PAÍS RELATO

Autores

adolfo bioy casares

una competencia

Como ustedes lo saben, yo siempre he querido vivir largamente. Por eso, con el pretexto de que trabajo en Última Hora, visité a Eufemio Benach, en ocasión de su cumpleaños número ciento cuatro.
El famoso viejo (famoso por el momento, supongo) me recibió en su biblioteca, entre muy altos anaqueles atestados de libros. No pude reprimir la pregunta más obvia:
—¿Los ha leído a todos?
—A casi todos —admitió con un suspiro.
Una súbita inspiración me arrebató y hablé en tono declamatorio:
—A lo mejor mi exaltación le parece ridícula… pero no me negará ¡usted exprimió el jugo de la vida! Para mí, quien lea del principio al fin este montón de libros, hará de cuenta que viaja por infinidad de países, todos diferentes y todos maravillosos.
El hombre me miró con una expresión de picardía boba, un poco infantil, y dijo:
—Me alegro de que opine así. Ahora bien, permítame que no le oculte la sospecha que tengo: a usted lo trae el afán de sonsacarme el secreto de mi longevidad. No se inquiete. Lejos de estar enojado, le ofrezco en venta mi biblioteca.
Sin poder contenerme, exclamé:
—¿Para qué la quiero?
—En ella encontrará el secreto que busca.
Sobreponiéndome a un pequeño desconcierto, observé:
—Ni siquiera sé el precio que usted pide.
Respondió en seguida:
—El que yo pagué. Ni un peso más, ni un peso menos.
Cuando conseguí que dijera la cifra, quedé alelado. Con un hilo de voz inquirí:
—¿Y pone condiciones?
—Las que yo tuve que aceptar. Me parece lo más justo. Recuerde que en uno de estos volúmenes usted encontrará la revelación del secreto; yo no le diré en cuál.
—¿Se puede saber por qué? —exclamé desconcertado.
—Porque a mí no me lo dijeron.
Comprendí que estaba en sus manos; pero como la vida vale más que la plata, al día siguiente me resigné a traspasarle poco menos que la totalidad de los bienes de mi modesta fortuna.
Un viernes 13, una empresa de mudanzas trajo la imponente biblioteca a mi vieja casona de la calle Rondeau. Acomodarla fue tarea que duró una semana. Llegó por fin la hora de emprender la lectura. Aparté al azar unos cuantos volúmenes, los apilé sobre la mesa, me arrellané en mi sillón preferido, encendí la pipa, calcé los anteojos y, pasando vertiginosamente de la placidez al espanto, fui leyendo esta sucesión de títulos:
Sermones y discursos del Padre Nicolás Sancho.
Esperando a Godot de Samuel Beckett.
Ser y tiempo de Heidegger.
La nueva tormenta de Bioy Casares.
Cartas a un escéptico de Balmes.
Ulysses de James Joyce.
Museo de la novela de la Eterna de Macedonio Fernández.
El hombre sin cualidades de Musil.
Aterrado grité lastimeramente:
—¿Serán todos como éstos? ¡Nunca podré leerlos! ¡Prefiero suicidarme!
Corrí al teléfono y llamé a casa de Benach. Me dijeron que el señor se había ido a Europa.
Como un sonámbulo, volví sobre mis pasos. Ya un poco entonado, me dije: «Para conseguir algo bueno hay que pagarlo. Hoy empieza la gran competencia. Veremos qué llega antes… la revelación del secreto o mi muerte».