Florence Kinsay corría por los pasillos del Centro de Investigación Avanzada con las mejillas encendidas. Los que se cruzaban con ella, doctores con batas blancas, ayudantes despistados, personal de administración, se detenían a observarla, asombrados. No era habitual que nadie corriese de ese modo por las instalaciones del Centro a menos que hubiera amenaza de terremoto o alguna catástrofe por el estilo.
Estuvo a punto de tropezar con un bot de limpieza, que se afanaba en recoger las pelusas de un rincón del corredor. Empujó sin detenerse la puerta de doble batiente que daba paso a la zona de los despachos (pensando demasiado tarde que, si hubiera habido alguien intentando abrirla desde el otro lado, le hubiera golpeado en las narices), y llegó, por fin, hasta el despacho 223. Entró como un vendaval sin llamar ni esperar respuesta.
—¡Lo tengo! —gritó sin resuello—. ¡Lo he… encontrado!
Un hombre entrado en años la miró desde el otro lado de una mesa abarrotada de papeles. El doctor Emilio Alba era lo bastante mayor como para haber crecido en la época del papel de celulosa, y ahora, decía, estaba demasiado habituado a él como para abandonarlo. También le gustaba usar otros artefactos primitivos, como los teclados de ordenador mecánicos o las gafas de media luna que se colocaba en la punta de la nariz para corregir su presbicia.
—¿Lo tienes? —preguntó mirando por encima de los cristales—. ¿Estás segura?
—Completamente, doctor.
El doctor Alba miró a Florence. El rubor aún era visible en los pómulos oscuros de la joven. Tras un momento de desconcierto, el hombre apartó de un manotazo varios papeles amontonándolos en un rincón de la mesa para rescatar el teclado del fondo del caos. Pulsó una combinación de teclas y la pantalla holográfica se iluminó suspendida unos centímetros por encima del escritorio.
—Muéstramelo —pidió.
Florence se colocó al lado del profesor y comenzó a mover las manos en el aire, accionando iconos, arrastrando símbolos, asignando valores a los parámetros. El contenido de la proyección fue cambiando hasta llegar a una tabla de resultados numéricos.
—Aquí está —dijo Florence.
El doctor Alba repasó varias veces la tabla de arriba a abajo, con un ligero temblor en el mentón que podía deberse a la emoción o a que estaba leyendo en voz baja las hileras de números.
—Por encima de 120 kilohertzios, como habías supuesto —asintió al fin.
—Sí, doctor.
El doctor Alba miró a Florence. Su boca estaba entreabierta en una expresión de asombro. Por un instante no supo qué decir. Al fin, chasqueó la lengua, una sonrisa asomó a su arrugado rostro y dijo:
—Ahora sí que nos hemos metido en un buen lío.
* * *
Florence estaba acostumbrada a hablar en público: había participado como ponente en muchos congresos, desde luego, por no mencionar las clases en la universidad, que venía impartiendo desde hacía cinco años. Pero aquello era distinto. No podía quedarse quieta en el asiento. Movía la pierna derecha como si tuviera un tic nervioso.
En la elegante antesala de sillones de cuero y alfombras almidonadas esperaban, además de ella, el profesor Alba y el Excelentísimo Señor Rector Magnífico don Mauricio Rodríguez Mayoral, un tipo adusto y ambicioso como solo podía ser un rector universitario. Los dos habían venido en calidad de acompañantes y debido a la importancia del encuentro, aunque sería Florence quien tendría que hacer frente al grueso de la ponencia porque era ella quien había llevado las riendas de la investigación y conocía todos los detalles. Todo había sido tan rápido que no habían tenido tiempo de organizarlo de otra forma. Si no, el Excelentísimo y Magnífico Rector no hubiera desaprovechado la ocasión para hacerse con el protagonismo absoluto en aquel encuentro.
La puerta de roble labrada se abrió y un hombre de traje impecable les pidió con modales exquisitos que pasaran. En el interior encontraron un despacho espacioso, enmoquetado, con las paredes revestidas de madera oscura y lámparas de araña en el techo. Un escritorio antiguo, que debido a su pulcritud castrense parecía la antítesis de la mesa de trabajo del profesor Alba, estaba dispuesto al fondo, junto a un ventanal desde el que se divisaba el jardín de aires versallescos. Pero no había nadie sentado tras aquel escritorio. Los ojos de Florence se dirigieron el centro de la estancia, donde habían dispuesto otra mesa mucho más funcional y rodeada de sillones acolchados. Tres personas, una de ellas un militar con el uniforme plagado de insignias que Florence no supo interpretar, se sentaban en ellos, y una mujer aguardaba de pie.
—Muchas gracias, Ramiro. Puedes retirarte —dijo la mujer.
El hombre del traje impoluto inclinó la cabeza y, silencioso como una sombra, salió de la estancia y cerró la puerta a sus espaldas.
La mujer, algo cargada de hombros, con gesto serio y rostro cansado, se acercó a saludarlos. Por un momento Florence no la reconoció al verla en persona y no a través de una pantalla holográfica. Era Daniela Mendoza, la mismísima Presidenta del Gobierno. Sintió la boca seca. La Presidenta estrechó la mano del Rector y le indicó una silla, y luego hizo lo mismo con el doctor Alba y con Florence.
—Bienvenidos —dijo la Presidenta, ejerciendo de anfitriona—. Les presento al Ministro de Defensa y a la Ministra de Interior, cuyos nombres supongo que les resultan familiares, y al Almirante Romera, a quien tal vez no hayan reconocido porque atrae menos la atención de los periodistas. Es el Jefe del Estado Mayor de la Defensa, la principal autoridad militar el país.
Florence tragó saliva. Sentía una bola de goma en la garganta.
