En el Mediterráneo existe una isla huérfana desde la que se escuchan cantos de sirena y metralletas, donde cada abril los aleteos que la bautizan como la Isla de las Mariposas se baten sobre las ruinas blancas y páramos enigmáticos de los que brotan árboles de otro planeta. En la costa oeste hay una casa que todo visitante mira pero no contempla, no parece importante ni es esbelta, tan sólo es una vivienda castigada por la erosión. El mundo prefiere desviar la mirada hacia esas alas psicodélicas de colores calientes, cuyas dueñas una vez partieron desde la isla aún envueltas en moho y telarañas. En aquel momento, nadie habría apostado por su regreso. Nadie excepto Naufl.
Rami nunca conoció a Naufl. Era un hombre viejo de cuarenta años, con cinco dientes, un mentón de lucio y el cuerpo escoltado por dos hombros puntiagudos. Su sonrisa coja siempre despertó cierta ternura, pero ahora que sus labios parecían contenidos sólo era un espectro cubierto en harapos y copado por cuatro cabellos que parecían injertos de alimoche. Había olvidado su flauta y la respectiva cobra en el malecón más bullicioso del Malgreb, buscando entre las barcas pintadas a uno de los pocos hombres activos en aquellas tierras sedentarias. Tras varias negociaciones, le pagó con sus últimos ahorros – o robos – y le indicó, sin mirarle a los ojos y encogido en la popa del pesquero, que le llevase a un sitio lejano donde ni siquiera Dios pudiera encontrarle. Rami permaneció callado durante los días cubiertos por los más de cuatro mil dinares desembolsados, comiendo sardinas con vistas a un gran azul cuyos susurros impedían la mínima conversación que el patrón gordinflón intentaba propiciar sin éxito. Al atardecer del segundo día, hastiado por un silencio al que no acostumbraba, el dueño del barco posó a Rami en la primera playa que encontró en un Mediterráneo solitario y, tras una sonrisa forzada, desapareció lo más rápido que pudo, quizás por el ansia de retomar sus jergas portuarias o por huir del embrujo de una isla que ni siquiera aparecía en los mapas.
El atardecer era violeta y los aljibes parecían champiñones sobre las colinas, el viento era nostálgico y la humanidad ausente. Aunque pareciese el lugar ideal para entregarse, aún en su interior surgió el más íntimo deseo de toparse con una hembra igual de moribunda, quizás hablar de la vida y marcharse antes de agotar sus misterios. Pero aceptó su soledad, aunque no estuviera dispuesto a utilizar las estrellas como única manta, de modo que recorrió la costa buscando algo de comida y materiales para un techo de corta duración, -“inconformista eres”-, se dijo, y anduvo, anduvo, hasta encontrar una casa tan triste que parecía una dama sollozante. Yacía entre dos dunas, cuatro palmeras y un mar que, adivinó bien, debía alcanzar el pórtico azul durante las altas mareas. La cal de las paredes estaba descolchada, dejando al descubierto una tonalidad marrón que parecía consumir la casa lentamente. Tras el pórtico abierto había cangrejos, alejados de un interior frío y oscuro, tan denso como el aire que flota en una cabeza apresada por una bolsa de plástico. Rami giró sobre sí mismo intentando descifrar el mobiliario y las demás dependencias, pero la casa tan sólo se componía de una habitación de matrimonio, una cocina y un largo pasillo que terminaba en una puerta de madera donde debía yacer un cobertizo que no se atrevió a explorar. Permaneció junto a la puerta, con el cuerpo estirado y la mirada hacia las nubes, escuchando el sonido de las olas y preguntándose por qué una vez disparó.
Al caer la noche las llanuras desérticas susurraron y el mar cantó una nana más relajada. Agradecido de verse bajo las estrellas que escaseaban en las contaminadas urbes árabes, Rami intentaba cerrar los ojos aún sin poder ignorar el gran oscuro tras su cabeza. Una ola violenta, apostaría también el graznido de una gaviota, el rumor que surgía de las paredes, un cántaro, EL MALDITO CÁNTARO, que cayó al suelo. Rami, a quien nada parecía sorprenderle hasta entonces, se incorporó asustado y retrocedió hacia el pórtico, buscando cobijo en la luz de la luna, sintiéndose un globo de helio en un mar de cactus. Se quedó observando el interior de la casa, hasta que una ráfaga de aire penetró a través del cobertizo y meció sus cabellos. Quizás fuese fruto del nerviosismo incipiente, de la locura reprimida que vino arrastrando en la barca, pero creyó sentir las yemas de unas manos que le toqueteaban las sienes mientras un aliento de flores acariciaba su cerebro ocre. Volvió a retroceder hacia el interior de la casa, donde los rayos de la luna habían dibujado una sombra plateada, un anagrama triste y cabizbajo que elevó sus ojos impersonales hacia el nuevo huésped. Petrificada, Josephine aguardó la mirada varios minutos, sopesando la tensión entre un hombre ignorante y una anfitriona conquistada. Entonces Rami pudo apreciar los ojos tristes, un vestido holgado y los labios menguantes, todo ello envuelto en un blanco fantasmal, incluso fosforescente.
