PAÍS RELATO

Autores

adolfo bioy casares

amor y odio

Mi relación con los hermanos Millán se extiende por buena parte de mi vida. Recién recibido de abogado les gané un pleito. Entiendo que los Millán quedaron en una mala situación económica.
Años después, en un torneo interclubes de tenis, creo que en un partido con un club de Avellaneda, me tocó jugar contra los Millán. Nos ganaron. Cuando tomábamos el tradicional té de los interclubes, para mi sorpresa los encontré simpáticos; más extraño aún: debí de caerles bien, porque al poco tiempo me invitaron al casamiento de uno de ellos. Por esos años mi vida entró en un período bastante monótono. Yo pasaba los días en la agencia inmobiliaria, en la plaza de San Isidro, y las noches, en casa, en el Tigre. En uno y otro sitio me acompañaba un amigo: mi perro Don Tomás, un ovejero belga tan inteligente que según la opinión general «solo le faltaba hablar».
Un golpe de suerte quebró el ritmo de mi vida. En un sorteo salí premiado con un viaje a Europa.
Los Millán me habían encargado que les buscara una casa. Ninguna de las que les ofrecí en venta les convino. Se me ocurrió entonces preguntarles si no querían ocupar la mía, mientras yo estuviera en el extranjero. Aceptaron. «Eso sí» aclaré «con la casa les dejo a Don Tomás, porque es muy engorroso llevar un perro en un viaje». Me prometieron cuidarlo como si fuera mi propio hijo. Pensé que no hay nada tan honroso como la amistad que proviene de una disputa.
A mi regreso llamé por teléfono, desde mi oficina, a los Millán. Los noté mal dispuestos a dejar la casa. Les dije: «De acuerdo. Quédense hasta la semana que viene». Confieso que me olvidé de preguntar por mi perro.
En mi diminuta oficina yo no tenía cama ni diván en que dormir. Compré un catre. Estaba pensando que tal vez hubiera lugar para el catre si yo empujaba el escritorio contra una pared, cuando apareció, en estado lastimero, el perro Don Tomás. Se arrojó a mis pies. Me miró con ojos tristes, ladeó, levantó hacia mí su largo hocico y con evidente esfuerzo movió la boca. Asombrado pensé que trataba de hablar; ya atónito oí las palabras que el perro laboriosamente articuló: «Los Millán. Tu casa». Como si el esfuerzo lo hubiera agotado, el perro dejó caer la cabeza contra el suelo. Tuvo un estremecimiento. Al rato murió. Pasé unos minutos al lado de mi único amigo en este mundo; pero como recapacité que el perro había muerto debido al esfuerzo de prevenirme sobre algo grave, relacionado con mi casa, me largué al Tigre. Cuando llegué era de noche. Desde el andén de la estación vi en el cielo un resplandor rojo. No me pregunten qué pensé: eché a correr y encontré la casa envuelta en llamas.