—Siéntense, por favor, y tratemos enseguida el asunto. Nos han dicho que han encontrado algo de mucho interés relacionado con la Zona Cero.
—Así es, Excelencia —empezó a decir el Rector—. Nuestros equipos de científicos llevan trabajando en ello desde hace años, como sin duda sabe, y hace unos días encontraron…
—Dejemos lo de Excelencia para las cartas oficiales —cortó la Presidenta sin miramientos—. Si no me han informado mal, las dos personas que le acompañan constituyen la totalidad de sus «equipos de científicos» dedicados a este asunto, ¿no es así?
—Eh… sí, así es.
La Presidenta se volvió hacia el doctor Alba. Consultando el dossier que sostenía sobre sus rodillas, preguntó:
—¿Doctor… Alba? ¿Es usted el responsable de la investigación?
—Oficialmente sí, señora Presidenta —dijo Alba con una sonrisa—, aunque el trabajo de campo lo ha realizado la profesora Florence Kinsay, que está aquí a mi lado. Ella es la verdadera experta en la materia.
Alba puso una mano en el hombro de Florence. Él no era como el Rector. No ambicionaba ningún cargo de relevancia especial ni tenía otro interés más allá de sus clases y sus publicaciones. Florence hubiera querido agradecerle el gesto, pero estaba tan nerviosa que las manos empezaron a temblarle.
La Presidenta fijó por primera vez en ella sus ojos escrutadores y ya no prestó atención a los otros dos. A Florence le recordó a un depredador en plena cacería: había averiguado que esa mujer joven de piel oscura era la persona con la que tenía que hablar aquella mañana y ahora no soltaría a su presa hasta averiguar todo lo que necesitaba saber. El Rector se removió en su asiento, tal vez incómodo por haberse convertido en el convidado de piedra de una modesta ayudante de investigación con contrato temporal. El doctor Alba sonreía.
—Profesora Kinsay —dijo la Presidenta—. Qué nombre tan curioso. ¿Es inglés?
—Nigeriano, señora Presidenta —contestó Florence, sorprendida—. Una deformación local del apellido inglés Kinsey, supongo.
—¿Nigeriano?
—Sí. Mis padres son originarios de allí. Nigeria fue una colonia británica en el siglo XX.
—Oh. No lo sabía —reconoció la Presidenta. Florence sonrió y se sintió menos tensa. Hablar del origen de su apellido había sido un truco de política astuta para relajar el ambiente. Florence fue consciente de la estratagema, pero aún así constató que había funcionado.
—Háblenos de lo que ha descubierto, por favor, Florence —pidió la Presidenta sin quitarle los ojos de encima.
Florence miró al doctor Alba que, convertido generosamente en ayudante de su pupila, accionó el interruptor del proyector holográfico portátil. Al instante, un plano tridimensional de la ciudad apareció flotando unos centímetros por encima de la mesa. Un punto púrpura parpadeaba en la confluencia de dos grandes avenidas. Florence tomó aire y comenzó a hablar:
—Como todos ustedes saben, la Zona Cero registra actividad desde hace más de cuatro décadas. El primer incidente bien documentado se remonta al año 2019, aunque sospechamos que pudieron producirse otros antes, como la desaparición de un viejo convento franciscano en 1970 que las autoridades de la época achacaron a un acto terrorista.
Una fotografía en blanco y negro del convento sustituyó al mapa. Luego volvió a aparecer el mapa, con su punto púrpura palpitante.
—El 16 de enero de 2019 se produjo la primera desaparición identificada como tal. Se trató de un automovilista y ocurrió en el túnel subterráneo que cruzaba la Zona Cero. En las horas siguientes desaparecieron otras trescientas treinta y dos personas, hasta que se acordonó la zona y se envió a las unidades de intervención especial de la policía y del ejército, que también sufrieron algunas bajas.
Una fotografía antigua, bidimensional, se iluminó en el centro de la mesa. En ella, varios soldados acordonaban el perímetro de la plaza sumida en la niebla mientras una mujer trataba de cruzar la barrera de seguridad con lágrimas en los ojos. Luego el mapa regresó. La marca de color púrpura se extendió como una mancha de tinta alrededor del cruce de avenidas.
—Desde entonces —continuó Florence—, la Zona Cero no ha dejado de crecer, lenta para imparablemente, obligando a acotar una zona cada vez más extensa de la ciudad. Nadie sabe a qué se debe este fenómeno. Nadie ha podido explicarlo. Varios equipos de investigación, tanto militares como civiles, han intentado entrar allí. Nadie ha regresado jamás. Se ha barrido la zona con sónares y radares en todas las frecuencias imaginables del espectro y no hemos obtenido ninguna imagen. Se han disparado al interior sensores y proyectiles; los primeros nunca han devuelto señal alguna, y los segundos no han causado la menor alteración en la estructura de la niebla gris. Sea lo que sea lo que hay ahí dentro, absorbe todo cuando cae en su interior, vehículos, personas, rayos X o misiles antitanque. Parece, en definitiva, un cuerpo negro perfecto.
Los nervios del comienzo de la reunión eran ya cosa del pasado. Florence se sentía cómoda cuando hablaba de física.
—Un cuerpo negro es un objeto que capta toda la energía que incide sobre él. Eso incluye la materia que, como sabrán, es otra forma de energía. Ningún cuerpo puede absorber energía sin emitir nada a cambio. Es como un contrato. El cuerpo negro toma una determinada catidad de energía del entorno y tiene que devolverla, aunque sea transformada. La Zona Cero sí que emite algo: un sonido de muy baja frecuencia, inaudible para los humanos, que se extiende bajo la corteza terrestre y resulta detectable a muchos kilómetros de distancia. También hay una actividad sísmica débil pero constante que monitorizamos con sensores ubicados en los alrededores. Libera de este modo parte de la energía que acumula, aunque ni mucho menos toda ella.
