En La Colorada, un caserío del sur de la Provincia de Buenos Aires, el joven Lorenzo García Gaona, un poco sordo pero pletórico de juventud, salió de la fresca penumbra del cuarto donde había dormido la siesta en brazos de Paula, una mucamita. Sin notar el rigor del sol de las tres de la tarde de ese implacable verano exclamó: «¡Qué bueno!». Con esas palabras expresaba las ganas de vivir que estaba sintiendo.
Su padre, dueño de la casa de ramos generales de La Colorada, apareció en ese momento y dijo:
—Desde tiempo atrás ando con ganas de que tengamos una conversación en serio, vos y yo.
—Ahora mismo, si te parece —respondió el muchacho.
Observó el padre:
—He pensado que ya es hora de que te cases.
—De acuerdo —convino Lorenzo.
El padre sentenciosamente explicó:
—Para que tengas hijos y no desaparezca el apellido.
Lorenzo afirmó en el acto:
—Hago mía tu preocupación.
—Correcto. ¿Has pensado con quién vas a casarte? Quiero creer que no será con esa chica Paula, muy buena, desde luego, pero…
—¿Cómo se te ocurre? No, padre querido: para casarme he pensado en Dominga Souto.
—Yo aplaudo. Perfecto, perfecto.
—No te oí bien. ¿Has dicho que Dominga Souto es perfecta? No comparto la opinión, padre querido. Encuentro que Dominga es bastante fea y algo boba, a lo que debemos agregar que por un defecto en las cuerdas vocales, o por alguna otra causa, habla de un modo rarísimo. Pero, sobre todas las cosas, yo diría que es una gran señora y que será una esposa envidiada por el vecindario.
—Estoy orgulloso de ti, hijo mío —declaró el padre.
Se casó Lorenzo con Dominga y, por extraño que parezca, no fue demasiado feliz en su vida conyugal. El descontento de vivir junto a una mujer poco agraciada y estúpidamente altanera creció en Lorenzo cuando el dueño de una prestigiosa estancia de la zona reconoció, al morir, que Paula era su única hija y, por ello, su heredera.