DESPUÉS de llevar un año haciendo el amor, Ágata y yo, advertí que, poco a poco, ella se enfriaba y espaciaba las citas. Fue exactamente igual que un fuego que se extingue: primero no os dais cuenta y luego, de repente, no hay más que cenizas y tizones negros y os sentís helados. Al principio fueron cosas leves: medias palabras, silencios, miradas. Luego, excusas: resfriados, compromisos, hay que ayudar a la madre en las cosas de la casa, la escuela de dactilografía. Por último, la impuntualidad y las prisas: llegar a las citas hasta con una hora de retraso e irse con cualquier pretexto tras un cuarto de hora. Entre tanto, me hablaba con un tono impaciente, como si lo que yo decía estuviera siempre de más; y alguna vez me pareció incluso que se retraía ante el contacto de mis manos o ante el roce de mis labios. Ahora bien, como yo sufría, y por otra parte me daba cuenta de que, aunque ahora me trataba tan mal, yo seguía enamorado de la misma manera —y aquel placer que había experimentado antes al oírla decir: «Te quiero mucho», lo sentía ahora idénticamente aunque sólo me dijera entre dientes: «Adiós, Gino»—, una vez, encontrándonos en el piazzale Flaminio, me decidí y le dije bruscamente:
—Hablemos claro: tú no sientes nada por mí.
¿Lo creerán ustedes? Se echó a reír y respondió:
—Ah, eres duro de mollera… Quería ver cuánto tiempo necesitarías… Por fin lo has comprendido.
Me quede con la boca abierta, sin aliento; luego di media vuelta, como un muñeco, y me alejé. Pero, apenas di unos pasos, me volví: esperaba que me volviera a llamar. En cambio, había subido al andén de la parada del tranvía y esperaba allí, tranquila y serena. Me fui.
Ahora, al ver las cosas a distancia, puedo reírme; pero entonces estaba enamorado y el amor me ofuscaba. Pasé días muy malos; sentía que la amaba y hubiera querido no amarla ya; y, para no amarla, trataba de acordarme sobre todo de sus defectos. Me decía: «Tiene las piernas torcidas y camina sin gracia… Tiene las manos feas… Con respecto al cuerpo, tiene la cabeza demasiado grande… Pasables no tiene más que los ojos y la boca… Pero es pálida, o mejor dicho de tez amarillenta, con cabellos encrespados y opacos y la nariz en forma de mango de escalfador, respingada y ancha en la base…». Trabajo perdido: mientras pensaba así me daba cuenta de que esas piernas, esas manos, esos cabellos, esa nariz me gustaban y que, acaso, me gustaban precisamente porque eran feos. Entonces pensaba: «Es mentirosa, ignorante, con un cerebro de mosquito, es vanidosa, interesada, coqueta». E inmediatamente después descubría que estos defectos los tenía metidos en mi sangre y excitaban mi fantasía. En suma, cuando lo había dicho todo, me daba cuenta de que no había cesado de amarla.
Decidí no dejarme ver por lo menos en un mes, pensando, erróneamente, que al no verme me buscaría. Pero no tuve fuerzas para mantener mi palabra y, después de una semana, una mañana temprano, entré en un bar del piazzale Flaminio y le telefoneé. Fue ella quien respondió, y antes de que yo hubiera dicho ni pío me dio una cita, para esa misma mañana. Salí del bar, atravesé la plaza, me acerqué al florista que está junto a la muralla y compré un ramito de violetas. Eran las nueve, la cita era a las diez. Con mi ramito de violetas en la mano empecé a caminar arriba y abajo por el andén, fingiendo esperar el tranvía. El tranvía llegaba, la gente subía, luego el tranvía volvía a irse y yo me quedaba en tierra. Poco después el andén se llenaba otra vez y yo fingía de nuevo estar esperando el tranvía, entre gente nueva que no sabía que no esperaba el tranvía sino a Ágata. Esperé así la hora que tenía que esperar, y luego esperé diez minutos más, que no debía haber esperado, y al fin tuve la seguridad de que no iba a venir. Diez minutos de retraso no son muchos, especialmente tratándose de una mujer; pero yo estaba cierto de que no vendría, como se sabe de cierto, en algunos días serenos, que va a estallar un temporal: se sentía en el aire. No vendría y, en efecto, no vino. Para estar completamente seguro esperé todavía media hora, y luego un cuarto de hora, y luego cinco minutos, y luego conté hasta sesenta y luego esperé otros cinco minutos para completar una hora después de la fijada. Por último, me dirigí a la fuente junto a la muralla y tiré el ramito de violetas en el agua sucia. El florista esperó a que me alejase y después fue y cogió el ramo.
Es sabido cómo ocurren estas cosas: se empieza perdiendo pie; tras la primera tontería se comete otra, y luego otra más; y luego ya no se acierta una y todo sale mal. Esa misma tarde se me ocurrió la duda de que Ágata no hubiera comprendido bien el lugar de la cita y le telefoneé. Le pregunté, muy amable:
—Ágata, ¿por qué no has venido? Quizás no me expliqué bien…
—Te explicaste perfectamente —respondió en seguida.