- ¿Qué te ha traído aquí buen samaritano?
Y, tras permanecer varios segundos con los ojos abiertos, pestañeó.
- Yo tan sólo venía a morir.
- Espero y deseo que no cargues remordimientos a tus espaldas, pues en el otro lado no encontrarás dicha, sino tristeza.
La figura comenzó a flotar en la oscuridad, atravesando las paredes hasta posarse a unos centímetros de Rami.
- No debes tener miedo – dijo Josephine-. Tan sólo soy una francesa a la que ni siquiera la burocracia de su patria recuerda. Tampoco Dios lo hace.
Al mismo tiempo que Rami aún vacilaba por el miedo, una parte de él se dejó conmover por aquella triste voz de terciopelo y, poco a poco, instigó algo más en su naturaleza, preguntándose qué haría un fantasma tan refinado en una isla tan olvidada y salvaje. Rami jugó a adivinar el color de sus ojos, del cabello y los ropajes de aquella francesita atrapada entre mugre y cangrejos, que formulaba preguntas absurdas sobre el mundo exterior. ¿Ya han cesado las guerras?, preguntaba, ¿acaso han encontrado sirenas en los puertos?- Yo las he visto, y esas pobres no merecen ser descubiertas-. Las preguntas se tornaron más impersonales, pero algo decía a Rami que Josephine contenía una historia que ansiaba ser contada en el momento adecuado.
Las lágrimas no tardaron en llegar, convertidas en una estela flotante que se perdió en la oscuridad. Aquella mujer parecía evocar la tristeza más contenida del planeta, y aunque Rami sintió el impulso de acariciar sus hombros transparentes, comprendió que su función en aquel marco era tan sólo la de un espectador enternecido. Le preguntó por su llanto y Josephine nombró a Naufl mientras mordía suavemente el labio inferior. Aseguró haberle buscado por toda la isla, bajo los somieres o agazapado en las copas de las palmeras recogiendo dátiles. Había aguardado meses esperando ver su barco atracar en el puerto solitario, escuchando los vientos y descifrando los cantos de las criaturas marinas.
- ¿Naufl es tú marido?
- Es el amor de mi vida.
- L ’ amour… – susurró Rami para sus adentros. Sus cuatro pelos se erizaron al recordar a un viejo amigo, a cierta joven prohibida, también muerta, a la que besó en un balcón y exploró sobre alfombras de colores. También recordó aquel disparo; una tragedia tan siniestra que ningún narrador podría haberle extraído en aquel momento.
A Josephine le hubiera gustado detenerse a preguntale, pero había esperado muchos meses para liberar su memoria y, aún sin haberlo insinuado, pedirle un favor al primer visitante. Con la mayor parte de sus sentidos robados, la pena y el habla eran los únicos vehículos para expresarse en el mundo terrenal del que era presa, el mismo en el que ella y Naufl se conocieron. Fue en un bazar de Yerba, donde una exótica belleza de ojos pardos había atracado su barco para comprar unas nuevas babuchas. Josephine viajaba sola, con una Polaroid pegada al cuello como el mejor amuleto, disfrutando de una libertad que encerraba el anhelo de caricias sin compromiso. Fue como si una estrella hubiese caído en medio del bazar, nos quedamos mirando una columna invisible hasta cruzar las miradas, llámalo energía o el hilo que mece una Moira oculta. Hablamos de babuchas y compartimos el té que nos ofreció un comerciante. A los veinte minutos dijo que quería hacerme el amor y yo, que también tenía la misma sensación, corrí entre los tenderetes, sabiendo que él me seguiría, que me acariciaría sobre un lecho de palma y contemplaríamos el atardecer comiendo dátiles. Pasó el tiempo, varios vuelos, una estación, y nos citamos en el mismo bazar. De allí partimos hacia una isla que, según él, un convenio de pescadores protegía de ciertas corporaciones, aunque aún sigo pensando si aquello era verdad. El resto puedes imaginarlo: una única casa, el olvido de responsabilidades que sellé con varias cartas y una rutina que, descuidada de mí, no conté con paliar en soledad durante varios días y sus noches. Naufl tenía un carguero con el que recorría las costas de Oriente Medio pescando y vendiendo en los puertos. Desde aquí oía los cañones, y sabía que no lejos de allí Naufl debía estar rescatando mariposas. Le encantaba hacerlo, aprovechar los momentos libres para perderse entre acantilados y campos tensos donde rescatarlas del ataque del hombre, de sus tanques y cenizas. Las guardaba en un tarro que mostraba celosamente y las depositaba en el cobertizo, donde el sol penetraba cálido y crecían flores cítricas; esas mariposas aún trastornadas entre las que me hizo el amor varias veces. En los atardeceres solitarios deslizaba mis ojos entre las ranuras de la puerta y observaba las mariposas granates y bermejas, las verdes y cobalto que tanto me recordaban a él. También los cañones lejanos lo hacían, y todo mi cuerpo temblaba. Es extraño, quizás fuese esa montaña rusa de miedos e incertidumbre la que alimentó nuestro amor y lo volvió eterno, la que convirtió esta casa en un santuario. Naufl siempre decía que las mariposas seguirían en aquel cobertizo hasta que las guerras cesaran, que después las dejaría volar para permitirles encontrar su sitio y volver cada año con historias que susurrarle al oído. Aún sigo enterneciéndome al recordar esas palabras bailando en sus labios.