»Eso, señora Presidenta, señores ministros, nos lleva al corazón del enigma. Un cuerpo negro que absorbe más energía de la que emite la almacena en su interior. Se convierte en un acumulador gigantesco, en una olla a presión a punto de estallar. Se calienta y, si no hay nada que lo contenga, aumenta de tamaño; o ambas cosas a la vez. Cuanto más grande es, más rápido crece el saldo negativo entre energía absorbida y energía emitida, y de ese modo el crecimiento se acelera aún más en un círculo vicioso explosivo. Eso es lo que está sucediendo ahora mismo, mientras hablamos, en el interior de la Zona Cero.
Florence tomó aire. El mapa de la ciudad volvió a desaparecer y su lugar lo ocupó una reproducción del globo terráqueo. Manchas púrpura se dibujaron en algunos lugares, multiplicándose rápidamente.
—Hace diez años empezaron a surgir otras Zonas Cero en distintas ciudades del planeta —dijo Florence—. Quizá no conozcamos todos los casos, porque, en muchas ocasiones, los gobiernos han intentado mantenerlos ocultos. Pero no puedes esconder un tumor que crece sin parar en el centro de tu país amenazando con devorarlo todo. Al principio eran pequeñas, como la que teníamos aquí, limitadas a una superficie muy concreta. Generalmente surgen en torno a grandes intersecciones del viario urbano. Al cabo de un tiempo, todas han crecido en tamaño y todas muestran la misma resistencia a ser observadas desde fuera.
El mapa se llenó de manchas. Se extendían por todas partes. Alrededor de la mesa, siete pares de ojos miraban hipnotizados el familiar globo azul punteado de círculos encarnados, como si una enfermedad innombrable lo estuviera acribillando con aguijonazos sangrantes. Resultaba sobrecogedor.
La imagen despareció. Florence habló con voz cada vez más segura:
—Bien, señores. Esta era la situación hasta hace dos días. Por primera vez, conseguimos una reacción de la Zona Cero a un estímulo externo. La investigación que dirige el Doctor Alba se ha basado en hacer ensayos dirigidos a provocar algún cambio en las emisiones. Alguna respuesta. Hemos probado con radiación electromagnética en múltiples frecuencias. Hemos probado con luz y calor. Hemos probado, y les pido que no se rían, incluso con música clásica.
»Hace dos días conseguimos detener durante media hora toda la actividad de la Zona Cero. Ocurrió al emitir un sonido de 135.000 hertzios, mucho más agudo que cualquier cosa que hayan oído nunca, con una potencia aproximada de 10 watts por metro cuadrado. Los sonidos de alta frecuencia necesitan mucha energía para ser emitidos, pero se transmiten mejor en medios sólidos, tales como el asfalto o el hormigón. Por eso hemos realizado estos ensayos con ultrasonidos.
»Lo que hemos venido a decirles es que, por primera vez y de forma inequívoca, hemos logrado que la Zona Cero se detuviera por completo mientras duró la emisión del ultrasonido, y que volviera a su estado habitual cuando dejamos de emitirlo.
Florence hizo una pausa para dejar que el distinguido auditorio digiriera la información. La Presidenta del Gobierno la miraba con interés. El resto parecía haber perdido el hilo hacía rato.
—Déjenme que lo exponga de otro modo —añadió Florence—. Eso tan importante que tenían que escuchar hoy es esto: podemos entrar. Podemos entrar en la Zona Cero con unas mínimas garantías. Mientras una fuente lo suficientemente energética emita desde el exterior un sonido de 135.000 hertzios de forma ininterrumpida, podemos entrar allí y averiguar qué hay en las entrañas de ese lugar, encontrar el origen de la niebla y las desapariciones, y, con un poco de suerte, tal vez regresar para contarlo y aprender a detenerlo.
Siguió un momento de silencio y luego un murmullo. El Almirante Romera hablaba en voz baja con la Ministra del Interior. El Ministro de Defensa parecía absorto. Florence supuso que estaba imaginando la portada de los periódicos: «El Ministerio logra penetrar en los misterios de la Zona Cero». El Almirante habló en voz alta por primera vez:
—Profesora…
—Kinsay —aclaró Florence.
—Profesora Kinsay, ¿están seguros de estos resultados? Quiero decir, ¿la actividad en la Zona Cero se… se paraliza cuando emiten ese… ese ultrasonido?
—Sí, señor —respondió Florence—. Por completo. Hemos repetido la prueba varias veces desde entonces, en distintos momentos y con distintas duraciones. En todos los casos la emisión energética se ha detenido y no han podido medirse perturbaciones sísmicas en la zona.
—Eso no es ninguna garantía de que entrar ahí sea seguro.
—No, señor. Nadie sabe lo que podemos encontrar. Pero es un indicio prometedor.
—¿Y por qué no emiten ese ultrasonido continuamente? Eso mantendría la niebla a raya, ¿no? ¿Pueden hacerlo?
Florence negó con la cabeza.
—Imposible. Solo puede hacerse durante un tiempo limitado. Recuerden lo que les he explicado sobre los cuerpos negros: absorben energía, pero también tienen que soltarla. Si impedimos que lo haga, acumulará energía aún más rápidamente y, antes o después, despertará, y lo hará mucho más hambrienta. Ningún ultrasonido podrá impedir eso.
—¿Qué sugieren que hagamos ahora? —preguntó la ministra de Interior.
Florence dudó un instante, sorprendida por la pregunta, o porque se la hicieran a ella. En realidad, se la había formulado muchas veces a sí misma en los últimos meses: si logras averiguar cómo entrar, ¿qué harás a continuación?
