Me desperté empapada en sudor y necesité un buen rato para convencerme a mí misma de que no estaba soñando. Mi mano y la de Kibwe ya no estaban anudadas y por un instante sentí la nostalgia de la pérdida.
Estaba amaneciendo y decidí levantarme. Era domingo, y en casa todos dormían. Caminé descalza por el pasillo y llegué al salón. El sol anaranjado del alba entraba a raudales por la ventana y lo iluminaba todo con su luz nueva. Miré a mi alrededor. Allí estaban: artilugios electrónicos, zapatos, perfumes, chucherías, juguetes, vajillas, gafas de sol. Cada cosa ocupando su espacio. Ahora me tocaría a mí vomitar sobre ellos, dejar atrás todo lo que me sobraba. Nadie podía hacerlo por mí.
No pude evitar recordar la choza del sueño de Kibwe, el humilde hogar desnudo, con el suelo de tierra, que daba a un huerto en el que pacían unas vacas mansas. Comprendí que yo tenía muchas más cosas que él, pero que también me faltaban muchas cosas que él tenía, y que debía de haber algún lugar en mitad del camino donde nuestros sueños, tan cercanos y tan lejanos a la vez, pudieran reunirse.
¿Y por qué no iba a poder ser así? Nos separaban océanos, abismos, alambradas, pero, ¿quién había dicho que eso tendría que ser así siempre? ¿Quién había escrito las normas? Recordé lo último que Kibwe dijo antes de despertar: nada está escrito para siempre.
Lo recordé mientras el sol naciente iluminaba el mundo, y comprendí que este sueño nos pertenece a nosotros, a todos los Kibwes y Lauras que habitan este viejo planeta.