PAÍS RELATO

Autores

alberto moravia

el rorro

Aaquella buena señora que venía a traernos la ayuda del Soccorso di Roma y que nos preguntaba, también ella, por qué echábamos al mundo tantos hijos, mi mujer, que ese día estaba de malas, le dijo la verdad:
—Si tuviéramos dinero, por la noche iríamos al cine… Pero, como dinero no hay, nos vamos a la cama, y así nacen los hijos.
La señora, ante esta frase, se sintió incómoda y se marchó sin soltar palabra. Y yo regañé a mi mujer porque no conviene decir siempre la verdad, y, antes de decirla, hay que saber con quién se habla.
Cuando era joven y aún no estaba casado, me divertía a menudo leyendo en el periódico la crónica de Roma, donde se cuentan todas las desgracias que le pueden suceder a la gente, como robos, homicidios, suicidios, accidentes de tránsito. Y, entre todas estas desgracias, la única que me parecía imposible que pudiera sucederme a mí era la de convertirme en lo que el periódico llamaba un «caso lastimoso»; es decir, una persona tan desgraciada que da pena, sin necesidad de ninguna desgracia especial, así, por el solo hecho de existir. Era joven, como ya he dicho, y todavía no sabía qué quiere decir mantener a una familia numerosa. Pero hoy, con estupor, veo que me he transformado, poco a poco, precisamente en un «caso lastimoso». Leía, por ejemplo: viven en la más negra miseria. Pues bien, yo vivo hoy en la más negra miseria. O bien: habitan en una casa que de casa no tiene más que el nombre. Pues bien, yo vivo en Tormarancio con mi mujer y seis hijos, en una habitación cubierta completamente por colchones, y, cuando llueve, el agua va y viene como por el muelle de Ripetta. O también: la desdichada, al saber que estaba encinta, tomó una decisión criminal, deshacerse del fruto de su amor. Pues bien, esta decisión la tomamos, de común acuerdo, mi mujer y yo, cuando descubrimos que estaba encinta por séptima vez. Decidimos, en resumidas cuentas, que apenas mejorara el tiempo abandonaríamos a la criatura en una iglesia, confiándola a la caridad del primero que la encontrara.
Mi mujer, siempre por intercesión de aquellas buenas señoras, fue a parir al hospital, y luego, tan pronto como se encontró mejor, volvió a Tormarancio con el rorro. Al entrar en nuestro cuarto, dijo:
—¿Sabes lo que te digo? Aunque el hospital sea el hospital, me habría quedado con tal de no volver aquí.
El rorro, al oír estas palabras, empezó a chillar a pleno pulmón, como si las hubiera entendido. Era un niño hermoso y robusto, y tenía una voz muy fuerte, de forma que de noche, cuando se despertaba y comenzaba llorar, no dejaba dormir a nadie.
Cuando llegó mayo, con un aire bastante cálido como para estar al aire libre sin abrigo, salimos de Tormarancio para ir a Roma. Mi mujer llevaba al rorro apretado contra su pecho, envuelto en cantidad de trapos, como si hubiera debido abandonarlo en un campo de nieve; y cuando estuvimos en la ciudad, quizás para no demostrar su disgusto, empezó a hablar incesantemente, ansiosa y jadeante, los cabellos al viento, los ojos fuera de las órbitas. Ora hablaba de las diversas iglesias en las que podíamos dejarlo, y me explicaba que tenía que ser una iglesia donde acudiera gente rica, porque, si el rorro era recogido por alguien tan pobre como nosotros más valía que nos lo quedáramos; ora me decía que quería que la iglesia estuviera consagrada a la Virgen, porque también la Virgen había tenido un hijo y podía entender ciertas cosas y así escucharía su ruego. Este modo de hablar me cansaba y me provocaba también agitación; tanto más que yo estaba mortificado y no me gustaba lo que hacía; pero me repetía que debía conservar la cabeza en su sitio y mostrarme tranquilo y echarle valor a la cosa. Puse algunas objeciones, aunque no fuera más que para interrumpir aquel río de palabras, y luego dije:
—Tengo una idea… ¿Y si lo dejáramos en San Pedro?