Conocía la respuesta. También se la había dicho a sí misma muchas veces. Por eso replicó con aplomo:
—Entrar. Entrar ahí y hacer una investigación de campo. Solo así podremos comprender. Y si comprendemos tal vez logremos controlarlo.
Hubo un nuevo silencio. Como nadie parecía tener nada más que preguntar, la Presidenta del Gobierno se levantó.
—Muy bien. Buen trabajo, profesora Kinsay. Ya nos han facilitado toda la documentación, según creo. A partir de ahora se harán cargo los técnicos del ministerio. Huelga decir que, si ustedes descubren algo más, nos gustaría saberlo inmediatamente.
Florence también se levantó y miró a los ojos a la Presidenta.
—Señora Presidenta, con todos los respetos… No hay tiempo para informar de todo esto a ningún equipo de científicos del ministerio. Han sido años de investigación. Tardarían demasiado en ponerse al día.
—Los técnicos del ministerio son científicos de primer nivel, profesora.
—No lo dudo. Pero no hay tiempo. Hace cuarenta y tres años que convivimos con la Zona Cero, señora Presidenta. Se ha convertido en parte de nuestro paisaje urbano. Los que tenemos menos de esa edad ni siquiera hemos conocido la ciudad sin ella. Al principio crecía despacio, casi imperceptiblemente. Luego el ritmo se aceleró, muy poco, nada preocupante. El último año el diámetro creció veinte metros.
—No entiendo a dónde quiere ir a parar.
—Crecimiento exponencial, señora Presidenta. Empieza despacio, y de repente se dispara de forma explosiva. Esa niebla puede engullirlo todo en los próximos meses, o en los próximos días. Y lo hará. En cualquier momento. Una mañana podemos despertarnos y descubrir que ya no existe ninguna ciudad. Tenemos que actuar ya.
La Presidenta del Gobierno se había vuelto a sentar mientras Florence hablaba. Estaba pálida, sin asomo de la seguridad que demostraba en sus apariciones públicas o al principio de la entrevista. El resto de los asistentes también. El Rector miraba con la boca abierta a Florence. Por lo visto, no tenía mucha idea de en qué ocupaban su tiempo los investigadores de su universidad.
Finalmente la Presidenta carraspeó y dijo:
—Entiendo, profesora. Tomaremos las decisiones que nos parezcan más acertadas. Ahora pueden irse.
—Pero, señora Presidenta…
—¡Ahora pueden irse! —repitió la Presidenta.
Florence la miró una última vez de forma desafiante. Le brillaban los ojos. Recogió sus papeles y salió de la estancia seguida por el doctor Alba y el Rector.
* * *
Casi no podía creerlo. Habían transcurrido solo siete días desde su encuentro en el Palacio de la Moncloa y ahora estaba allí, embutida en aquel traje que los militares llamaban NBQ y que supuestamente protegía contra el ataque de agentes químicos, biológicos y radiactivos, y con la vara metálica que podía significar la diferencia entre la vida y la muerte aferrada en la mano derecha.
Al final, los técnicos del ministerio habían tomado el control de la situación y, como la Presidenta había dicho, resultaron ser unos científicos de primer nivel. Lo bastante como para reconocer que no podrían estudiar con detenimiento las cientos de páginas de resultados en un tiempo razonable, y para argumentar que el tipo de función exponencial que modelaba el ritmo de crecimiento de la Zona Cero era desconocida, porque los primeros años no hubo datos fiables acerca de su tamaño. De modo que le dieron la razón a Florence y en su informe aseguraron que no había tiempo que perder, y recomendaron que el equipo de investigación original fuera el que continuara en primera instancia con el trabajo.
El asunto pasó entonces a manos de los militares. Decidieron intentar una primera incursión lo más pronto posible. Los ingenieros de la Unidad Militar de Emergencias no habían reparado en gastos: se pusieron en contacto con el Doctor Alba y veinticuatro horas después ya tenían preparado un transmisor portátil de ultrasonidos capaz de emitir en las frecuencias adecuadas durante varias horas gracias a una batería de grafeno ultraligera. Ahora Florence tenía en la mano uno de esos transmisores. Parecía la barra metálica de una cortina, aunque algo más corta y con varios botones de ajuste dispuestos en un compartimento oculto a la altura del mango. A la espalda, colgada en una mochila, llevaba la batería, y le hubiera gustado comentar un par de cosas acerca de la calificación de ultraligera con la que los militares se refería a ella.
El Ministerio de Defensa había planeado una incursión breve, de sondeo. Se haría en el más estricto secreto, para evitar el pánico —o un escándalo— en caso de catástrofe, y se limitaría el número de personas que iban a entrar. De hecho, solo entrarían Florence, como máxima conocedora de la Zona Cero, y un soldado voluntario de la Unidad Militar de Emergencias. Florence se había visto obligada a firmar un montón de documentos eximiendo al Ministerio de toda responsabilidad, y suponía que el soldado también lo había tenido que hacer. Se llamaba Miguel Narváez, tenía el rango de subteniente —aunque Florence desconocía si eso era mucho o poco en el escalafón— y era, además de militar, ingeniero industrial. Florence suponía que por ese motivo lo habían considerado idóneo para esta misión. Alto y delgado, con el rostro surcado por profundas arrugas a los lados de la boca, tenía aspecto de preferir pasar la noche del sábado leyendo un tratado sobre resistencia de los materiales antes que salir a tomar una copa. Saludó a Florence fríamente cuando se conocieron, casi como si saludara a un alto mando, y ella no supo si se debía a que era su forma habitual de hacerlo o a que no sabía muy bien como comportarse con una mujer joven y civil.
