PAÍS RELATO

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adolfo bioy casares

la colisión

Como todos, Villanueva sólo hablaba de la colisión, pero a los pocos días, por increíble que parezca, la olvidó, o pocos menos. Diríase que ese pavoroso fenómeno ya participaba del orden de las cosas y que mencionarlo era propio de gente de mal gusto. No faltaron, sin embargo, cobardes que volaron a Lucio, un asteroide cercano, una Tierra en miniatura. Entre ellos, algunos negaban que su partida fuera una fuga; explicaban que en Lucio todo estaba por hacerse y que había trabajo para gente emprendedora.
Cuando el borde del agujero provocado por la colisión llegó a los alrededores de Río de Janeiro, absorbió a un gran número de habitantes de las favelas. El tema volvió a la primera plana de los diarios y, por cierto, a la atención de la gente. Era indudable, en contra de lo aclarado por las autoridades, que el agujero abierto en la corteza de la Tierra no se mantenía invariable, fijo: se agrandaba, si no rápidamente (como sostenían algunos), de un modo gradual y día a día acelerado. Villanueva dio entonces una prueba de valentía: no hizo nada para conseguir asiento en los aparatos que transportaban fugitivos al asteroide. Un amigo, antes de partir, le preguntó por qué se quedaba. Contestó: «En el asteroide, me dicen, nada se consigue fácilmente. Hasta falta el aire necesario para respirar. La gente anda con máscaras pesadas, que transforman en aire la atmósfera de allá arriba».
Cuando los bordes del boquete llegaron al Chaco, ya nadie dudó de que un día cercano (si la Tierra no se destruía antes) llegarían a Buenos Aires.
Como todos los rezagados, Villanueva decidió partir y tomó su asiento en el último viaje al asteroide.
Una muchacha con quien tuvo, en épocas lejanas, un amorío, llegó a la aeronave cuando ya no quedaba un lugar libre. Al verla llorar, Villanueva no titubeó: bajó de la aeronave y le cedió su asiento. Dos de los viajeros conversaron durante el vuelo.
—Qué valiente —dijo uno—. Debió de quererla mucho para cederle su lugar.
—¿Vos creés? —replicó el otro—. Quién te dice que no temiera irse a lo desconocido. A lo mejor prefiere quedarse en su casa, esperando una amenaza que tal vez no se cumpla. Yo lo comprendo y, si me apurás un poco, lo envidio.