Se quedó perpleja un momento y después contestó:
—No, es como una plaza de armas…, ni siquiera lo verían… En cambio, quiero probar en una iglesita que está en via Condotti, donde hay tantos buenos comercios…, por allí va mucha gente rica… Ése es el sitio.
Tomamos el autobús y, en medio de la gente, enmudeció. De vez en cuando envolvía más apretadamente al rorro en sus trapos, o bien le descubría con precaución el rostro, para mirarlo. El nene dormía, con su cara blanca y roja hundida en los trapos. Estaba mal vestido, como nosotros, lo único bonito que tenía eran un guantitos de lana azul, y de hecho sacaba las manos, bien abiertas, como para mostrarlos. Bajamos en el largo Goldoni y en seguida mi mujer reanudó su charloteo. Se detuvo ante el escaparate de un joyero y, mostrándome las joyas expuestas en las ménsulas recubiertas de terciopelo rojo, me dijo:
—¡Mira qué hermosura!… La gente, a esta calle, no viene más que a comprar joyas y otras cosas hermosas… Un pobre no viene por aquí… Entre una y otra tienda, entran en la iglesia para rezar un momento… Están bien dispuestas…, ven al niño, y se lo llevan.
Decía estas cosas mirando a las joyas, con el niño apretado contra su pecho, los ojos de par en par, como hablando consigo misma, y yo no me atreví a contradecirla. Entramos en la iglesia. Era pequeña, toda pintada de falso mármol amarillo, con muchas capillitas y el altar mayor; y mi mujer dijo que la recordaba distinta, y que ahora, al volver a verla, no le gustaba en absoluto. Pero se mojó los dedos en el agua bendita e hizo la señal de la cruz. Después, con el niño en brazos, empezó a dar lentamente una vuelta por la iglesia, examinándola con aire descontento y desconfiado. Desde la cúpula, a través de las claraboyas, bajaba un luz fría pero clara; mi mujer iba de una capillita a otra, mirándolo todo, las sillas, los altares, los cuadros, para ver si convenía dejar al rorro; y yo la seguía a distancia, sin perder de vista la entrada. De pronto entró una señorita alta, vestida de rojo, con cabellos rubios como el oro. Forzando un poco su falda estrecha se arrodilló, rezó durante un minuto, si acaso, se santiguó y salió sin mirarnos. Mi mujer, que había seguido la escena, dijo repentinamente:
—No, no va… Por aquí cae gente como esa señorita, que tiene prisa por divertirse y por dar una vuelta por las tiendas… Vámonos.
Y, hablando así, salió de la iglesia.
Subimos un buen trecho del Corso, siempre corriendo, mi mujer delante y yo detrás, y hacia la Plaza Venezia entramos en otra iglesia. Ésta era mucho más grande que la anterior, casi a oscuras, llena de paños, de dorados y de vitrinas abarrotadas de corazones de plata que brillaban en la oscuridad. Había bastante gente, y así, a primera vista, juzgué que todos eran personas acomodadas; las señoras, con sombreros; los hombres, bien vestidos. Un cura manoteaba en el púlpito, predicando; todos estaban de pie mirando hacia él, y yo pensé que esto era bueno, porque nadie nos observaría. Le dije a mi mujer, en voz baja:
—¿Probamos a dejarlo aquí?
Y ella me hizo señas de que sí. Fuimos a una capilla lateral, muy oscura; no había nadie y casi no se veía; mi mujer cubrió el rostro del rorro con un borde de la manta en que estaba: envuelto y luego lo dejó en una silla, como se deja un paquete molesto para quedar más libre. Luego se arrodilló y rezó durante un buen rato, con el rostro entre las manos, mientras yo, sin saber qué hacer, miraba los centenares de corazones de plata, de todos los tamaños, que tapizaban los muros de la capilla. Por último mi mujer se levantó, con la cara descompuesta, se santiguó, y luego, muy despacio, se alejó de la capilla, seguida a cierta distancia por mí. El predicador gritaba en ese momento:
—Y Jesús dijo: Pedro, ¿adónde vas? —⁠y yo me fijé porque me pareció que me lo preguntaba a mí.
