Cuando nos vemos —lo que no ocurre frecuentemente— el misterioso e inventivo Selifán me da irrefutables pruebas de afecto. «Soy tu mejor amigo» alguna vez me dijo con no sé qué fundamento «pero ni siquiera te molestas en viajar a La Plata para verme». Por su parte ríe con afabilidad si le contesto: «Vos tampoco para verme te molestás en venir a Buenos Aires». Sin embargo, debo admitir que sólo a mí confió el secreto de Adalberto, su hijo.
Este joven, elegante, pero tieso como un maniquí, había cursado sin dificultad los estudios primarios, secundarios, terciarios y por cierto se recibió de ingeniero, con medalla de oro. A los veinte años contrajo matrimonio y se divorció al poco tiempo.
Confieso que la historia de su «hijo» Adalberto primero me pareció increíble y, cuando comprendí que era verídica, desconcertante.
Una tarde, a eso de las cinco, Selifán me llamó por teléfono. Nuestra conversación fue, palabras más, palabras menos, como sigue:
—Quiero verte —dijo.
—¿Cuándo?
—Hoy mismo —contestó.
Le pregunté:
—¿Dónde estás?
—En Buenos Aires —dijo—. En la confitería Ideal.
Comenté risueñamente:
—La montaña vino a mi encuentro.
—No lo tomes a la broma. La situación es grave. Como no quiero que la sorpresa te obnubile, preparate para entender, por extraño que sea, lo que vas a oír.
Sin demora me largué a la confitería. Esto es lo que Selifán me dijo:
—Adalberto no es un hijo que tuve con alguna amante. Es el queridísimo hijo que en mi laboratorio fabricaron mis propias manos. Adalberto es un hombre prácticamente completo, sin aparato reproductor. ¿Por qué no se lo pusiste?, me preguntarás. Porque no puede uno abarcarlo todo. Creo que ya es bastante lo que hice. Y perdoname que agregue: Nunca me figuré que sólo por eso una mujer, por vulgar y materialista que fuera, lo abandonaría.