—Y, entonces, ¿por qué no has venido?
—Porque no me dio la gana.
También esa vez me quedé sin palabras; colgué muy despacio el auricular y me fui.
Cualquier otro se habría dado por vencido. Pero yo la amaba y deseaba con tanta fuerza que me amase, que incluso si me hubiera dado una cuchillada habría podido pensar que no era la cuchillada definitiva o que me la había dado por amor, y no por odio. Desde luego, el amor no me hacía ver lo que no había, pero me hacía esperar que entre las distintas clases de amor estuviera también éste: el amor de una mujer que no acude a las citas, que contesta de mala manera, que nos desprecia y a quien le importamos un bledo. Así, al día siguiente, como un reloj, volví a telefonearle. Esta vez mandó a su hermanita para que me dijera que no estaba; pero el teléfono, según yo sabía, estaba en el comedor y oí perfectamente su voz que aleccionaba a la niña. Entonces perdí por completo la cabeza y empecé a telefonearle a todas horas: durante las comidas, por la mañana temprano, ya entrada la noche: nunca estaba. Entonces, en el momento de entrar en la cabina telefónica me acometía casi una náusea: pero, de todas formas, marcaba aquel maldito número. A fuerza de telefonazos y de esperas entre un telefonazo y otro, mi vida se había convertido en un verdadero embrollo, en un cenagal sin pies ni cabeza; me daba cuenta, pero no podía hacer nada, y continuaba empantanándome cada vez más. Por último, desesperado, pensé en apostarme ante su casa, por la mañana temprano. Esperé un par de horas, avergonzándome, porque no había una parada de tranvía, y luego apareció en el portal, me vio y retrocedió. Pasaron dos horas más; entré en sospechas, hice una exploración y descubrí que el edificio tenía dos entradas. Renuncié a apostarme.
Estaba tan desesperado que el hecho de encontrar trabajo después de dos meses de desocupación no me proporcionó ningún alivio. He nacido para ser actor, en esto todos están de acuerdo; pero un defecto de pronunciación que me hace comerme las palabras y me llena de saliva la boca me impedirá llegar a nada que no sea un comparsa. Pero esta vez no era ni siquiera comparsa, era doble. En una peliculita estúpida, de cuatro perras, tenía que ocupar el lugar del actor joven en los momentos en que estaba de espaldas. El actor al que debía sustituir era exactamente igual que yo: misma estatura, mismo pelo, mismos hombros, mismo modo de andar. Pero a él las palabras no se le mojaban con saliva y así él, en aquella película, cobraba un millón, y yo, unos pocos miles. Doble, en resumidas cuentas, que es como decir: hombre de paja, muñeco, sosia ocasional.
Mientras estaba en el estudio, royéndome de rabia y aburriéndome sin hacer nada, en un rincón oscuro al que no llegaba la luz de los reflectores, se me ocurrió un truco para volver a ver a Ágata. Sabía que también ella, como todos, soñaba con el cine, esperando, quién sabe por qué, ser un día actriz. Sólo que ella no podía hacer ni siquiera de comparsa; en mi opinión, era muy negada. De manera que pensé que, si lograba lanzarle el anzuelo del cine, picaría sin lugar a dudas. El director era un tipo brusco, que no pensaba más que en el dinero y que no hacía favores a nadie. Pero el ayudante de dirección, a quien conocía yo hacía tiempo, era un joven simpático, de mi edad. Lo llevé aparte en el restaurante del estudio y le pedí el favor. Se echó a reír y me palmeó en un hombro, diciéndome que lo haría.
Ágata, naturalmente, había enviado a los productores de aquella película fotografías en distintas poses, dirección, número de teléfono. El día fijado, muy temprano, el ayudante de dirección hizo que le telefoneasen para que se presentara en el estudio dentro de dos horas: la necesitaban.
El cine es una fuerza más fuerte que cualquier fuerza. Si, es un suponer, un rey hubiera invitado a Ágata a presentarse en palacio, quizás ella se lo habría pensado; pero si el portero de la productora le decía que se pasara por el estudio, bastaba para que acudiera a cualquier hora. Esa mañana me aposté en la antesala, entre los muchos comparsas y trabajadores cinematográficos que esperaban. Y, en efecto, a la hora fijada, apareció.
Hacía casi dos meses que no la veía y, de momento, casi no la reconocí. El pelo, que lo tenía castaño y suelto sobre los hombros, era ahora rojo y estaba peinado hacia arriba, en un moño en lo alto de la cabeza, para dejar descubiertos las orejas y el cuello. Se había depilado las cejas con tamo ensañamiento que parecía como si tuviera los ojos hinchados. Su boca asumía una mueca enigmática. Desgraciadamente no había podido enderezar su nariz de mango de escalfador. Me llamó la atención su vestido: una chaqueta ancha, rojo llama, nueva, con el cuello levantado tras la nuca, y una falda negra, tubo. En la solapa tenía un clip en forma de barco con las velas desplegadas, de metal amarillo; bajo el brazo apretaba un bolso que parecía de serpiente; acaso era auténtico y quien sabe los sacrificios que habría hecho para comprarlo. Entró muy digna, lenta, distante, como si hubiera temido ensuciarse en aquella antesala llena de gente como ella. Se dirigió al conserje y le dijo no sé qué en voz baja. Él, como un palurdo, le contestó sin levantar la vista del periódico que estaba leyendo:
—Siéntese por ahí… Ya le llegará su turno.
