PAÍS RELATO

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a. m. vozmediano

mínimos y máximos

El pasillo era largo y oscuro. Una débil luz, procedente de no se sabía dónde, lo iluminaba lo suficiente como para ver a un par de metros de distancia. Más allá de eso se extendían las sombras, lo cual no era muy tranquilizador. Intenté caminar más deprisa y me dio la sensación de que, cuanto más rápido trataba de moverme, menos avanzaba.
Así que hice justo lo contrario: caminar despacio. Como por arte de magia, las paredes empezaron a acelerar. Era una sensación extrañísima. Y cuando me detuve del todo fue como si me hubiera subido a una cinta mecánica, porque el suelo empezó a deslizarse bajo mis pies y a transportarme a toda velocidad hacia adelante.
El pasillo se ensanchó y dio paso a una estancia inmensa iluminada por una luz que parecía venir de todas partes. La cinta que me transportaba se bifurcaba en varios caminos, y luego en más y más, que giraban, subían, bajaban, se entrecruzaban y se superponían mil veces como una montaña rusa diseñada por un ingeniero chiflado. Sobre las cintas viajaban paquetes de todas las formas y colores.
Sin tiempo para pensar, salté a la cinta de la izquierda, que siguió avanzando por la sala entre giros y retorcimientos. De pronto se dividió en tres. Volví a saltar a una de ellas, que enseguida volvió a dividirse, y así estuve un rato, dando saltos de una cinta a otra como una langosta, haciendo equilibrios para no caerme. Estaba ya sudando y con la lengua fuera cuando, en uno de los saltos, fui a darme de sopetón contra un paquete del tamaño de un frigorífico que venía en dirección contraria. El paquete, por suerte, estaba acolchado y no me hice daño, pero el golpe me sacó fuera de la cinta, que en ese punto estaba a bastante altura del suelo, y me precipité al vacío.
Creo que grité y cerré los ojos. Al abrirlos, seguía sin estar en mi cama calentita. Vaya, pensé, ya es la segunda vez que me caigo hoy, y estoy empezando a cansarme de esto. Me encontraba a diez centímetros del suelo. Algo había detenido mi caída y había evitado que me despachurrase. Noté de repente como una fuerza misteriosa me empujaba hacia arriba por el lado más cercano al suelo hasta enderezarme y ponerme de pie.
—A ver si miramos por donde vamos —dijo una voz, o quizá eran varias hablando a la vez—. Casi nos aplastas.
—¿Qui... quién habla? —pregunté, mirando alrededor.
—Nosotros —dijo la voz.
—¿Nosotros? No veo a nadie.
—Mira aquí abajo.
Y miré. En el suelo había un montón de criaturas diminutas, del tamaño de figuritas de Playmobil, que se movían de un lado para otro como un enjambre de hormigas.
—¿Vosotros me habéis sujetado?
—¿Quién si no? —dijeron todas las criaturas con una sola voz.
—Vaya, pues muchas gracias.
—No hay de qué. Pero ten más cuidado la próxima vez.
—Lo siento, me caí de una cinta.
—¿Ibas en una cinta? ¡Ah, humanos! ¡A ningún otro se le ocurriría algo semejante! Las cintas son solo para el transporte de sueños. Los seres debemos caminar por aquí. ¿Es que no lo sabías?
—No, la verdad. Acabo de llegar. ¿Hay alguna otra norma que debería conocer?
—Sí. Prohibido chafar a los Mínimos. O sea, a nosotros.
—Entendido.
—Y otra más. Prohibido enfadar a los Máximos.
—¿Los Máximos?
—¡Chssst! No digas su nombre tan fuerte. Eso los enfada.
—¿Y los Máximos son... tan grandes como su nombre?
—No. Más grandes. Y tienen un genio...
En ese momento el suelo retumbó. Los Mínimos saltaron y rebotaron y se cayeron por el suelo como pequeños bolos. Todos empezaron a gritar a la vez:
—¡Los Máximos! ¡Los Máximos! ¡Vienen los Máximos!
El suelo volvió a retumbar y sentí vibrar todo el cuerpo. Un sonido muy grave, casi inaudible, acompañaba a cada retumbo.
—Por favor, tengo que encontrar a alguien que está soñando mi sueño —dije—, ¿por dónde tengo que ir?
Los Mínimos, sin dejar de rebotar unos contra otros, se colocaron de tal manera que dibujaron con sus cuerpos la silueta de una flecha oscura en el suelo.
—¡Por allí, por allí! —dijeron—. En la Oficina de los Sueños Perdidos. ¡Rápido!
Y luego desaparecieron todos entre los resquicios de la baldosas. La estancia volvió a retumbar, esta vez con tanta intensidad que algunos paquetes cayeron de las cintas transportadoras. Una sombra que lo cubría todo se extendió por las paredes y el techo. Corrí en la dirección que me habían indicado los Mínimos hasta llegar a una puerta de madera labrada donde un cartel dorado anunciaba:
OFICINA DE SUEÑOS PERDIDOS
Pase sin llamar
Abrí la puerta sin pensármelo dos veces y entré. No tenía ninguna intención de quedarme a comprobar si los Máximos tenían tan mal carácter como decían.