PAÍS RELATO

Autores

adolfo bioy casares

la cara de una mujer

Soy un experto en cafés. Todo pretexto es bueno para que yo aclare, a quien quiera oírme, en qué ciudades hay cafés y en qué ciudades, para disgusto de gente como yo, no los hay. De modo que no es extraño que, encontrándome en el desolado paraje conocido como Punta Blanca, haya entablado relación amistosa con el sujeto que atiende el café del lugar. Ese individuo, el propio patrón en persona, me refirió la historia que en seguida paso a contarles.
Punta Blanca, minúsculo poblado en que acaba una pista de esquí, consiste en un corto número de casas de madera: las de cuatro o cinco pobladores del lugar; el café, donde el esquiador retempla su cuerpo; la estación terminal del alambre-carril, adonde se llega desde la cima y de donde se parte hacia ella.
Una tarde en que yo estaba en el café con mis dos mejores amigos, Joaquín Moreno padre y Joaquín Moreno hijo, pregunté al patrón adónde iría a parar el esquiador que, sin desviarse a la izquierda, hacia Punta Blanca, siguiera por la derecha al descenso.
El patrón, que es el más viejo poblador del lugar, dijo:
—Si nos atenemos a la cartografía, hay una serie de pendientes que por último desembocan en un lago tan profundo como el de los Horcones.
Joaquín Moreno padre exclamó:
—Hijo mío, espero que nunca te aventures por ahí.
—No te preocupes —respondió el hijo—. Por lo demás no entiendo por qué tiene mala fama esa pendiente.
En este caso el amor paternal vio claro. Joaquín Moreno hijo un día se largó con sus esquís por la pendiente peligrosa. Diríase que desapareció; se lo dio por muerto. Cuando por fin volvió a Punta Blanca, esto es lo que habría contado:
En cada una de las pendientes aumentaba la velocidad del descenso; con la esperanza de no precipitarse en el lago que había allá abajo, procuró mantener el sesgo hacia la derecha. Llegó así a una planicie y, en seguida, a una inesperada ciudad, donde lo capturaron guardias que hablaban un idioma desconocido. Sin escuchar sus protestas, que parecían no entender, lo condujeron a un tribunal, donde un juez lo recibió amablemente. Muy pronto, sin embargo, ordenó con ademanes furiosos que se lo llevaran. Lo encarcelaron. La celda que le tocó estaba en un lugar supervisado por una mujer policía, cuyo nombre sonaba como Brunilda o algo así. Desde los primeros momentos la consideró estricta pero justa.
No es frecuente, pero tampoco del todo inusitado, que entre el preso y el carcelero se establezca una suerte de amistad. Las dificultades de entenderse, el intento de cada uno de enseñar al otro el nombre que en su idioma tenían las cosas, no irritaba a la tal Brunilda ni a Joaquín Moreno; los divertía. Acaso la explicación de todo esto es que estaban destinados a quererse. Tanto es así que llegó el día en que Brunilda urdió un plan para que Joaquín Moreno huyese de la cárcel y de la ciudad; de suerte que una madrugada el patrón del café de Punta Blanca abrió la puerta a Joaquín Moreno, que llegaba exhausto de tanto escalar y muy hambriento.
Mientras el recién llegado desayunaba, el patrón llamó a Joaquín Moreno padre. No tardó en llegar el viejo y en abrazar por fin a su hijo que estaba tan emocionado como él.
Duró poco la felicidad. El hijo, con los ojos cerrados o abiertos, veía la cara de esa Brunilda. Pronto se convenció de que no quería vivir sin ella. Para ir a su encuentro calzó los esquís y se lanzó hacia abajo por la pendiente que lo llevaría a la ciudad donde lo habían encarcelado.