Ella se volvió y entonces me vio. La admiré en ese momento: me hizo un saludo desde lejos y fue a sentarse en el rincón opuesto al mío, como si sólo nos conociéramos de vista.
Me daba pena ahora, al ver cómo estaba vestida y cómo se había preparado, pulido, acicalado, y qué aires se daba a causa de aquella falsa llamada de la productora. Me daba cuenta de que había sido una crueldad atraerla aquí con ese pretexto; y, sin embargo, no podía dejar de sentirme contento: por fin la volvía a ver. Esperamos así durante un rato, en la antesala atestada, llena de gente que caminaba de un lado a otro, charlando y fumando. Ella abría de vez en cuando el bolso, se miraba al espejo, retocaba un rizo, se repintaba los labios, se empolvaba la nariz. Había cruzado las piernas, que, mientras estaba sentada, podían parecer bonitas. No me miró nunca, ni siquiera una vez; yo, en cambio, no apartaba los ojos de ella.
Por fin llegó su turno; entró en el despacho del ayudante de dirección y estaría allí unos dos minutos; después salió, siempre con idéntica soberbia. Lo convenido era que el ayudante de dirección debía mirar sus fotografías y luego decirle:
—Señorita, puede que pronto la necesitemos… Esté preparada, una de estas mañanas la llamaremos.
Y nada más. Pero para ella era más que suficiente. La pobre chica que era cuando había entrado salía ya cambiada, en su fantasía, en una starlet o incluso en una estrella.
Me levanté yo también y la seguí por los pasillos largos y desnudos.
Caminaba sin prisas, erguida y muy digna, con sus bonitas piernas torcidas. Vaciló un momento en el cruce de dos pasillos, luego desembocó en el vestíbulo y salió a la calle. Los estudios se encuentran en la periferia, a lo largo de un camino medio de campo y medio de ciudad: a un lado estaban los campos, llenos de sol en esa mañana de octubre; al otro, grandes edificios populares, altos como torres, llenos de ventanas y de ropa tendida a secar. Ella andaba despacio a lo largo de los edificios; me di prisa para alcanzarla. Llamé jadeante:
—¡Ágata!
Me miró y luego pronunció entre dientes, casi sin volverse:
—Adiós, Gino.
Dije, de un tirón, como un lamento:
—Ágata, ¿por qué no quieres verme?… Te quiero tanto… ¿Por qué no me quieres?… Ágata, volvamos a vernos.
—Ya me estás viendo —dijo, encogiéndose de hombros.
—Ágata, ¿quieres casarte conmigo? —dije.
—Ni lo pienso —respondió, sin dejar de andar.
—¿Por qué?
Me preguntó, por toda respuesta:
—¿Qué haces ahora?
—Hago de doble, pero…
—¿Por qué te empeñas en querer ser actor? —continuó, con crueldad—. ¿No sabes que no tienes madera?… Haces de doble y quieres casarte conmigo… Pero, bueno, ¿me tomas por tonta?
—Ágata… —exclamé desesperado. E hice ademán de agarrarla por un brazo.
Se soltó en seguida, con una violencia que me ofendió. Perdí la cabeza y grité:
—Ser doble es mejor que nada… ¿Qué te has creído? ¿Que esta mañana te han telefoneado en serio? Soy yo quien ha hecho que te llamara el ayudante de dirección, para verte… A ti, querida mía, no te llamarán nunca para hacer nada, ni siquiera los ruidos de fondo.
Inmediatamente me arrepentí de haber hablado, pero ya era demasiado tarde. Comprendí, por su actitud, que me creía, y comprendí que con aquellas palabras había destruido cualquier esperanza de volver a verla. No dijo nada, no se detuvo, no perdió el color, no me miró: continuó andando despacio, tranquila, con el bolso bajo el brazo. Arrepentido, comencé a correr a su lado, suplicándole que me perdonase; pero ella, esta vez, hizo como si yo no existiera. Continuó en derechura, sin prisas, por la calle desierta, entre los campos y los edificios populares. Por último, viendo que no me hacía caso, me detuve en medio de la acera, para mirarla, mientras se alejaba. La desilusión debía haber sido terrible, pero no se traslucía más que en su modo de andar. Antes era lleno de satisfacción, pavoneante; ahora no era más que melancólico. Se podía deducir por cómo movía las piernas y mantenía la cabeza levemente inclinada hacia un hombro. Me dio pena y me pareció, de pronto, que nunca la había amado tanto. Abrí la boca como para llamar: «¡Ágata!»; pero, en ese momento, ella dobló una esquina y desapareció. Y yo me quedé con la boca abierta de par en par sobre la primera «a» de Ágata, ante la calle desierta.