Había una luz azulada al fondo. Sin soltarnos de la mano, caminamos hacia ella. La claridad se fue haciendo cada vez mayor hasta que pudimos ver que nos encontrábamos en una gruta que se ensanchaba para formar una caverna circular. Unas antorchas dispuestas en las paredes de la caverna iluminaban el lugar con unas extrañas llamas violetas y azules. Al fondo de la caverna distinguimos dos puertas de madera tosca y, entre ellas, grabadas en la roca, se leían estas palabras:
Una elección debéis hacer
para ser libres o perecer.
Acabábamos de leer el mensaje danzante a la luz de las antorchas cuando un rumor de piedra contra piedra a nuestra espalda nos hizo volver la cabeza. Un pedestal rocoso se estaba elevando en el centro de la caverna. Se detuvo al alcanzar la altura de una mesa pequeña y, en efecto, eso es lo que parecía: una mesita como la que suele haber en los salones de las casas enfrente del sofá.
Pero eso no era todo. Sobre la mesa había dos cosas. Una chocolatina y un tazón lleno de arroz hervido. Sacudí la cabeza para asegurarme de no estar sufriendo una alucinación, pero luego recordé que estaba soñando, o eso quería creer, y que en los sueños puede ocurrir cualquier cosa.
Al ver la chocolatina sentí un hambre espantosa. Llevaba un montón de tiempo sin comer, y tanto paseo arriba y abajo por aquel mundo enloquecido me había abierto el apetito. De pronto lo entendí. Aquello era una prueba. Cuidado con las tres pruebas, me había advertido Mufasa, el gato guardián. Teníamos que elegir entre la chocolatina y el arroz para, como decía el mensaje grabado en la roca, ser libres o perecer.
Kibwe se me adelantó y miró fijamente la chocolatina. Era enorme, del tamaño de una tableta de chocolate entera, y parecía muy apetitosa envuelta en su papel de colores brillantes.
—¿Qué es esto? —preguntó Kibwe.
—Una chocolatina.
—Nunca había visto nada igual. Es preciosa. Una vez probé un trocito de chocolate, pero no se parecía a esto. ¿Se come?
—Bueno, si la sacas del envoltorio, sí —dije riendo.
Kibwe alargó la mano para coger la chocolatina. La boca se le hacía agua. Supongo que tenía tanta hambre como yo.
—¡Espera! —le dije—. Tenemos que elegir, ya has leído el mensaje.
—Pues está claro. Elijo el chocolate.
—No, no. Piensa un momento. Los dos tenemos hambre, ¿no es así?
—Me comería hasta un trozo de madera.
—Tenemos que elegir entre la chocolatina y el arroz. ¿Cuál será la elección correcta?
—¿Bromeas? Esa chocolatina sí que es un sueño hecho realidad —dijo Kibwe, relamiéndose los labios.
—No te creas —dije yo—. Estará deliciosa, vale, pero también nos dará mucha sed y solo nos calmará el hambre unos minutos. El azúcar hace esas cosas. Y si nos la comemos entera nos dolerá la barriga.
—Para ti es fácil decirlo. Estarás harta de comer chocolatinas como esa. Quédate con el arroz y déjamela a mí.
Y, sin decir nada más, agarró el envoltorio brillante y lo rasgó con las manos temblorosas. Yo tomé el cuenco de arroz y, utilizando mis dedos (porque no había cubiertos), empecé a comer. Estaba blando y tenía un regusto extraño, como a coco o a nueces, pero tenía tanta hambre que me lo zampé todo. Cuando volví a mirar a Kibwe, estaba engullendo el último trocito de chocolate y sonreía con los labios manchados de marrón.
Apenas habíamos tragado el último bocado cuando una de las dos puertas de madera del fondo de la caverna, la que estaba a mano derecha, se abrió con un chirrido como el de las puertas de las mansiones abandonadas en las películas de miedo. Dentro solo se veía oscuridad.
—Bueno —dijo Kibwe—. Supongo que tendremos que ir por allí para averiguar si hemos superado la prueba o no.
La puerta nos condujo a otra gruta igual de oscura que la primera. Entramos cogidos de la mano. Kibwe olía a chocolate, y empecé a sentir un poco de envidia por no haber comido yo también.
—No sé cómo te ha cabido toda la chocolatina en la tripa —le dije.
—Es que la tenía muy vacía —me respondió.
—Podías haberme dejado un poco.
—Lo siento. Creí que no querías. Tú también podías haberme dejado un poco de arroz.
—Ya. No es lo mismo, ¿sabes?
