Mi hermano Pedro es mujeriego; yo milito en las Brigadas pro Moralidad y Familia. Hay que admitir que Pedro tiene mucha soga: no me guarda rencor por mis continuos reproches; confieso también que, por mi parte, los reputo justificados. Aunque lo quiero fraternalmente, me percato de que su pretensión es desmedida. Se considera mago. Así, como lo oyen: mago. En mi opinión no es más que un prestidigitador bastante mediocre.
En nada nos parecemos, pero nos llevamos bien. Compartimos un departamento de dos habitaciones. El día en que lo compramos, tiramos a la suerte para resolver qué habitación le tocaba a cada uno. A mí me tocó la del frente; a Pedro la del fondo.
Un día Pedro apareció con una cabrita blanca. La idea de tener un animal en casa no me alegró; pero me disgustó de veras cuando esa misma tarde fui al cuarto del fondo y vi a Pedro con la cabrita en brazos. Le observé:
—Hay que poner un límite en toda relación con los animales.
Pedro me aseguró que su cabra no era un animal, sino una persona. Recuerdo sus palabras:
—Una señorita hecha y derecha. Eso es lo que es.
De regreso a mi cuarto, admito que estaba abatido. ¿Una depresión? ¡Qué vergüenza! Como era inevitable, llegó el día en que me repuse. El brigadier que hay en mí resucitó y me dijo que yo debía velar por la salud moral de mi hermano. Resuelto a cumplir ese deber, volví a la habitación del fondo. Encontré a Pedro sentado en el borde de la cama, abrazando a una señorita que por las facciones de su rostro recordaba una cabra. Mi hermano, sin soltar su abrazo, exclamó:
—Ahora ¿qué opinas? ¿Merezco algún reproche? Yo te lo dije: ¡Es toda una señorita!