Habían pasado veinticuatro horas de aquello y de la sesión maratoniana en la que les habían dado instrucciones sobre cómo usar el transmisor de ultrasonidos, qué hacer en caso de malestar debido a la radiación y mil cosas más que Florence no acabó de entender y que achacó a la percepción un poco paranoica del mundo que debe ir aparejada al oficio militar, y ahora estaban al otro lado del cordón de seguridad, vigilado día y noche por patrullas, un lugar al que los civiles no podían llegar. Frente a ellos, la avenida desierta hundía sus cuatro carriles y sus vías de servicio en la niebla gris que había al fondo. Florence la había visto muchas veces, pero aquella mañana parecía más amenazadora. Resultaba fácil imaginar aquella misma avenida atestada de vehículos una mañana de hace cuarenta años. Ahora el asfalto se resquebrajaba y la pintura de las marcas viales estaba casi borrada. Aunque sabía que era imposible, porque eran demasiado débiles excepto para los sismómetros más precisos, le pareció percibir en las plantas de los pies la vibración que emitía la Zona Cero y que se extendía por todo el subsuelo hasta varios cientos de kilómetros a la redonda: una reverberación tenue y constante, como el vapor que escapa de una olla puesta a fuego lento.
Dio un pequeño respingo cuando alguien le tocó el hombro.
—Quería desearles suerte. A los dos.
La Presidenta del Gobierno y el Almirante Romera tenían aspecto de no haber dormido mucho en los últimos días. La Presidenta tendió una mano pálida a Florence. Ella hizo el gesto de ir a quitarse un guante para estrechársela, pero la Presidenta la contuvo.
—No lo retrasemos más. Tengo entendido que ponerse uno de esos trajes es bastante costoso.
Se dieron la mano con el grueso tejido de polímero artificial interpuesto entre ambas. La Presidenta apretó con fuerza, como si quisiera expresar algo más y las palabras precisas no acudieran a su boca, lo que resultó alarmante tratándose de una política profesional. Luego dio un paso atrás y el Almirante se adelantó saludando con gesto castrense.
—Supongo que ya la habrán instruido acerca de cómo se usa el traje —dijo.
Florence intentó sonreír:
—Sí, aunque ha sido tan rápido que no estoy segura de recordarlo todo.
—El subteniente Narváez la ayudará en lo que necesite. ¿No es así?
—Desde luego —contestó Narváez, acercándose. Su voz tenía el aplomo de un bloque de granito lanzado al agua.
—Bien —dijo el Almirante Romera—, ahora es su turno. Colóquense las máscaras y enciendan los transmisores.
Florence se ajustó la máscara tal y como le habían enseñado a hacer el día anterior, y luego apretó un botón situado en la manga de su traje hermético. La estática zumbó un instante en los auriculares acoplados a sus oídos, y luego escuchó una voz:
—Uno, dos, probando. Aquí control de misión. ¿Me recibe?
—Aquí la doctora Florence Kinsay —respondió ella—. Recibido. ¿Me escuchan a mí?
—Alto y claro, doctora.
—Aquí el subteniente Narváez —la voz del militar llegó también a los oídos de Florence—. ¿Me reciben?
—Sin problemas, subteniente.
Florence miró a Narváez. Aquella máscara le daba un aspecto inquietante de insecto gigantesco. Como a ella, claro. Sabía que era una pensamiento estúpido, pero no le pareció un buen comienzo tener que disfrazarse de aquel modo tan amenazador.
Todo el mundo retrocedió hasta el puesto de mando y ellos se quedaron solos, vestidos como extraterrestres de película de bajo presupuesto, con las varas metálicas en la mano y el sudor frío recorriéndoles la espalda.
—¿Preparados? —escuchó Florence a través del intercomunicador, y vio que Narváez le hacía un gesto de conformidad levantando el pulgar.
—Sí —dijo ella—. Hagámoslo de una vez.
Caminaron por el asfalto en dirección al corazón del cruce de Cuatro Caminos. El origen de todo, pensó Florence. El misterio más impenetrable, el enigma que amenazaba con desbaratar la vida en la ciudad tal y como la conocían. La niebla gris, amenazadora, se arremolinaba a cien metros de ellos, como contenida por una cúpula invisible.
—Deténganse ahora —dijo una voz en sus oídos—. Vamos a activar la señal. Tres, dos, uno. Ahora.
De súbito, la niebla dejó de moverse. Parecía congelada en una fotografía. La vibración apenas perceptible del suelo desapareció. El silencio era absoluto. Florence solo escuchaba el sonido de su propia respiración y los ocasionales chasquidos de estática en el auricular. Transcurrieron unos segundos en los que la Tierra pareció haberse dejado de girar hasta que alguien volvió a hablar por el intercomunicador:
—No registramos ninguna respuesta. Pueden continuar. Buena suerte.
Florence respiró hondo y reemprendieron la marcha. Esta vez no dejarían de avanzar hasta dejarse engullir en la niebla. Sabía que era peligroso. Sabía que era posible, incluso probable, que no regresaran nunca. Había pensado mucho en ello en los últimos días, y aún así estaba dispuesta a intentarlo. Se obligó a mantener su concentración en lo que estaba haciendo, pero aún así una idea insidiosa, casi absurda, se le coló en el cerebro: tal vez sería mejor no regresar con vida porque quizá lo que encontraran en el interior fuera tan aterrador que preferiría no tener que contarlo, no tener que revivirlo el resto de sus días.
Las manos le sudaban dentro del traje y no podía secárselas. Agarró con más fuerza la pértiga metálica, como si fuera un amuleto, y continuó caminando al lado del subteniente Narváez, que parecía tan impasible como siempre. La niebla estaba ya muy cerca de ellos, a unos metros. Podía ver las volutas suspendidas en el aire, sin moverse, congeladas como filamentos metálicos en una parálisis antinatural.
