PAÍS RELATO

Autores

adolfo bioy casares

un amigo insólito

En los años de la crisis yo era muy joven, estaba muy pobre y buscaba trabajo. Nunca olvidaré la mañana en la que leí en el diario un aviso por el que se pedía un casero para un edificio desocupado. Los interesados debían concurrir a una oficina del octavo piso de una casa de la Avenida de Mayo.
Recuerdo que mi visita a esa oficina duró menos de cinco minutos. Por increíble que parezca, sin pedirme certificados de trabajo ni recomendaciones, me contrataron. En seguida me condujeron al palier. Mientras esperábamos el ascensor me presentaron al ordenanza que al día siguiente me acompañó al edificio en cuestión.
Me bastó con ver el edificio para saber por qué cerraron trato conmigo tan apresuradamente: era el Palacio de las Águilas, casa famosa por ser la única en Buenos Aires habitada por fantasmas. Me dije que la intención de los señores de la Avenida de Mayo fue hacerme caer en una trampa; es claro que ellos no podían saber que yo no creía en fantasmas y que por mi pobreza hubiera aceptado trabajos realmente peligrosos.
En el caserón de la Avenida Vértiz me hallé tan a gusto que mi sola preocupación fue que un día llegara gente con intenciones de comprarlo o alquilarlo. Para espantar a esos indeseables concebí un plan bastante pueril. Con una sábana, que guardé expresamente en mi cuarto, los recibiría disfrazado de fantasma.
Es quizá necesario aclarar que todas las mañanas, a las once, llama a mi puerta un viejo verdulero que recorre el barrio con un carrito tirado por un caballo más viejo que su dueño. Por esa razón, los otros días, cuando a las once sonó el timbre, abrí confiadamente la puerta.
No haberlo hecho. Me encontré con una pareja de viejos babosos que venían a ver la casa con la intención de comprarla. Entonces sucedió algo inesperado. No sé qué me incitó a volverme, pero lo cierto es que atónito vi cómo, desde el fondo de la casa, avanzaba hacia los recién llegados un blanquísimo fantasma. A un tiempo huyeron los posibles compradores y yo pensé, con disgusto, que en algún cuarto del caserón había estado oculto un desconocido. Oí entonces una carcajada y una apagada voz que me decía:
—Nosotros dos en esta casa lo pasamos bien. Usted no me molesta y yo no lo molesto. Confíe en mí: haré cuanto pueda para que no entre nadie.
Mientras el interlocutor se alejaba, me asomé a mi cuarto. Lo primero que vi fue la sábana blanca.