Desde 1940 hasta el infausto día de su muerte mantuve con Evaristo Cárdenas —quien me legó su modesta casa y la totalidad de sus inventos— un trato diario por demás amistoso.
Cárdenas, hombre industrioso, fue el alma de la Sociedad de Fomento, que funciona en el cine Ítalo-Argentino. Me consta que jamás recibió la menor retribución pecuniaria por su trabajo para el mantenimiento de ese local.
Para no demorarme en prólogos, recordaré que Nicanor, el hermano que sobrevive a Evaristo, dedicó, desde sus años juveniles, afanes y entusiasmos a la política y que en el limitado marco de nuestra ciudad, alcanzó el cargo de concejal, entre otras satisfacciones no menos honrosas.
Hará cosa de un mes Nicanor me visitó para comunicarme que abrigaba el propósito de mostrar en un acto solemne algún invento de su hermano. Me dijo:
—Cuanto más espectacular, mejor. No sé si me explico.
Tras afirmar que se explicaba perfectamente, derramé lágrimas jubilosas y me puse a su disposición.
Con alguna impaciencia respondió:
—Entre los inventos de mi pobre hermano ¿alguno puede calificarse de espectacular?
—Por cierto —me apresuré a decirle— el de recuperación…
No me dejó concluir la frase. Me dijo que no tenía tiempo de oír explicaciones y que le bastaba mi afirmación de que el invento era espectacular.
—Lo es —exclamé—. Ya lo verá usted mismo.
El día del acto, no cabía una persona más en el paraninfo de la Sociedad de Fomento. En el estrado, cara al público, estábamos Nicanor Cárdenas, la máquina de recuperación de conversaciones cubierta por un paño negro y yo. En su largo discurso, Nicanor declaró que él y su hermano, aunque persiguiendo metas diferentes, fueron siempre muy unidos. Cuando anunció que a continuación yo pondría la máquina en funcionamiento para traer del pasado la voz de su querido hermano muerto, el público, emocionado, contuvo la respiración. La tensión del momento se convirtió en risas de alivio, cuando, en lugar de la voz de Evaristo, se oyó la de uno de sus peones que decía:
—Señor, aquí le traigo el trapo de piso.
Tras renovados intentos, conseguí atrapar la voz de Evaristo. Hablaba éste con algún amigo, a quien en determinado momento dijo:
—Mi hermano fue siempre voraz. Desde chico no se conformaba con su chuleta, sino que se comía la que me estaba destinada. Quizá por ello mereció el nombre de Chuleta.
El público echó a reír. A quien no le hizo gracia la anécdota fue a Nicanor. Pálido como un muerto, me clavó los ojos con odio. Desde entonces temo que me visiten sus matones y que pretendan destruir la máquina.