PAÍS RELATO

Autores

alberto moravia

ladrones en la iglesia

¿QUÉ hace el lobo cuando la loba y los lobeznos tienen hambre y están con la panza vacía, lamentándose y peleándose entre sí? ¿Qué hace el lobo? Yo digo que el lobo sale de su guarida y va en busca de algo que comer y, acaso, por la desesperación, baja al pueblo y entra en una casa. Y los campesinos que lo matan tienen razón al matarlo; pero también él tiene razón al entrar en sus casas y morderles. Así todos tienen razón y nadie está equivocado; y de la razón nace la muerte. Aquel invierno yo era como el lobo, y también, como el lobo, no vivía en una casa sino en una gruta, allá abajo, al pie de Monte Mario, en una cantera de puzolana, abandonada. Había varias grutas, pero la mayoría estaban obstruidas por las zarzas y sólo dos estaban habitadas, la mía y la de un viejo que mendigaba y recogía trapos y se llamaba Puliti. El sitio, a espaldas del monte, era amarillo y pelado, con las aberturas de las grutas muy negras y ahumadas. Delante de la gruta de Puliti había siempre un montón de trapos y él hurgaba entre ellos; ante la mía había un bidón de gasolina que nos servía de hornillo, y mi mujer, de pie, con el niño al pecho, agitaba el soplillo para encender los carbones. Dentro, la gruta era incluso mejor que un cuarto de ladrillos: espaciosa, seca, limpia, con el colchón al fondo y la ropa colgada de clavos. La familia, pues, la dejaba en la gruta y me iba a Roma a buscar trabajo: era bracero y normalmente trabajaba en las excavaciones. Luego llegó el invierno y, no sé por qué, se hicieron cada vez menos excavaciones y yo cambié de oficio muchas veces, pero siempre por poco tiempo, y al final me quedé sin trabajo. Por la noche, cuando volvía a la gruta y veía, a la lux de la lámpara de aceite, a mi mujer acurrucada en el colchón, mirándome, y al niño que tenía al pecho, mirándome, y a los dos niños mayores que jugaban por el suelo, mirándome, y leía en aquellos ocho ojos la misma expresión hambrienta, me parecía que era un lobo con una familia de lobos, y pensaba: «Uno de estos días, si no les traigo de comer, me matan a mordiscos». Puliti, el viejecillo, que con su hermosa barba blanca parecía un santo y luego, en cambio, en cuanto abría la boca se comprendía que era un delincuente, me decía:
—¿Para qué traéis hijos al mundo? ¿Para hacerlos sufrir? Y tú, entre tanto, ¿por qué no te dedicas a colillero? Siempre arreglarás algo con las colillas.
Pero yo no me sentía capaz de ir por ahí recogiendo colillas; quería trabajar con mis brazos. Una noche, desesperado, le dije a mi mujer:
—¡Ya no aguanto más!… ¿Sabes lo que te digo? Me pongo en una esquina y al primero que pase…
Mi mujer me interrumpió:
—¿Quieres ir a la cárcel?
—Por lo menos en la cárcel se come —⁠dije yo.
—Tú, sí; pero ¿y nosotros?
Esta última objeción, lo confieso, fue decisiva.
Puliti fue quien me sugirió la idea de la iglesia. Frecuentaba las iglesias para mendigar y las conocía todas, se puede decir, una por una. Dijo que si hacía que me encerrasen por la noche en una iglesia, luego, por la mañana, si lo sabía hacer bien, podría escapar sin que me viesen. Y luego me advirtió:
—Pero ten cuidado… Los curas no son tontos… Las cosas buenas las tienen en las cajas fuertes y lo que ves son culos de vaso.
Finalmente afirmó que él era capaz, una vez que hubiera yo dado el golpe, de revender los objetos robados. En resumidas cuentas, me metió los perros en danza, aunque luego no pensara en ello ni volviéramos a hablar. Pero las ideas, ya se sabe, son como las pulgas, caminan por sí solas y, cuando menos te lo esperas, te dan un mordisco y te hacen saltar.
Así, una de aquellas noches, la idea me dio el mordisco y hablé con mi mujer. Ahora bien, es preciso saber que mi mujer es muy religiosa y que en el pueblo puede decirse que estaba más en la iglesia que en casa. Dijo inmediatamente:
—¿Qué dices? ¿Te has vuelto loco?
Yo había previsto la objeción y le contesté:
—Esto no es un robo… ¿Para qué son las cosas de la iglesia? Para hacer el bien… Si nosotros cogemos algo, ¿qué hacemos? Hacemos el bien… ¿A quién hay que hacer el bien si no es a los que tanto lo necesitan?
Pareció impresionada y preguntó:
—¿Cómo se te han ocurrido esas cosas?
—No te preocupes, y contéstame —⁠le dije⁠—: ¿no está escrito, acaso, que hay que dar de comer al hambriento?
—Sí.