Pero cuando mi mujer iba a levantar la cortina acolchada de la puerta, una voz nos sobresaltó a ambos:
—Señora, se ha dejado un paquete en una silla.
Era una mujer vestida de negro, una de esas beatas que se pasan el día entre la iglesia y la sacristía.
—Ah, sí —dijo mi mujer—. Gracias…, lo había olvidado.
En resumidas cuentas, recogimos el bulto y salimos de la iglesia más muertos que vivos.
Fuera de la iglesia, mi mujer dijo:
—Nadie quiere a este pobre hijo mío —⁠como un vendedor que, habiendo contado con una rápida venta, no encuentra a nadie en el mercado que le compre su mercancía.
Entre tanto había comenzado otra vez a correr de aquella manera suya, afanosa, casi sin tocar el suelo con los pies. Desembocamos en la Plaza Santi Apostoli; la iglesia estaba abierta, y al entrar mi mujer me susurró, viéndola tan grande, espaciosa y sombría:
—Éste es el lugar adecuado.
Se encaminó con decisión hacia una de las capillas laterales, dejó al niño sobre un banco y, como si le quemase la tierra bajo sus pies, sin santiguarse, sin rezar, sin besarlo siquiera en la frente, se alejó a toda prisa hacia la puerta de entrada. Pero apenas había dado unos pasos cuando resonó en la iglesia un llanto desesperado; era la hora de la mamada y el rorro, puntual, lloraba porque tenía hambre. Quizás mi mujer perdió la cabeza ante aquel llanto tan fuerte; primero corrió hacia la puerta, luego retrocedió, siempre corriendo, y, sin pensar en el lugar, tomó al nene en brazos, se sentó sobre un banco y se desabrochó para darle el pecho. Pero apenas había sacado la teta y el rorro, como un verdadero lobo, se había callado, agarrándola con las dos manos, una voz desagradable empezó a gritar:
—Estas cosas no se hacen en la casa de Dios… Fuera, fuera… Váyanse a la calle.
Era el sacristán, un viejecito de perilla blanca y una voz más grande que él. Mi mujer dijo, levantándose y cubriendo como mejor pudo la cabeza del rorro y su pecho:
—Sin embargo, la Virgen, en los cuadros, tiene siempre al Niño en brazos.
—Y tú quieres compararte con la Virgen, presuntuosa —⁠dijo él.
Bueno, salimos también de esa iglesia y fuimos a sentarnos en los jardincillos de la Plaza Venezia. Y allí mi mujer volvió a darle el pecho al niño hasta que estuvo saciado y se durmió de nuevo.
Ya era de noche, cerraban las iglesias, y nosotros estábamos cansados y atontados, incapaces de concebir cualquier idea. Yo me sentía desesperado al pensar en el trabajo que tenía que tomarme para hacer algo que no habría debido hacer, de manera que le dije a mi mujer:
—Oye, es tarde y ya no puedo más, decidámonos.
Ella me contestó con acritud:
—Pero es de tu misma sangre… ¿Quieres abandonarlo así como así, en cualquier rincón, como se abandona un paquete de tripas para los gatos?
—No, eso no —dije—; pero ciertas cosas, o se hacen en seguida y sin pensarlo, o no se hacen.
—La verdad es que tienes miedo de que me lo piense dos veces y me lo lleve de nuevo a casa… —⁠replicó⁠—. Vosotros los hombres sois todos unos cobardes.
Yo comprendí que en aquel momento no debía llevarle la contraria y respondí con moderación:
—Te comprendo, no tengas miedo… Pero date cuenta de que por mal que le vaya siempre será mejor que crecer en Tormarancio, en un cuarto sin retrete y sin cocina, entre cucarachas en invierno y moscas en verano.
