas del trópico o una preocupante costumbre que el gigante comenzó a ejecutar años después de su irrupción: extender sus manos rosadas hasta los refugios que los hombres de ébano habían tallado en las costas, agarrarlos y juguetear con ellos entre los dedos hasta dar una zancada y posarlos en un lugar lejano que la conciencia no llegaba a alcanzar; ni siquiera la de Ayè, cuyo virtuosismo parecía consumirse con el paso del tiempo sin poder repoblar la tierra mientras hubiese un verdugo ni convencer a unos semejantes que, poco después, entablarían enfrentamientos entre ellos mismos por caer en las manos del gigante, deseosos de encontrar cualquier otro lugar mejor que aquel donde no existía ni la nostalgia.
Acurrucado en las profundidades de un árbol de mango yació oculto Ayè durante muchos años, resistiéndose a la curiosidad por otros lugares y el afán de los hombres descalzos por conocer los secretos tras el gigante. A menudo, el mar infectado de basura y excrementos penetraba en la tierra, cubriendo esta de los hedores procedentes de aquel lugar al que viajaban sus hermanos sobre las manos del gigante y de la que regresaban años después convertidos en verdugos y escuderos, con los pies calzados y las pieles confundidas, ayudando a consumir un paraíso que ya no reconocían.
Tras años de sombras y tinieblas, el gigante de rostro oculto continuó vagando por el paraíso, con tanta hambre que intentó alcanzar la luna para propinarle un mordisco, agujereando los cielos que provocaron la furia de los mares. Ahora sus zancadas parecían más cortas, los suspiros entre cortados y los surcos de la piel rosada habían adquirido tonalidades violetas. Estaba tan hambriento que inclinaba la cabeza buscando entre el humo y los huesos, olisqueando desesperado la fragancia confundida del último mango que Ayè protegía. El camuflado observador apenas tenía pelo, las costillas se confundían con las ramas y su columna lucía más arqueada que nunca, cabizbajo en el interior del árbol que contenía el último fruto. Aquella noche la luna dolorida convirtió las nubes en lupa y proyectó sus rayos sobre el árbol de mango, traicionando al último hombre libre o, quizás, bajo las intenciones de la mejor aliada. No muy lejos, el gigante rugió hambriento, entre pasos tambaleantes, luchando por seguir demostrando su poder sobre el paraíso y sin poder resistirse al aroma de un mango que parecía burlarle. Ayè supo que aquella noche sería su última oportunidad, envolvió el mango en sus brazos y saltó desde el árbol con intención de alcanzar la tierra. Los pasos cada vez se oían más cercanos hasta que el aliento del gigante derribó el árbol que fue su casa durante los últimos años, quedando de nuevo al amparo de la intemperie mientras sostenía la esperanza apretujada contra el pecho, confundiendo al verdugo en aquel laberinto de árboles cubiertos de ceniza. El paraíso se estremeció por última vez cuando un gigante hambriento confundido por la luna y acorralado por el mar tropezó con cataratas vacías hasta caer sobre un claro alcanzado por Ayè al mismo tiempo. A veces, el hombre descalzo formaba parte de los árboles, pero aquella noche ya no pudo camuflarse ni fundirse, quedando aplastado bajo el rostro inerte de un gigante con el que entrecruzó una última mirada. Ojos vacíos eran los de aquel monstruo derrotado que encarnaba la avaricia que nunca antes conoció el mundo de los hombres libres, y cuyo último eslabón trató de revivir enterrando el mango en la tierra mientras su alma se disponía a viajar a otros lugares. Las miradas del gigante y Ayè, una derrotada, otra sonriente, se sostuvieron durante un largo tiempo, sobre los cuerpos inertes que descansaban en medio de la madrugada más silenciosa del universo.
Con el paso del tiempo, las estrellas despertaron de su letargo, los mares retrocedieron y Ayè se convirtió en brisa, mientras el cuerpo hinchado del gigante comenzó a pudrirse. Entre tal hedor surgió una primavera que cabía en un mango como la lluvia en una calabaza seca, evocando el primer brote de un paraíso que ya no pertenecería a los hombres descalzos, ocres o rosados; ni siquiera a los niños del sol que sufrieron las consecuencias de lo que algunos llamaron conquista.