—¿Estamos o no estamos hambrientos?
—Sí.
—Pues bien, de este modo cumpliremos con nuestro deber… e incluso haremos una buena obra.
En resumen, tanto le dije, insistiendo siempre sobre la religión, que era, como ya sabía, su punto flaco, que la convencí. Luego añadí:
—Pero, como no quiero que te quedes sola, vendrás conmigo… así, si nos descubren, iremos juntos a la cárcel.
—¿Y las criaturas?
—Las criaturas se las dejamos a Puliti… luego, Dios proveerá.
Así nos pusimos de acuerdo y luego hablamos con Puliti. Discutió con nosotros el plan, aprobándole; pero al final, dijo, alisándose la barba:
—Domenico, hazme caso a mí, que soy viejo… Deja en paz a los corazones de plata… No valen gran cosa… Dedícate a las joyas.
Cuando pienso en Puliti, en su barba, y en la gravedad con que me daba estos consejos, casi casi me dan ganas de reír.
El día establecido dejamos los niños a Puliti y bajamos a Roma en tranvía. Exactamente igual que dos lobos hambrientos que bajan desde el monte al pueblo; y cualquiera que nos hubiera visto habría podido tomarnos por lobos; mi mujer, baja y robusta, toda pecho y hombros, con un pelo crespo muy tieso que formaba una especie de llamarada sobre su cabeza, una cara resuelta; yo, flaco y demacrado, la cara sucia de barba, los ojos hundidos y brillantes. Habíamos elegido una iglesia vieja, hacia el Corso, en una calle transversal. Era una iglesia grande y muy oscura, porque tenía casas todo alrededor; con dos filas de columnas y, más allá de las columnas, dos naves estrechas y oscuras con muchas capillitas llenas de tesoros. Había gran cantidad de vitrinas con corazones de plata y dorados, colgadas de las paredes. Pero yo había echado el ojo a una vitrina más pequeña, donde, entre unos pocos corazones de más precio, había expuesto un collar de lapislázuli sobre un fondo de terciopelo rojo. Esta vitrina se encontraba en una capilla dedicada a la Virgen; y, en efecto, sobre el altar, bajo un baldaquino, había una estatua de la Virgen, de tamaño natural, pintada, con la cabeza rodeada de un nimbo de luces y muchos jarrones de flores y muchos candelabros a sus pies. Entramos en la iglesia cuando ya era de noche, y aprovechando un momento en que no había nadie nos escondimos detrás del altar, en la capilla donde estaba la vitrina. Había dos o tres peldaños detrás de la estatua y nos sentamos en ellos. A hora tardía, el sacristán empezó a recorrer la iglesia, arrastrando los pies y rezongando:
—Es hora de cerrar.
Pero no vino hasta detrás del altar aquel y se limitó a apagar todas las luces, a excepción de dos lamparillas rojas, una a cada lado. Luego lo oímos que cerraba las puertas y al final atravesó la iglesia en toda su longitud y se fue hacia la sacristía. Nos encontrábamos a oscuras, en aquella especie de pasillo, entre la pared del ábside y el altar. Yo estaba muy excitado y le dije a mi mujer, en voz baja:
—Ea, démonos prisa… Abramos la vitrina.
—Espera… ¿Qué prisa tienes? —⁠la oí responder.
Y luego vi que salía del escondrijo. Fue al medio de la capilla, hizo, en aquella penumbra, una genuflexión, se persignó y luego, caminando hacia atrás, hizo otra genuflexión y se persignó una segunda vez. Por último la vi arrodillarse en el suelo, en un rincón de la capilla, y juntar las manos como para rezar. Qué clase de plegaria rezaba no lo sé, pero comprendí que no estaba muy convencida de obrar bien, como yo le había dicho, y que quería tomar sus precauciones en la medida de lo posible. La veía inclinar la cabeza, escondiendo el rostro bajo la masa de los cabellos, y luego levantarla otra vez en medio de aquella luz roja, moviendo los labios, y luego volverla a bajar, igual que en el rosario. Me acerqué y le susurré, inquieto:
—Podías haber rezado en casa, ¿no?
—Déjame tranquila —contestó, áspera⁠—… Vete, da una vuelta, la iglesia es muy grande… ¿Tienes que estar precisamente aquí?
—¿Quieres que, mientras rezas, yo abra la vitrina? —⁠murmuré.
Y ella, siempre de malos modos:
—¡No quiero nada!… Y ese hierro… ¡dámelo!
El hierro era una barra más que suficiente para abrir aquella vitrina bamboleante; se lo di y me alejé.