Ella, esta vez, no dijo nada.
Sin saber muy bien a dónde íbamos, tomamos por la via Nazionale, recorriéndola hasta la Torre de Nerón. Un poco más arriba observé una callejuela en cuesta, enteramente desierta, con un automóvil gris, cerrado, parado ante un portal. Tuve una inspiración, fui hasta el automóvil, intenté girar la manija y la portezuela se abrió. Le dije a mi mujer:
—Pronto, éste es el momento… Ponlo en el asiento trasero.
Ella obedeció y depositó al rorro en el asiento posterior, y luego yo cerré la portezuela. Todo esto lo hicimos en un instante, sin que nadie nos viese. Después la tomé por el brazo y nos alejamos corriendo en dirección a la Plaza del Quirinale.
La plaza estaba desierta y casi a oscuras, con unos pocos faroles encendidos bajo los palacios, y todas las luces de Roma centelleaban en la noche, más allá de los parapetos. Mi mujer se acercó a la fuente, bajo el obelisco, se sentó en un banco y empezó de pronto a llorar, como para ella sola, inclinada, dándome la espalda. Le dije:
—¿Qué te pasa ahora?
—Ahora que lo he abandonado —⁠dijo ella⁠— siento su falta… Me parece que me falta algo aquí, en el pecho donde mamaba.
Dije, por decir:
—Bueno, ya se entiende… Pero se te pasará.
Ella se encogió de hombros y continuó llorando. Luego, de improviso, se secó su llanto, como se seca la lluvia en la calle cuando sopla el viento. Se levantó, furiosa, y dijo, indicando uno de aquellos palacios:
—¡Ahora voy a entrar ahí y me haré recibir por el rey y se lo diré todo!
—¡Quieta! —grité, agarrándola por una mano⁠—. ¿Estás loca? ¿No sabes que ya no hay rey?
—¿Y a mí que me importa?… Hablaré con quien haya ocupado su puesto… Alguien habrá.
En resumen, corría hacia el portón, y quién sabe qué escándalo habría armado si yo, de pronto, desesperado, no le hubiera dicho:
—Oye, lo he vuelto a pensar… Volvamos a aquel automóvil, recojamos al rorro… Quiero decir que nos lo quedamos… Total, uno más o uno menos…
Esta idea, que era también la suya principal, suplantó a la de hablar con el rey.
—¿Estará todavía allí? —dijo, encaminándose en seguida hacia la callejuela donde se encontraba el automóvil gris.
—Pues claro —le respondí—, aún no han pasado cinco minutos.
En efecto, allí estaba el coche. Pero justamente en el momento en que mi mujer iba a abrir la portezuela, un hombre de mediana edad, bajo, con una cara autoritaria salió del portal, gritando:
—¡Eh, quieta!… ¿Qué busca en mi automóvil?
—Quiero lo mío —respondió mi mujer sin volverse, inclinándose para recoger del asiento el bulto del niño.
Pero el otro insistió:
—¿Qué es lo que coge?… Este coche es mío… ¿Se ha enterado? Es mío…
Tendrían que haber visto ustedes a mi mujer. Se enderezó y se enfrentó con él:
—¿Quién te quita nada?… No temas, nadie te va a quitar nada… ¡Yo escupo a tu coche!… Mira —⁠y escupió de verdad en la portezuela.
—Pero ese bulto… —empezó el otro, aturdido.
—No es un bulto…, es mi hijo… ¡Mira!
Descubrió la cara del niño, mostrándosela, y luego continuó:
—Tú, con tu mujer, no podrías hacer un hijo como éste aunque volvieras a nacer… Y no te atrevas a ponerme las manos encima, porque gritaré y llamaré a los guardias, y les diré que querías robarme a mi hijo.
En resumidas cuentas, le dijo tantas y tales cosas, que al otro, pobrecito, con la cara congestionada y la boca abierta, casi le da un ataque. Por último, sin prisa, se alejó y se reunió conmigo en la entrada del callejón.