PAÍS RELATO

Autores

adolfo bioy casares

esclavo del amor

Usted lo sabe muy bien: a lo largo de toda la vida tuve una marcada predilección por Aurora Hertog. No me importa que algunos digan que ella me dominó siempre. Soy el primero en admitir que aconsejado por Aurora vendí mi casa: pero estoy seguro de que en su momento la decisión pareció atinada. Me hice de una considerable suma de dinero, lo que da libertad de acción, y puedo afirmar que entonces no me faltó vivienda, porque me mudé a casa de Aurora.
No me ciega el amor. Por dolorosa que sea, acepto la realidad. Me resigno a la idea de que Aurora tenga un amigo que para ella no cuenta menos que yo. El sujeto se llama Paul Moreno. Si usted pregunta por qué Paul y no Pablo, no sabré contestar.
En mi cuarto, en casa de Aurora, hay todo lo que necesito: una cama, una mesa, varias sillas, un ropero. Este voluminoso mueble tiene tres puertas; la del centro es un enorme espejo.
Hace poco sobrevino un hecho tan angustioso como inesperado: Aurora desapareció. La busqué incansablemente, pero en vano. Estuve tristísimo y, no puedo negarlo, perplejo. Yo no tenía casa. Sin Aurora mi presencia en su casa era difícil de justificar. Parientes de mi amiga me lo señalaban de modos por demás diversos, pero siempre ofensivos.
Fui quedándome en casa de Aurora por las razones que mencioné y porque no podía considerar que mi amiga hubiera muerto. Había desaparecido y, cuando alguien desaparece, uno espera que vuelva.
Sentado frente al espejo, pasaba los días pensando en Aurora. En algún momento me dije: «Tenía una personalidad tan fuerte, que me cuesta admitir que haya muerto. No niego que me dominara, pero a su lado he sido feliz».
Una tarde en que yo estaba, como de costumbre, sentado frente al espejo, levanté distraídamente los ojos y vi mi imagen reflejada. De pronto, muy sorprendido, advertí que otra imagen se asomaba detrás de la mía. Era el queridísimo rostro de Aurora. Con una sonrisa triste, ella dijo:
—No basta que uno quiera. Hay que probarlo.
—Yo te adoro —protesté.
—Si fuera así, vendrías acá para estar conmigo.
—¿Dentro del espejo? —pregunté asustado.
—Dentro del espejo.
Lastimosamente dije:
—No sé cómo entrar.
—Eso es muy fácil —exclamó una desagradable voz de mascarita, que por cierto no era la de Aurora; se asomaba sonriente la cara de Paul Moreno, ese personaje ridículo al que en alguna época tuve por rival.
—¿Qué hago? —pregunté con un hilo de voz.
—Entre por aquí —Moreno indicó el centro del espejo—. De una vez por todas, anímese.
Aurora dijo:
—No me hagas esperar.
Al oír su voz comprobé con angustia que el centro del espejo cedía a mi presión y que no era impenetrable.