Empecé a dar vueltas por la iglesia, sin saber qué hacer. La iglesia, en penumbra, me daba miedo, con las bóvedas altas y oscuras que resonaban al menor suspiro; con el altar mayor, allá al fondo, monumental, apenas iluminado; con los confesionarios negros y cerrados, agazapados en la oscuridad de las naves laterales. Caminando de puntillas fui hasta la puerta, completamente solo, entre las dos filas de bancos vacíos, y sentía frío por la espalda, como si alguien me siguiera. Intenté abrir la puerta, vi que estaba bien cerrada, y entonces volví hacia atrás y fui a sentarme en la nave de la izquierda, ante una tumba iluminada por un farolillo rojo. La tumba, empotrada en la pared, tenía una gran lápida de mármol negro, brillante, y dos figuras, una a cada lado: un esqueleto que empuñaba una guadaña y una mujer desnuda envuelta en sus propios cabellos. Ambas figuras eran de mármol amarillento, brillante, muy bien esculpido; y me distraje un poco observándolas; a fuerza de mirarlas me parecía, quizás a causa de la oscuridad, que se movían, y que la mujer pretendía escapar del esqueleto y que éste, galante, la retenía por un brazo. Entonces, para tranquilizarme, pensé en la gruta, en mis hijos, en Puliti, y me dije que si en aquel momento me hubieran propuesto que volviera atrás y eligiera de nuevo lo que debería hacer, habría hecho lo mismo o por lo menos algo muy parecido. En resumen, no era una casualidad que estuviéramos en aquella iglesia, y no era una casualidad que estuviéramos para aquel fin, y no era una casualidad que no hubiera encontrado nada mejor que hacer. Entre estos pensamientos me dio sueño y me dormí. Fue un sueño pesado, sin ensueños, sellado por el frío, que en aquella iglesia parecía el de una bodega. De forma que me dormí y no me di cuenta de nada.
Luego alguien me sacudió y yo, entre sueños, dije:
—¡Eh! ¡Despacito!… ¿Qué te pasa?
Por último, como continuaban sacudiéndome, abrí los ojos y vi gente: el sacristán que me miraba con los ojos fuera de las órbitas; el párroco, un anciano, con cabellos blancos despeinados y la sotana todavía desabrochada; dos o tres guardias y, entre los guardias, mi mujer, más sombría que nunca. Dije, así, sin moverme:
—Déjennos en paz… Somos refugiados y hemos entrado en la iglesia para dormir.
Entonces uno de los guardias me mostró algo que, de momento, tomé por un rosario, tan atontado estaba por el sueño: el collar de lapislázuli.
—¿Y esto? ¿También esto para dormir?
En suma, tras algunas otras explicaciones, los guardias nos pusieron en medio de ellos y salimos de la iglesia.
Todavía era de noche, pero ya cerca del alba, con las calles desiertas y húmedas de rocío. Íbamos de prisa por aquellas callejuelas, entre los guardias, con la cabeza gacha, mudos. Al ver a mi mujer, que caminaba delante, la pobrecilla, tan fornida y baja, con la falda corta y el pelo enhiesto en la cabeza, me dio pena y le dije a uno de los guardias:
—Lo lamento por ella y por mis hijos.
—¿Dónde tienes a tus hijos? —⁠me preguntó el guardia.
Se lo dije, y él:
—Pero, a ti, un padre de familia… ¿cómo se te ha pasado por la cabeza semejante cosa?… ¿No has pensado en tus hijos?
—Precisamente porque pensaba en ellos hice lo que hice —⁠le contesté.
En la comisaría, un joven rubio, sentado tras un escritorio, nos dijo tan pronto como nos vio:
—Ladrones sacrílegos, ¿eh?
Mi mujer, de repente, gritó con una voz terrible:
—¡Ante Dios, no soy culpable!
Yo no le conocía esa voz y me quedé boquiabierto. El comisario dijo:
—Entonces, el culpable es tu marido.
—Tampoco.
—Lo que falta es que el culpable sea yo, si te parece… ¿Cómo has obtenido el collar?
—La Virgen ha bajado del altar —⁠dijo mi mujer⁠—, ha abierto con sus manos la vitrina y me ha dado el collar.
—¿La Virgen, eh?… Y la palanqueta, ¿también te la dio la Virgen?
Y mi mujer, siempre con aquella voz, alzando una mano:
—¡Que me muera si no digo la verdad!
Continuaron interrogándonos no sé cuánto tiempo, pero yo decía que no había visto nada, lo que era verdad; y mi mujer repetía que la Virgen le había dado el collar. De vez en cuando gritaba:
—¡Hombre, arrodíllate ante el milagro!
En resumen, parecía muy exaltada e incluso loca. Todo acabó cuando se la llevaron, mientras continuaba gritando e invocando a la Virgen; creo que la mandaron a la enfermería. Luego el comisario quiso que yo le dijera si mi mujer estaba loca, y yo le contesté:
—¡Ojalá lo estuviera! —pensando que los locos no sufren y que ven las cosas como les parece. Pero pensaba también que podía ser que mi mujer hubiera dicho la verdad, y casi lamentaba no haber visto con mis propios ojos a la Virgen bajar del altar, abrir la vitrina y entregarle el collar.