Cuando salí del ascensor y llegué de nuevo a la Oficina de los Sueños Perdidos, en la planta baja de aquel edificio tan particular (eso supuse, y por esa razón pulsé el botón 1 en el ascensor), la anciana seguía encorvada sobre la mesa, rodeada de montañas de papeles amarillentos que parecían estar a punto de desplomarse sobre ella. Seguía murmurando su letanía y ni siquiera se giró para ver quién se acercaba desde el ascensor. Solo dijo:
—Siquehastardadoenvolverteesperaba-
haceratosupoongoqueahoraquieresotraficha.
—S... sí —respondí—. La mía.
—Latuyaeslaquevisteantes.
—La mía de verdad. Quiero decir, la ficha de quien soy yo en realidad. La ficha de Laura.
—¿YquiénesLaurasipuedesaberse?
—¿Cómo que quién es Laura? Laura soy yo. Ya le dije que he cambiado mis sueños con otro chico.
—¿YestásseguradequeesaLauraerestú?
—Pues claro que estoy segura.
—Hum... —la viejecilla pareció pensárselo un momento. Luego, con la misma agilidad asombrosa de la vez anterior, saltó a su escalera y cabalgó sobre ella hasta el otro extremo de la habitación. Ascendió hacia la oscuridad del techo, y un instante después ya estaba de regreso con un papel idéntico al que me había mostrado un rato antes, pero, en esta ocasión, en el papel estaba mi foto impresa y, debajo, ponía:
20.236
Laura
Le di las gracias a la mujer. Y ella, por un instante, de forma sorprendente, permaneció callada. Me miró muy seria por encima de las gafas y dijo:
—Ve con cuidado, Laura. Quizá no te guste lo que encuentres.
No supe qué contestar. Hasta que no llegué al ascensor y pulsé el botón 20.236, no me di cuenta de que me había hablado con claridad, separando las palabras, para que pudiera entenderlas bien. Tal vez lo que me había dicho era muy importante. Quizá no te guste lo que encuentres. De pronto sentí un escalofrío.
Las puertas se cerraron y el ascensor salió en desbandada, aunque esta vez estaba prevenida y no acabé por los suelos. Diez segundos más tarde estaba en otro descansillo blanco, frente a una puerta del mismo color con el número 20.236 grabado en grandes caracteres. Vaya, pensé, si solo hay una planta de diferencia con el sueño anterior.
Abrí la puerta y me encontré en el territorio conocido de mis propios sueños. Allí también había una bicicleta y una casa y unos campos al otro lado de la ventana. Era una bicicleta de carreras nueva, parecida a la que tenía un chico de mi clase. Me parecía mucho más chula que la mía y llevaba unos meses comiéndoles el coco a mis padres para que me la comprasen. La casa era parecida a la de mi amiga Sara, que vivía en un chalé con piscina y jardín y tenía un iPhone y un ordenador nuevo en su habitación. Cada vez que iba a su casa odiaba un poquito más la mía, que en comparación me parecía oscura y pequeña. Al otro lado de la ventana de esta casa de ensueño estaba el mar. Mis padres me habían prometido llevarme en verano y desde entonces a mí me parecía que no había nada más importante que eso.
Una chica estaba asomada a la ventana. La reconocí. Era yo. Quiero decir que era mi cuerpo, aunque en realidad se tratara de otra persona.
—¿Kibwe? —pregunté, recordando la palabra que había visto escrito en la ficha que me enseñó la viejecilla de la Oficina de los Sueños Perdidos.
La chica se giró. Era yo y no era yo. Un brillo extraño se escondía en sus ojos.
—Está bien tu sueño, Laura —dijo.
—El tuyo tampoco está mal.
No contestó. Señaló la bicicleta.
—¿Eso es una bici?
—Sí.
—Nunca he visto ninguna así. Parece una nave espacial. ¿Para qué son todas esas palanquitas?
—Las marchas.
—¿Y para qué quieres marchas?
—No sé. Para subir cuestas, supongo.
—¿Es que tienes que subir muchas cuestas?
—Depende.
—¿De qué?
—De a dónde vaya.
Laura, o sea, yo, me miró un momento antes de decirme:
—Yo quiero una bici para ir a por agua. El pozo de mi familia se secó el verano pasado. Desde entonces tengo que caminar dos horas para ir y otras dos para volver, y hacer una cola enorme para conseguir un poco de agua sucia. ¿Para qué quieres tú esa bici?
No supe qué contestar. En realidad no quería la bici para nada en concreto. Solo la quería.
—He visto un pozo en tu sueño —dije, para salir del paso.
—Sí —dijo él, o ella—. Hace meses que sueño con él. Y con las vacas, que se nos murieron cuando el pozo se secó. Y con la cabaña nueva. ¿Tu sueñas con esta casa?
—Sí.
—¿Te gustaría vivir aquí?
—No estaría mal.
Ella, o él, miró alrededor como si fuera una experta en arquitectura, y dijo:
—Mi aldea entera cabría aquí dentro. ¿Para qué necesitas tanto espacio?
Me encogí de hombros, un poco molesta, y también avergonzada.
—Yo lo que en realidad quiero es ir a ver el mar.
—¡Hombre! —dijo—. Pues ahí sí te gano yo. Veo el mar todos los días.
—¿En serio?
—En serio. Cuando voy al pozo a por agua. A la ida y a la vuelta. No queda lejos. A veces me acerco a darme un chapuzón.
—Qué envidia.
—¿Nunca te has bañado en el mar?
—Nunca. Pero mis padres han prometido llevarme en verano.
—Te gustará, ya lo verás.
Nos quedamos callados de nuevo. Entonces recordé que la planta de los sueños de Kibwe y la mía estaban muy cerca, a solo un número de distancia, y al mismo tiempo muy lejos, y que nuestros sueños también estaban cerca y lejos a la vez.
—Creí que recuperaríamos nuestro cuerpo al encontrarnos —dijo Kibwe.
—Ahora que lo dices, yo también.
—A lo mejor tenemos que hacer algo más.
Me acerqué a él (o a ella) y ella (o él) se acercó a mí. Nos cogimos las manos. Las mías parecían aún más oscuras al entrelazarlas con unos dedos tan pálidos.
—Lo siento —dije.
—¿Por qué?
—Por soñar con bicis que parecen naves espaciales y con casas en las que cabrían aldeas enteras.
—Y con el mar.
—Y con el mar.
Kibwe me miró y sonrió:
—En realidad no es culpa tuya —dijo—. Todavía no.
De repente, una trampilla invisible debió abrirse a nuestros pies porque caímos así, con las manos entrelazadas, por un tobogán que cortaba la respiración. Caímos a toda velocidad sin dejar de gritar hasta que, de pronto, nos detuvimos en algún lugar en las entrañas del mundo de los sueños. No se veía nada. La mano de Kibwe seguía cogida a la mía:
—¿Kibwe? —pregunté.
—Aquí estoy —dijo él.
—¿Qué va a pasar ahora? Tengo miedo.
—Yo también.