En las narraciones referidas a los hechos de la infancia hay una suerte de complacencia dulce que siempre me disgustó. Imaginen mi perplejidad: ahora contaré una de esas historias. He aquí mis razones: contestan a dos preguntas que siempre me hacen: ¿cuál fue su primer recuerdo? ¿por qué escribe historias fantásticas?
Cuando yo era chico me llevaban a las plazas llamadas (por nosotros, al menos) «Las bicicletas» y «Las hamacas». La primera era la plaza que está entre las avenidas Sarmiento y Casares; la otra lindaba con el club KDT. En «Las hamacas» había (a más de hamacas) un tobogán y un trapecio; en «Las bicicletas» alquilaban bicicletas.
Un hecho tan extraño que a veces me pregunto si lo habré soñado ocurrió en «Las hamacas». El cuidador del lugar era un sordo muy sonriente y muy benévolo, por quien nos sentíamos protegidos. Yo tendría entonces cuatro o cinco años y, una amiga a la que llamábamos Baby, otros tantos.
Era un día muy luminoso. Estábamos sentados, Baby frente a mí, en una hamaca de vaivén, de tablas pulcramente blancas. Una chica un poco mayor que nosotros, Margarita, con golpes casi rítmicos, nos hamacaba. En algún momento, sin duda, se cansó de ser juiciosa; en todo caso, apresuró sus golpes y nos hamacó frenéticamente. El vaivén fue tan feroz que dejamos de ver el lugar y la gente que nos rodeaba. Cuando por fin la hamaca se detuvo, nuestra satisfacción duró poco: la luminosidad había desaparecido; diríase que era el atardecer; aterrados, vimos a dos individuos mal entrazados, que amenazadoramente (o así nos pareció) venían hacia nosotros. En ese momento el sordo apartó a Margarita de la hamaca y con mano firme la puso de nuevo en frenético vaivén. Por un momento nos asustamos, pero cuando el sordo permitió que la hamaca se detuviera, de nuevo brillaba la luz del día y habían desaparecido los facinerosos.