Avellaneda, 1º de enero. Emprendo la redacción de este diario, para dejar constancia del período excepcional que estoy a punto de vivir. Tras un viaje, sobre el que no me hago ilusiones, recibiré un premio: siete días en Mar del Plata.
Vivo en una zona residencial de Avellaneda, a unos pasos de la casa de mi tío Emérito, situada en los fondos del corralón de su propiedad. En ese dilatado terreno se amontonan desordenadamente materiales de construcción y artículos rurales.
Entre los miembros de mi familia únicamente yo cumplo con la obligación, no siempre grata, de visitar a mi tío Emérito. Basta que yo esté sin dinero y con disposición de comer a cuerpo de rey, para que me presente en su casa, a la hora del almuerzo. Inútil negarlo: después de alternar un rato con mi tío, me inclino a pensar que la bondad y la sonsera andan juntas.
No creo que la vida de Emérito sea interesante. Sin duda los domingos y los días de fiesta pasa por sus mejores momentos. Entonces se lo ve recorrer muy despacio la avenida Montes de Oca, de la Capital Federal, empuñando el volante de su Hudson Super-Six, modelo 1927.
Avellaneda, 5 de enero. Por fin el viaje a Mar del Plata es cosa resuelta. Le expliqué a mi tío que yo podía ser útil en caso de pinchaduras de neumáticos. Inmediatamente no lo convencí, pero luego de una discusión en tono civilizado, se avino a llevarme.
Avellaneda y Chascomús, 8 de enero. Para cumplir la orden de mi tío, a las cuatro de la madrugada, me presento, sonámbulo, en su casa. Poco antes de la partida, mi tío me pone en un bolsillo un billete de cincuenta pesos y aclara, quizá innecesariamente: «Para los gastos menores de nuestra temporada en Mar del Plata».
El viaje resulta penoso; mucho peor de cuanto yo preví. A cada rato mi tío detiene el Hudson, me invita a bajar y, en cuclillas, sobre un poncho desplegado en el suelo, interminablemente mateamos y mordemos panes de la víspera, por cierto duros. La máxima velocidad alcanzada, en ese primer tramo del viaje, es de veinticinco kilómetros por hora.
Después de admirar la famosa laguna, cenamos y dormimos en un hotel de Chascomús. En mi sueño entreveo a una mujer de pelo negro y de ojos grandes que me parece muy atractiva. Debió de serlo, porque desperté con nostalgia de haber vivido momentos maravillosos.
Castelli, 9 de enero. Me pasó algo increíble. Anoche volví a soñar con la mujer de pelo negro. Desperté con la impresión de que ella me había acompañado durante buena parte de la noche.
Dolores, 10 de enero. Mi tío y yo comimos opíparamente. Me retiré a mi pieza a dormir y en un sueño vi un grueso cortinado rojo; alguien desde atrás lo entreabría y se asomaba: era ella. No ocultaré que esa aparición me gustó; pero no se alarmen: soy el mismo de siempre y juro que no hay mujer, soñada o verdadera, por la que yo pierda el control. Por otra parte es evidente que nada ni nadie me obsesiona: aprecié como corresponde la excelente comida que nos dieron en el hotel de aquí y unos duraznos merecedores del más alto elogio.
Maipú, 11 de enero. Ya no me quejo de ese viaje en etapas que impone tío Emérito. Noche a noche sueño con ella y, además… ¿Me atreveré a decirlo? ¡Creo que la conquisté! ¡Soñé que la tenía entre mis brazos! Lamentablemente no me permitió otras libertades, pero puedo jurar que la vi sonreír complacida. Me pregunto si no se resistió por la aparición en mi sueño de una tercera persona, un testigo: mi tío Emérito, con la misma traza de siempre: blanca gorra de paño con prominente visera, camiseta sin mangas, de la que emergen brazos demasiado flacos, pantalones que no alcanzan a cubrir tobillos desnudos por la falta de medias en los pies, holgadamente calzados en zapatos deportivos, en parte blancos y de puntera negra.
Coronel Vidal, 12 de enero. En algún sueño, en etapas anteriores, creí que la mujer me sonreía. Sonreía al ver a mi tío, con su ridículo atuendo. En cambio, qué lejos de sonreír quedé yo después del sueño de anoche: mi tío, con fuerza y agilidad juveniles, cargaba en brazos a la mujer, la acomodaba en el Hudson… Sin poderlo evitar, los vi partir… Se despedían agitando alegremente las manos.
Hasta que se perdieron de vista no desperté. Me dije: «Un sueño horrible» y recapacité: «Menos mal que sólo fue un sueño». Me levanté, me vestí y, forzándome para no correr, fui al cuarto de mi tío. Allí no había nadie. Entonces busqué al patrón del hotel, un viejo achacoso que me dejó absorto por lo que dijo: «Hoy a la madrugada, tempranito, su amigo se fue en ese auto que tiene». Quién sabe lo que el patrón vio en mi cara, porque se apresuró a poner en claro: «No se preocupe. Usted no me debe la cuenta. Su amigo pagó las dos habitaciones. Lo que me dio que pensar es que se fue acompañado por una mujer que yo veía por primera vez. No era fea, créame, se parecía a una actriz de cine que me gustaba mucho —yo fui aficionado al cine en los años de mi juventud—, se parecía a una tal Evelyn Brent».
Quise hablar pero no pude. Llevé la mano a un bolsillo y encontré un papel arrugado. Era el billete de cincuenta pesos que me dio mi tío. «Menos mal» murmuré. «Tengo plata para tomar un ómnibus y volver a casa». Me había sobrepuesto. Sin embargo ese hotelero estúpido me dijo: «¿Qué le pasa? ¡Tiene una cara! ¿Puedo hacer algo por usted?».