Un día las mariposas dejaron de batir sus alas y quedaron agazapadas, aún vivas, sobre las paredes, algunas incluso inertes sobre el suelo arenoso; pocos saben como lloran las mariposas. Algo sucedía, me lo confirmaron el mar y las nubes negras, también la intuición, que es más sabia en estos lugares puros. Lloré y corrí por la isla como hice una vez en aquel bazar, recorrí todos los surcos e incluso me dispuse a nadar hacia el este, retando los caprichos de la Moira que había vuelto a mover los hilos. Durante varios días, la casa y yo nos inclinamos al unísono, el mar penetró y las sirenas ya no traían noticias. También los cañonazos se habían disipado. Entonces decidí entrar en el cobertizo rápidamente, camuflada entre las mariposas que no escaparían hasta que él volviese. Me tumbé en el suelo y me encogí, permitiendo que las mariposas se posaran en mis hombros y dedos, que fuesen un velo para cubrir mis pesares. Me desperté al cabo de varios días, con los recuerdos trastornados y el cuerpo ligero. Y él, definitivamente, no estaba.
- ¿Aún siguen ahí dentro?
- ¡Claro que siguen, buen samaritano! – En ocasiones, Josephine cambiaba de un tono susurrante a otro más intenso, víctima del delirio que debía suponer la soledad en aquella isla y la privación de los sentidos -. ¿Qué pensabas?
- En muchas cosas.
- Cuéntamelas buen samaritano.
- No soy un buen samaritano, soy alguien despreciable al que nunca dieron la oportunidad de enmendar sus pecados.
- Entonces abre el cobertizo y libera a esas mariposas -. Josephine parecía haber reprimido aquella frase durante toda la noche-. Necesito que lo hagas-. En sus palabras había desesperación, pero también miedo por ese mundo que vendría después y que, de alguna forma, necesitaba alcanzar. – Nunca dejes asuntos pendientes – remarcó.
- ¿Y por qué no me lo pediste desde un primer momento?
- Necesitaba saber que todo había ocurrido – concluyó Josephine-. A veces los cometidos simples surgen de grandes historias, tan diferentes que necesitas comprobar que una vez sucedieron.
Por primera vez, Rami se dejó llevar y posó la mano en el muslo traslúcido hasta acariciar el frío suelo; la sentía tan viva que no recordó tal peculiaridad. Con cierta ternura buscó de nuevo su mirada y juró verla parpadear, pensando en reencontrarle. ¿Y si… ? También Rami pensó en ciertos reencuentros, en la mujer que vivía en sus memorias y por cuyo perdón se preguntó varias veces. Se levantó y comprobó los primeros rayos del amanecer, la brisa de abril que penetraba por los ventanales, motivado por el sólo hecho de iluminar algo más el mundo. Agarró un hacha y, poseído por un último resquicio de virtuosismo, la clavó sobre la puerta que Josephine cerró con manos de carne y hueso meses atrás, dibujando diferentes estocadas de las que brotaron alas que parecían seda, cromadas, jaspeadas, un huracán de colores que penetró entre los recovecos hasta formar una nube que atravesó la casa y voló entre el tejado y la puerta, liberando el amor contenido y exportando las memorias perdidas. Al marcharse, nadie quedo en la casa, todos habían ido a danzar con los vientos.