Y, antes de que pudieran darse cuenta, estaban dentro. La niebla se movía ligeramente a su paso para detenerse de nuevo un segundo después. Su aspecto solidificado solo era un espejismo: podían atravesarla tan fácilmente como el humo.
—Estamos en la Zona Cero —dijo Narváez por el intercomunicador—. La niebla solo parece niebla, sin nada especial, salvo el color. ¿Me reciben?
—¿Se encuentran los dos bien? —preguntó alguien desde el puesto de mando.
Narváez miró a Florence antes de responder y ella asintió con la cabeza.
—Sí, estamos bien.
Siguieron adelante. La niebla se hacía más densa conforme avanzaban. Debían de estar aproximándose a la plaza y aún no sucedía nada. Florence miraba a un lado y a otro, esperando, quizá, que alguna especie de monstruo pavoroso surgiera de entre la penumbra, o que alguna misteriosa afección la fulminara como solo los dioses pueden hacerlo.
—¿Siguen ahí? —La voz del puesto de mando la sobresaltó.
—Sí —respondió Narváez.
—Están muy cerca del centro geográfico. Deberían de estar viendo el paso subterráneo.
—Es imposible ver nada —dijo Florence.
—La visibilidad es de menos de cinco metros —precisó Narváez.
—Les guiaremos desde aquí —dijo la voz—. Seguimos recibiendo alto y claro su posición. Por ahora van bien. Continúen en esa dirección.
Distinguieron los restos inconfundibles de un semáforo herrumbroso y algunas marcas de pintura reflectante en el asfalto.
—Estamos llegando a la plaza —dijo Florence, más para sí misma que para los demás.
Siguiendo las indicaciones del puesto de control, alcanzaron el centro exacto del cruce de caminos. Y allí no había nada, nada excepto niebla inmóvil y gris, más densa si cabe, pero solo eso. Florence miró alrededor, sintiendo una mezcla de alivio y decepción. Aquello no podía ser todo lo que la Zona Cero escondía. Tenía que haber algo más.
En ese momento se le ocurrió una idea.
—¿Control? He pensado algo. Tal vez… tal vez lo que sea que exista aquí dentro se encuentre, ¿cómo decirlo…? Dormido. Lo hemos dormido con nuestros ultrasonidos. ¿Por qué no prueban a bajar la intensidad?
—¿Cómo dice?
—Bajar la intensidad del emisor. Puede hacerse. El doctor Alba estará por ahí, él sabe cómo. Estamos emitiendo muy por encima del umbral de actividad. Bajen la intensidad poco a poco, hasta que la Zona Cero despierte y nosotros podamos ver algo. Entonces súbanla de nuevo y tal vez tengamos algo que contarles.
Narváez la miró con un gesto indescifrable.
—Si lo hacemos perderemos la comunicación —dijo la voz del puesto de mando.
—Solo será un instante, hasta que vuelvan a subir la intensidad del ultrasonido —dijo Florence.
—Negativo —dijo tajante la voz—. Es muy arriesgado.
—Ya lo han oído —dijo de pronto Narváez—. Muevan el jodido dial. No hemos venido aquí de excursión. Esta operación está bajo jurisdicción militar. Pregunten al Almirante Romera.
Hubo un instante de silencio en la línea de comunicación. Narváez volvió a mirar a Florence y sonrió por segunda vez, y a ella le pareció ver en sus ojos algo que parecía admiración, o tal vez miedo. En cualquier caso, se ruborizó un poco.
La voz del puesto de mando volvió a sonar en sus oídos.
—De acuerdo —dijo—. Tienen luz verde. Vamos a bajar la intensidad de la emisión. La mantendremos por debajo del umbral durante mil quinientos milisegundos, y luego volveremos a subirla. ¿Están preparados?
—Preparados.
—Allá vamos. Estamos en trescientos kilojulios. Doscientos cincuenta. Doscientos veinticinco. El umbral está aproximadamente en doscientos. Doscientos quince. Doscientos diez. Doscientos cinco. Atención, llegamos. Doscientos kiloju…
La comunicación se detuvo en ese punto. La niebla empezó a moverse, sin aceleración, de pronto, como si nunca se hubiera detenido. Florence tuvo tiempo de ver algunas figuras moverse entre las espirales grises, sombras apenas imaginadas. También notó como algo tiraba de ella hacia abajo. Luego, tan repentinamente como había empezado, el movimiento cesó.
—Aquí el puesto de mando. ¿Están bien? ¿Están bien ahí dentro?
—E… estamos bien —dijo Florence. Miró a su lado y se sobresaltó al no ver a Narváez. Giró sobre sus talones. No estaba. Narváez se había evaporado.
—¿Narváez? ¿Está usted bien? —decía la voz.
Florence palpó con los guantes la niebla paralizada, la apartó a manotazos, como si nadase en un fluido denso, pero no había ni rastro del subteniente.
—¿Narváez? ¡Narváez! —gritaba la voz.
—¡No está! —chilló Florence sin darse cuenta de que lo hacía—. ¡No está! ¡Ha desaparecido!
Hubo un instante de silencio. Luego la voz dijo:
—Doctora Kinsay, debe regresar inmediatamente.
—No —dijo Florence.
—Es una orden. La misión ha sido abortada. Vuelva al puesto de mando ahora.
—¡No!
Hubo un chasquido en la línea de comunicación y la voz del Almirante Romera tronó en los auriculares.
—Doctora Kinsay, soy el Almirante Romera. Regrese de inmediato. Es una orden.
