El psiquiatra me preguntó:
—¿Usted es el hermano?
—El medio hermano —aclaré.
—¿Se llevaban bien los dos?
—Perfectamente. Yo pasé mi juventud a su cargo. Jacinto era conocido entonces como el nuevo Houdini y fue famoso en el circo. Su especialidad era desatarse de cualquier atadura. Los tiempos cambian. Desde que Jacinto llegó a la vejez, lo tengo a mi cargo. Esto me parece muy justo. Para que viva confortablemente lo instalé en un hotel.
El psiquiatra ordenó:
—Diga el nombre del hotel.
—Washington. Está en la calle Las Heras.
—A corta distancia del Jardín Zoológico —observó el psiquiatra.
Repliqué:
—Y de Plaza Italia. Frente al Botánico.
—En ese hotel, según entiendo se desarrollaron los hechos.
—Sí. La pesadilla. Le haré un poco de historia. Instalado ahí, Jacinto parecía conforme, pero muy pronto me dijo que no se hallaba a gusto en su cuarto. Hablé con los señores de la Recepción y, sin inconveniente, lo mudamos a otro cuarto. No pasó allí mucho tiempo. Tuve quejas de la nueva habitación, que estaba en el tercer piso, y lo mudamos a otra, en el noveno. Esta manía de encontrar defectos a las habitaciones me irritó bastante, no lo niego. Cosas de la edad, me dije resignadamente.
—Y ya instalado en el noveno, su hermano…
—Medio hermano.
—Su medio hermano ¿se mostró conforme?
—De ninguna manera. Pretendió que lo cambiara de hotel. Por mi parte le hice ver que en ningún otro íbamos a encontrar señores de la Recepción tan complacientes como los del Washington. Le dije: «Sin la menor protesta te cambiaron de habitación cada vez que por un simple capricho, lo quisiste». Al oír la palabra «capricho» mi hermano reaccionó como si hubiera recibido una descarga eléctrica. «Por un simple capricho, no» protestó. «Entonces ¿por qué?» le dije. «Quisiera saberlo». Mi hermano me reprochó: «¿Nunca te preguntaste por qué razón con tal de no volver a mi cuarto yo era el último cliente en retirarse del restaurante del hotel después de las comidas y por qué, mañana, tarde y noche pasaba las horas en el salón de la planta baja o salía a caminar por el Jardín Botánico, a veces bajo la lluvia?».
Me pareció que si continuaba la discusión desembocaríamos en un altercado, así que le dije que haríamos lo que él quisiera, y agregué: «Dejemos todo como está. Si mañana me pides que te busque otro hotel, así lo haré. Prometido». Dicho esto, suspiré con satisfacción.
El psiquiatra preguntó:
—¿Qué le contestó su hermano?
—Que no le quedaba alternativa: debía volver a su cuarto. A continuación me preguntó: «¿Sabes lo que hay en mi cuarto?». Cuando le contesté que no, muy calmosamente dijo que en el cuarto…
El psiquiatra concluyó la frase:
—Había un león.
Creo que entonces comenté que aceptar que mi hermano estuviera loco era para mí una gran tristeza. El psiquiatra preguntó:
—¿Loco? ¿Sabe usted que alguien del personal del piso declaró que oyó un rugido?
—El Jardín Zoológico no está lejos —repliqué.
Sin hacer caso de lo que dije, el psiquiatra formuló otra pregunta:
—¿Y sabe que las heridas que presenta el cuerpo de su hermano, según el especialista que lo atiende, son del tipo de las que deja un león en el cuerpo de su víctima? Lo que parece inexplicable es que el león no lo matara, que su hermano se haya sustraído de sus garras.
Dije:
—No por nada cuando trabajaba en el circo tuvo fama de ser un nuevo Houdini.