Las puertas del ascensor se plegaron de fuera a adentro. Primero la que se abría hacia arriba, luego la que se abría hacia abajo y luego la que se abría hacia la derecha. Después se escuchó un chasquido que parecía venir del otro extremo del mundo, como cuando alguien tira una piedrecita a un pozo muy profundo y el chapoteo llega lejano y lleno de ecos. Los ruidos se hicieron más intensos y el ascensor empezó a vibrar. Entonces, sin previo aviso, saltó como un canguro salvaje y me caí al suelo.
A continuación no sé si subí, bajé o hice las dos cosas a la vez. Una lavadora en plena centrifugación se hubiera movido más despacio que aquel aparato endemoniado. Sentía las orejas en los tobillos y los tobillos en las orejas, alternativamente. Di tumbos por el ascensor como un peluche sin cinturón de seguridad en una exhibición de vuelo acrobático hasta que, tan de repente como había empezado, el movimiento cesó y las tres puertas metálicas se abrieron.
Me encontré caída boca abajo, con un pie bajo la nariz y el otro enroscado en mi brazo izquierdo. Me enderecé como pude. Moví los brazos y las piernas para comprobar que todo seguía en su sitio. Me crujió hasta el último huesecillo del cuerpo, pero parecía que estaba de una pieza, de modo que salí al exterior.
Había un descansillo blanco y una puerta del mismo color. En la puerta, en grandes caracteres oscuros, estaba grabado el número 20.237. Respiré hondo y empujé la puerta con cautela. La hoja cedió sin resistencia y entré.
Al pasar al otro lado me encontré en mitad del campo. Así, como lo cuento. El mundo de los sueños, o donde porras estuviera, funciona de ese modo. Detrás de mí estaba la puerta blanca plantada en mitad de la hierba, y delante, y todo alrededor, una vasta extensión de pradera entre verde y amarilla, salpicada de árboles de troncos retorcidos que crecían altos como catedrales vegetales hasta unas copas achatadas con enjambres de hojas danzando en el cielo. Y el cielo mismo era del azul más intenso que había visto en mi vida, un azul que no existía en mi ciudad, ni siquiera en el pueblo de mis abuelos. Supe, con esa lucidez que solo se tiene en los sueños, que me encontraba en otro país, en otro continente, casi en otro mundo dentro del mundo, y que aquel era mi hogar, es decir, el hogar del chico que yo era en ese momento.
Caminé unos pasos por la pradera inabarcable. La hierba me hacía cosquillas en las piernas. El aire olía como debía de oler la Tierra cuando era más joven. Hacía calor. Me dirigí a la sombra de uno de los árboles y allí vi algo: una bicicleta, aunque me costó reconocerla por lo vieja que estaba. No se parecía en nada a mi bici. La mayor parte de ella era pura herrumbre. Si la hubiera encontrado junto a un contenedor de basura de mi ciudad, ni me habría fijado en ella.
Más allá de la bicicleta había una casa, o más bien una choza, construida con paredes de barro y techo de paja que se sostenía sobre unos troncos resecos y de aspecto quebradizo. Me acerqué. La choza no tenía puerta. En el interior no había muebles y el suelo era de tierra apisonada, pero aún así resultaba acogedora, como debe resultar un hogar. Desde una ventana se veía un pozo, unas vacas, un humilde huerto donde brotaba el trigo.
Supe que aquella choza, aquel huerto, aquella bicicleta vieja y oxidada, eran importantes y valiosos para el chico que yo era ahora y que por eso soñaba con ellos. Aunque ya me lo habían dicho casi desde el principio de mi aventura, por primera vez fui de verdad consciente de estar viviendo el sueño de otra persona. Era tan diferente de mis sueños: una bicicleta vieja, una choza, un pozo. ¿Qué clase de vida llevaría el chico cuyo cuerpo era ahora el mío?
Lo que estaba claro es que allí no había nadie más excepto yo. Bueno, y las vacas en la pradera, al otro lado de la ventana. Me di un manotazo en la frente. ¡Por supuesto! Si yo estaba visitando los sueños de otro chico, él estaría haciendo lo mismo con los míos. ¿En qué planta estarían mis sueños? Tenía que regresar a la Oficina de los Sueños Perdidos y pedirle a la viejecilla que buscase mi ficha. Era en mi propia planta, y no en la que me encontraba ahora, donde podría localizar por fin al dueño de mi cuerpo y deshacer todo el embrollo.