—Yo no soy uno de sus soldados, Almirante —dijo ella, obstinada. Luego cambió el tono por otro más comedido y añadió—: Escuchen, he visto algo. Aún no sé qué, pero, cuando la niebla se activó, vi… vi algo, algo que se movía.
—Es demasiado peligroso. Mandaremos un destacamento de soldados.
—¡Pero Narváez tiene que estar por aquí, en alguna parte, maldita sea!
—Doctora Kinsay, por última vez —repitió el Almirante con un tono que no dejaba lugar a réplica—. Regrese de inmediato al puesto de mando o entraremos ahí a buscarla y me encargaré personalmente de que se la juzgue por esto.
Florence pateó en el suelo. Joder, no podía creerlo. Estaba tan cerca. Había visto algo. La respuesta tenía que estar ahí, al alcance de su mano. Si solo le dieran unos pocos segundos más, un nuevo instante de actividad de la Zona Cero…
Algo se iluminó en su cerebro. Miró el bastón metálico que tenía en la mano. Era un transmisor de emergencia, ¿no? Emitía ultrasonidos de la misma frecuencia que los que mantenían paralizada la niebla, pero de un alcance menor. Las señales sonoras se amplificaban o se anulaban entre sí, dependiendo de si los valles y los picos de las ondas coincidían o se enfrentaban. Física elemental. Abrió la pequeña compuerta de la base del bastón. Un display señalaba la frecuencia a la que se emitía el sonido, otro la amplitud y otro la fase. Sonriendo, pulsó los botones que había junto al display de fase hasta que se iluminó el número 3.1416. Cerró la compuerta, sujetó la vara firmemente frente a ella y respiró hondo.
Después, pulsó el botón de encendido.
El bastón vibró de modo apenas perceptible. El ultrasonido surgió de su interior, anulando casi por completo al que procedía del puesto de control en un área de varios metros alrededor de Florence.
Lo primero que percibió fue que la niebla volvía a moverse, pero mucho más despacio que antes. Supuso que el desfase de las ondas enfrentadas no era perfecto, o que su emisor no era lo bastante potente como para anular por completo al emisor del puesto de control. Lo segundo que notó fue que el asfalto se había reblandecido, convirtiéndose en una sustancia viscosa que se pegaba a sus botas.
Aparecieron las sombras en la penumbra, como las que antes le pareció vislumbrar, solo que ahora se movían como una película proyectada a cámara lenta. Distinguió a un hombre que corría cojeando y que se escondía tras unos matorrales antes de desaparecer en el suelo. También vio un carro tirado por un caballo. Su silueta era inconfundible. El caballo se derrumbó y el cochero salió despedido por el aire. Un instante después de golpear contra suelo, los dos se hundieron en las tinieblas, sumergidos en la gelatina en la que se había convertido el asfalto. Luego vio una figura humana agachada, una chica de pelo largo, sosteniendo la cabeza de otra persona que yacía en el suelo. También se desvaneció. Por último, vislumbró las formas de muchos automóviles, y todos eran tragados por el asfalto en el mismo lugar, unos metros más allá de ella, como si existiera un sumidero bajo la calle.
Temblando, con el bastón metálico en alto, se acercó al lugar donde aquellas figuras fantasmales desaparecían. Con los ojos muy abiertos vio como el pavimento se curvaba lentamente, formando un vórtice plano de negrura absoluta. Aquella cosa, lo que fuera, funcionaba ralentizada y a pequeña escala, con un movimiento apenas perceptible. Florence razonó que la oposición imperfecta de los dos ultrasonidos era lo que hacía que el movimiento fuera tan lento, pero no le costaba ningún trabajo imaginar el remolino liberado de esa coacción, girando a toda velocidad, extendiendo sus brazos por todo el cruce, creciendo poco a poco hasta devorar la ciudad que lo rodeaba para dejar tras de sí solo asfalto, asfalto gris, desolado y muerto como aquella niebla que surgía a su alrededor.
Se acercó aún más. Notó cómo el suelo se deslizaba y el vórtice tiraba de ella. Quiso dar un paso atrás y no pudo. El firme se había vuelto pastoso y sus pies se habían pegado a él. La corriente del remolino era lenta pero implacable. Trató de separarse de ella, pero, cuanto más se oponía, más intensa era la fuerza que tiraba hacia abajo. Al acercarse al centro del torbellino el movimiento se aceleró. Mirar aquel punto era como perderse en el vacío del espacio. Pudo imaginar el sonido de succión, aunque el silencio era completo. De pronto se le ocurrió que era absurdo tratar de oponerse. Que, si quería llegar al fondo del asunto, tenía que dejarse arrastrar hasta el interior de aquel sumidero de oscuridad y hormigón.
Confió en que no fuera doloroso, y en poder salir de allí cuando hubiera visto y comprendido. Solo tendría que apagar el emisor que aún sostenía en alto como una antorcha y todo volvería a paralizarse, y podría hablar por radio con el puesto de mando. Entonces regresaría, o, si no pudiera hacerlo por sus propios medios, podrían entrar a buscarla.
Cerró los ojos. Se acercaba al centro del misterio. El movimiento era cada vez más rápido. Tiraba de ella hacia abajo. Miró al suelo y comprobó con sorpresa que se había hundido en el asfalto hasta las rodillas. No había notado nada. Era como arroparse en un edredón mullido y cálido. La caderas siguieron a las rodillas y seguía sin notar nada. Luego, bruscamente, todo su cuerpo fue aspirado y se hizo la oscuridad.