Una luz verdosa empezó a iluminar la cueva y, un poco más adelante, llegamos a una caverna parecida a la anterior, aunque ahora las antorchas tenían unas llamas de color verde brillante. También había dos puertas de madera al fondo y una inscripción en la roca:
Utilizad la cabeza
y encontraréis la respuesta.
El pedestal de roca se elevó a nuestra espalda. Era una mesa de piedra parecida a la de antes, pero ahora tenía encima dos botellas. Quizá no os sorprenda si os digo que una estaba llena de agua y la otra de refresco de cola. Quizá tampoco os sorprenda si os digo que de pronto descubrí que tenía mucha sed. Y quizá os sorprenda aún menos si os digo que Kibwe se abalanzó sobre el refresco, lo cogió entre sus manos como si fuera un tesoro, y dijo:
—¡Hala! Una vez probé de esto. Lo traía un tipo que vino a hacer fotos. Hacía cosquillas en la boca. ¿Cómo lo llamaban? Ah, sí: era el sabor de la felicidad.
—¿Pero qué dices? Solo es una coca-cola.
—Eso, coca-cola. La chispa de la vida.
—No te bebas eso. Te dolerá la barriga.
—Eso ya lo dijiste con la chocolatina. Oye, si quieres, lo compartimos.
—No, gracias. Prefiero el agua. ¿Te dejo la mitad?
—Ni de broma. Estoy harto de agua. Todos los días tengo que ir a por ella, ¿recuerdas? Déjame que disfrute un poco de la coca-cola.
Así que cada uno bebió del líquido que había elegido. Yo apuré el agua, y Kibwe no dejó ni una gota de refresco, os lo aseguro, porque cuando se lo terminó inclinó la botella hasta apuntar con ella al techo de la caverna, como un trompetista loco. Una sonrisa de oreja a oreja se extendió por toda su cara.
—Deliciosa —dijo.
El crujido de la puerta no nos sorprendió. Esta vez se había abierto la de la izquierda. Nos cogimos de la mano y entramos, dispuestos para afrontar la siguiente prueba.
La gruta se tiñó de color rojizo esta vez y, cuando llegamos a la caverna, las antorchas ardían con un color más o menos normal, es decir, rojo tirando a naranja. Grabado en la pared, entre las dos puertas de madera, pudimos leer:
Cuidad ahora vuestra elección
o nunca hallaréis la solución.
A nuestra espalda se elevó una roca, mucho más grande que las otras dos veces. Era enorme, en realidad. Encima de ella, dispuestos como en el escaparate de una tienda, había cientos de productos de todo tipo: artilugios electrónicos, zapatos, perfumes, chucherías, juguetes, vajillas, gafas de sol. Mirar aquella mesa era como cuando vas a un centro comercial y acabas con la cabeza un poco enloquecida por estar rodeada de tantas cosas y de tanto ruido.
Y si a mí me aturdía ver tantos cachivaches juntos, imaginad a Kibwe. Se le salían los ojos de las órbitas. Se acercó muy despacio a la mesa, abriendo los brazos, como si quisiera abarcarlo todo.
—¡Kibwe, no! —dije—. Es una prueba. No necesitamos todo eso.
—Para ti es fácil decirlo. Tú tienes esto cada día. Yo solo puedo soñarlo.
—No es para tanto —le dije—. Confía en mí. La mayoría de estas cosas no sirven para nada.
Me acerqué a la mesa y empecé a otear entre los cacharros.
—Mira —dije—. Allí hay una linterna. Eso sí puede sernos útil. Y allí una cuerda. En esa mochila de ahí podremos guardar las cosas. Nos llevaremos también un poco de pan y...
Pero Kibwe no me escuchaba. Había encontrado una gran bolsa de tela y la estaba llenando con todos los trastos que podía encontrar. A la bolsa fueron a parar consolas de videojuegos, teléfonos móviles y reproductores multimedia; zapatillas de deporte y pantalones de marca; latas de refresco, barritas energéticas, batidos de colores, y yo qué sé cuántas chucherías más. Cuando terminó, apenas podía arrastrar el saco por el suelo y una sonrisa que me pareció la de una hiena se dibujaba en su cara. Recordad, además, que su cara era la mía. No me gustó ver esa sonrisa. Me pregunté si yo la habría tenido muchas veces en la realidad, si también habría llenado sacos y sacos de tonterías inútiles para luego sonreír por mi hazaña con cara de hiena.
Me colgué la mochila al hombro. Había metido en ella las cosas que pensé que podrían servirnos hasta que encontrásemos el camino de regreso a casa. Luego nos quedamos mirando las dos puertas de madera, esperando que una de ellas se abriera con un gemido.
Esperamos y esperamos y esperamos. Ninguna puerta se abría.