* * *
Despertó como en un sueño. Una sensación muy definida de alarma la invadía. Supo que alguien la buscaba, alguien que quería quitarle algo muy valioso espoleado por una fuerza más antigua y más poderosa que cualquier razonamiento. Lo reconoció al instante, cuando apareció entre la niebla con su capa negra, su ojo sin párpado, su sonrisa de calavera. Venía a quitarle el pergamino. Las hormonas del miedo recorrieron su torrente sanguíneo y le encogieron el estómago. Y, en su desesperación, odió con todas sus fuerzas a aquel despojo de ser humano que lo perseguía para arrebatarle lo único de valor que había poseído en toda su vida. Se lanzó a correr en dirección contraria, a pesar de que el tobillo roto ladraba de dolor, a pesar de que no sabía dónde se encontraba ni recordaba qué era ese artilugio de metal que llevaba en la mano.
En ese momento, le pasó muy cerca el coche sin caballos, inundando el aire con su estrépito metálico. Recordó el miedo que había sentido al darse cuenta que el mundo que conocía se estaba desmoronando, y el rencor visceral que había nacido de ello y que la había hecho perseguir a ese artefacto apestoso sin tregua. Espoleó a su caballo para volver a hacerlo, para perseguirlo hasta las mismas puertas del infierno si fuera preciso. De nuevo salió despedida por el aire y aterrizó en el suelo.
Enseguida encontró el cuerpo caído de la chica de la camisa blanca. Yacía allí víctima del odio metódico e incontestable, y por ello terrible, del poderoso hacia el vasallo. Los mismos poderosos que los despreciaban y, al mismo tiempo, los necesitaban. Los mismos que les temían porque ellos eran muchos más. La sangre le manchaba la camisa. Se agachó y sostuvo la cabeza de la chica, con la rabia y el dolor arrasándole otra vez, un millón de veces, el pecho.
Pasó entonces el ciclista. Ella estaba al volante de su BMW de setenta mil euros y llevaba prisa y aquel condenado inútil pensaba que la carretera le pertenecía. Deseó por un instante que se estrellase contra la pared de hormigón del túnel, o que un camión lo atropellase en el siguiente cruce. Fue un destello de odio puntual, cotidiano, casi doméstico, pero tan real como los otros.
Se hizo de noche, una noche oscura y sin estrellas. No había nada alrededor. Ella no tenía cuerpo y, si lo tenía, no podía verlo. Pero volvía a ser Florence Kinsay, profesora de física nuclear en la Universidad Autónoma, y sentía el tacto liso y metálico del emisor de ultrasonidos aferrado en su mano enguantada. En algún momento, tal vez por pura casualidad, había pulsado el botón de desconexión y el emisor volvía a estar inactivo. Ahora el único ultrasonido que llegaba era el del puesto de control, que mantenía la Zona Cero en un estado de pausa indefinida. Las visiones habían desaparecido, pero no sabía dónde se encontraba.
—¿Control de misión? —llamó por el intercomunicador—. Aquí Florence Kinsay. ¿Pueden oírme?
El auricular permanecía mudo. Se le ocurrió la idea insensata, pero que allí tenía cierto sentido, de que no podían oírla porque ahora se encontraba a mucha distancia del cruce de caminos, a mucha distancia de la ciudad y, en realidad, de cualquier lugar conocido. Lo intentó de nuevo, sin mucha convicción:
—¿Control de misión? Soy Florence Kinsay. ¿Me reciben?
Miró a su alrededor. Todo era negrura, como si se hubiese quedado ciega. No había suelo ni cielo, no había delante ni detrás. Se sintió desamparada como nunca en su vida. Se preguntó cuánto tiempo pasaría hasta que la dieran por desaparecida y desconectaran el emisor. La Zona Cero volvería a la actividad y ella, quizá, tendría de nuevo aquellas visiones en las que huía de un tipo con la cara deformada o veía morir a la chica de la camisa blanca. Lo reviviría una y otra vez, a toda velocidad, sin poder escapar de ello, sintiendo cada vez el dolor, el miedo, el odio, el dolor, el miedo, el odio, en una espiral enloquecida que no llevaba a ninguna parte.
Esas visiones… ¿Quiénes eran aquellas personas? ¿Habían existido de verdad? Tal vez la historia de aquel cruce de caminos estaba plagada de hechos terribles, de gente que sufría y odiaba y odiaba y sufría en una progresión interminable. Tal vez todos los cruces de caminos del mundo estaban construidos sobre el odio y el sufrimiento propios y ajenos.
No podían dejarla allí. Enviarían a alguien a buscarla. ¿Y dónde estaba Narváez? ¿No se suponía que él era el militar, el tipo duro, el especialista en situaciones límite? ¿Por qué se había dejado arrastrar tan pronto?
Sintió la rabia surgir de la boca de su estómago y subir con una arcada hasta nublarle la razón. La dejarían allí tirada, no moverían un dedo por rescatarla. Solo era una profesora universitaria normal y corriente, y a los que estaban fuera su destino les importaba una mierda. La Presidenta y los ministros solo se preocupaban por las encuestas de popularidad y al Almirante Romera le bastaba con mantener su culo bien pegado al cargo. Probablemente se estarían riendo de ella ahora, la Presidenta y los ministros y el Almirante y el Rector e incluso el doctor Alba, se estarían burlando en ese preciso instante de esa mujer presuntuosa que creyó que podía desentrañar los secretos que la niebla escondía y llevarse para sí toda la gloria del descubrimiento.
Sí. Malditos. Malditos sean. Los conocía bien. Había tenido que lidiar con tipos así toda su vida. Porque era mujer, porque era joven, porque era inteligente, porque tenía la piel oscura. Y los odió. Los odió a todos con una intensidad que la arrasó por dentro y, en el último instante, cuando la rabia estalló en su interior, supo que la niebla había vencido, que se le había metido dentro y había arrasado todo lo que merecía la pena ser salvado.